De pies y de manos

Dos chicos y un instituto vacio.

La idea se me ocurrió una tarde de primavera del año en que cumplí 18. Desde hacía 20 años el Instituto Ortega y Gasset organizaba una obra de teatro entre sus alumnos de último curso. Todos los años nuestros profesores nos llevaban a ver alguna de las representaciones. Cuando le pregunté a nuestra profesora por qué no se hacían representaciones en nuestro colegio me contestó que ninguno de los profesores tenía ganas de complicarse tanto la vida, pero que si queríamos podíamos organizarlo los alumnos.

Esa misma semana acepté el desafió y propuse, primero a mis amigos y luego al resto de mi curso, la idea de representar una obra de teatro al año siguiente. Pese a la reticencia del principio, poco a poco el proyecto fue tomando forma y al final bastante gente quería participar.

Como en todas partes, en mi clase había unos cuantos grupos de gente que se ignoraba la mayor parte del tiempo y que se toleraba durante las clases. Estaban Judith y el resto de góticos, que eran muy tímidos pero buena gente; Andrés y Esther eran la pareja "ideal" desde los 15 y entorno a ellos vivía una colonia de sabelotodos bastante irritante; Sonia, Jaime y el otro Andrés eran majos, interesantes y bastante enrollados, pero siempre habían ido a su rollo; "las Martas" eran un grupo de una docena de chicas, la mitad de las cuales se llamaban Marta, y que eran unas marujas engreídas; Sandra y Eli eran dos chicas guapísimas, punk, que siempre llevaban detrás a un par de chicas bastante sosas y a los novios de turno; también estaba el grupo de los chicos, una decena de chavales algo chulos y creídos, pero que estaban bastante buenos, todo hay que decirlo.

Y finalmente estaba mi grupo de amigos. Yo creo que no teníamos nada especial, no teníamos un estilo particular, no destacábamos en clase ni fuera de ella. Sin embargo nuestros temas de conversación "alternativos" y la falta de afiliación a alguna otra raza urbana nos convertía en "los raros".

La obra de teatro se hizo después del verano, al año siguiente. Los grupos parecían haber hecho una tregua durante el teatro y todos nos entendíamos bastante bien, aunque no éramos muchos. Sin darme cuenta, era yo quien dirigía más o menos el teatro, ya que todos aceptaron la obra que había propuesto y era yo quien lo había negociado todo con el colegio. Mis amigos me ayudaron mucho, y pese a algún enfrentamiento aislado, funcionábamos como una maquina bien engrasada.

Empezamos el vestuario y el decorado a mediados de diciembre. Ese primer día era un sábado frío, por la mañana. Normalmente 4 personas debíamos encargarnos de ambas cosas, pero ese día solo teníamos que ir una de las Martas (que pondría su frivolidad al servicio de nuestro vestuario), Diego y yo.

Nunca supe por qué Diego se había apuntado a lo del teatro, siempre imaginé que intentaba aproximarse a Laura, una de mis amigas. Diego era un chico realmente guapo. Tenía el pelo muy negro y algo ondulado, ojos azules oscuro y una mandíbula perfecta. Un piercing atravesaba su ceja derecha y solía llevar siempre la misma barba de los mismos tres días, que le daba un aspecto descuidado muy atractivo. Era un poco chulo, y aunque había dejado esa manía hacía algún tiempo, era el típico "guay" que se mofaba de los empollones y de cualquier persona con alguna debilidad. A mi no me caía bien ya que a veces insistía mas de lo debido en el peso de Santi, un colega mío que estaba algo entrado en carnes. Yo solía decir que era el típico macarra con complejo de inferioridad, pero no voy a negar que estaba muy bueno y que sabía vestirse para realzar su cuerpo.

Cuando llegué ese día al salón de actos no había nadie delante de la puerta. La Dirección me había dejado la llave, así que entré. Esperé un cuarto de hora antes de empezar a ponerme nervioso, no me gusta que me den plantón. Quise empezar a tomar medidas del escenario y decidí ir al cuarto de material a por un metro.

El instituto estaba vacío y silencioso. La luz gris entraba por los grandes ventanales y le daba a todo un aspecto triste de abandono. Mis pasos resonaban en todo el edificio como intentando ocupar el espacio. Llegué al cuarto de material, que era apenas un armario. En él se podía encontrar prácticamente cualquier objeto viejo y destrozado que uno pudiese desear. No tardé en encontrar un metro, pero me entretuve imaginando la utilidad que le podía dar a todos esos cacharros.

