De palos y astillas
Reza el refrán de tal palo, tal astilla, pero debes procurar no pincharte con ella
La conocí un jueves. Lo sé porque ella siempre me lo recordaba cuando repetía salida. Era el día que tenían estipulado para jugar a pádel las cuatro compañeras de trabajo que conformaban el grupo íntimo de Inés. De allí, cena y copa.
Yo estaba de fiesta de cumpleaños de uno de mis mejores amigos, así que también habíamos salido a cenar y tomar algo. Para las copas, después de varias disensiones, también quedábamos cuatro, lo que provocó el encuentro.
Habíamos elegido aquel local por disponer de dos ambientes a pesar de ser pequeño, uno tranquilo con música chill-out donde podías hablar, otro más eléctrico con música de los 90 donde podías bailar. La selección musical provocaba que la concurrencia estuviera compuesta por treintañeros y cuarentones.
Fue Jorge el que las divisó. Divorciado, mujeriego, aunque con un listón selectivo bastante bajo, lo que provocó que yo no le hiciera mucho caso cuando se refirió al grupito de chicas que estaban compartiendo una botella de cava en uno de los reservados del fondo del local. Carlos y Martín están casados, así que ninguno de los dos se interesó demasiado por las ansias de mi compañero, aunque el primero se había liado con varias mujeres cuando se le habían puesto a tiro. El segundo era insobornable.
Me dirigí al baño pues la tercera cerveza me empujó a ello, así que me fijé en el grupo de mujeres cuando pasé cerca de ellas. Estaban sentadas en unos sofás semicirculares, rodeando una mesita baja ovalada. Les eché cuarenta años y en un primer vistazo me sorprendió el buen ojo de Jorge. Sobre todo por lo que se refería a una morena de ojos claros y a una rubia que me aguantó la mirada los cinco segundos que tardé en cruzar el pasillo.
Al volver con mi grupo le confirmé a mi amigo que no estaban mal, lo que interpretó como el pistoletazo de salida a una noche de toma pan y moja. Aquella noche yo no había salido a eso, aunque estar soltero te permite virar decisiones sobre la marcha, pero Jorge era el homenajeado así que decidimos no hacerle el feo, a ver si te llevas un buen regalo de cumpleaños.
Él mismo dio el paso, pagando una botella de cava que el camarero llevó a la mesa de las chicas de nuestra parte. Lo aceptaron, con sonrisas y gestos festivos, así que fuimos para allá. Nos hicieron sitio en los sofás, mientras se presentaban como Sara, Montse, Rita e Inés.
Físicamente, las dos primeras no valían un duro, aunque Sara era la más divertida de las cuatro. Rita era la morena de ojos azules, tan guapa como distante, pues estaba casada. Montse estaba separada desde hacía poco y era una loba. Inés era la rubia de ojos marrones que me había aguantado la mirada hacía unos minutos confirmándome que yo también le gustaba.
Dos botellas de cava después, salíamos del local con las ideas más claras. Sara, Rita, Carlos y Martín se retiraron mientras Jorge había decidido tirarse a Montse. La enésima confirmación de su escaso nivel de exigencia. Inés y yo seguimos charlando sin que ninguno de los dos diera ningún paso más allá. Me agradaba aquella mujer, también en su carácter de charla amena e interesante, así que opté por ir paso a paso.
Una copa después, gin tonic para ella, bourbon con hielo para mí, salíamos del local. Los tortolitos llevaban rato en otra pantalla así que ni reparamos en ellos. Le ofrecí llevarla a casa con esa única intención. Aceptó, pues no había traído coche, aunque vivía cerca. Yo tengo el mío en la calle transversal, le comenté, a no ser que prefieras pasear seis manzanas.
Le señalé el BMW X6 blanco que me había comprado hacía dos meses para que montara en él. Vaya cochazo, exclamó, lo que me demostró una idea que por sabida no deja de sorprenderme. Los coches, como las motos en la adolescencia, son auténticos imanes para algunas chicas, relacionado, sin duda, con la idea de triunfador. No me lo compré por esta razón. Simplemente me gustan los coches y puedo permitírmelo. Además, me parece bastante triste que te valoren por lo que aparentas más que por lo que eres. Pero allí estábamos.
No tardamos ni cinco minutos en recorrer el trayecto hasta su casa, así que paré en doble fila para que pudiera bajar. Pero no lo hizo. Seguimos charlando como si no hubiéramos llegado aún. Hasta que se produjo uno de aquellos silencios que solamente tienen dos soluciones posibles. Besarnos o despedirnos.
Yo di el paso. Me recibió entregada, aunque el amplio espacio entre asientos del X6, con reposabrazos de piel incluido, nos dificultaba el juego. Así que fue breve pero intenso. Entonces el paso lo dio ella.
-No podemos subir a mi casa porque está mi hija, pero podemos aparcar cerca del parque.
-Podemos ir a mi casa, si lo prefieres.
-No, no tengo tanto tiempo. Prefiero ir al parque.
Tres calles después, siguiendo el movimiento del caballo del ajedrez, aparcábamos en batería entre una camioneta de reparto y un monovolumen en un espacio con bastante penumbra. Pasamos al asiento trasero y reanudamos nuestros juegos.
Inés, no solamente estaba buena, con un culo redondo enfundado en tejanos claros y un par de tetas de tamaño medio, además besaba bien y era una mujer activa. Mientras yo la acariciaba ella también lo hacía, primero mi pecho, al rato mi paquete. Le desabroché la blusa y colé la mano arrancándole leves gemidos al pellizcarle los pezones. Ella respondió abriéndome la cremallera y sobándome la polla por encima del bóxer. Bajé la mano a su entrepierna para abrirle el pantalón cuando la suya me detuvo.
-Eso no. Tengo la regla. –Mierda, pensé, pero reanudé las caricias en sus mamas sin dejar de besarla. Devolvió su mano a mi hombría y ofreciéndome el cuello para que lo devorara, me suplió: -Pero si quieres te la chupo. Lo hago muy bien –afirmó mirándome a los ojos.
Muy bien era quedarse corto. Bajaba y subía con húmeda lentitud mientras su lengua no olvidaba ningún centímetro de mi miembro. Los labios presionaban con intensidad masajeándome nervios, venas, tendones y todas las terminaciones nerviosas que un pene pueda tener. Mientras aquella melena rubia subía y bajaba, mi mano derecha se perdió entre sus tetas, durísimas de pezón pequeño. A cada pellizco que le propinaba, respondía con un leve gemido que mejoraba si eso era posible la mamada que me estaba haciendo.
La avisé, me voy a correr, mientras mi pelvis se movía buscando una penetración más profunda. Lo logró. Engulló mi polla completamente, sin dejar de mover lengua y labios, hasta que exploté. Mientras mis huevos escupían, su cabeza se movió arriba y abajo continuando la felación hasta que quedé seco.
Se separó de su juguete, rebuscó en su bolso sonriéndome orgullosa hasta que sacó un paquete de pañuelos de papel, escupió en él mi esencia para limpiarse los labios a continuación y girarse presumida.
-¿La chupo bien?
-Bien no. Muy bien –respondí besándola.
