De profesión, canguro (010)
La primera tijera
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La primera tijera.
Tamara rebuscaba en la ruleta perchero de la tienda, repleta de largas camisetas estampadas con rostros de cantantes de moda. Buscaba uno en particular, el de Bruno Mars. Sería ideal poder llevarse su ídolo a la cama, de forma platónica, claro.
Al moverse, chocó con alguien a su espalda. Se giró para excusarse y se encontró con unos ojos oscuros que emergían del pasado.
— ¿Tamara? ¿Eres tú? – le preguntó la mujer, con una mirada inquisitiva.
— Elaine… ¡Dios mío! ¿Cuánto tiempo hace? – sonrió la joven.
— Para tres años ya – la mujer se acercó hasta hacer coincidir sus mejillas. -- ¿Qué tal te va?
— Bueno, he acabado el bachiller y estoy estudiando puericultura – explicó la rubia.
— Siempre supe que te dedicarías a eso. Eres buena con los niños. ¿Nos tomamos un té? – propuso Elaine, señalando hacia una de las cafeterías del centro comercial.
— Claro. Así nos pondremos al día.
Elaine había engordado en el tiempo en que no se habían visto. Ahora tenía caderas amplísimas y muslos jamoneros. El apretado pantalón que llevaba no le sentaba nada bien, aunque siguiera siendo tan elegante como siempre. Su rostro no había cambiado apenas, salvo un poco de papada y unas diminutas arrugas en la comisura de los ojos. Quizás llevaba el alborotado pelo un poco más corto, pero tan rebelde y oscuro como siempre.
— ¿Dónde os marchasteis? – preguntó Tamara, cuando se sentaron a una mesa. – No supe nada más después de… ya sabe.
— Nos mudamos a Spondon. No he vuelto a Derby desde entonces.
Tamara asintió. Se habían encontrado en unos grandes almacenes situados en un área comercial entre Derby y Alvaston, otro núcleo importante de la zona.
— ¿Y Cloe? ¿Cómo se encuentra? – preguntó Tamara, con un titubeo.
— Bien, bien. Ahora está estudiando Moda y Confección en Nottingham. Va y viene todas las semanas, ya sabes.
— Sí. Me alegro.
— Estuvo una larga temporada sin hablarme pero después lo superó – la mujer levantó los ojos para pedir un té Twinings, con leche y canela, al joven chico con delantal que se colocó ante la mesa. Tamara asintió, aceptando lo mismo. – Se tragó todo el asunto con estoicismo y no ha querido hablarlo nunca conmigo. Pobrecita.
— Lo siento.
— No. Tú no tienes que sentir nada. No tuviste culpa alguna. Yo fui la que cometí la falta, yo era la adulta – agitó la mano Elaine, acallando a Tamara.
La rubia la miró fijamente. Aún era una mujer hermosa, aunque parecía algo descuidada. Tenía cuarenta y cinco años en ese momento y aún despertaba hormigueo en los dedos de Tamara. Elaine había sido su primer amante, tras Fanny y, además, era la madre de su mejor amiga.
Tras el té, se despidieron. Ponerse al día empezó a resultar doloroso, así que lo dejaron. Se besaron en la mejilla y cada una tomó una dirección. Tamara ya no se sentía a gusto en los almacenes, así que volvió a casa en su coche. Musitó una excusa a Fanny y se encerró en su dormitorio.
Elaine la había puesto a pensar y quería rememorar cuanto pasó. Así que sacó el viejo diario digital de su escondite y lo conectó a su portátil…
Cloe y Tamara eran las mejores amigas del mundo, al menos desde que Tamara llegó a Derby. Habían hecho migas desde el primer día en que Tamara acudió a clase y tuvo que compartir pupitre con ella. Eran niñas muy parecidas emocionalmente, algo introvertidas, con cicatrices sentimentales en el interior, y bastante dependientes de sus familias. Ninguna de las dos había cumplido los dieciséis y ambas querían estudiar en el colegio de Enfermería en un futuro.