De repente llegó a mis oídos el sonido de la música lejana. Me puse nervioso: el instituto estaba vacío y si pasaba algo seria yo el responsable. Cerré rápidamente la puerta del cuarto y fui corriendo hasta el salón de actos. La música venia del interior, se me había olvidado cerrar la puerta. Abrí violentamente, pero la puerta no hizo ningún ruido.

Las notas llegaron entonces claramente hasta mí. La música inundó mi cabeza y me paralizó. El sonido perfecto del piano me sorprendió tanto que dejé de respirar unos segundos y mi pulso se aceleró. Era como un mundo extraño, como una corriente de agua fresca y torrencial que me arrastrara hacia el escenario.

Anduve por el pasillo a través de las butacas en una oscuridad casi completa. Los escasos focos del escenario iluminaban a Diego, que con los ojos cerrados parecía dejarse llevar por su propia música tanto como yo. Era increíble que toda aquella belleza pudiese surgir de sus manos. Mi corazón saltaba nervioso en mi pecho, y mis pulmones aguantaban inconscientemente la respiración, como si no quisiera que Diego descubriese.

Llegué al escenario y subí los cinco escalones que lo separaban del resto del salón. La madera del suelo crujió y la música se interrumpió abruptamente. El silencio devoraba la sala como si la música no hubiese existido. Diego había abierto los ojos y me miraba sin moverse, como una estatua de yeso o una fotografía. El silencio parecía horrible después de aquella melodía.

Por favor, sigue –pedí-.

Diego no reaccionó. Esperó unos segundos antes de volver a colocar sus manos en el teclado y seguir inundando el salón de actos con aquel tema maravilloso. Ahora no tenía los ojos cerrados, sino que me observaban fijamente. Sus ojos parecían clavados en los míos, como si estuviera en trance. Yo seguí acercándome, y el observándome.

Me coloqué a un lado del piano para poder observar sus manos revoloteando diestramente sobre el teclado. No sé cuanto duró aquel momento, pero lo disfruté como a cámara lenta.

Al cabo de un rato el tema acabó y las manos se posaron delicadamente y por última vez en el teclado. Eran unas manos preciosas, estilizadas, cuidadas, suaves, perfectas.

No sabia que tocaras tan bien –dije sin dejar de observar sus manos-. Bueno, ni siquiera sabía que tocaras.

No contestó. Levanté la mirada y ahí seguían sus ojos azul marino, observándome. En ese momento me pareció la persona más bonita del mundo, como caído del cielo.

¿Les pasa algo a mis manos? –preguntó gravemente mientras las levantaba y las frotaba como si se las estuviera lavando, pero sin dejar de mirarme-.

Esto… no… nada –balbuceé-. Tienes unas manos muy bonitas.

Diego sonrió, divertido.

¡Vaya! Gracias, nunca nadie me había dicho nada parecido.

¿Cómo es que tocas tan bien? –volví a preguntar-.

Llevo años tocando el piano, y otros instrumentos. Llevo ya algún tiempo en el conservatorio.

Pues ha sido maravilloso –yo también sonreía-. Podrías dedicarte a esto.

Eso les digo yo a mis viejos, pero ellos no parecen muy convencidos. No quieren que siga estudiando música.

Pues están equivocados –nos reímos algo incómodos.-. ¿No ha llegado Marta?

Parece que no –respondió. Se levantó. Tenemos prácticamente la misma altura y volvió a mirarme directamente a los ojos. Señaló el metro sin dejar de mirarme-. ¿Has empezado ya a tomar medidas?

No solo he ido a por el metro… bueno, el decametro.

Sin decir nada cogio el borde del metro y tiró, yendo hacia un extremo del escenario. Yo fui al lado opuesto. Pasamos unos minutos tomando y anotando medidas. Hablamos de lo que nos hacía falta: un sofá de tres plazas, un sillón pequeño, al menos una silla, una mesa de 80×80, otra de 2×4, una lámpara de época, cortinas, algo para sujetar las cortinas, un mantel, varias plantas, el mueble de una tele con una tele antigua.

Nos sentamos en el sofá viejo que había a un lado del escenario y empecé a escribirlo en un bloc de notas. Lo tenía a mi derecha y casi era incapaz de pensar. Sentía su calor; olía raro; su voz resonaba y me impresionaba tanto como su música. Y nunca nadie me había mirado durante tanto tiempo seguido.

¿Te encuentras bien? –preguntó empujando mi rodilla con su mano-.

Eh… si… -me atraganté. El contacto de su mano con mi rodilla había bastado para que se me pusiera morcillona-. Es que no dejas de mirarme y se me hace raro.

El rió, y yo le imité.

