De princesa a esclava
Habiendo sido educada como princesa, terminé como esclava de una generala del imperio.
DE PRINCESA A ESCLAVA
Me trajeron en una caravana custodiada por soldados del Imperio. Eramos el botín de guerra, y de poco sirvió que les explicaran que yo era Aydita, la joven hija del rey. "Mejor, pagarán más por ella", dijo la bestia encargada del traslado, que pese a su brutalidad cumplió fielmente su misión e impidió que nadie me tocara, ni a mí ni a ninguno de los míos.
Al llegar a Roma, capital del Imperio, después de un mes de marcha, nos separaron. Yo fui llevada con otras jóvenes a un pabellón donde fuimos asistidas, aseadas y alimentadas durante varios días por eunucos, hasta que recuperamos la fuerza y, hasta donde la situación lo permitía, el humor.
Para mí era bastante incómodo ser sometida a los manejos, pues había sido educada para ser obedecida y no para recibir órdenes. Pero mi vida estaba en juego, de modo que relegué un poco mi orgullo esperando el momento de hacer valer mi condición. No tenía ni idea de que ese momento no llegaría nunca.
Una mañana, cuando llevábamos cerca de un mes encerradas, los eunucos nos hicieron lavar en las tinajas y nos dieron ropas limpias. La sorpresa fue ver que esas ropas apenas si nos tapaban. Eran unas polleritas cortas con una banda de tela angosta que cubría apenas los pechos. Pese a las protestas, nos engrillaron y nos llevaron en un carro con destino incierto.
Ibamos temerosas observando la ciudad cuando en un cruce el carro frenó bruscamente. Entonces la vi por primera vez: Imponente en su corcel brioso, la generala Agatha, única mujer soldado del Imperio, jefa de las centurias que conquistaron mi país, famosa por su coraje y su destreza. "Y no solo en el uso de la espada" me dijo el eunuco que me cuidaba, en un comentario que no habría de entender sino hasta después. Agatha dio paso al carro con una seña y nos observó detenidamente. Sus ojos renegridos se hicieron sentir, y yo, ingenua y altiva princesa le dediqué un gesto de desprecio al que ella respondió con una sonrisa burlona que me llenó de odio. Nos alejamos, pero a la distancia, Agatha seguía mirándome.
A poco de andar llegamos a destino. Era una plaza con una tarima en el medio alrededor del cual se agolpaba la gente. Nos hicieron bajar del carro, y de pronto comprendí que estábamos en el mercado de esclavos. Engrillada, semidesnuda y descalza, sería ofrecida en subasta. Primero me entristecí, después empecé a los gritos y recibí a cambio una amenaza que me asustó. "Es esto o los leones", me dijo el gordo mercader.
Vi rematar hombres y mujeres, vi como eran elegidos por su fortaleza, por su juventud, pero sopesados como si fueran objetos, mientras mi turno se demoraba. "Lo bueno sale al final" escuché decir. Y el final llegó.