Tan solo había dos detalles que las diferenciaban. Uno, Cloe era morena de ojos pardos y tiernos, Tamara era rubia nórdica de ojos celestes. Dos, Cloe era toda una inexperta sexual y sentimental, en cambio, Tamara ya estaba acostándose con su cuñada Fanny. Claro que esa relación era puro secreto. Tamara no hablaría jamás de ello con alguien, por muy amiga suya que fuese. Era algo pecaminoso que se limitaba a las paredes de casa y, concretamente, al dormitorio cuando su hermano se ausentaba.
Sin embargo, esto suponía una experiencia vital para Tamara, con respecto a cuanto conocía su amiga. Tamara sabía perfectamente lo que era sentir un orgasmo y regalarlo, experimentar las intensas sensaciones de compañerismo, los inconscientes gestos de ternura, los murmullos cómplices, las risitas acalladas, y, sobre todo, el peculiar morbo de estar haciendo algo prohibido. Y todo ello no podía explicárselo a su mejor amiga.
Como la vivienda de Cloe se encontraba a medio camino, entre la escuela y la casa de Tamara, ésta empezó a pasar mucho tiempo en el bonito apartamento de su amiga. Hacían los deberes juntas, al volver del colegio, y Tamara se levantaba media hora antes para desayunar en casa de Cloe y así no molestar a Fanny y dejarla dormir con el bebé. Se convirtió en toda una costumbre llegar a casa de Cloe, tirar las mochilas y llamar a Fanny por teléfono para comunicarle dónde estaba. Después merendaban y se ponían con los deberes hasta medio terminarlos, al menos. Después, un poco de tele los días en que Fanny podía recogerla, sino de vuelta a casa antes de que anocheciera.
Así que, por ello, Tamara tomó mucha confianza con Elaine, la madre de Cloe, una madura mujer en la cuarentena que se había quedado viuda dos años antes. Cloe aún añoraba mucho a su padre y ya había llorado un par de veces sobre el hombro de Tamara. Elaine trabajaba de mañana en una gran agencia de viajes e inmobiliaria del centro, un trabajo que llevaba haciendo desde antes de casarse. Como gerente, procuraba mantenerse en forma y con muy buena presencia. Iba al gimnasio tres tardes a la semana, nadaba otras dos, y cuidaba su alimentación y la de su hija. Su lozanía y su vivaracha actitud fueron las que atrajeron a Tamara.
Elaine era una mujer de fuerte carácter, acostumbrada a tomar decisiones y a dirigir empleados, y eso se notaba a la hora de influir en la vida de su hija. Para redondear, se había ocupado de todo cuanto su marido había dejado inacabado a su muerte, tanto en tareas – su esposo poseía un celebrado taller de marroquinería – como en deudas. Elaine quería muchísimo a su hija y se lo demostraba, pero también se enfadaba mucho con los incesantes titubeos de la insegura Cloe y la recriminaba duramente, usando su tono de directiva.
Lo que hacía que Cloe hundiera la cabeza entre los hombros y le temblara la barbilla, a Tamara le mojaba ciertamente las bragas. No podía evitarlo. Cada vez que escuchaba el tono áspero y vibrante de Elaine recriminando algo a su hija, Tamara tenía que unir sus muslos y tragar saliva, todo el vello de su cuerpo erizado. Todo esto marcó su amistad con Cloe porque empezó a darse cuenta que le interesaba más la atención de la madre que su relación con la hija. Tamara no era consciente de lo que hacía, cada vez más obsesionada con la autoridad que fantaseaba experimentar, y se acercaba emocionalmente cada día más a Elaine, actuando como si fuera otra hija.
Elaine pronto se dio cuenta de que algo sucedía con Tamara. Cuando reprendía a su hija ante ella, ambas bajaban los ojos, ambas enrojecían al mismo tiempo, e incluso derramaban lágrimas al unísono. Sin embargo, conociendo la lamentable pérdida de la rubita no se extrañó que la chica reaccionase así a una severa actitud maternal. Así que, inconscientemente, también pasó a convertirse en la madre de la amiga de su hija.
