De lujo (Mini)extra: Sueño húmedo
(Ausha me retó, y yo soy una mujer de palabra...) "(...)para cuando quiero darme cuenta del brillo lobuno en sus caninos, ya es demasiado tarde y mi cuerpo golpea el suelo haciendo un sonido que retumba en todas partes, esos dientes hundiéndose en el hueco de mi clavícula..."
¡Por favor, lee la nota!
¡Buenas! No tenía pensado traeros otro extra, pero hace unos días ocurrió algo inesperado, un reto que no he podido rechazar. El culpable entre comillas, por supuesto, es Ausha, primero al que dedico este extra pequeñito. ¡Me lo has puesto muy difícil en las condiciones del reto, criatura! He hecho lo que he podido, pero no sé si será de tu agrado... (espero que sí, vaya). Debido a las condiciones, he tenido que hacer malabares para coordinar lo que Ausha me pedía y lo que yo quería contar (ya que os traigo un extra, que sea con algo más interesante. Me ha quedado una cosa extraña, la verdad, aunque he querido publicarlo de todos modos. Hay algo en este extra que me gusta, no sé el qué.
Segundo. Quiero advertir que en este capítulo hay una escena de sexo en una catedral. Quizá a algunos no os produzca ningún efecto, pero si esta clase de cosas os ofenden no leáis el capítulo. Advertidos estáis. No he podido evitarlo. Una vez tuve una conversación con mon meilleur ami acerca de sexo en catedrales y... Joder, ¡desde aquí te maldigo, Sutcliff, te maldigo mil veces! risas. Como es de esperar, dedico este capítulo también a la mente enferma de Sutcliff, que saca lo peor de mí, pero es lo que hay...
Tercero. Dentro de nada termino el trabajo, así que podré dedicarme por completo al doce. Espero traéroslo pronto, criaturas!
Bueno! Ojalá os guste este extra (o al menos no os desconcierte demasiado). Muchísimas gracias por el apoyo del capítulo anterior, por vuestros comentarios y por las valoraciones (justificadas risas). Y esto es todo... os dejo con el extra de Ausha y Sutcliff:
DE LUJO (MINI)EXTRA
Sueño húmedo
París está mudo y quieto.
No se ven turistas empujándose en una lucha encarnizada por inmortalizar cualquier recoveco de la ciudad, ni parisinos hastiados y congelados, deseosos de volver a casa. Ningún bateau-mouche surca el río, ni corro el riesgo constante de morir atropellado cuando atravieso Concordia con pasos silenciosos. De hecho, nada ni nadie altera el ritmo natural de la noche.
Camino rápido, encorvado dentro del abrigo y viendo una luna jorobada rielar en las aguas oscuras del Sena. Con la ciudad apagada y muerta, las estrellas tachonan el cielo, y yo tengo que detenerme un instante a contemplarlas. Cuando uno vive en una gran ciudad, se acostumbra demasiado a mirar el cielo gris y plano, tanto que suele olvidar cómo es el real. Podría considerarlo hermoso de no ser por el hecho inquietante de que de repente esté solo en las calles de una ciudad de más de dos millones de habitantes, y que, a pesar de haber gritado a la noche, el único sonido que haya recibido de vuelta fuera el eco de mi propia voz rebotando entre los edificios.
Acelero el paso, con un sentimiento angustioso mordiéndome las tripas, y dejo atrás la fachada lateral del Louvre, árboles desnudos, los callejones desiertos de Quartier Latin. Camino en círculos por el corazón de la ciudad, buscando una señal de vida, sea la que sea.
Pero vaya a donde vaya, el silencio sigue siendo desgarrador.
Me siento tan solo, tan desamparado, que cuando el viento me trae el débil sonido, no puedo evitar que el corazón me dé un vuelco. Contengo el aliento, quieto como un animalito asustado.
Es música.
Durante un momento pienso que no puedo ser, pero cuando lo hago, ya he echado a correr, y el viento me corta los labios mientras me deslizo sobre el hielo, mi aliento blanco quedándose atrás. Las notas, cada vez menos difusas, me guían a través del centro, me hacen volver sobre mis pasos y desandar lo andado, son confusas y luego nítidas como la luz del día. Y de pronto, me veo en L’Île de la Cité, frente a las dos imponentes torres góticas de Notre Dame.
