De pesca

Dos amigos van de pesca. Pero una lluvia inoportuna altera sus planes, y cambia sus vidas para siempre.

De pesca

Llovía. ¡Cómo llovía!. En mis oídos resuena como si lo estuviese oyendo ahora el ruido del agua golpeando contra la tela de la carpa.

Recuerdo que habíamos llegado a la barranca del río ese sábado por la mañana, cansados del viaje pero felices, felices de haber escapado de la ciudad, de nuestras casas, y por que no, de nuestras familias. Adorábamos a nuestras esposas, pero esa sensación de libertad y serenidad que te da el estar sentado en silencio con un amigo a la orilla del agua, esperando por horas a que el pez muerda tu anzuelo, no se compara con nada.

Después de armar la carpa nos fuimos a pescar. Pasamos horas estáticos, sólo moviendo cada tanto las cañas más que nada para dar una sensación de vida a nuestros brazos entumecidos. Pero valió la pena, porque después de tanto tiempo esperando atrapamos un dorado magnífico que nos proporcionó un almuerzo delicioso. Después, la breve siesta reparadora debajo de un árbol antes de instalarnos nuevamente en la ribera terrosa hasta quien sabe que hora, en busca de la pieza de pesca digna de la foto de recuerdo.

La tarde transcurrió lenta y apacible, sin nada que perturbara el momento grato que estábamos compartiendo. Por eso cuando me hiciste notar con el ceño fruncido las nubes en el horizonte me invadió una bronca tremenda contra el maldito servicio meteorológico, que por una vez en su vida había acertado con el pronóstico de "nublándose con probabilidad de chaparrones". ¡Puta suerte, todo venía tan bien!.

Y empezó a llover. Litros y litros de agua que caían como una catarata interminable. Todo los otros pescadores se refugiaron en sus carpas o trailers, y nosotros hicimos otro tanto. Por suerte, habíamos ubicado nuestro campamento sobre una lomita, y no teníamos que preocuparnos por los arroyitos que la copiosa lluvia formaba en la tierra saturada de agua. Pero claro, hay gente que no es tan previsora o no tiene tanta experiencia, y de repente vimos como la carpa que teníamos al lado amenazaba con navegar barranca abajo derechito al río. Y bueno, no hubo más remedio que salir en el medio del diluvio para ayudar a esa pareja de novatos a apuntalar su refugio. ¡Cómo nos mojamos! Y ni hablar de cómo nos embarramos. Pero terminamos riéndonos de nuestro aspecto, y como hacía calor nos lavamos con el agua de lluvia.

Cuando volvimos a nuestra tienda estábamos empapados, así que cerramos todo, nos sacamos la ropa y nos quedamos únicamente con los boxers. No era la primera vez que nos veíamos en ropa interior, es más, ya nos habíamos visto desnudos hasta el cansancio en el vestuario del club. Pero sí era la primera vez que nos ofrecíamos mutuamente esa imagen erótica que da un cuerpo húmedo metido en un boxer mojado, que irremediablemente se adhiere a la piel trasluciendo todo.

Por más que tratábamos de evitarlo, cada tanto los ojos se desviaban inconscientemente hacia el paquete del otro, como si la vista de la entrepierna ajena apenas tapada por una tela húmeda fuese una tentación irresistible. Con cada ojeada, yo experimentaba sensaciones muy extrañas, que por más que me negase a aceptarlo me excitaban sobremanera. Y creo – estoy seguro – que por tu interior pasaba otro tanto. Pero charlábamos como si nada ocurriera, y hablábamos de fútbol, de nuestros trabajos y principalmente de nuestras esposas, creo que esto último para recordarnos que éramos dos tipos felizmente casados. Pero el cuerpo tiene sus propias reacciones que no siempre podemos controlar, y cuando noté tu verga y la mía algo más morcillonas debajo de los delatores boxers (¿sería por la conversación sobre el sexo con nuestras mujeres?), me inquieté. Recuerdo que me paré de golpe y diciendo alguna incoherencia sobre si todavía llovía me acerqué a la entrada de la carpa y bajé apenas el cierre para espiar, dándote la espalda. Pero ya estábamos jugados. Porque entonces te levantaste y te acercaste, y mientras decías un tímido "¿A ver?" te pusiste detrás mío rozándome apenas el culo con tu paquete.

Yo tragué duro pero no dije nada, y dejé que te acercaras más hasta sentir tu verga - que ya estaba endurecida – apoyada contra mis nalgas.

No dijimos ni una palabra. Sentíamos las respiraciones cada vez más agitadas, y te diría que casi podíamos escuchar el golpeteo de nuestros corazones. Estábamos por cruzar un umbral peligroso, que nos llevaría a un sitio del que no habría retorno. Pero estas cosas no siempre se deciden conscientemente. Por eso creo que cuando tu mano tomó suavemente la mía y la llevó hasta tu verga, no era tu lado racional el que la guiaba.

A partir de ahí, todo fue como un sueño. Me veo girando hasta ponerme frente a tu rostro, ese hermoso rostro amigo que nunca había visto como un oscuro objeto del deseo. No puedo olvidar tus ojos mirándome con una mezcla de asombro y placer por lo que estábamos haciendo, ni tu boca buscando temblorosamente la mía. Nunca me habían dado un beso tan dulce, y nadie – ni las novias que tuve de soltero ni mi propia esposa – lograron calentarme tanto con la lengua en tan pocos instantes. Y sé que te pasaba exactamente lo mismo. Los hombres no podemos fingir la excitación, y nuestros miembros totalmente agarrotados confirmaban lo que nuestras bocas decían con cada beso húmedo.