-No creas que lo del otro día es habitual en mí. –No creo nada, respondí. –Lo hice porque me gustas y porque me apetecía.
Era martes. Me había invitado a cenar en su piso pues su hija pasaba la noche con una amiga y estaríamos tranquilos. Habíamos intercambiado números de móvil para volver a vernos. Pero el fin de semana yo tenía una salida a casa de mi hermana, en Andorra, así que cuando me llamó el sábado por la mañana tuve que posponerlo a la semana siguiente. Habíamos quedado para cenar el viernes, yo la invitaba, pero el lunes me llamó a última hora ofreciendo mostrarme sus dotes culinarias y pasar un buen rato.
Es cierto que Inés cocina bien, aunque la chupa mejor. No se lo dije en aquella primera cita oficial, pero se lo he dicho más de una vez estos últimos meses.
Si nuestra charla de la primera noche había versado sobre trabajo y otros temas manidos para romper el fuego, a qué te dedicas, donde trabajas, qué sueles tomar, etc., ahora estábamos tratando temas personales.
Inés tenía un año más que yo, una hija de 17 años fruto de un matrimonio breve, estúpido y difícil, trabajaba de secretaria de dirección en una empresa de transportes e, insistía, no era mujer de polvos esporádicos ni de mamadas en coches ajenos. Esto último no lo dijo. Pero no lograba dar con la relación estable que la satisficiera.
Mi caso es parecido. He tenido rollos de una noche, bastantes, pero mis relaciones de pareja no han durado demasiado. Tres años con una compañera de universidad y un poco más de dos con una abogada cuatro años atrás son mis mayores logros.
El piso era un cuarto bastante amplio con tres habitaciones. Lo único bueno que dejó su fallido matrimonio, a parte de la niña, claro, de la que había fotos en todas partes. Sola, con su madre, con los abuelos.
Había hecho un coulant de chocolate negro con helado de frambuesa de postre, que acompañó con una copa de cava, bebida que le encanta. La segunda copa ya la tomamos en el sofá mientras continuábamos en nuestro conocimiento mutuo.
No llegamos a tomarnos la tercera. Tomé la mano de mi compañera cuando se disponía a rellenar las copas, acerqué mi cuerpo al suyo, mi boca a sus labios y nos fundimos. La besé con ganas. Ella me los devolvía con hambre. Como había sucedido en el coche, sus manos se movieron antes que las mías. Primero en mi muslo, mientras la otra me tomaba del cuello, pronto en mi paquete, que sobaba con decisión.
Aquella noche confirmé lo apuntado en el coche. A Inés le gustaba más una polla que a un niño un caramelo. Le había quitado el vestido azul de una pieza dejándola en un conjunto de ropa interior del mismo color. Ella me había quitado la camisa, abierto el pantalón y me masajeaba el pene con maestría. Se apartó de mí, se arrodilló entre el sofá y la mesita que tuvo que empujar ligeramente, me quitó zapatos y calcetines y tiró del pantalón para dejarme también en ropa interior. Me mordió la polla por encima del bóxer, me lamió el ombligo, tiró de la tela hacia abajo y la engulló de nuevo. Alargué las manos para acariciarle los pechos. Ella misma se bajó los tirantes para facilitármelo sin dejar de trabajarme. Esta mujer tiene un don.
Tuve que apartarla. Para o me correré. Puedes hacerlo en mi boca, no me importa, respondió lamiéndome el glande, el tronco, bajando a mis huevos. Te importará si te dejo a dos velas.
La incorporé para que se posara a horcajadas sobre mí. Le chupé las tetas con ansia, mordiéndole los pezones lo que la hacía gemir sonoramente. La así de las nalgas, más duras aún que sus pechos, pero fue ella la que se encajó apartando el tanga, exhalando un profundo suspiro acompañado de qué ganas tenía. Se movía con suavidad, al ritmo que mis manos la mecían, besándome, mordiéndole los labios, chupándome los míos. Volví a sus senos, redondos y bien formados a pesar de haber dado a luz. Más adelante supe que nunca le había dado el pecho a su hija.
De golpe aceleró. Su vagina buscaba una penetración más profunda, más eléctrica, que le arrancó intenso jadeos mientras me pedía que le chupara los pezones. Llegó al orgasmo. Corto pero placentero me confiaría después.
Fue reduciendo la velocidad lo que me permitió aguantar un poco más. Llegó a quedar prácticamente quieta en un vaivén vertical imperceptible. Cómo lo necesitaba, susurró en mi oído, para despertar paulatinamente hasta que yo mismo marqué la velocidad y profundidad que me convenía.
-No llevo condón. Tengo que sacártela.
-No la saques. Córrete dentro, quiero sentirte.
Debí preguntar si tomaba algo, si estaba limpia, sana. Ella a mí también, pero ninguno pensó en nada más que en su placer en ese momento. Me corrí, sintiendo sus músculos pélvicos masajearme todo el miembro, mientras Inés gemía y gemía. Por un momento pensé que llegaría de nuevo, pero no lo hizo. La verdad es que nunca se ha corrido dos veces, algo que he aprendido con el tiempo y me ha obligado a adaptar nuestros encuentros.
Había sido muy placentero pero me había sabido a poco pues había sido breve. La sensación que me quedó fue haber pegado un polvo en vez de haber practicado sexo. Como si el primero fuera el típico encuentro rápido en un coche, un baño o en la playa, mientras lo segundo implicara juegos, tiempo y paciencia.
Practicamos sexo de madrugada. Me ofreció quedarme a dormir, algo típico pero agradable en el caso de Inés. Pusimos el despertador a las 7 pues yo debía pasar por casa para ducharme y cambiarme de ropa. Pero me desperté antes.
Para ser más exactos me despertaron labios expertos. Cuando abrí los ojos, su mirada me sonrió mientras chapurreaba buenos días con la boca llena. Bajó a mis huevos, volvió a mi tronco. Primero la agarré del cabello pero pronto cambié de opinión.
-Ven -le dije, -date la vuelta. Yo aún no te he probado.
Se acomodó sobre mí, invertida, para encajarnos en un 69. Lo había sentido la noche anterior, pero no visto. Inés llevaba el pubis completamente depilado. Me lo comí entero, aunque mis artes no son tan excelsas como las de mi hoy novia. Ella no dejaba de engullir jadeando, gimiendo, moviendo sus caderas para adherir sus labios a los míos. Le metí un dedo, lo que provocó que sus movimientos y sonidos aumentaran. Lamí, chupé, succioné, mientras mi lengua la recorría entera.
Noté su próximo orgasmo, lo sentí venir, así que me aventuré en un movimiento muy placentero en muchas mujeres. Teniendo el dedo índice penetrando su vagina, encajé el corazón en la entrada de su ano. El anillo cedió ante los primeros estertores de su orgasmo. Con los dos dedos dentro, uno en cada puerta, llegó a un clímax devastador, largo e intenso que provocó que llegara a morderme la polla.
-¡Qué bueno ha sido! –agradeció cuando se hubo recuperado. Seguía tumbada sobre mí en la misma posición, por lo que reanudó el trabajo en mi miembro. La detuve. Quiero follarte. Se hizo a un lado, pero se mantuvo a cuatro patas. Tan sólo giró la cabeza para pedirme, fóllame.