"Sacamos a la venta un hermoso ejemplar, joven, bella, suave como la seda de oriente, educada para princesa, preparada como ninguna para las artes sensuales, digan ustedes lo que vale Aydita". A los tirones dos guardias me pusieron en el centro de la tarima y empezaron las ofertas. Por la cara del mercader, esperaba sacar mucho más de mí. Me tomaba del brazo y me exhibía, yo bajaba la cabeza y escuchaba los gritos. "Treinta monedas, es insulsa, no vale más". Y el mercader renegaba en voz baja, hasta que, enojado, de repente gritó "¡Es que esta cola no vale más?" Y levantó mi pollerita. Retrocedí un paso y un guarda puso una vara en mi espalda para que volviera a adelantarme. "No van a decirme que esta belleza que acaban de ver vale solo treinta monedas". Dijo y alzó mi cabeza. Vi entonces la cara del cerdo que intentaba comprarme y sentí asco. Fue en ese momento que el público se abrió murmurando: entre la muchedumbre avanzaba Agatha. Con sus vestiduras de soldado, su paso largo y firme, su cuerpo sólido y su postura altiva, irradiaba una autoridad que despertaba admiración. Se paró en medio de la plaza y en silencio cruzamos las miradas. Temblé. No sé por qué, pero sentí un estremecimiento que me envolvía de la cabeza a los pies. El mercader gritó: "Bienvenida, generala. Llega en el momento oportuno, mire" y tiró de la cadena que llevaba en mi cuello dejándome al borde de la tarima. "Mire que belleza". Me alarmé, el mercader me estaba ofreciendo a esa mujer. Agatha se adelantó hasta el pie del tinglado y miró desde abajo. En el brillo de sus ojos adiviné que miraba mi desnudez y avergonzada traté de taparme. El mercader me sacudió para que dejara de hacerlo, dos eunucos me tomaron por los brazos y él levantó mi pollerita. Agatha, que miraba con detenimiento, hizo un gesto y el mercader me hizo girar. Entonces sentí una mano fuerte pero suave que subía por mi pierna hasta las nalgas. Miré y Agatha me miró a los ojos mientras me acariciaba. Se me puso la piel de gallina. Jamás, nunca, ni se había cruzado por la cabeza algo semejante. Sin embargo lo estaba sintiendo. Y supongo que ella se dio cuenta. "Mía", dijo. "Cien monedas, y si alguien ofrece una más, lo doblo". No se escuchó otra palabra que la del mercader. "Vendida", gritó satisfecho. Uno de los eunucos se acercó y me dijo al oido: "Te salvaste, la vas a pasar muy bien". Yo no terminaba de darme cuenta qué era lo que estaba pasando.
Me bajaron de la tarima, me quitaron los grilletes y apareció Agatha montada en su caballo. Tenía el pelo negro azabache, con una corta melena sobre los hombros, rasgos afilados, labios carnosos, manos curtidas soteniendo las riendas del caballo. Se detuvo junto a mí y me tomó del pelo. Intenté zafarme y apretó más haciendo que la mire a los ojos. Esos ojos. Tenía una mirada penetrante que me paralizaba. Pasó la mano por mi cuello con delicada aspereza, y luego tiró de la banda que cubría mis senos. Quise taparme y dos de sus guardias me tomaron de los brazos.
"Sueltenla" ordenó. Acercó su cara a la mía y me dijo: "Sos mía. ¿Entendés lo que eso significa?" Mía". Repitió y volví a ver su sonrisa con oyuelos. Puso un collar de cuero en mi cuello e indicó con una seña que me quitaran la pollerita. Al sentirme desnuda intenté nuevamente cubrime, entonces ella se colgó del caballo y descargó su mano increiblemente pesada sobre mis nalgas. Quedé tiesa. "Mía" dijo con fiereza, y me obligó a trotar desnuda junto al caballo llevándome por la correa como si fuera una perra. Pude notar la lascivia con que me miraban todos, el deseo de los hombres y mujeres que estaban allí, adiviné lo que imaginaban que pasaría y me sentí avergonzada, humillada. Todos sabían lo que Agatha haría conmigo, con la princesa Aydita. No podía permitirlo. No debía permitirlo.
Mi ama tenía un hermoso palacio donde pasaba sus días entre batallas. Yo fui conducida por sus viejas esclavas al sector que nos correspondía, pero a mi me dieron una celda apartada donde me dejaron con una manta y comida. "Alimentate bien que vas a necesitar todas tus fuerzas". "¿Para qué?". "Para servir a la generala. Recién llega de campaña y después de seis meses de guerra, necesita urgente relajarse".
