De película (II)
En los servicios del Museo Nacional de México va a ocurrir algo fantástico.
Bueno, esto más que ser un relato de película, es un sueño que tuve hace algún tiempo. Estaba caminando por los pasillos del Museo Nacional de Antropología e Historia de aquí, en la Ciudad de México. Todas las salas estaban desiertas: en la librería que está en la entrada no había una alma, los grandes salones de etnografía, en la planta alta (llenos de trajes regionales y reproducciones de chozas e instrumentos musicales y de labranza indígenas) se encontraban en igual situación; incluso en el patio con su fuente central; sólo se oía el murmullo de el agua al caer y el cantar de los pájaros entre los antiguos árboles del bosque de Chapultepec. Era un día de verano, el viento soplaba apenas entre las ramas de los arbustos, arrancándoles las flores que caían como desmayadas. Pero yo me sentía intranquila; algo me hacía falta.
Caminé en dirección a uno de los baños, para retocar mi maquillaje y mi cabello. El fru-fru apagado de la falda al rozar mis piernas, el sonido de mis tacones y mi bolso al balacearse era la única señal de vida en todo ese espacio vació. Me detuve a mirarme en uno de los cristales de las ventanas que daban al patio: en el reflejo tenue pude distinguir apenas mis senos de tamaño pequeño, mi cabello negro, mi figura de 1.73 m, y mis caderas un poco grandes parecían como una figura que llegase del pasado o de algún sueño. Sentí un escalofrío y continué mi camino, aunque no supiese exactamente cuál era.
Entré a uno de los baños para mujeres de la planta baja y al mirarme al espejo un diablito inquieto se apoderó de mí. Me asomé con cuidado; ni un alma cruzaba el patio. Dejé mi bolso sobre el lavabo de mármol y me pasé una mano sobre mi cabello. Fue una caricia lenta y deliciosa, que extendí al cuello y la cintura, luego siguió el pecho y las piernas. Cuando abrí los ojos, noté el rubor encendido de mis mejillas. Había obtenido un pequeño placer, pero quería más.
Desabroché botón a botón mi blusa transparente y la abrí. Ante el espejo mostré mis dos senos cubiertos por el encaje blanco de mi sostén. Los acaricié tiernamente sobre la tela durante un rato, adivinando el pezón y siguiendo la base del seno en toda su circunferencia hasta que, excitada, bajé los tirantes del brasier y retiré a mis bebitos redondos de sus copas. Mi corazón saltaba en el pecho, brincando y saltando de miedo, vergüenza y placer. Era hermoso lo que estaba haciendo, y me sentía como si estuviera mareadísima.
Estaban erectos los pezones oscuros, y toda la piel temblaba como con frío y miedo. Los acaricié y traté de morder uno de ellos, imaginando que era otra boca la que me daba este pequeño dolor. Eso no hizo sino aumentar mi excitación. Sentía mojada mi verga, y una gota empezaba a escapar del prepucio hacia mis piernas, amenazando con mojar mi tanga.
Tomé mi bolso y entré a uno de los sanitarios, para evitar que alguna otra mujer pudiera verme si entraba también al baño, y me despojé de la blusa y el sostén. Sentía unas ganas enormes de gritar que alguien viniera conmigo ahora a hacer lo que yo estaba haciendo, para que me ayudara a calmarme. Mi falda es azul y de vuelo amplio, y me llega a la rodilla. Fue muy fácil levantarla, acariciar mis pompis llenitas y despojarme de la tanga lo más rápido que me fue posible; apenas fue a tiempo, porque de mi falo empezaba a manar un flujo que con su humedad me excitaba como nunca antes.
Metí mi mano derecha bajo la falda, buscando ese tronquito que me encendería aún más. Lo encontré semierecto, mientras mi mano izquierda masajeaba suavemente mis senos, mi cuello y mi cara. Noté que jadeaba sordamente al momento de introducir el dedo medio de mi mano entre los pliegues del ano lo más profundamente que podía, al tiempo que sentía estremecerse mis piernas temblorosas por el placer que me estaba dando. Así estuve durante algunos minutos. Me cansé un poco, y me senté, para descansar un poco y orinar. La humedad de mi verga empezaba a dejar en mis manos su olor a sexo característico.
En eso se abrió la puerta del sanitario donde yo estaba sentada, y entraste tú con tu pene en la mano, como si fueras a orinar. Te quedaste con los ojos cuadrados, igual que como estaba yo, mientras me mirabas los senos enrojecidos y la mano perdida el las profundidades de mi culo. Yo miraba como si me fuera la vida en ello al arma de carne que temblaba creciendo amenazadoramente ante mis ojos. Tontamente supuse que, como a mí, se te habían quitado las ganas de orinar.