Me acomodé detrás, le separé las piernas hasta que su sexo quedó a la altura de mi miembro y entré. A diferencia de la noche anterior, ahora fui yo el que controló el ritmo de la follada. Aceleré, ralenticé, la penetré en círculos, percutí con ganas, según las necesidades de mis sentidos. Hasta que le di con todo sujetándola de las caderas para vaciarme de nuevo en su interior.
La invité a cenar el viernes y esta vez acabamos en mi casa. Repetimos el sexo largo y más placentero, esta vez tomando precauciones anticonceptivas, pues ya hacía más de una semana que había tenido la regla y no quisimos correr riesgos innecesarios.
La relación se fue asentando, viéndonos dos o tres veces por semana, librando siempre los jueves pues era tarde-noche de chicas. Solíamos acabar la fiesta en mi casa, pues en la suya casi siempre estaba su hija. También nos veíamos el fin de semana, incluyendo alguna excursión con noche fuera, pero dejar a su cría sola demasiado tiempo la incomodaba.
Este fue el patrón durante cuatro meses, aproximadamente, hasta que me planteó presentarme a Olga, su hija. No teníamos decidido hacia dónde dirigíamos la relación, pero parecía que ambos nos la estábamos tomando lo suficientemente en serio para que el paso fuera lógico.
Le había hablado de mí, me dijo, así que quería conocerme, pero no fue esa la sensación que tuve en la cena que Inés montó en su casa para los tres comensales. Olga era un fiel reflejo de su madre con 25 años menos. También rubia, de ojos marrones alargados, de cuerpo estilizado, incluyendo un buen par de tetas. La principal diferencia con su progenitora era de carácter. Mientras una era afable, agradable y cariñosa, la otra era altiva, distante y muy orgullosa. No se lo dije a su madre, pero parecía escamada de haber conocido a otros candidatos a padrastro que no habían llegado a nada.
Igual que su madre, era muy golosa por lo que repitió postre casero, strudell, pero apenas se lo acabó, se retiró a su habitación, encerrándose en su mundo. Tomamos la copa de cava en el sofá, como tantas otras veces, comentando la cena, ¿qué te ha parecido?, bien, agradable. No, no ha sido agradable. Lo será cuando coja confianza, no te preocupes.
Por primera vez en 18 semanas no acabamos desnudos, devorándonos o amándonos. Aunque nos besamos y acariciamos un poco, Inés no estaba cómoda con su hija en casa, así que tampoco quise forzar la máquina. Si quieres te hago una mamada rápida, me planteó, pero decliné el ofrecimiento. Mañana con calma, respondí.
Dado el paso, comencé a pasar más tiempo en aquella casa, estuviera Olga o no. Intenté acercarme a ella, con simpatía, pero no me daba pie así que tampoco me obsesioné. La chica ya era mayorcita, tenía su mundo y en pocos años, si es que nuestra relación se solidificaba, haría su vida y nosotros haríamos la nuestra. Inés sí trató de hablar con ella, pero fue un error, que confirmé a los pocos días.
Era sábado, comeríamos los tres juntos, así que opté por invitarlas a un buen arroz en la Barceloneta. Acababa mayo y el tiempo acompañaba. Las recogí en coche y bajamos a la playa donde tenía mesa reservada en Cal Manel, uno de mis favoritos. Había pedido terraza así que allí nos sentaron. Ambas mujeres estaban espléndidas, halago que hice en voz alta. Inés en un vestido de una pieza entallado en tonos crudos de flores moradas en los filos. Al llevar los brazos desnudos había cogido una ligera rebeca de verano por si la necesitaba. Olga vestía una falda con un poco de vuelo hasta medio muslo acompañada de una blusa también sin mangas. Los mejillones que pedimos de entrante estaban deliciosos, así como la paella, que regamos con un vino de aguja bien frío.
Fue después de pedir el postre que Inés se levantó para ir al baño, me besó amorosamente y se perdió en el interior del local. La calidez del beso no había pasado desapercibida para Olga que me miró desconfiada a lo que quise aclarar:
-Tú madre me gusta mucho. Es una gran mujer. –Respondió con un leve movimiento de hombros, cuyo significado interpreté como a mí qué me importa, así que insistí: -Mira Olga, no sé qué experiencias has tenido con anteriores parejas de tu madre pero soy honesto y siento que la cosa va en serio. No te pido que me ayudes ni nada, solamente que trates de comprendernos.
-Veo que no te ha contado nada de sus ligues, ¿verdad? –No me dejó responder. –Para tu información, no eres el primero, ni el cuarto, ni el décimo que va en serio con mi madre. Pero a la hora de la verdad, cuando le habéis pegado cuatro polvos os cansáis de ella y la dejáis tirada. Así que, ¿para qué necesito ser tu amiga? ¿Me harás de padre?
-Ni me ha contado ni me interesa conocer. Me interesa ella, su felicidad… -me interrumpió con una mueca de incredulidad -…sí, su felicidad y la mía, claro. Tu madre me gusta, es una gran mujer, además de muy guapa. No me cansaré después de cuatro polvos, entre otras razones porque esa cifra lleva meses superada, ni tampoco quiero ser tu padre ni tu amigo. –La miré fijamente para afirmar: -Quiero hacerla feliz y ser feliz con ella. Y tienes razón, puede no resultar, pero ambos habremos sido honestos.
-No te creo, como tampoco me creí a los que me contaron una película parecida.
-Concédeme el beneficio de la duda, al menos.
Fue la última frase de la discusión pues Inés apareció en la terraza. Otro beso cálido, aquella sonrisa de felicidad, la mía como respuesta y la seriedad de Olga como decorado. Su madre se dio cuenta, claro, pero nos trajeron los postres y allí terminó la guerra.
Junio fue un mes tranquilo, lo que me impidió intuir por dónde irían los tiros en julio. Olga y yo nos tolerábamos, civilizadamente, mientras mi relación con Inés era cada vez más próxima. Hicimos planes para pasar juntos las vacaciones, algo que no le hizo ni pizca de gracia a la hija, pero di por hecho que con 17 años se iría algunos días con sus amigas.
Me llevé la primera bofetada el último día de junio. Hacía calor, estábamos en su casa, a la que había ido a cenar después de salir del trabajo. Había ayudado a Inés a preparar una cena fría que disfrutaríamos en el sofá viendo una película, Spotlight, que Rita le había dejado a mi novia. Me sorprendió que Olga se quedara a verla pero de entrada lo celebré.
Inés y yo estábamos sentados en el sofá de tres plazas de cara al televisor, mientras Olga había elegido el sillón individual que quedaba a mi derecha. Ambas mujeres llevaban poca ropa, vestidos veraniegos de andar por casa, aunque a una chica guapa cualquier trapo le queda como un guante. Mi sorpresa vino a la hora de película, aproximadamente. Inés se había dormido sobre mi hombro. Cuando me di cuenta miré a su hija en un gesto cómplice, mira a tu madre, pobre, pero la respuesta que obtuve me dejó estupefacto.