Ah, vale, si solo es eso, dejo de mirarte –contestó-.

Pero no lo hizo. Seguía mirándome. Ninguno de los dos hablaba. Yo podía oír mi corazón latir, parecía darse cabezazos contra mis costillas. Recordé la vez, durante el verano, en que intenté besar a Rafa y éste me respondió con un puñetazo. Pero no aguantaba más.

Acerqué mi cabeza a la suya y en un movimiento rápido le besé fugazmente antes de volver a mi posición inicial.

Estás empalmado –dijo. Yo me puse rojo e intenté cubrirme ridículamente con el bloc de notas-. No, déjalo.

Entonces fue él quien se acercó y me dio un beso mucho más largo y húmedo. Su lengua parecía saber exactamente lo que buscaba en mi boca, y fuera lo que fuese, lo encontró. Se separó. Nos miramos. Sonreí. Se acercó más, prácticamente se echó sobre mi para seguir besándonos, sin dudarlo esta vez. Su respiración tibia llenaba mis oídos. Pequeños escalofríos surgieron en distintas partes de mi cuerpo y me recorrieron en un gran calambre que hizo vibrar todo mi cuerpo.

Sus manos sujetaban mi cabeza, como si no quisiese que le separasen de mi boca. Metí las manos en su camiseta y empecé a tocar su torso. Su piel era suave y estaba muy caliente. Se movía y podía sentir algunos músculos contraerse bajo mis manos.

Comenzó a besarme el cuello y yo intenté quitarle la camiseta. No estábamos nada coordinados y me costó quitársela, pero al fin pude observar su pecho.

Joder, tío… estás buenísimo… -dije-.

Agarré sus manos y las separé de mi cuello. Al principio no parecía estar de acuerdo pero se acabó dejando. Libre de sus brazos, le besé las manos. Luego fui a su pecho donde arrastré mi lengua hasta uno de sus pezones. Sentí como se ponía duro al contacto con mi lengua. No olía ni a limpio ni a sucio, olía a él. Me entretuve un largo rato sobre sus pezones al tiempo que con las manos le acariciaba el costado y la espalda. El miraba el techo y yo podía ver en su cuello estirado su nuez moviéndose sensualmente de vez en cuando. Noté de repente que mis caricias y besos hicieron que su piel se tensase y de sus labios salió un gemido de placer.

La acústica hizo que aquel jadeo resonase en todo el salón de actos, lo cual me excitó aún más. Sin embargo él hizo que parase y se puso de pié junto a mi.

¿Tienes las llaves? –preguntó. Estiró una mano ante mí. Asentí, me metí la mano en el bolsillo y le di las llaves-.

Bajó del escenario de un salto y fue corriendo hasta la puerta. Oí como la cerraba con llave. Se giró y después volvió lentamente al escenario. Tenía unos brazos y un pecho dibujados, pero no musculosos. Para mi sorpresa, subió al escenario y se sentó al piano, dándome la espalda.

Me levanté y fui hasta donde estaba él. Su espalda era tan bonita como su pecho, la toqué tímidamente y me miró.

No pensé que llegaríamos tan lejos –confesó, nervioso. Hasta entonces era él el que había llevado la iniciativa, pero ahora parecía confundido-.

No hemos hecho nada –respondí-.

Lo siento –empezó a decir-. Esta noche he salido y he estado fumando… y no quería que mi madre lo supiese… y vine aquí para hacer tiempo… y creo que se me ha ido la olla un momento…y

Entonces, ¿por qué has cerrado la puerta?

Joder, tío, si alguien nos oye y viene

No hemos hecho nada –toqué su hombro. Asintió a su pesar-. Digamos que ha sido un accidente.

Mi corazón seguía latiendo a mil, no sabía como reaccionar. Cogi su camiseta y se la devolví. El se la puso muy deprisa, nervioso.

Te la has puesto del revés.

¡Joder! –se levantó y se puso correctamente la camiseta. Cuando acabó parecía menos perdido y algo chulito, como si buscase pelea-. De accidente nada. Me has sobado como si lo hicieses todos los días.

¿Qué podía contestar a eso? Era a la vez un insulto y un elogio.

¿En serio? ¿Te ha gustado?

Pero tío… ¿eres gay?

Si

Joder, no lo sabía.

¿Qué no lo sabías? Has estado mirándome fijamente minutos. Eres tú quién me ha buscado. Te ha gustado tanto como a mí –él no respondió-. ¿Me equivoco? –insistí-.

El negó con la cabeza:

Tienes razón… esto es muy raro. Alguna vez me había fijado en algún tío, pero nunca pensé

Da igual –volví a acariciarle la espalda-.