Como siempre estaban juntas, las regañinas y las recompensas eran compartidas y Tamara pasó a ser parte de la familia de Elaine y la amante de su cuñada cuando regresaba a su casa. Pero llegó un día en que el destino empujó un poco más la posición de Tamara, haciéndola caer directamente a la cama de Elaine.
Cloe padeció una infección estomacal que derivó en una peritonitis y tuvieron que extraerle el apéndice. Por ello, se pasó todo el fin de semana en el hospital y Tamara, sabiendo que su hermano Gerard estaría en casa todo ese tiempo, se ofreció para acompañar a la madre de su amiga. Elaine le dio las gracias y le dijo que no era necesario, pero Tamara insistió tanto en ello que acabó aceptando. Era su oportunidad para disfrutar de esa seudo madre en solitario.
La misma noche del viernes, día que operaron a Cloe por la mañana, Tamara simuló ciertas pesadillas y Elaine le ofreció dormir con ella en la gran cama de matrimonio. Tamara se regodeó a placer, acurrucada contra el cálido cuerpo de la mujer. Cuando notó que su respiración era profunda y lenta, indicando que estaba dormida, se quitó el pijama y se quedó desnuda. Se abrazó al rotundo cuerpo de Elaine y fantaseó durante casi una hora en la oscuridad en cómo sería su vida ellas dos solas.
Mientras imaginaba y recordaba situaciones en que Elaine destacaba, el culito de Tamara no dejaba de moverse, frotando lentamente su pubis contra una nalga de la dormida. Lo hacía con mucha delicadeza y lentitud, pero eso no evitó que, tras largos minutos, tuviera la entrepierna empapada. Nunca había estado tanto tiempo frotándose de esa manera. Fanny se revolvía al instante y la besaba o la acariciaba largamente. Frotarse, para su cuñada, era sinónimo de que había que pasar a la acción. Sin embargo, tenía que admitir que también era muy ameno y debía serlo más si ambas participasen. Se prometió comentarlo con Fanny a la menor ocasión.
Sin embargo, el problema persistía. Estaba metida en la cama de su “madre”, desnuda y cachonda, y no sabía cómo resolver la ecuación, así que se abandonó a su instinto. Inspirando profundamente, alargó una mano y acarició la cadera cubierta de Elaine, la cual estaba durmiendo de costado, dándole la espalda a Tamara.
La sensación de palpar aquella rotunda cadera cálida erizó el vello de Tamara y llevó una mano a su pecho desnudo para pellizcar uno de sus propios pezones. La calidez de su cuerpo contra el de Elaine llevó a la mujer, con un pequeño cambio en su respiración, a rebullir y encoger más sus piernas, alzando de esa forma un poco más sus nalgas. Ahora se rozaban contra el vientre de la chiquilla, que dejó su mano inmóvil sobre la cadera de Elaine.
Cuando Tamara se aseguró que la respiración de la mujer volvía a ser regular, movió de nuevo su mano, bajando a acariciar las poderosas nalgas que se le ofrecían tan cercanas. Tamara intentó controlar el temblor que afectaba a su labio inferior, debido al ansia que se estaba apoderando de su cuerpo. Su mano bajo la manta se introdujo bajo las bragas de Elaine, sobando delicadamente la turgente grasa del glúteo, llenando su febril mente con la agradable sensación del acto en sí, como si quisiera tener suficiente material para poder recordarlo toda su vida.
Elaine dormía con un fino camisón, esa vez de color rosa, ya que solía mantener la calefacción encendida toda la noche. Una simple manta cubría a las dos. Tamara suspiró y pegó aún más su esbelto y desnudo cuerpo al de la mujer, notando el calor que irradiaba. Pasó un brazo sobre la cintura de Elaine y se abrazó a ella, apoyando la mejilla sobre el suave hombro. En ese momento, fue absolutamente feliz y retomó el movimiento de fricción, frotando su pelvis contra las nalgas, pero con la diferencia que ahora estaba abrazada, que las nalgas estaban mejor colocadas, y que se trataba de un frotamiento en toda regla.
