De lujo 9 (Un gatito borracho)
La víspera de Navidad, Louis se cita con un editor para hablar de su manuscrito. Pero las cosas no salen como él esperaba.
Nota de la autora
Me gustaría no tener que escribir esta nota del humor que tengo ahora, pero estoy muy cansada, de verdad os lo digo. No os hacéis ni idea de los problemas que me ha dado este capítulo. No tantos como la segunda parte del siete (horror), aunque sí los suficientes como para sacarme de mis casillas más de una vez últimamente. Tengo tres versiones diferentes, he hecho y deshecho, escrito y borrado. Incluso ahora sigo sin estar satisfecha con el resultado final.
Sé que os dije que intentaría subir este capítulo el mes pasado. No sé qué pasa en mi cabeza, ése es el primer problema. También he tenido algunos asuntos familiares que atender. Pero sé que nadie tiene más culpa que yo, y que si no fuera tan quisquillosa, ya habría subido este capítulo hace mucho.
Por si fuera poco, el capítulo nueve va a estar partido. No me gusta nada la idea, pero estoy harta. Tengo el capítulo completo y Microsoft Word se empeña en llevarme la contraria y en no guardarme las últimas páginas. Y sencillamente, no estoy de ánimo como para ponerme a lidiar con el jodido programa e intentar recuperarlas ahora mismo. Llevo tres días sin dormir. Mi cerebro no funciona correctamente en este momento.
De modo que subiré lo que haya conseguido recuperar hasta ahora y en cuanto tenga el resto haré lo propio. Lo siento mucho, pero aquí no hay sexo, está en las tres o cuatro páginas que faltan.
No sé qué más deciros, aparte de disculparme por mi cabeza de loca. Ahora necesito dormir un par de horas. Cuando no esté furiosa conmigo misma y con la tecnología, arreglaré el desaguisado, lo prometo. De momento, os dejo con la primera parte del nueve.
9
Hacía un día brillante y soleado, algo menos caluroso que los de las últimas semanas, y aun así las dos señoras apoltronadas enfrente de Louis se abanicaban a un ritmo furioso con las revistas de la consulta. Aunque él no tenía demasiado claro si lo hacían obedeciendo a las altas temperaturas o esos calores se los provocaba la visión de su hermano, de pie a su lado, muy tranquilo y completamente ajeno a lo que ocurría a su alrededor.
Louis estaba furioso. Furioso con esas estúpidas señoras, con el estúpido de Paul, con el estúpido de Édouard, con la estúpida botella que le había provocado cinco puntos de sutura en la sien al estúpido de Léo, con la estúpida jueza y las estúpidas sesiones de control de la ira. Estaba enfadado con cosas que jamás imaginó que podrían hacerlo enfadar, pero la única forma gratificante de huir de esa oleada de ira era volver a la residencia y estamparle otra botella de Budweiser en su duro cráneo a ese imbécil. Y esa opción, por desgracia, estaba fuera de su alcance. Al menos si no quería dar con sus huesos en un correccional para adolescentes conflictivos.
Louis no se consideraba un adolescente conflictivo, aunque de pronto sintiera la imperiosa necesidad de romper cráneos y hubiera dedicado la última semana a deambular por París, obviando sus clases en la universidad y las sesiones con la psicóloga para fumar y seguir sintiéndose iracundo con el mundo. Fumar tampoco entraba en su lista de diversiones locas, pero era mejor que darse de cabezazos contra cualquier objeto sólido y, de momento, la forma más efectiva de mantener a raya su humor cambiante.
Era evidente que su escaqueo no podía durar mucho, de todos modos.
-No estoy enfadado contigo, Louis -Paul, que seguía sin percatarse de que era el centro de las miradas de aquellas dos señoras, se inclinó un poco para mirarlo. Iba muy bien arreglado, cosa poco habitual en él, pero es que la llamada de la psicóloga lo había pillado probando tartas para la boda con Gabrielle, quien, por cierto, se había quedado sola y enfurruñada en la pastelería. Eso hacía un poco feliz a Louis. Odiaba a la prometida de su hermano casi tanto como a Léo-. Pero necesito que colabores con madame Molyneux. El que asistas a las sesiones forma parte del trato que hicimos con la jueza, ¿recuerdas?
Louis gruñó. Con Paul, la única persona en el mundo que podía hacerle sentir mal por lo que había hecho, aquellos sonidos inarticulados eran su única vía de comunicación. Su ira mordaz estaba reservada al resto de seres humanos.
El frufrú de los improvisados abanicos había cesado hacía rato, y ambas mujeres (que no debieron aprender nunca que es de mala educación escuchar conversaciones ajenas) habían olvidado de momento el metro noventa y los anchos hombros de Paul para mirar a Louis con interés. Él las obsequió con un gesto torvo, pero ello sólo les indicó que si querían saciar su curiosidad, lo adecuado era acribillar al que menos pinta de sociópata tenía.
Paul todavía estaba intentando convencerlas de que era demasiado joven para ser un sexy padre soltero cuando el paciente que les precedía salió del cuarto. Louis aprovechó la coyuntura para huir del casposo flirteo de aquellas mujeres y se escabulló dentro, cerrando la puerta a su espalda con demasiada fuerza.
