De luna a luna

El sacrificio de un padre vale más que su propia vida.

Pedro tenía cincuenta y nueve años. Tres hijos. Una mujer. Un gato. Y dos trabajos.

Se había casado joven. Era un chico guapo y fuerte cuando conoció a su mujer Sonia. Era idealista, soñador… joven. No sabía donde se estaba metiendo.

Desde el principio se plantearon mal el matrimonio, posiblemente influenciados por la sociedad en la que vivían. Decidieron que Sonia se quedara en casa cuidando de los hijos y que él saldría a ganarse el pan, más o menos lo que hacían todas las familias de España en aquellos años.

Pedro no tenía estudios. Era un chico listo y podría haber estudiado una carrera, pero su padre, un tipo tan acomplejado que no podía soportar a alguien mejor que él, aunque fuera su propio hijo, le había metido la idea en la cabeza de que no servía para nada, que era un "mandao" y que tenía que ponerse a trabajar.

"Este es mi hijo, hará todo lo que le pidas, es un mandao" era la frase que Pedro escuchaba decir a su padre, cuando visitaban a alguno de sus amigos para que le diese trabajo.

Pedro no se dio cuenta de lo extraño que resultaba que una persona, que era un conocido doctor, animase a su propio hijo a no estudiar y a trabajar. Pedro no se dio cuenta de lo cabrón que era su padre. No se daba cuenta de cómo su padre le pisaba cada vez que él levantaba la cabeza un poco. Le pisaba hasta hundirle muy profundo

Cuando nació su primera hija, los gastos en la casa se triplicaron. Sonia presionaba a Pedro para que encontrase un trabajo mejor, que el de repartidor, para sacar la familia adelante. Fue entonces cuando su padre decidió hundirle hasta el final. Pisó tanto las ganas de Pedro de estudiar, de encontrar un buen trabajo, que lo hundió en lo más profundo de una mina.

Pedro se convirtió en minero. Como uno de tantos, se ahogaba bajo tierra en una mina de Asturias. Aunque su futuro se veía tan negro como lo empezaban a estar sus pulmones, ganaba un sueldo bastante bueno y llegó un momento en que no podía sacrificar ese empleo.

Entonces nació un segundo hijo. Y un tercero… "No quiero que mis hijos vayan a una mierda de colegio, les llevaremos a un colegio privado cueste lo que cueste" decía Sonia. Así que Pedro tuvo que buscarse un segundo empleo.

Le costó encontrar un trabajo que fuera compatible con sus horarios, pero al final encontró un puesto en un bingo. Sacrificaba muchas horas de sueño pero el sueldo era tan bueno como para llevar a sus tres hijos a un buen colegio, gastarse una fortuna en navidades y le sobraba para pagarse unas buenas vacaciones de verano. Así es como Pedro comenzó a reventar su cuerpo.

Y no vio el sol más que los fines de semana y en las vacaciones.

Trabajaba de luna a luna.

Salía de casa a las cinco de la mañana, aún de noche, para ir a la mina. Trabajaba allí todo el día en la más profunda oscuridad y acabando el día iba al bingo. Llegaba a casa a la una de la mañana o a las dos ya entrada la noche, cuando la luna brillaba en medio del cielo. Dormía tres o cuatro horas y volvía a empezar.

Sus hijos no se daban cuenta del sacrificio que hacía su padre, así que le sangraban todo lo que podían. "Papá dame dinero para este fin de semana". "Papá cómprame esto". "Joder papá dame algo más, mis amigos tienen más paga". Luego se enfadaban con él porque no estaba nunca en casa y porque cuando estaba era para dormir. Si iban al cine él se dormía, si veían una película en la televisión, él se dormía… se dormía en todas las esquinas. "Joder papá siempre te estas durmiendo". "A mi no vengas a decirme nada que no tienes derecho, nunca estás en casa". "A ver papá, ¿qué me estás diciendo? si ni sabes la edad tengo… a ver, ¿qué día es mi cumpleaños?"

Pero Pedro era muy bueno, para él solo con satisfacer los caprichos de sus hijos le bastaba. Qué mas daba si querían más a su madre, si casi no le conocían, si se enfadaban con él, si ya no podía más de tanto trabajar… ellos, en cierto modo eran felices, eso era lo importante. Lo importante era que el pobre "mandao" estaba siendo capaz de mantener muy bien a una familia grande, con tres adolescentes que le exprimían hasta el último céntimo de su bolsillo.

A los cincuenta y nueve años el aspecto de Pedro era lamentable. Sus ojos estaban más rojos que su propia sangre y el polvo del carbón se había asentado tanto en sus pulmones que había derivado en un cáncer. Había perdido memoria, la falta de sueño le había destruido un montón de neuronas, además siempre estaba como ido. Ya no podía más. Por eso la alegría que le embargó cuando le dijeron que le iban a prejubilar fue inmensa. Por un momento se imaginó a Sonia diciendo que les iba a faltar dinero, que cómo iban a pagar la casa de verano que se habían comprado, que los niños no habían acabado la universidad todavía…pero, esta vez ya no pensó en los demás, solo pensó en él, en que no podía más, no podía más, no podía más… Se imaginaba metido en la cama durmiendo hasta la hora de comer. Seguiría en el bingo, pero ya no tendría que tragar el carbón de la mina, podría salir a pasear por la mañana y ver el sol, y dormir, dormir, dormir… pasar tiempo con sus hijos. Lloró de la alegría.

No había disfrutado ni de un día de su jubilación cuando él mismo se mató. Volviendo a su casa, soñando con su cama, con su descanso, se durmió. Perdió el control del coche y se despeñó por un barranco.

La cabeza de Pedro estaba aplastada contra el volante, sus ojos entreabiertos y pensaba. Pensaba que le había fallado a su familia, a sus hijos, a su mujer…pero el último pensamiento que cruzó su mente antes de morir fue inevitable. Fue el de descanso eterno, por fin.

Yo ahora te digo papá que no nos fallaste. Lograste tu objetivo, los tres terminamos la universidad y puedes estar orgulloso.

Y ahora, por primera vez, de verdad, te doy las gracias.

Y te pido perdón. Porque entre todos te matamos.