Olga abrió las piernas mostrándome su ropa interior, blanca, mientras sus ojos me taladraban. La miré inquisitivamente. ¿Qué coño estás haciendo? Pero ni se inmutó. Me aguantó la mirada unos segundos más, hasta que giró la vista hacia la pantalla, olvidándose de acabar con el espectáculo. Al contrario, las abrió un poco más e incluso se rascó la ingle descuidadamente.
Dejé de mirarla. Yo también me centré en el televisor, aunque notaba la mirada de la chica, de reojo, sin duda retándome. Preferí acabar con el juego drásticamente así que desperté a Inés, te has dormido cariño, sí estoy muy cansada, para acompañarla a la cama y acostarla. Después del beso de buenas noches, crucé el salón, despidiéndome de Olga que me miraba inquisitiva con las piernas aún más abiertas.
Tuve que pegarme una ducha fría al llegar a casa. Más para tranquilizarme que porque la cría me hubiera excitado, pues no lo había logrado. Intuí que la chica quería retarme, provocando que saltara, así que decidí ningunearla. Aunque no entendía qué la llevaba a ello.
Salí con Inés un par de veces más, antes de volver a su piso. Habíamos ido al cine, paseado por la playa y me invitó a tomar la última copa. Olga parecía que no estaba, pero se había encerrado en su habitación como solía. Estábamos en el sofá cuando Inés se levantó para ir al baño. Como si su hija nos hubiera estado espiando, apareció por la estancia vestida solamente con un tanga negro y una blusa de verano que no le cubría el ombligo. El tamaño de sus pechos tiraba de la fina tela marcando perfectamente su contorno, así como dos apetitosos pezones se clavaban en ella, duros como escarpias. Me miró por encima del hombro, altiva, paseándose por el comedor mientras se paraba delante de mí dándome la espalda, se doblaba hacia adelante buscando no sé q ué en el mueble, mostrándome unas nalgas más apetitosas aún que las de su madre. Aunque me costó, la ninguneé de nuevo. Su respuesta fue girar la cara hacia mí, calibrando mi reacción. Al no haberla, se incorporó y volvió a su habitación antes de que su madre la pillara.
Esta vez sí hubo mamada en el sofá. Al salir del baño, había entrado en el cuarto de Olga que le había confirmado que se acostaba, por lo que no tuvo inconveniente en vaciarme. Tengo ganas de chupártela, me dijo al oído. Lo que Inés no supo es que me corrí en su garganta recordando un culo ajeno.
Las vacaciones de verano se acercaban, aunque supusieran algún que otro quebradero de cabeza. Tengo despacho propio, un pequeño bufete de abogados con un pasante y una secretaria, así que me organizo como me conviene. Agosto suele ser un mes muy flojo, por lo que acostumbro a tomarme tres semanas de asueto entonces. Inés, por su parte, cada año debe cuadrarlo con sus compañeros de trabajo, pero este ejercicio le tocaba agosto.
Llevábamos semanas planeando irnos una quincena a algún sitio, ella quería playa, pues pasaba una semana con sus padres en un pueblo del Pirineo. Me pareció lógico que viniera Olga, aunque pensé, deseé, que se fuera con amigos a la otra punta del mundo y me dejara disfrutar de nuestra primera salida larga como pareja. Pero no fue así. Solamente estaríamos solos seis días para los que compré billetes y estancia para Croacia y la Costa Dálmata. Para los diez días que seríamos un trío alquilamos una casa en la Costa Azul francesa y la semana que me quedaba solo Jorge me había invitado a acompañarle a una propiedad familiar que tenía en Ibiza.
Con todo organizado, julio fue avanzando. Para nuestra sorpresa, Olga estaba cada vez menos en casa por las noches, algo que yo agradecía pues podía follar con Inés con relativa tranquilidad y la niña no me buscaba las cosquillas. Aún así, las miradas lascivas y las provocaciones por parte de la cría continuaban, pero yo no pensaba darme por vencido.
Acababa el mes, salía del despacho tarde debido a la punta de trabajo típica antes de vacaciones, cuando llamé a Inés para vernos. Era martes o miércoles, no lo recuerdo, pero contenta me invitó a cenar en casa pues Olga se estaba preparando para salir de nuevo. Compré japonés para llevar en un local que habían inaugurado hacía poco cerca del trabajo y me encaminé hacia otra velada con mi amada. No me quedé a dormir pues viajaba a la mañana siguiente cuando me encontré con un espectáculo inesperado.
La calle en la que viven madre e hija es de doble dirección, de concurrencia escasa durante el día, pero de difícil aparcamiento. Así que me había acostumbrado a dejar el coche en una de las travesías transversales que rodean el edificio, donde solía haber plazas libres. Monté en él cuando vi a una pareja liándose en un Golf negro aparcado en diagonal al mío, en una zona con relativa penumbra. La escasa luz sólo me permitió ver a una chica rubia besándose con un tío de pelo muy corto o rapado. Supe que era Olga al instante, pero lo confirmé en uno de los movimientos de cabeza de la chica en que pude contemplar claramente su perfil. Llegué a poner el coche en marcha para dejarlos tranquilos, cuando el morbo me detuvo. La hija de mi novia acababa de bajar la cabeza para regalarle al afortunado lo que su madre me había ofrecido por primera vez hacía unos meses.
La diferencia de altura entre ambos vehículos unido a la posición diagonal, me permitió ver claramente como la melena rubia se movía arriba y abajo entre el volante y el estómago del chaval. A él no le veía la cara, solamente una mano agarrándola del cabello. Cuatro o cinco minutos después, Olga se incorporó, bebió de una cañita lo que parecía una Coca-cola de fast food , se despidió con un beso y salió del vehículo. Caminó unos pasos, miró hacia el X6 y me vio. Pero no se detuvo, solamente sonrió.
Aquel viernes no salí con Inés. Había quedado con compañeros de la agencia de transportes donde trabajaba para una cena de despedida de un colega que se jubilaba, así que quedamos para ir al cine el sábado por la tarde y luego cena en un argentino que le habían recomendado. Pasé a recogerla una hora antes del inicio de la sesión, como habíamos quedado, pero se disculpó pues aún debía ducharse. Se había echado una siesta, pero debido al cansancio de la noche anterior había dormido más rato del previsto. No importa, vamos con tiempo.
Entonces apareció Olga. Tanga azul y la misma mini camiseta de la semana anterior. La saludé sin hacerle el más mínimo caso ni reparar en su indumentaria. Se metió en la cocina, de la que salió en menos de un minuto con un helado de hielo. Yo me había sentado en el brazo del sofá, repasando emails en el móvil, cuando ella se sentó en su sillón, completamente abierta de piernas de nuevo. La miré de reojo. Ella me miraba fijamente. Decidí volver a la pantalla.
-¿Hoy no quieres mirarme? –Levanté la vista, evitando soltarle lo que pensaba de sus provocaciones. -El otro día sí te apeteció hacerlo. –Agregó chupando sonoramente. -¿Te gustó el espectáculo? Creo que no mucho. Creo que hubieras preferido ser tú el que estuviera sentado en el coche de Ángel.
-Olga, no sé qué pretendes, pero me parece que ya está bien.