Pasaron unos segundos y luego se giró para mirarme directamente.

Lo siento, ha estado muy bien –dijo con una sonrisa-.

Me alegro –respondí. Me mantuvo la mirada un momento más-. ¿Te gustaría… seguir? –yo estaba completamente fuera de mi. Ya había tenido un novio, pero tampoco tenía mucha experiencia en esos temas. Pese a mi miedo, la excitación era enorme-.

No sé…-respondió-.

Se levantó, se puso frente a mí y nos abrazamos. Nunca pensé que abrazaría así a Diego. Ambos estábamos igual de nerviosos, él porque no sabía lo que quería, yo porque si lo sabía. Noté que su bulto seguía erguido.

Sigues empalmado –dije sin dejar de abrazarlo-.

No puedo evitarlo.

Lo sé. Da igual.

Todo tardaba demasiado, pensé que todo acabaría ahí cuando Diego se separó y me sorprendió.

¿En serio te gustaría seguir?

Yo respondí con un beso. Nuestros movimientos torpes pero en constante progreso nos llevaron de nuevo hasta el sofá. El cayó en el sofá y esta vez fui yo quién prácticamente se tumbó encima. Le besé el cuello y los brazos y él parecía dejarse llevar. Levanté ligeramente su camiseta y pude ver las hormigas negras que recorrían su abdomen hasta desaparecer bajo sus vaqueros. Estaba infinitamente nervioso, pero era ahora o nunca. Abrí su pantalón y pude ver la forma de su verga erecta tirando de su bóxer. No esperé más y aparté la poca tela que me impedía verle aquella zona. No la tenia muy grande, pero su vello estaba repartido de una forma muy estética, como enmarcando perfectamente aquel tótem sagrado. Le miré. El me observaba muy nervioso. Empezó a decirme que parase, pero antes de que nos diéramos cuenta tenía su carne caliente en mi boca. Apenas la probé, pero el calor de mi boca impidió sus movimientos de duda. La saqué, la miré, la masturbé ligeramente y volví a acoger la punta en mi boca, probando sus primeros líquidos. Le terminé de bajar los pantalones al tiempo que acariciaba sus testículos. El gemía, primero intentando contenerse, luego mas abiertamente. Cuanto más chupaba la punta, él más gemía, y cuanto más gemía, más la intentaba abarcar entero y volvía a la punta. No tardó mucho antes de que sintiese su cuerpo contraerse, sus piernas estirarse y su caliente puré espeso golpear mi boca y bajar por mi garganta. Cuando me pareció que nada mas saldría de aquella bonita verga, me levanté y me senté sobre sus rodillas, para besarle. El buscaba mi boca casi con devoción, me sentía deseado.

Tras acariciarnos, tocarnos, sentirnos, besarnos, noté que su mano intentaba aventurarse en mi bragueta. Sin embargo la posición no era muy práctica y él no parecía muy hábil.

Quítate los pantalones, tío, que yo solo no lo consigo.

Me reí, lo besé, y tumbándome sobre sus rodillas y sobre el sofá, me quité los pantalones lentamente, para que notase mis movimientos. El también se rió. Al llegar a los zapatos el pantalón no quería salir, así que de un rápido movimiento lancé mis playeras al otro lado del escenario. Después fueron mis pantalones, y sin pensar, me quité los calcetines, tan despacio como hasta entonces.

Al volver a tumbarme completamente sobre él, vi que me miraba las piernas.

¿Pasa algo?

Tienes unos pies preciosos –dijo imitando mi voz cuando yo le había dicho que tenia unas manos bonitas-.

No tiene gracia

El hizo una mueca y nos reímos. Me retorcí y entre risas acabamos en una pelea en la que mi objetivo era acercarle mis pies y el suyo alejarse de ellos. Al cabo de un momento nos encontramos cada uno con la cabeza en un sentido y los pies del otro al lado. Dejamos de movernos, de reírnos y nos miramos otra vez. Me beso un pié y acabo chupando lascivamente los deditos con una sonrisa. Sus manos sujetaron uno de mis pies y empezó un masaje alucinante. No sé como lo hacia pero apretaba exactamente en los mejores puntos; calambres de placer recorrían mi espalda.

¡Qué manos!

El se rió, y volvió a chuparme el pie mirándome con sus ojos color océano. No era tan agradable como el masaje, pero mucho más erótico. Volví a buscar su verga, y creo que lo entendió. Antes de que me diera cuenta era él quien me hacia su primera, maravillosa y algo accidentada mamada.