Aún dormida, Elaine llevó instintivamente su mano hacia atrás, intentando tocar el cuerpo que la envolvía tan voluptuosamente, y acabó despertándose a medida que la idea de tocar piel desnuda se abría paso en su adormilada mente. Se giró de repente, sobresaltando a Tamara, la cual dejó de abrazarla y se retiró lo que pudo de ella.
― ¿Por qué te has desnudado? – inquirió la mujer en un susurro. Tamara pudo percibir el difuso brillo de sus ojos en la penumbra.
Tamara murmuró algo que pretendía ser una excusa pero que surgió ininteligible de sus labios. Elaine era consciente por cuanto estaba pasando la amiga de su hija, por la pérdida de sus padres, por tener que dejar su ciudad natal y mudarse a una nueva ubicación, en casa de su hermano. Incluso había pensado si la chiquilla estaría bien atendida por su cuñada ahora que había tenido un bebé. Pero aquella reacción no tenía mucho que ver con un problema de afecto o un sentimiento de falta de atención; no, más bien tenía todas las trazas de una reacción ninfomaníaca, a pesar de la corta edad de la chiquilla. El resplandor de la iluminación de la calle caía sobre los rasgos de Tamara, que mantenía la vista baja, avergonzada de haber sido sorprendida. Elaine no pudo distinguir si enrojecía, pero el compungido gesto le otorgó una belleza que no había sido capaz de vislumbrar antes en ella.
En un impulso que no se detuvo a analizar, la mujer se incorporó sobre un codo y accionó el interruptor de la lamparita del lado en el que se encontraba Tamara, haciéndolas parpadear a ambas. La chiquilla se tapaba hasta la barbilla tirando de la manta y mantenía la mirada baja. Sus mejillas estaban tan arreboladas como si hubiera corrido un largo trecho. Elaine alargó una mano y atrapó la manta, tironeando suavemente de ella hasta conseguir que Tamara la soltara, descubriendo el desnudo cuerpo ante sus ojos. Sin decir una palabra, la mujer se regodeó largamente admirando las esbeltas y juveniles formas.
Elaine no había tenido ninguna aventura lésbica en su vida pero con la muerte de su marido experimentó ciertas formas demasiado sugerentes en el consuelo que le mostraba su cuñada. La joven Lorraine se pasaba casi todas las semanas a visitarlas durante los primeros meses de duelo. Trabajaba como pasante en un bufete de la ciudad que quedaba cerca de casa. Lorraine no mantenía relación alguna con hombres por lo que se comentaba, entre los miembros de la familia, que era lesbiana, aunque jamás declaración alguna había surgido de sus labios. Sin embargo, Elaine pudo comprobar personalmente que los abrazos y caricias de consuelo de su cuñada iban un poco más allá de eso. Al principio, se envaraba cuando los dedos de Lorraine cobraban vida en lugares poco apropiados, pero acabó reconociendo que las caricias la tranquilizaban y eran muy agradables, sobre todo porque las utilizaba cuando estaban solas.
Lorraine nunca se propasó más allá pero Elaine se quedó con la curiosidad insatisfecha, algo que jamás admitiría ante otras personas. Ahora, al contemplar el cuerpo desnudo de Tamara, se preguntó si esta vez la ocasión era perfecta.
― Tamara… ¿acaso te gusto? – le preguntó a la chiquilla muy suavemente, alargando su mano hacia ella.
― Sí… Elaine – musitó Tamara sin mirarla, con indecisión. – Creo que es usted… perfecta.
Elaine fue consciente del tratamiento respetuoso. Hasta el momento, cuando Tamara estaba con Cloe, la tuteaba y la trataba con toda confianza. Entonces, ¿por qué ahora la trataba de usted?
― ¿Perfecta? ¿Perfecta para qué? – los dedos de Elaine rozaron el esbelto hombro de la chiquilla, notando el escalofrío que desencadenó en ella.
― Como mujer… es usted una… señora – la miró por primera vez, con aquellas ojazos celestiales.
― Gracias, pequeña. Una señora, ¿eh? En tus labios suena a halago – los dedos aletearon sobre el menudo pecho, sin rozar siquiera el pezón.