Pero su respuesta fue meterse todo el helado en la boca, hasta que despareció de mi vista, sacándoselo lentamente con un sonoro chupetón, a la vez que llevaba su mano libre a la entrepierna y se pasaba un dedo de abajo arriba.
-No sólo me cabe entera… me lo trago todo –confesó volviendo a engullirlo, mirándome fijamente. Desvió la mirada a mi entrepierna que había crecido más de lo que yo hubiera querido mostrar, sonrió triunfante, se levantó y despidiéndose, sentenció: -Mi madre va a tener que bajarte eso en el cine. Cuando lo haga, sé que pensarás en mí.
Apenas recuerdo la película. Los apetitosos muslos de Inés, desnudos bajo aquel vestido tan corto, su prominente busto, apretado bajo aquel provocativo escote y mis necesidades animales, me llevaron a comportarme como un adolescente desbocado. Tanto, que la sorprendida mujer, apartó el apoyabrazos que nos separaba, me sacó la polla sonriente y me regaló otra de sus sublimes mamadas. Descargué en su garganta mientras la mía me delataba. Traga putilla, traga.
Inés obedeció, complaciente, aunque no pudo evitar toser acompañado de un par de arcadas, pero no era su plato preferido. Le tendí la Coca-cola para que ella también bebiera de la cañita, mientras melosa me abrazaba con un cómo estás hoy, cariño.
Agosto supuso un punto de inflexión en mi relación de pareja.
Trabajé la primera semana, así que volábamos a Croacia el sábado, volvíamos el viernes y nos marchábamos 10 días a la casa alquilada en la Costa Azul. Inés, en cambio, pudo dedicar los primeros días del mes en preparar los dos viajes, planes que luego me contaba ilusionada cuando cenábamos juntos en su casa, solos o acompañados, según el día.
El único problema que tuve aquella semana fue una tarde en que me pidió que recogiera a Olga y una compañera de un centro de la Cruz Roja en que colaboraba, pues necesitaba llevar unas cajas con ropa y comida a un albergue de las afueras. No me importó especialmente, aunque tenía que cruzar Barcelona de cabo a rabo.
Entre los tres cargamos seis bultos en el maletero del X6, pero mi sorpresa fue que la amiga no nos acompañaba. Mejor, así podemos estar solos, me soltó Olga ladina. Obvié el comentario mientras le preguntaba por el voluntariado. Sus respuestas, lacónicas, iban acompañadas de miradas cargadas de intenciones, insinuantes mientras movía las piernas casi compulsivamente para que la falda que llevaba subiera más aún.
Apenas tardamos quince minutos en llegar a destino, descargamos y volvimos al vehículo. Antes, pude ver a una joven extrovertida que bromeaba con los compañeros del centro, ayudaba a un abuelo a subir unas escaleras e incluso se abrazaba con un par de niños mulatos dándoles un caramelo a cada uno. La felicité por ello al montar en el coche.
-Ellos no me ven como un trozo de carne, como me ves tú.
-Te equivocas –respondí indignado. –Ni a ti ni a ninguna mujer la he visto nunca de ese modo.
-No, es verdad. Tú eres un Príncipe Azul dispuesto a hacer el bien allí donde va –me soltó adornado por una risa impostada, ridiculizándome.
-Piensa lo que te dé la gana, pero te equivocas –cerré la discusión.
Pero estaba más abierta de lo que yo pensaba. Primero sus piernas, que separó tanto como la amplitud del espacio le permitió, levantándose el vestido para que pudiera ver perfectamente su entrepierna cubierta por un diminuto tanga claro.
Al no hacerle caso, aumentó la apuesta. Mirándome de reojo, sonrió suavemente para, mordiéndose el labio inferior, comenzar a desabrocharse los botones del vestido, ofreciéndome, ¿quieres que vayamos a algún lugar más tranquilo?
Había apartado el cinturón para que sus pechos se mostraran orgullosos. La copa derecha quedaba completamente visible con la ropa abierta, más cuando bajó el vestido por sus hombros y me miraba con cara de gata en celo. Detuve el coche.
-Basta ya. No sé qué pretendes, qué quieres demostrar, pero esto ya pasa de castaño oscuro. No tengo ningún interés en ti, no tengo ningún interés en hacerle daño a tu madre y me parece que deberías seguir jugando con tus ángeles en vez de mostrarte como una patética aprendiza de fulana.
Olga ardía. Sus ojos se encendieron como pocas veces he visto en una mujer. Esperaba que respondiera, que me mandara a la mierda, tal vez, pero no lo hizo. Sin apartar su dura mirada de la mía, se arregló la ropa, se abrochó bien el cinturón y se acomodó en el asiento silenciosa. Pero el instinto me decía que el enemigo se estaba replegando preparándose para contraatacar.
Nos fue muy bien Croacia, país que recomiendo pues Dubrovnik y toda la Costa Dálmata son de una belleza extraordinaria. Las pequeñas islas que puedes visitar en barcas de recreo también merecen el viaje.
Con Inés, además, cada vez me sentía más próximo, más compenetrado. Estar solos nos permitió vivir según nuestros horarios y necesidades, sin preocuparnos de dónde estábamos, con quién, qué hora era. La mujer había preparado el viaje en todos los sentidos, también en el sexual, pues se había comprado atrevida ropa interior especialmente para mí, dos bikinis minúsculos que provocaban giros de cabeza y miradas sucias en nuestros vecinos de arena, acompañado de una líbido desbocada que provocaba que se me echara encima a la menor ocasión.
Cada día follamos en la habitación del hotel. En la cama, en el suelo, sobre la mesita de la tele, en el baño, en la bañera, en el pasillo de entrada y en la terraza. Creo que no dejamos virgen ningún centímetro cuadrado de la estancia. Pero también nos enrollamos en la playa, dentro del agua, entre unas rocas, en una calle de un pequeño pueblo de pescadores del que no recuerdo el nombre, en el coche. Como fin de fiesta, me hizo una mamada espectacular en el baño de minusválidos del aeropuerto de Split, sacándosela de la boca poco antes de acabar para preguntarme, sin dejar de lamer el tronco, ¿quieres que se lo trague esta putilla? Traga putilla, traga.
No tuve un buen vuelo. Por primera vez, me asolaron los remordimientos. Después de seis días completamente aislados, habían bastado seis minutos en un baño para que sonaran todas las alarmas en mi cabeza. El traga putilla del cine no estaba dedicado a Inés. El traga putilla del baño, sí, pero al cerrar los ojos había visto otra cara, otros labios, otra mujer arrodillada en el suelo. Y aunque me había comportado, aunque no había dado pie a nada, eso me preocupaba.
Más aún cuando me desperté sobresaltado aquella misma noche notando los labios de Olga trabajándome la polla. Estaba en mi cama, en mi apartamento. Me incorporé sudado mirando hacia mi entrepierna. No había nadie, no podía haber nadie. Había sido una pesadilla, un sueño, pero lo había sentido tan real que mi pene estaba a punto de explotar. Traté de dormirme de nuevo, pero me fue imposible.