Cuando acabamos, nos quedamos tumbados un rato sin decir nada. Había cambiado de opinión respecto a Diego. Me gustaba, era guapo y menos chulo de lo que parecía. Estaba seguro de que él había disfrutado tanto o más que yo, y era feliz sabiendo que era gracias a mí. En mi cabeza surgieron ideas de cómo podría anunciar aquello a la gente que me conocía. Nunca había contado a nadie lo mío con Pablo, pero con Diego debía ser diferente; nos íbamos a ver todo el tiempo y empecé a pensar lo difícil que seria seguir con él si no podíamos decirlo. Imaginé el susto de mis padres, pero lo entenderían. Imaginé la cara de mis amigos, pero nos reiríamos un rato. Imaginé lo que diría la gente de clase; eso seria más difícil, pero lo soportaría si hacía falta.

Entonces sentí a Diego bajo mi brazo consultar la hora.

¡Hostia! ¡Las 12! ¡Tengo que irme!

Me dio un beso y se levantó. Yo me quedé en el sofá, mirando como se vestía, y sonriendo como un tonto. No tardó nada. Se quedó de pié y se sacudió el pantalón como si tuviese polvo.

Lo siento por irme tan rápido, tío –dijo. Su mirada recorrió el salón en busca de sus cosas. Cogio su chaqueta de junto al piano y volvió hasta mi-. Gracias, ha estado muy bien.

Me dio un beso muy corto, pero que para mi fue muy bonito.

¡Adiós! –saludó, y saltó del escenario-.

Abrió la puerta y me lanzó fuerte las llaves, que casi conseguí atrapar cuando iban a caer al suelo. Las recogí. Oí la puerta cerrarse de golpe detrás de él; se había ido.

Ese fin de semana no pude pensar en otra cosa. Salí por la noche y no dejé de buscarle en las sombras de los bares. No dejaba de pensar en como podía anunciar aquello, y era incapaz de seguir ninguna conversación sin quedarme a medias mirando las musarañas. Cada vez que intentaba hablar con alguien mi corazón se volvía loco y mi garganta seca, así que no pude contárselo a nadie. Cansado de mis dudas, pasé el domingo por la tarde en mi cuarto, sin hacer nada, por una vez, tumbado en la cama sin pensar. Y tras una larga noche, me dormí.

El lunes llegué antes a clase, pero él llegó tarde, cuando la clase casi había comenzado, así que no pude hablar con él. En toda la primera mitad de la mañana no escuché nada de lo que hicimos en clase, no dejaba de intentar mirarle sin que pareciese raro. A la hora del almuerzo fui a hablar con él, pero pasó a mi lado como sin darse cuenta de que estaba ahí, y desapareció con los descerebrados de sus amigos. Volví a intentarlo a la vuelta después del almuerzo, pero directamente se me quedó mirando y me preguntó, muy chulo:

¿Qué? ¿Le pasa algo a mi cara?

Sus amigos estaban delante, así que transformé mi cara de incomprensión en cara airada e ignoré sus palabras. La segunda parte de las clases fue aún peor que la primera; era normal que Diego me ignorase delante de todo el mundo, pero me parecía raro que no me dejase ni siquiera acercarme a él.

Tras un largo suplicio, por fin sonó el timbre de final de la última clase, seguido justo después por el ruido de 30 personas arrastrando sillas y hablando al unísono mientras el profesor gritaba el final de la larga fórmula que nadie había entendido. Recogí mis cosas y dije a mis amigos que saldría en 5 minutos. Se fueron. Me quedé esperando junto a la puerta como si esperase algo. Los últimos en salir fueron Diego, el Pecas y Rico , riéndose. Justo cuando pasaba a mi lado, Diego se giró hacia mí, dejando a sus colegas salir solos por la puerta.

No sé que te crees, pero el otro día no pasó nada –susurró acercándose mucho a mi oreja-. Yo estaba colocado y tú te aprovechaste. Así que déjame en paz y yo no iré diciendo por ahí que eres un maricon.

Salió por la puerta sin mirarme, y oí las risas de sus amigotes explotar por alguna broma estupida. Yo me quedé con la boca abierta, sin reaccionar. Salí del aula, cerré la puerta sin pensar y bajé las escaleras lenta y mecánicamente. El objetivo era no llorar.

<< Espero que os guste. Aunque "Mis compañeros de residencia" ha gustado mucho, intento no encasillarme, jeje. Vuestros comentarios de cualquier tipo serán como siempre bien recibidos, y si alguien quiere contactarme, puede hacerlo a mylifeonearth@live.fr Gracias por leerme.

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