Comí y dormí. Al día siguiente las esclavas me sacaron de la celda y me llevaron desnuda ante la presencia de Agatha. Ella estaba en su recámara echada sobre almohadones, bebiendo vino en copa de plata, apenas cubierta por una tela de seda. Ase puso de pie dejando caer la seda y quedó tan desnuda como yo, sólo que a ella parecía no importarle. Era esbelta pero maciza, de caderas anchas, muslos fuertes y tetas como platos, poseía una mezcla de rudeza de soldado con la clase que da la nobleza. Pasó caminando delante de mí y me tomó del collar de cuero que llevaba al cuello arrastrándome tras ella. Tenía la cola grande, dura y alzada. Fuimos hasta una pileta inmensa y allí se sumergió. "Quiero que te bañes conmigo" dijo. Yo me quedé mirándola, sus tetas parecían flotar con gracia en el agua. "No me hagas repetir las órdenes. Parece que tengo mucho que enseñarte. Sos mía, vení".
El agua estaba deliciosa y ella se mostraba mansa, sin insinuar nada. Después de un rato salimos y sus esclavas nos trajeron toallas. Ella misma me envolvió y me secó. Me sentí muy relajada, hasta que al secar mi entrepierna noté que me frotaba delicadamente mientras me miraba a los ojos. Me aparté. Me agarró del pelo y me arrastró hasta los almohadones. Se echó y gritó: "Sos mía. Mía". Boca abajo ordenó masajes. Me puse de rodillas a un costado y le hice masajes en el cuello, los hombros, la espalda. Ella retozaba y gemía sin decir palabra. Pero cuando llegué a la cintura y empecé a volver hacia el cuello, ordenó: "la cola. Quiero que trabajes en mis nalgas que están doloridas de tanto cabalgar". Y mis dedos se ocuparon de su carne firme hasta quedar endurecidos. Entonces ella volteó y me ordenó ponerme en pie. Me miraba desde abajo. "Abrí las piernas" ordenó. "No, eso no". Dije. Se incorporó, arrodillada delante de mí estiró su brazo y puso su mano en mi cara, su dedo índice en mi boca. "Mojalo bien, te conviene". Lo hice y sentí como bajaba bañado en mi saliva recorriendo mi cuerpo. Se metió en mi montecito y se hundió en mi sexo seco. Dolió y me contraje. Ella lo sacó y lo chupó. Me miró y dijo: "Exquisito. Quiero más". Sus manos como tenazas apretaron mis muslos haciendo que separara mis piernas. Allí metió su cabeza y empezó a olfatearme como perro alzado. Olía, me tocaba la conchita con la punta de la nariz, jadeaba. "qué rica hembra sos, Aydita, deliciosa". Y empezó a tocarme con la puntica de la lengua, pero apenas, con una suavidad, una velocidad, una sabiduría que me hizo suspirar. "Bien, ves que es lindo. Todo lo que te haga va a ser lindo", dijo chupeteando mi clítoris con decisión. A mi se me puso la piel de gallina, tensé los músculos y le clavé las uñas en los hombros. "Ah, perrita, te me estás emputeciendo. Así me gusta, porque te compré para gozar". Y chupó mi concha empalándola con toda la lengua, y chupeteó el clítoris, lo aprisionó entre sus labios y lo succionó. Era una perra. Y quería más.
Se acostó, me hizo arrodillar a sus pies y lamerlos. "Lamé, y que me guste. Si no me hacés gozar voy a molerte esa colita divina a azotes". Yo empecé a subir por las piernas y ella me apuró alzándome de los pelos, presionó mi nuca y gritó: "chupame la concha. Hacemela como te la hice. Ya". Yo no sabía si resistir por orgullo, entregarme por deseo, o convencerme de que solo era obediencia, pero cuando sentí el olor de su concha, saqué la lengua como desesperada y lamí. Ella tiró de mis pelos y me apartó. "La puntica, putita. La puntica". Puse mi mano sobre su mata de pelos renegridos, con dos dedos abrí sus labios, y oh sorpresa, me econtré con algo que nunca había visto ni oído que existiera. Tenía el clítoris desarrollado como un pequeñito pene, corto y algo gruesito, rojo y latiente. Al tocarlo con la punta de la lengua, percibí su dureza. Ella se estremeció. "Así, la puntica, Aydita, chupame mi pijito con la puntica". Llamaba a ese clítoris desarrollado "mi pijito", y se desesperaba cuando se lo lamía. Y la verdad es que yo también, cada vez tenía menos ganas de resistir. Ella era distinta, no sé si mejor que un hombre, distinta. Y me gustaba. Mucho me gustaba.