Seis horas después recogía a las dos mujeres para emprender nuestro viaje a la Costa Azul, exactamente a Cassis, al suroeste del parque nacional des Calanques, donde habíamos alquilado una casa individual a medio kilómetro de la playa. Sin estar empalmado, seguía en un estado fogoso que de no habernos acompañado la joven, hubiera desahogado con Inés en cualquier área de descanso de la autopista. Pero Olga, que se había sentado detrás de su madre, incrementaba mi incomodidad con miradas constantes cargadas de intención y supuestos descuidos. Me centré en la carretera y entablé una charla larga con Inés para distraerme, pero aún no estábamos en Perpignan cuando mi hombría asomaba traviesa.
Paramos a descansar entre Béziers y Narbonne pues marcaba la mitad del trayecto, aprovechando para tomar un refresco y pasar al baño. Estuve a punto de pajearme cuando me la saqué para mear, pero si no lo has hecho esta noche, pensé, menos lo vas a hacer ahora.
El navegador nos llevó hasta la puerta de la casa, donde nos esperaba la propietaria para darnos las llaves y cobrarnos el 50% restante del alquiler. La verdad es que el chalet estaba bien, un pelín grande para tres personas, pero estaríamos tranquilos y no oiríamos ruidos, como nos pasó en Croacia, ni compartiríamos piscina con nadie.
Cenamos y a la cama, pues yo estaba planchado. Olga en una habitación de la planta baja, nosotros en la de matrimonio del primer piso. Había una tercera que dejamos desocupada. Pero antes de acostarnos, le mostré a mi novia mis orgullosos atributos, llevo todo el día así de contento sólo por tenerte al lado, a lo que respondió abalanzándose sobre mi enhiesto miembro con ganas, tal como yo preveía.
Aunque ella me pidió moderarnos un par de veces, pues Olga podía oírnos, me la follé con ansia, sobre todo cuando la puse a cuatro patas para correrme por segunda vez. Ella se había corrido cabalgándome a horcajadas poco después de que yo lo hiciera primero.
Inés adora la playa, así que a la mañana siguiente, en cuanto desayunamos, bajamos. Me había avisado de que haría top-less, pues le gustaba el contacto del sol en la piel y no tener marcas en los pechos, pero había dejado de hacerlo en Barcelona un día que se encontró con un compañero de trabajo en la Mar Bella y había pasado un corte bestial. El camionero, en cambio, se había puesto las botas.
La sorpresa vino cuando Olga también se despojó de la parte superior del bikini. ¡Madre de Dios! Inés no le dijo nada, yo tampoco, claro, pero tuve que controlarme toda la mañana hasta que me acostumbré al vaivén de aquel cuarteto. La chica, por su parte, no dejó de retarme en ningún momento, dejando escapar aquella sonrisa de suficiencia cada vez que me pillaba mirándola de reojo, pero ante cualquier provocación, guiño o gesto sutil aunque incendiario, yo respondía acariciando a su madre para demostrarle en quién estaba interesado.
Los cuatro primeros días siguieron un patrón parecido. Buscábamos una cala distinta donde bañarnos y tomar el sol, comíamos en la propia playa si había posibilidad, fuera un restaurante, fuera un chiringuito más sencillo, vuelta a la casa para descansar y bañarnos en la piscina, cena en algún restaurante de la zona, paseo y a la cama, donde daba buena cuenta del calentón que me provocaba la jornada.
Olga mantenía el juego pero parecía que se estaba dando por vencida, pues más allá de miradas lascivas y coqueteos semi-inocentes, no logró de mí ninguna respuesta, ni siquiera en una ocasión que me pidió que le pusiera crema en la espalda. Invitación que rechacé.
Pero el quinto día todo se vino abajo. Inés había pasado mala noche pues parecía haberle sentado mal la cena, así que optamos por quedarnos en el chalet descansando. Insistió en que Olga y yo nos fuéramos para no desaprovechar el día, pero le contesté que estando a su lado no desaprovechaba nada. Te quiero, amor, fue su respuesta acariciándome la cara. Era la primera vez que nos lo decíamos en 6 meses de relación.
A media mañana apareció la joven en la piscina. Me ha dicho mamá que nos quedaremos aquí hoy. Asentí, no se encuentra bien y prefiero no dejarla sola. ¡Qué atento eres! Preferí no hacer caso de la pulla. Era la primera que me soltaba en casi una semana, así que hice oídos sordos. Pero al poco, siguió percutiendo.
-¿Sabes?, tienes razón en que parecéis muy enamorados. –Levanté una ceja, mirándola de reojo. Divisé brumas en el horizonte, pero no preví la tormenta. –Lo digo en serio, creo que no la había visto tan contenta con ninguno de sus novios anteriores. Además, pareces bueno en la cama. La tienes bien follada por lo que he podido escuchar. A una mujer se le nota en la cara. Cuando vamos bien folladas, me refiero.
Volví la vista al libro. Me convenía respirar hondo, tomar distancia, oír sin escuchar, así que no respondí nada. Ni siquiera un sonido de asentimiento. Pero ella no pensaba parar. Desprendiéndose de la parte superior del bikini, continuó:
-¿Qué le haces especial? Podrías enseñarme algún juego nuevo, porque últimamente soy yo la que va bastante mal follada. –Ahora sí la miré. Sonrió, satisfecha, abriendo las piernas impúdicamente. –Aunque por lo que sé, vosotros tampoco os podéis quejar. Según parece la chupa de vicio. Algún novio me ha llegado a confirmar que es un auténtico zorrón. –Basta, Olga. -¿Por qué? Una tiene que saber de dónde ha heredado sus habilidades. Pudiste ver de primera mano que también soy una reina de las mamadas. No, soy la princesa, la reina es mi madre –agregó con una carcajada como si acabara de soltar el chiste del siglo. Iba a repetirle que ya estaba bien, cuando sentenció: -Ya sé qué podemos hacer. Tú serás el jurado. Te hago una mamada y comparándola con las que te hace mi madre, decides quién es la reina.
Me levanté. Indignado le repetí que no quería jugar a ese juego con ella, que podía hacerle mucho daño a su madre y que no comprendía qué estaba buscando, qué pretendía.
-Ya te lo dije. Demostrarte que todos sois iguales.
Nuestras miradas quedaron fijas, taladrándonos a través de las gafas de sol. Le hubiera soltado una bofetada, pues es lo que el cuerpo me pedía, pero opté por lanzarme a la piscina. Hice varios largos, notando la mirada de la chica clavada en mí.
-¿Quién ha tenido que darse una ducha fría para bajar la inflamación? –preguntó cuando salía del agua.
-Me he tirado al agua para no seguir escuchando tus chorradas –respondí parándome ante ella.
-Ningún hombre se ha resistido nunca a este cuerpo –me retó irguiéndose para que pudiera apreciarlo en todo su esplendor. –Y tú no serás el primero.
–Quiero que dejes este juego…
-¿O qué?
-O le acabarás dando un disgusto a tu madre que no te perdonará en la vida. No se lo merece.
-¿Y tú? ¿Tú qué te mereces? –Se levantó, parándose a escasos centímetros de mí. –Mi madre es un 8 o un 9, sobre todo para la edad que tiene, pero yo soy un 10. –Ante mi sorpresa, me tomó la mano para llevársela a un pecho. Durísimo, más que el de Inés. –Y en la cama soy un 11.