― Lo es, no lo dude, señora – la respiración de Tamara se convertía en un dulce jadeo.
― Sí, seguro que sí. ¿Puedo besarte, dulzura? – la mano de Elaine se posó sobre el suave vientre, formando allí un reducto de calor en su palma.
― Por favor… – musitó la chiquilla, ofreciendo sus labios con pasión.
Fue un beso lento, dulce y muy pastoso, sobre todo cuando a punto de desunir sus labios, Tamara introdujo la punta de su lengua en la boca de Elaine. Eso influyó en el deseo de la mujer, que en vez de separarse se lanzó a besar en profundidad, dejando que su mano acariciara largamente la cadera de la joven. Cuando se separaron, ambas jadeaban y sus bocas estaban húmedas por las salivas intercambiadas.
― Dios, chiquilla… ¿dónde has aprendido a besar así? – preguntó Elaine, tomando aire.
Tamara sonrió, contenta de haber sorprendido a la mujer. Estuvo a punto de echarle los brazos al cuello y seguir besándola, cuando Elaine se puso de rodillas y se sacó el camisón por encima de la cabeza. No utilizaba sujetador para dormir y los maduros pechos quedaron colgando ante sus ojos, pesados y redondos como frutas en su punto.
― Nunca he estado con una chica pero algo me da en la nariz que tú sí lo has hecho, ¿verdad, niña? – le preguntó la mujer, echando mano a bajarse la braga de algodón beige tras tirar el camisón a los pies de la cama.
― Sí, señora – los ojos de Tamara devoraron el abultado pubis que la señora le dejó entrever. Poseía un encrespado y abundante penacho, oscuro e impregnado de almizcle.
― ¿Otra compañera de colegio? ¿Una amiga? Dios mío… ¿Cloe? – Elaine abrió mucho los ojos cuando la idea pasó por su mente.
― No, señora, una mujer… casada, una vecina…
― Oh, ya veo – susurró Elaine, abrazando a la chiquilla y besuqueándola en el cuello. – Te van las maduritas, ¿no es eso?
― Creo que sí… señora.
― ¿Y os veis en su casa? – preguntó la mujer, atareada con el suave lóbulo.
― Sí, cuando su marido se marcha a trabajar – apuntó Tamara, pensando en los días que su hermano pasaba lejos de casa.
― Madre mía, qué morbo pensar en esa situación – masculló Elaine, contemplando cómo su mano descendía hasta apoderarse de uno de esos tiernos pechitos que se deshacía bajo su tacto. -- ¿Y qué hacéis cuando estáis a solas las dos?
Tamara no contestó pero incrementó su tono de rubor.
― ¡No me digas que te da vergüenza ahora! – bromeó la mujer. – Venga, suéltalo. ¿Os besáis?
― Sí – reafirmó con la cabeza la chiquilla y continuó en un murmullo. – Nos besamos mucho tiempo y nos acariciamos hasta que empieza a quitarme la ropa entre caricias. Cuando me quedo desnuda, me lleva a su cama.
― Sigue – susurró roncamente Elaine, atareada en retorcer dulcemente los sensibles pezones.
― Se… instala entre… mis muslos… aaaaah – Tamara dejó escapar un profundo quejido mientras echaba hacia delante sus pequeños pechos.
― ¿Y?
La mano de Tamara se apoderó de la que le torturaba el pecho y la llevó hasta su entrepierna. Elaine notó el acelerado pulso de la chiquilla latir en la húmeda sedosidad del tejido interno de la vagina, así como el incitante calor que despedía.
― Me lo… come todo… durante mucho… mucho tiempo – Tamara gimió estas palabra a un par de centímetros de la boca de la mujer, consiguiendo que se aflojase su bajo vientre con una sacudida.
― Dioooss… Tamara…
― ¿Me lo vas a hacer tú? – la pregunta de Tamara estaba hecha con voz aniñada, pero en absoluto le pareció una niña a Elaine. La estaba tentando como nunca nadie lo había hecho en su vida, ni siquiera su marido cuando eran novios.