Agatha gozó hasta hartarse de mi lamida, luego me giró, hizo que pusiera mis rodillas a cada costado de su cabeza y ordenó dulcemente: "vos me chupás y yo te chupo. Seguime". Y ella enseñaba el camino y yo la seguía. Repiqueteaba con su lengua sobre mi clítoris, después lo frotaba con los dedos, y luego volvía a chuparlo. Yo hacía lo mismo y su pijito parecía que iba a estallar. Pero me gustaba mucho llevar la lengua hasta su agujerito, y probar sus efluvios. Una miel ácida que saboreaba con placer. Agatha empezó a apretar mis nalgas, y de pronto subió con su lengua abriendo mi raja y buscando mi ojete. "Linda colita" y la toqueteó con la puntica. Me acariciaba la concha y me lamía el ojete apretando con fuerza mi cintura con sus manos y abriéndose de par en par para que yo la chupara a ella. Así estuvimos hasta que me echó sobre los almohadones y abrió mis piernas. "Ahora tu amita te va a coger". Yo cerré las piernas, no sé si por hacerme la orgullosa o para probarla, o solo por gozar resistiendo. Ella manipuló mi cuerpo con su potencia volteándome en un segundo, y puesta boca abajo sentí sus picantes nalgadas estremeciendo mi cola. Luego volvió a voltearme y repitió: "Ahora tu amita te va a coger. Y te vas a dejar, y si no te dejás, te cojo igual". Se echó sobre mí, calzó su vientre contra el mío y empezó a frotarse mientras me ponía sus enormes tetas en la boca. "Chupalas, putita, Aydita mía, comete las tetas de tu ama". Y comí con furia sus tetas, sus pezones, y ella las mías, más chiquitas, alzadas, puntiagudas. "Te cojo y te como las tetas" decía moviéndose como animal alzado, pasándome su pijito por toda la concha, cosa que me desesperaba y me hacía pedir a gritos: "Cogeme amita, cogeme, haceme la concha, amita, haceme la concha con tu pijito". Y lamiéndome la cara metió el pijito en mi concha. Lo sentí hermoso, tan chiquito, apenas como una puntita rozándome adentro y ella que empujaba como una fiera para satisfacerme con un pedacito tan pequeñin. Yo sentía un cosquilleo que me enloquecía y quería más, necesitaba algo más que teminara de sacarme la lechita. Y ella en un momento se puso como poseida, enrojeció su cara, endureció su gesto, se marcaron las venas de su cuello, y roncando y gimiendo con sonido gutural hizo bailar su pijito enloqueciéndome de placer. Enrosqué mis piernas a las suyas, tensé mi cuerpo y grité: "Sacame la leche, amita, sacamela ya, ya, ya...Ahhhh. no puedo más...cogeme amita cogeme más". Y ella gritando "Puta, mi puta" agregó un dedo a su pijito y yo sentí que moría de placer, un río de leche me corrió por dentro y se derramó sobre el pijito y el dedo de mi amita que no paraba de besarme, lenguetearme, cogerme y gritar: "Putita, grrrr, mi putita, mamita te coge, grrrrrrrrr... Venite, venite". Y nos sacudimos, sacudimos nuestra conchas, nuestro vientres, nuestros cuerpos, nuestras leches que se mezclaban...
Luego me acarició, me acurrucó, me dejó descansar un rato y volvió a cogerme. Ya era su favorita.