Sus ojos clavados en los míos. Mi mano en aquella teta perfecta. Mientras su izquierda me sostenía la que había posado en su seno, la derecha me tomó de la polla que notó enhiesta a través del bañador.
El contacto no duró ni un minuto, tiempo más que suficiente para que la joven bruja se sintiera vencedora del envite. La aparté de mí, para adentrarme en la casa e ir preparando la comida.
Subí a ver a mi novia. Logré que bajara a comer y se tumbara en el jardín para echar la siesta. Apenas probó bocado, pero su compañía me sirvió de escudo. Olga se pegó una buena siesta en su habitación.
Inés había pillado un virus que la tuvo dos días más tocada. Incluso perdió peso debido a la poca ingesta de alimentos y a tener que visitar el baño demasiado a menudo. Sobra decir que en tres días, no hubo ningún contacto físico, más allá de caricias y gestos cariñosos tratando de mitigar su malestar.
Olga, en cambio, atacaba con todo. Sus provocaciones eran constantes, rozándome a la mínima ocasión, tirándose a la piscina cuando yo nadaba para ahogarme, esperando que le devolviera la ahogadilla, soltando lindezas con aquella lengua viperina, hasta que me derrotó.
Llevábamos ocho días en Cassís, los tres últimos cuidando de Inés. Debido a la mejora en su estado habíamos cenado fuera pero volvimos al chalet pues necesitaba descansar para estar a tono al día siguiente. Nos acostamos abrazados, besándonos, pues necesito que me hagas el amor. Estamos desperdiciando el tiempo, me dijo. Pero no pudimos consumarlo. Se estaba obligando sin estar bien del todo, así que la detuve. Mañana, cuando estés mejor. Se durmió con la cabeza sobre mi pecho, hasta que tuve que moverla pues la hinchazón en mi entrepierna no remitía. Fui al baño, donde meé y me lavé la cara, pues el calor arremetía con fuerza. Mi error fue bajar a la cocina.
Me había servido un vaso de zumo, soy incapaz de beber agua de noche o madrugada, cuando la sentí detrás. Me giré para confirmar que estaba acompañado mientras Olga se me acercaba insinuante. Se paró a mi lado, demasiado cerca, tomó el vaso de mi mano y se bebió el líquido anaranjado.
-¡Qué sed tenía! Con este calor, no hay quien duerma –dijo levantándose la mini camiseta de pijama que tanto conocía para abanicarse pecho y estómago. Debería haber huido en ese momento, sobre todo a tenor de la mirada de la chica, pero no lo hice. -¿Tú estás igual de caliente que yo?
No respondí. Mi polla lo hizo por mí. Su mano la había asido notándola crecer a través del pantalón corto que utilizaba para dormir. Con la otra, tomó mi derecha para llevarla a su pecho izquierdo, por debajo de la tela, a continuación tomó la izquierda para llevarla a su pecho derecho, también por debajo de la ropa. Asentadas ambas sobre aquel par de perfecciones, me bajó la única prenda que me separaba de la desnudez, volvió a tomar mi hombría y, sin dejar de mirarme a los ojos, triunfante, comenzó a masturbarme lentamente.
-Parece que tres días sin actividad están haciendo estragos por aquí abajo –soltó acariciándome los cargados testículos con la mano libre. Moví las mías, sobé aquel par de jugosas tetas, mientras nuestras miradas se mantenían fijas. Orgullosa la suya, derrotada la mía. No necesitó cambiar de ritmo. Sus expertos dedos me ordeñaron hábiles mientras verbalizaba mi sumisión: -Te lo dije, todos los hombres sois iguales.
Su estómago recibió mi capitulación, abundante, mientras mis piernas flaqueaban. Acabado el trabajo, se apartó de mí, se limpió con papel de cocina y me deseó las buenas noches. Verás cómo ahora sí te podrás dormir.
Pero no pude. Los remordimientos por la barbaridad cometida me mantenían completamente despierto. Inés, pobre, dormía plácidamente sin ser consciente de la zanja que estábamos cavando.
Oí ruido en la planta baja. Olga se había vuelto a levantar. Tenía que aclararlo con ella, había sido un error que no podíamos repetir. Sí, tienes razón, todos los hombres somos iguales, ya lo has demostrado, has ganado. Pero nunca más juguemos a este juego. Pero no fue así cómo acabó la noche.
Tenía la puerta de la habitación abierta. Estaba sentada en la cama cuando me vio en el quicio. No me dejó decir nada. Se movió sobre el colchón para sentarse al filo de éste, mirándome, se despojó de la camiseta, también del tanga, se abrió bien de piernas mostrándome un sexo rasurado, apoyó los brazos detrás de su espalda para quedar poco inclinada y me ordenó:
-Espero que hayas bajado a acabar el trabajo. Así que venga, devuélveme el favor.
Tres pasos separaron el cielo del infierno. Me arrodillé ante la reina victoriosa, la tomé de una pierna para llegar mejor a su intimidad y en ella me zambullí. Alguien me dijo una vez que no hay dos mujeres que sepan igual. Hasta ese momento había suscrito esa afirmación, pero los labios de Olga, su clítoris, su flujo, incluso el olor que desprendía, eran idénticos a los de su madre. Después de acariciarse los pezones con ganas, de haberme agarrado del cabello para dirigir la comida, se llevó la mano a la boca para silenciar un orgasmo intenso y prolongado que la desmadejó sobre la cama.
-No sabes cómo lo necesitaba –fue su sentencia.
No había habido nada más con Olga los últimos dos días de estancia en la Costa Azul. Al contrario, parecía haber perdido interés en mí, algo que agradecí a la vez que mitigaba mis remordimientos. Inés, en cambio, pareció querer recobrar el tiempo perdido. Su hambre acumulada la llevó a follarme en plena cala, cobijados entre dos rocas, mientras su hija tomaba el sol a escasos 20 metros.
Decidí utilizar la semana en Ibiza con Jorge para tranquilizarme y reorganizar mis ideas. La distancia debía permitírmelo pero hablaba y chateaba con mi novia a diario. Lo había insinuado, pero era ahora, en la lejanía, mediante los mensajes telefónicos, que me demostraba su preocupación por mis salidas nocturnas en la isla de la diversión por antonomasia. Más aún acompañado de Jorge, al que tenía por un ligón. Un ligón de pacotilla le especifiqué, prometiéndole no hacer nada inapropiado, promesa que tenía claro que iba a cumplir. Pero no la cumplí.
Era una foto enviada por whatsapp mediante número oculto. Dos tetas conocidas por mí, aunque acariciadas sólo un par de veces, se mostraban orgullosas, acompañadas del texto “te echan de menos”. Obvié el mensaje. Me había llegado a media tarde del segundo día.
Casi al unísono me entró otro de Inés para saber qué hacía y qué plan tenía para la tarde, además de preguntarme, ella también, si la echaba de menos. Claro, muchísimo amor.
Pasadas las doce de la noche, el número oculto volvió a la carga. “Te echamos de menos” con otra foto de las tetas, esta lateral. Basta, fue mi respuesta. “¿No te gustaría lamernos?”, “Tengo que acariciármelos sola porque tú no estás”, “Sóbame y te haré otra paja”. Apagué el teléfono.