Espiro. Inspiro.
El sonido es un violín, y los arpegios se derraman a través de los pórticos abocinados de la catedral hasta llegar rodando a mis pies. Dentro veo luz trémula, y sólo entonces me doy cuenta de lo congelado que estoy, porque el frío ha alcanzado los dedos desnudos y ahora sube trepando por mis brazos, sin detenerse. La iglesia es una promesa de calor y humanidad, tal vez, así que me acerco y, tras un breve instante de duda cruzo el umbral, esculturas de siete siglos escrutándome desde las arquivoltas de la portada. El interior, en efecto es caliente, pero sobrecogedor. Alguien ha cogido todas las velas y se ha tomado la molestia de disponerlas sobre el suelo, de modo que una capa gruesa de cera ha empezado a formarse sobre la piedra, y la luz no alcanza las bóvedas, ocultas en la negrura. Las llamas lanzan sombras vacilantes sobre las columnas, como si bailaran al son de la música que llega desde el ábside.
Hay alguien en la zona del presbiterio.
-Eh... ¿hola? -mi voz se eleva sin parar hasta chocar con el techo, todavía temblorosa por la carrera, y pronto la devora la melodía-. Creo... creo que algo raro está pasando ahí fuera y...
Me detengo de golpe, al mismo tiempo que la música. La figura, que estaba sentada en una silla desvencijada que sustituye al altar, acaba de levantarse emergiendo de la semioscuridad.
Al ver ésa sonrisa torcida, desearía haberme tirado al Sena y haber acabado con todo.
-Sabía que algún gatito terminaría asomando la patita por aquí -desde el presbiterio, la efigie de Raymond parece la de alguna aparición. Aunque no una divina, por supuesto.
Yo me llevo las manos a la cara.
-No me digas que eres el único hombre sobre la faz de la Tierra ahora mismo -gimoteo, y aunque sólo recibo un malévolo destello esmeralda en respuesta, es suficiente como para hacer que la temperatura descienda un poquito más a mi alrededor-. Señor, ¿por qué me odias?
Raymond suelta una risotada que, dentro de la catedral, se multiplica y parece rodearme. Me estremezco.
-¿De qué te quejas? Somos los únicos seres humanos en el mundo conocido, ¿no lo entiendes? -abre los brazos, en un gesto que parece querer abarcar toda la envergadura de la iglesia-. Sin ataduras, dueños de nuestras vidas por fin.
Frunzo el ceño, aunque el aire helado que se cuela por el pórtico me obliga a avanzar un poco más, acercándome al ábside sembrado de cirios.
-Pareces un predicador barato.
-Bueno, esto es una catedral, ¿no?
-Un predicador barato y blasfemo. Eres incorregible.
Él vuelve a reír, esta vez de forma más suave. Yo, que no he dejado de alejarme lentamente del frío que me corroe los huesos, me encuentro de repente tan cerca que puedo ver los rastros morados de un golpe bajo su ojo.
-Has elegido un lugar acorde con tu ego: desmesuradamente grande y pomposo.
-Y te encanta, gatito.
-Si con encantar quieres decir que me produce arcadas, tienes razón, es alucinante.
Ray suspira teatralmente, haciéndome un gesto para que termine de acceder al presbiterio. Yo obedezco, con algo de cautela. Nunca puedes fiarte completamente de mi protégé, y menos en esta situación. Me detengo a menos de medio metro de él, cruzado de brazos en actitud desafiante. Casi puedo verme reflejado en el negro infinito de sus pupilas.
-Eres mi peor pesadilla -afirmo.
-Pero si te he puesto hasta velitas -replica, y para cuando quiero darme cuenta del brillo lobuno en sus caninos, ya es demasiado tarde y mi cuerpo golpea el suelo haciendo un sonido que retumba en todas partes, esos dientes hundiéndose en el hueco de mi clavícula. Mi patético grito ahogado salta de columna en columna y se escapa por la puerta, Raymond gruñe como un animal, sujetándome por las muñecas.
-Suéltame, hijo de puta -siseo, revolviéndome con todas mis fuerzas, pero él vuelve a clavarme los dientes en el cuello. Siento su aliento caliente y húmedo contra mi piel.