Trataste de hablar, pero parecía que las palabras no te salían. Tu erección era ya impresionante, y todavía daba pequeños brinquitos creciendo más. -¿Quieres?- me preguntaste al fin, enronquecido de deseo, y yo dije que sólo una probadita, pero ansiando con toda el alma comerme y no soltar jamás aquello que había deseado toda mi vida. Se me hacía agua la boca al momento de acercarme a tu imponente falo, todo lleno de fuerza y hermosura.
Primero deposité un beso pequeño en la punta del pene con amor, con reverencia y adoración. Mis labios se abrieron para que la lengua saliera a acariciar totalmente la hermosa cabeza lentamente, mojándolo con saliva en su totalidad. Con pequeños besos y mordisquitos lo recorrí desde su base llena de pelo hasta las alturas del glande. Besos de adoración, como a un pequeño dios de carne y vida. Después, los labios lo aprisionaron con suavidad (aunque las uñas lo rasguñaron un poco), mientras una mano tomaba el grueso tallo desde la raíz y la otra masajeaba con suavidad los enormes testículos, cargados de semen y de pasión. Tú me tomaste la cabeza con tus manos y empezaste a acariciar mi cara, mi cuello, mis orejas y susurrabas palabras llenas de ternura. Yo no podía contestarte porque estaba ocupada, bebiendo la vida que brotaba de ti gota a gota, mientras una de mis manos empezaba a masturbarme para no perder mi propia erección.
Iniciaste movimientos suaves al entrar y salir de mi boca. Para que no fueras a ahogarme, tomé el cuerpo de tu pene con las dos manos, pero aun así quedaba una parte del cuerpo y toda la cabeza a disposición de mis labios, que golosos no dejaban escapar ni un centímetro de tu calor y fortaleza. Quise evitar que eyacularas muy pronto, así que empecé a besar tus testículos y tus piernas velludas. Tú hiciste que me levantara; me quitaste la falda; y si exceptuara los zapatos, el liguero y las medias que cubrían mis piernas, estaba desnuda, desnuda ante tus ojos. Después me pediste que apoyara un pie sobre el sanitario. Adivinaba lo que venia, pero no sabía cuánto placer llegaría a continuación.
Te arrodillaste ante mí, mientras decías que era tu Diosa del Amor, y comenzaste a besarme el glande. Lo encontraste rápidamente, y mi alma dejó de habitar este planeta un momento, para viajar a la Mansión del Placer a la que me estabas llevando. Tomé tu cabeza con ambas manos, para evitar caerme, y apreté fuertemente los labios, evitando un gemido que rondaba ya mi boca; no sabía qué podía pasar si me abandonaba a lo que ahora sentía. Sólo de una cosa estaba segura: tu tremenda erección seguía ahí, porque estaba chocando constantemente, como un ariete vivo y poderoso, contra la media que cubría la pierna que comenzaba a temblar.
Cuando apartaste tus labios de mi verga ya durísima, agradecí y lamenté que lo hicieras. Al irte poniendo de pie besaste todo lo que iba apareciendo ante tus ojos: mis ingles que temblaron como una hoja en el viento al sentir tu beso y tu mejilla rasposa por la barba, el vientre que ardía; los muslos y la cadera que temblaban para ti y por ti; el estomago y el nacimiento de los senos; los pezones que te recibieron como al hijo prodigo y que trataban de calmar tu sed mientras tus manos y tus dedos trazaban arabescos en las pompis trémulas; mi cuello que ya ansiaba tu visita y los lóbulos de las orejas. Finalmente, nuestros labios se encontraron, y nuestros ojos. Te miré durante un momento que me pareció todo un siglo, y después cerré lentamente los míos, entregándome con confianza a tu amor y tus caricias y dejando que te apoderases de mi cuerpo como si fueras una ola y yo me ahogase en las aguas de tu amor. Lo ultimo que sentí fueron tus manos levantándome de las pompis, doblando mis piernas e introduciéndome lentamente tu pene en el culo, al dejar bajar mi cuerpo. Centímetro a centímetro me fui hundiendo en ti, aguantando un grito mezclado de dolor y frenesí al sentirte entrar en mí, quemando como un hierro ardiente y después dulce. Me abracé con fuerza a tu cuello, mientras mis piernas hacían lo mismo con tu cintura poderosa, que empezaba a bombear en mi cuerpo tu fuerza y tu vitalidad suavemente, dando besitos a mis mejillas ardientes. A partir de aquí empieza el sueño más hermoso de mi vida; pero ese ya lo contaré después.
¿Comentarios?