Madame Molyneux alzó la cabeza con el estruendo, y Louis se encogió un poco, con cautela. Era una mujer diminuta, de cuerpecillo regordete y graciosa postura, que lo estudió brevemente por encima de sus papeles antes de levantar las comisuras de una boca ancha, de labios finos.
-Louis. Por fin nos conocemos –dijo, con una voz tenue, casi inaudible. Con un gesto de cabeza, invitó a Louis a sentarse frente a ella, pero él permaneció rígido donde estaba. Contrariamente a lo que pensaba, su psicóloga no se parapetaba detrás de un ostentoso escritorio en un cuarto claustrofóbico custodiado por estanterías forradas de libros que nadie leería jamás ni a punta de pistola. Madame Molyneux lo miraba de forma inquisitiva sentada frente a un enorme ventanal con vistas al barrio de Le Marais.
Le Marais. Qué irónico.
-Quiero que quede claro desde el principio que estoy aquí porque no quiero terminar en un jodido correccional –escupió, malhumorado por aquella graciosa coincidencia-. No tengo ningún interés en lo que usted pueda decirme. No quiero que me psicoanalice. No aceptaré ir a un psiquiatra ni ninguna de sus estúpidas drogas. Quiero que quede claro que yo no quería un psicólogo, eso fue idea de mi hermano. Hubiera preferido las treinta horas de trabajos comunitarios limpiándoles la baba a los viejos de un geriátrico.
La psicóloga se recogió el pelo liso y negro detrás de la oreja, con aquella suave sonrisa tatuada en la cara. No pareció afectarle demasiado el discurso.
-¿Por qué no te sientas y hablamos de eso, Louis?
Él bufó y se cruzó de brazos.
-¿Vas a quedarte de pie en silencio cada sesión, entonces? –el aludido apretó los dientes. Ella se encogió de hombros y hojeó distraídamente sus papeles-. ¿Sabes que para evitar terminar en un centro de menores tengo que enviar un informe positivo acerca de ti a la jueza? ¿Eres consciente siquiera de que estas sesiones no le están saliendo gratis a tu hermano?
Al oír aquello Louis sintió que le flaqueaban las fuerzas. Hacía sólo unos meses que Paul había conseguido reunir el dinero suficiente que requería su sueño de abrir un restaurante en la Ciudad de la Luz. Las primeras semanas habían sido duras, y todavía estaba en una situación precaria. El pago de esas estúpidas sesiones no le hacía las cosas más fáciles, ni mucho menos.
Gruñendo entre dientes, se sentó en una silla libre a una distancia prudente de madame Molyneux, estrujando el pico de su camisa.
-Estupendo. He oído que Paul y tú...
-Paul no tiene nada que ver con esto. Vaya al grano. Cuanto antes termine con esto, antes podré volver a la residencia.
Mientras gruñía aquello, Louis apretó los brazos cruzados contra el pecho e irguió la espalda. Confiaba en conseguir tocarle lo suficiente las narices a esa mujer como para que lo echara de su consulta a las tres preguntas.
Eso no ocurrió, no obstante.
Madame Molyneux dejó sus papeles en el suelo, junto a su silla, y se inclinó ligeramente para estudiar su gesto. No había compasión artificial en su rostro; sólo un profundo interés. Louis no dejó que ése interés calara en él, pero sí permitió que formulara la siguiente pregunta:
-Ese chico al que golpeaste... monsieur Dupont, ¿verdad?. Parece ser que no es la primera vez que es protagonista de un enfrentamiento contigo; ¿me equivoco?
-Léo es un gilipollas homófobo con el volumen encefálico de un calamar. Claro que he tenido enfrentamientos con él -gruñó, desviando la vista. Pensar en la fea cara de ese tipo hacía que le ardieran las tripas. Pensar en la forma en que el muy imbécil lo había mirado al entrar en el apartamento de Édouard, como si fuera algún insecto especialmente feo y desagradable, espoleaba sus ganas de estamparle en la cabeza algo más que una botella de cerveza. Cómo había podido resistir todos esos años sin reventarle el cráneo, no lo sabía, pero el ver cómo atormentaba a Édouard con aquella sonrisa retorcida lo había desatado por completo. Ahora no podía (ni quería) parar-. Cualquiera en su sano juicio tendría enfrentamientos con él.
Cualquiera excepto su argelino.
Inspiró hondo, rechinando los dientes. Esa mala costumbre le provocaba unas jaquecas antológicas, pero sólo un pitillo podía solucionar eso. La idea de unos pulmones negros por el alquitrán no le terminaba de convencerle mucho, tampoco.
-¿Es posible que monsieur Dupont no sea el origen del problema?
Los brazos de Louis aflojaron un tanto la presión. Estaba furioso, aunque a aquella mujer no parecía afectarle ése aura densa y furibunda que lo rodeaba. Estaba furioso, pero también empezaba a cansarse un poco de estarlo.