Elaine no tenía mucha idea de comer coños, salvo por las ocasiones en que su difunto compañero le brindó, pero conocía sus propias debilidades y rincones. De un manotazo, lanzó la manta a los pies de la cama, quedando ambas desarropadas, y deslizó su cuerpo hasta quedar bien situada entre las esbeltas y blancas piernas de Tamara, bien abiertas y dobladas. La chiquilla tenía una sonrisa triunfal que irradiaba luz propia a su hermoso rostro.
Elaine abrió delicadamente los pétalos de la flor que componía la pequeña vagina, husmeando con pasión el efluvio que surgió. “Esta niña está cerca del paroxismo”, se dijo al comprobar la humedad que impregnaba las paredes. Una mano de Tamara aleteó momentáneamente sobre su propio clítoris, consiguiendo que su pelvis se agitara, y se posó sobre la cabeza de Elaine, empujando firmemente hacia su entrepierna.
Sin detenerse a pensarlo, Elaine pasó su lengua largamente por toda la vulva expuesta, saboreando por primera vez el rico y salado regusto de una vagina en su jugo. Tuvo que admitir, interiormente, que era un sabor noble y de apretado solera que era obligado a degustar más de una vez para distinguir todos sus matices y, con una sonrisa mental, tomó la decisión de tener más oportunidades para este tipo de cata.
Tamara, al sentir aquel lametón precursor, se aferró con ambas manos a la cabeza de la madre de su amiga, apretándola aún con más fuerza. Se estremeció entera al mismo tiempo que se quejaba en voz alta:
― Oooh… por todos… los santos… señoraaa…
La gruesa lengua de Elaine se colaba en el interior de su vagina como una juguetona alimaña, dispuesta a extraer todo cuanto fuese apetitoso de dentro. De vez en cuando, se apretaba obscenamente contra su hinchado clítoris, presionando con una lasciva firmeza que nunca antes la chiquilla había disfrutado. Elaine era muy diferente a Fanny, en todo; era distinta en formas y en hechos y eso le encantaba. Sin ser capaz de apartarse, Tamara notó el crescendo que marcó el inminente orgasmo en todo su cuerpo, arqueando los dedos de los pies, tensando los riñones y la pelvis, estremeciendo toda su columna hasta estallar en alguna parte de su bulbo raquídeo, según había aprendido. Los dedos de sus manos se aferraron a la revuelta mata de pelo de la señora, al mismo tiempo que su garganta se contraía, cortando el largo gemido en varios trozos.
― Dios santo… ¡qué manera de correrse! ¡Qué envidia! – dijo la señora con una risita, incorporándose sobre las rodillas.
Tamara no pudo contestar, recuperando el aliento, pero se la quedó mirando intensamente, llevando una de sus manos a las rubias guedejas que se esparcían sobre su rostro y apartándolas. Su lengua humedeció los resecos labios y el gesto enardeció enormemente a la señora.
― ¿Y ahora qué? – preguntó suavemente Elaine, con un tono juguetón.
Por toda respuesta, Tamara deslizó uno de sus pies entre los muslos de la señora, la cual se sentaba sobre sus talones. La mujer entreabrió las piernas cuanto pudo cuando el empeine le rozó la acalorada entrepierna, pero, a medida que la caricia se incrementaba, necesitó más espacio, por lo que se levantó sobre las rodillas y lanzó el pubis hacia delante, presionando más el pie de la chiquilla. Ambas se miraban a los ojos, los rostros encendidos por la pasión. Elaine empezó a gemir y a contorsionarse cuando el dedo gordo acabó entrando en su vagina. Con la boca entreabierta por la sensación, pensó que nadie le había hecho aquello nunca y una mocosa de la edad de su hija la estaba introduciendo en un mundo que prometía maravillas.