Después . . . ¡¡Ah después!! Como describir la sensación de tus manos acariciando mi espalda, la de mis labios recorriendo tu pecho. Siempre me gustó tu cuerpo, fuerte y trabajado, y ahora lo tenía todo para mí. No sé en que momento nos acostamos sobre las colchonetas o nos sacamos los boxers (¡¡los culpables de todo!!), pero tengo presente como nos entrelazamos formando un sesenta y nueve perfecto, mamándonos las trancas con total deleite. ¡Tu verga! ¡Qué locura! Nunca había experimentado la sensación de succionar una. Las veces que me la mamaron a mí me hicieron delirar de placer, pero no sabía que también se goza chupando, sintiendo como late el tronco en tu boca, como rezuma la cabeza ante las suaves caricias de la lengua. Y tampoco había conocido el gozo que se siente cuando te comen el culo. ¡Dios, que sensación! Cuando bajaste con tus labios hasta llegar a mi raja y te prendiste de mi ojete, creí morir de placer. Tu lengua hacía maravillas, y mientras tus manos separaban mis nalgas tu boca succionaba y mordía mi agujero haciendo que se dilatase cada vez más.

Entonces giraste y me pusiste boca arriba acomodándome el culo sobre una almohada. Te noté casi desesperado por ensartarme pero se ve que de repente recordaste que no estabas con tu mujer, porque con una expresión mitad cómica mitad contrita me preguntaste "¿Puedo?". Sonreí y abrí las piernas flexionadas invitándote a seguir. Vi tu mirada brillar y pensé que quizás llevabas – llevábamos – mucho tiempo esperando este momento. Sentí la cabezota de tu miembro apoyada en mi ano, y suavemente empezaste a empujar. Muy suavemente. Avanzando y retrocediendo, para que mi novato esfínter se acostumbrase al ingreso de ese intruso. Recuerdo tu cara un poco temerosa ante mis quejidos de dolor, pero yo no quería que nada rompiese la magia, y te alentaba a seguir.

Cuando quise acordar, todo tu vergajo estaba adentro mío, y lentamente empezaste a bombear ¡Ah carajo! ¡Qué placer! No se parecía a nada de lo que había conocido. Casi empecé a envidiar a mi mujer. Yo estaba extasiado, por lo que estaba sintiendo y porque veía tu cara de satisfacción y sentía el temblor de tus manos apoyadas en mis muslos por el deseo que te carcomía tanto como a mí.

No puedo precisar cuando, pero me di cuenta que empecé a gemir de gozo. Entonces te tomé de las manos y te traje hacia mí, para que te acostaras sobre mi cuerpo. Tu boca buscó nuevamente la mía, y mis brazos rodearon tu ancha espalda. Y separé más las piernas. Me sentía como la más puta de las putas, abierta de par en par para recibir delirante de lujuria a su macho ardiente. Y mientras jadeábamos y nos babeábamos, oía tus huevos golpear cada vez más rápido contra mis nalgas. Y entonces explotaste dentro mío. Tu cuerpo se puso tenso, y ahogaste un grito ronco con tu cara escondida en mi cuello. No sé cuantos trallazos escupió tu verga. Sólo se que tu leche inundó mi culo, desbordándolo hasta correr por la raja de mis nalgas y mis huevos, haciéndome acabar como nunca en mi vida.

Después fue mi turno de hacer de macho y tu posibilidad de jugar de hembra insaciable. ¡Me sorprendiste tanto cuando me pediste cabalgarme!. Amigo, una de las imágenes que siempre voy a recordar es la de tu hermoso rostro contraído por el dolor y el placer mientras tu esbelto cuerpo subía y bajaba sobre mi durísima tranca, apretándome las caderas con tus musculosas piernas. Después, cuando te avisé que me corría te reclinaste y apoyaste tus manos sobre mi pecho, regalándome la imagen de tus músculos tensionados y tu sonrisa luminosa mientras aullabas de gozo y me rociabas con tu ardiente guasca.

Y después seguimos, incansables, una y otra vez. ¡Dios! ¡Cómo gozamos y nos mimamos esa noche!.

Al otro día amaneció soleado, y nos apostamos desde temprano con nuestras cañas en la orilla del río. La fortuna nos ayudó, porque pescamos lo suficiente como para salvar el honor. Después emprendimos el regreso a la ciudad en silencio, sin mencionarnos nada de lo acontecido.

Pasaron varios días desde ese día, y curiosamente no ha vuelto ha llover durante los fines de semana. Tampoco hemos ido a pescar desde entonces, para gran desconcierto en nuestras mujeres. Cada vez que nos hacen un comentario al respecto, nosotros sonreímos y les decimos que estamos esperando a que el pronóstico anuncie lluvia porque la última, vez con el diluvio, nos fue de maravillas. Ellas dicen que debemos estar locos, y riendo dicen que no entienden que nos pasa. Es lógico. Si nosotros mismos no entendemos que nos pasó, que nos pasa. Pero no nos importa. Porque hay cosas que no se entienden. Sólo se disfrutan.