Por la mañana tenía siete mensajes más, parecidos, además de un par de Inés pues me había olvidado desearle las buenas noches. Le deseé los buenos días, esperando que se conectara para llamarla.
En la foto que me entró aquella noche no se veían los pechos de ninguna chica de 17 años. Parecía una reproducción de la muy cercana visión que yo había tenido de su sexo antes de devorarlo, con el mensaje “Cómeme”. Volví a pedirle que parara. “Cómeme de nuevo y te comeré a ti”. Aunque yo no respondiera, ella insistía, mandándome una segunda foto más próxima con el texto “me derrito” en que pude apreciar claramente la gran cantidad de flujo que lo impregnaba.
La foto del tercer día eran sus labios abiertos con la lengua un poco salida, simulando una felación. “Quiero sentirla aquí”, “quiero saber a qué sabe”. Aunque me negara, que le pidiera que dejara de acosarme, cada noche me acostaba con la polla más dura. Tanto que al día siguiente, Jorge se puso a tontear con dos chicas en la playa, una de las cuales no estaba mal, y les seguí el juego, con la tímida pero estúpida intención de acostarme con una de ellas, a pesar de que no le llegaban ni a la suela del zapato a Inés. Afortunadamente para ambos, esta vez Jorge pudo quedarse con la guapa, así que el poco atractivo que le encontré a la amiga me evitó cometer otro error garrafal.
Aquella noche también me había entrado otra foto. No sé cómo la había tomado, pues esta no podía ser un selfie . Debía haber montado la cámara sobre un mueble, pues sus nalgas, a cuatro patas, se mostraban orgullosas. “Tómame como a una perrita”. A partir de entonces, cualquier mensaje de texto que me mandaba tenía la misma firma, “tu perrita”.
Con la foto de la última noche en Ibiza llegué a empezar una paja. Otra vez era posterior. Otra vez las nalgas se mostraban orgullosas. Pero en esta ocasión, las manos tiraban de ellas abriendo claramente ambos orificios. “Tu perrita necesita que la tomes”, “por dónde quieras”. No respondí basta, o déjalo, ponte a dormir como había hecho las noches anteriores. Acariciándome el músculo principal, entré en su juego. “No te creo capaz”. “Por ti soy capaz de cualquier cosa”.
Durante la siguiente hora entablamos una conversación que nunca debió tener lugar, en que ella proponía y yo otorgaba, demandaba, pidiendo más como un pobre baboso, incluyendo confesiones sobre mi sexualidad con Inés que Olga utilizaba para someterme más. El sexo anal había sido el detonante, pues era lo único que yo echaba en falta en los juegos con mi novia. Meterle un dedo mientras le hacía un cunnilingus o la follaba a cuatro patas era algo que adoraba, pero había querido metérsela por el culo un par de veces y se había negado en redondo. Sobre todo después de la segunda vez que me permitió probarlo en que el dolor que sintió fue tal con un par de centímetros de penetración que la puerta se cerró definitivamente.
La hija, en cambio, me lo ofrecía falsamente sumisa. Tu perrita. Me corrí como un adolescente.
Si la semana ya había sido difícil, el día de mi partida de la isla me dejé el teléfono sin desbloquear sobre la mesa del restaurante en un momento que fui al baño y Jorge lo tomó pues me entró una llamada de Inés. Respondió él prometiendo darme el mensaje en cuanto saliera del excusado. Cuando llegué a la mesa, la expresión ladina de mi amigo me confirmó qué estaba mirando y leyendo. Se lo arranqué de una revolada, qué haces cabronazo, mientras me transmitía el mensaje de “tu perrita, que la llames cuando puedas” acompañado de un “qué cabrón, qué suerte tienes, no sólo está buenísima, encima es un zorrón de campeonato”. Afortunadamente no había tenido tiempo de leerlo todo. De haberlo hecho se hubiera dado cuenta que la conversación era con la hija.
El reencuentro con Inés, la última semana de agosto fue tan fogoso, cálido, intenso y hambriento como os podéis imaginar. El hambre acumulada nos llevó a mi piso las tres primeras noches, en que no dejé ni un milímetro de mujer sin explorar.
El jueves teníamos el día libre, pero ambos tuvimos trabajo. Ella jugando a padel y cenando por ahí. Yo encontrándome con un inesperado regalo de bienvenida.
Me sorprendió ver luz al fondo del pasillo, proveniente de mi habitación. Debes habértela dejada encendida esta mañana, me dije, aunque me extrañó pues la luz del verano entra potente desde bien pronto y no suelo encenderla. Dejé llaves y maletín en el comedor y hacia allí me encaminé para desnudarme y ponerme cómodo. Me desnudé, pero no me puse cómodo.
Un par de nalgas perfectas, desnudas, levemente cubiertas por una escasa falda roja de pliegues se mostraban orgullosas. El tanga, también rojo, estaba en los tobillos, tenso, cubriendo una distancia de medio metro. La cabellera rubia estaba recogida en una cola de caballo y el torso estaba cubierto por un top blanco en el que luego leería “perrita” en letras rojas.
Me detuve en el quicio de la puerta, taquicárdico, hasta que oí claramente a la cara volviéndose para mirarme pronunciando: Tu perrita está lista para ti.
Reaccioné. Reaccioné como supongo que hubieran reaccionado el 99% de los hombres. Dejé caer la americana, me desabroché la corbata, la camisa y los pantalones, aparté el tanga soltándolo de un tobillo y entré. Entré en el orificio habitual. Agarrándola de las caderas, percutiendo con ganas, mientras berreaba, toma perrita, toma perrita.
Hoy es jueves 3 de diciembre de 2015. A parte de las tres semanas de agosto y un par en Navidad, esta noche Inés ha faltado a padel con sus amigas para celebrar la mayoría de edad de su hija. Hemos ido a un restaurante japonés que me recomendó un cliente, caro pero muy bueno, y hemos festejado ser tres adultos en casa. Aunque aún no ha aprobado el carnet de conducir, le hemos entregado las llaves de un VW Polo que está aparcado en el parking del edificio. El llavero que hemos elegido es un perrito de plata.
He alquilado mi piso y me he mudado con ellas. Al principio me acojonó bastante, pero finalmente hemos encajado bien. Sobre todo, desde que pusimos las cartas sobre la mesa.
Durante el mes de septiembre mi perrita estuvo viniendo a casa cada jueves. Tomaba prestada la copia de las llaves que le hice a su madre y me esperaba solícita. Siempre uniformada de blanco y rojo. Probé sus labios, probé su sexo y probé su recto. Igual que su madre, es una mujer activa en la cama capaz de extraerte hasta la última gota de jugo.
Pero solamente los jueves disfrutaba de ella. De viernes a miércoles pertenecía a su madre. Hasta el día de mi cumpleaños, el 30 de septiembre, miércoles, en que me prepararon una cena especial en su casa. La sorpresa, el regalo sorpresa, vino enfundado en una mini falda roja y un top blanco donde podía leerse “perrita” mientras Inés me lo entregaba especificando las condiciones. Sólo los jueves.
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