El pie de Tamara dio paso a su suave tobillo, que friccionó con delicadeza la vulva, presionando a la perfección. Elaine aferró aquella pierna que no necesitaba depilarse aún y se frotó con verdaderas ansias contra ella. Se sentía desatada, como una sacerdotisa pagana llena de lascivia divina, urgida por bendecir con ella a cada uno de sus fieles. Se preguntó qué aspecto tendría, erguida sobre sus rodillas en la cama y frotándose contra la pierna de una niña tan desnuda como ella. Con una sonrisa, se dijo que tendría que colocar un espejo en su dormitorio.
Abrió los ojos cuando las manos de Tamara se posaron sobre las suyas, tirando de ella hacia delante. La muda indicación de la chiquilla la terminaron colocando a horcajadas sobre uno de los muslos de Tamara. La presión contra su vagina era menor que con la pantorrilla pero la cadencia que le mostró la chiquilla, al agitar la pierna y la cadera, era más sensual aún, sobre todo si Elaine seguía el ritmo agitando sus nalgas.
Aquel muslito era tan suave y delicado que parecía… otra cosa. Como un gran pene sobre el que se sentada a horcajadas, demasiado enorme para insertarlo pero ideal para frotarse sobre él.
Observo el rostro de Tamara. Tenía los ojos cerrados, concentrada en las sensaciones que compartían. De repente, elevó la pierna que mantenía libre, sujetando la pantorrilla con una mano. La pierna quedó doblada casi a la altura de su pecho, mostrando generosamente la entreabierta e inflamada vulva. La mano que mantenía sobre la cadera de la mujer presionó con fuerza, casi un pellizco, indicando que Elaine subiera a lo largo del muslo, atrayéndola hasta el coñito expuesto.
― Coño contra coño… ¿eso quieres? – balbuceó Elaine.
Tamara asintió con la cabeza, sin abrir los ojos, pero su sonrisa se acrecentó. La muda petición pareció lógica en la enfebrecida mente de la señora, así que movió rodillas y pelvis hasta situar sus labios mayores sobre los de la jovencita. En su mente, Elaine imaginó los fluidos mezclándose, de sexo a sexo, y se estremeció de lujuria. ¿Seguro que aquella chiquilla era Tamara, la amiga de su Cloe? Porque tenía la impresión de que podría tratarse de un espíritu diabólico, un súcubo que se estuviera alimentando de su alma, llevándola a pecar cada vez más… aunque, en aquel momento, eso no le importaba en absoluto.
― Oooh… putilla… qué coñito más… suave – murmuró la señora, presionando su coño de través al de Tamara, y sujetando con una mano la pierna en alto de esta, justo por el calcetín amarillo que aún llevaba puesto.
― Más… más rápido – escuchó murmurar a Tamara y, con alegría, se puso a ello.
Las caderas de ambas se agitaban, buscando instintivamente el ángulo más adecuado para coincidir plenamente, para que los clítoris se rozasen plenamente, consiguiendo continuos estremecimientos que agitaban aún más sus ardientes cuerpos. Cabalgando con fiereza hacia un terminante orgasmo – Elaine ya había tenido dos pequeños y cortos, como era su costumbre –, fue consciente de que lo que estaban haciendo era lo que había escuchado comentar en ciertos chistes lésbicos: estaba haciendo una tijera. ¡Una tijera!
Estuvo a punto de soltar una carcajada casi histérica, pero, afortunadamente, el orgasmo cortó esa reacción, atrapándola en un tiránico abrazo que la crispó completamente contra el pubis de la chiquilla, echándole el cuello y cabeza hacia atrás. Tamara, más entera que ella, llevó su pulgar al clítoris de la señora, dispuesta a que se corriera a gusto antes de reclamar ella su propio orgasmo. Era tan feliz por tener aquel adorado coño contra el suyo, notando el áspero y largo vello púbico rozarse contra su piel, contra su clítoris; los gruesos labios mayores derramando flujo sobre su pubis, aprestándola hacia un estallido que la haría farfullar palabrotas con el placer…
La señora se dejó caer sobre su cuerpo, jadeando por el intenso placer que había experimentado por primera vez. Tamara abrió sus brazos para abarcar la espalda de la dama en ellos y le susurró al oído:
― Soy suya, señora, para siempre…
CONTINUARÁ...