-¿Por qué? -me susurra, y el estómago me da un tirón al reconocer la voz de Édouard en mi oído. Incrédulo, intento volverme hacia él, sólo para distinguir un atisbo de su blanca sonrisa complaciente-. Confía en mí, mon amour.
Sus manos grandes y suaves colándose debajo de mi camisa, apretándome un pezón, descendiendo lentamente por mi vientre hasta colarse debajo de mis pantalones. Me acaricia por encima del calzoncillo, mientras besa los sitios en los que Raymond me ha mordido, y sus dedos se adentran, otra vez, en territorio a medio conocer por los dos, introduciéndose en mi cuerpo sin permiso, tocando...
-No -jadeo, y la desesperación y la excitación hacen temblar mi voz, aunque es lo bastante firme como para detener en seco a Édouard-. Yo ya no puedo confiar en ti...
El dolor en su expresión no tiene nada que ver con el que siento yo cuando una mole conocida me aplasta brutalmente contra el suelo, y sus manazas enormes me aprietan las muñecas hasta cortarme la circulación, sustituyendo el tacto blando de las del argelino.
-¿Por qué te resistes? -lo único que veo es la herida aún sin cicatrizar en su sien y la luz vibrante de las velas. Lo único que siento, por encima del dolor que me producen los dedos de su mano libre al atravesarme, es la humillación atascándose en mi estómago-. Esto es lo que querías, ¿verdad, maricón de mierda?
-No. ¡No!
Mi captor sonríe. Tiene un diente torcido.
-Grita, putita. ¿Sabes quién va a oírte?
-Nosotros -corea el eco de su voz, multiplicándose hasta convertirse en ecos de voces diferentes, que se deslizan por las paredes hasta desaparecer por completo...
Inmóvil, respiro con fuerza. Las velas brillan con fuerza a mi lado y me ciegan un instante.
-¿Por qué? -insiste alguien sobre mi cabeza, pero esta vez sólo es Raymond. Sus manos, de dedos largos y encallecidos, me penetran con un movimiento ondulante y experto que hace sacudirse mi cuerpo entero. Yo le gruño y vuelvo a retorcerme, intentando huir lejos, pero el prostituto me sujeta con una mano y me hace estremecer con la otra-. Me deseas.
Mientras habla, alcanza algo dentro de mí que hace que mi polla termine de endurecerse y yo gimo. Cuando levanto la vista, los dientes apretados, me topo con esos malditos ojos verdes clavados en los míos, intentando atravesarme el alma.
-Sí -admito, pateándole la tripa. Ray me agarra del pie, y esta vez lo que me roza entre las piernas es la fría perforación de su glande-. N-no soy de paja, imbécil. Cualquiera lo haría... pero no quiero esto.
-Lo querrás.
Es rápido. El piercing me roza la próstata y me hace brincar en el sitio y agarrarlo de la camiseta con tanta fuerza que consigo hacerla jirones. Mis uñas le atraviesan también la piel sudorosa, abriendo surcos entre unas cicatrices más antiguas que las de Léo, unas cicatrices que forman un complicado entramado en su espalda. Está igual que yo. Igual de roto.
-Ni aun siendo el último hombre sobre la faz de la Tierra, estúpido -espeto, notándolo palpitar dentro de mí...
–
El politono de mi teléfono me arranca del sueño. Literal. Tan literal que con el sobresalto me golpeo la cabeza contra la pared de la bañera (en la que todavía tengo que dormir, por supuesto) y el maldito aparato se me escapa de las manos. Tengo que hacer contorsionismo para recuperarlo del suelo y descolgar, justo a tiempo para que el grito de Ava Strauss me perfore el oído:
-LOUIS-PHILLIPE.
-¿S-sí?
-RAYMOND. MUEVE EL CULO DE ESE PATÁN HASTA LA JAULA. AHORA.
Fin de la llamada. Yo gimo y aguzo el oído, esperando fútilmente oír a mi protégé tocar el violín, pero el silencio es aterrador en su cuarto. Evidentemente, no va a estar por aquí, donde puedo encontrarlo en un minuto y mandarlo de una patada a trabajar.
Maldita sea.
Con un dolor palpitante naciendo en mi nuca, me levanto de un salto y trato de meter la pierna en un pantalón limpio al tiempo que me pregunto qué demonios habré soñado para tener la polla mirando al techo.