Un reloj hacía tictac en algún sitio.
-Léo no es nadie -afirmó, con voz neutra, sin despegar la mirada de la actividad bulliciosa de las calles a sus pies-. Por mucho que quiera y por mucho que lo intente, nunca podrá hacerme sentir mal con quien soy.
Madame Molyneux se irguió despacio en su asiento, enfrente de Louis, sólo para retirarse un mechón del rostro.
-¿Entonces por qué le golpeaste?
Tictac.
Louis se frotó la sien con un índice. El dolor de cabeza que llevaba acosándolo toda la mañana se estaba convirtiendo en un monstruo palpitante. Además, comenzaba a sentirse terriblemente agotado. De esa cita con la psicóloga, de aquella situación.
-Estaba muy enfadado. Se me fue de las manos.
-¿Se te fue de las manos con Léo a pesar de que no lo consideras una amenaza para tu integridad psíquica? -madame Molyneux ladeó la cabeza-. No parece un comportamiento propio de ti, según la gente que te rodea. ¿Quizás haya algo más?
Tictac. Tictac.
Louis cerró los ojos. Recordar en el desamparado gesto de terror de Édouard cuando Léo pronunció la fatídica palabra aún le provocaba náuseas.
-Sí, hay algo más -admitió, tras un largo silencio en el que apretó la tela de su camiseta hasta dejarse los nudillos blancos.
Así que es cierto.
Es lo quehabía dicho el tío, apoyado en el marco de la puerta y con las llaves del piso colgando de un dedo. Su figura enorme, de oso, recortándose contra la penumbra del cuarto pareció ejercer un efecto fulminante en su compañero. El argelino apenas se movió de donde estaba, quieto sobre el sofá, todavía a medio vestir. Louis había visto esculturas en museos de Roma menos inmóviles y hermosas que Édouard en aquel momento.
Era realmente terrible.
Los chicos llevan diciéndomelo un tiempo, pero no quería creerlo, ¿sabes? Yo confiaba en ti como lo haría con mi propio hermano. Supongo que fui un estúpido al dejarme engañar por alguien como tú.
Las llaves emitieron un tintineo particular al golpear el suelo. Louis las había mirado brevemente, con una expresión de asco propia de la traición implícita en ellas, antes de volverse hacia Édouard. Quería gritarle ahí mismo, preguntarle por qué demonios había dejado que ese imbécil profanara el único refugio en el que se sentía seguro de verdad. Pero éste había desaparecido de su lado para materializarse junto a Léo, quien le ofreció una sonrisa torcida, tan cargada de cruel desdén como las palabras con las que atropelló cualquier explicación del argelino.
No me toques.
Maricón.
Encerrado en la consulta de madame Molyneux y acosado por el recuerdo casi físico del peso en sus manos de la botella medio vacía, Louis empezó a sentir un reflujo de ira naciendo justo en la boca de su estómago. Sin embargo, estaba demasiado agotado como para dejar que éste saliera a relucir.
Édouard había pasado de ser una fuente constante de dolor a provocarle una rabia sin precedentes. Ahora que empezaba a agotar esa energía, sólo le quedaba un cansancio permanente.
Y por la forma en que su psicóloga suavizó su gesto hasta adoptar la tan temida compasión, ella también se había dado cuenta.
-Bueno, Louis. ¿Por qué no me hablas de ése algo más?
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-Tendrías que… que haberlo visto, Louis…
Sacha se tambalea, resbalando en la gruesa capa de hielo que se ha formado sobre la última nevada y haciéndome perder el equilibrio a mí también. Por suerte, en el último segundo me da tiempo a abrazarme a una farola, aunque al verme intentando incorporarme con Sacha colgando de mí, un par de transeúntes se cruzan de acera. La noche es oscura y fría, con un cielo despejado.
-Al único que veo es a ti –farfullo, porque la cara de Sacha está a centímetros de la mía-. Algo borroso, de todos modos. Creo que he perdido una lentilla…
-¡Estás borracho! –ríe, lo cual me hace gracia, ya que él es el único de los dos que no puede tenerse en pie.
-No estoy borracho, no veo nada. Y todo por tu culpa. ¿Tienes idea de lo que cuestan esas cosas?
Sacha aprieta la nariz roja contra mi abrigo.
-Te compraré otras diez. O cien. O mil… Las que tú quieras…
Suspiro, mientras lo agarro por los hombros.
-No, no tienes ni idea, claro… En fin. ¿Qué es lo que tenía que haber visto? –concedo al fin, aunque ya sé la respuesta, y lo empiezo a arrastrar otra vez de vuelta al Chat. Ya hemos tenido suficiente celebración por hoy.
-Tenías que haber visto el pollazo que le soltó en la cara aquel tipo… Monsieur Enguerrand…
No puedo contener un bufido. Hace casi un mes y medio de la consumación de mi pequeña venganza y han pasado muchas cosas desde aquella noche. Sí, aunque el Sacha ebrio se empeñe en olvidar que estaba con él en la salita para voyeurs en el momento en que un señor bajito y entrado en carnes le dejaba a mi protégé toda la marca de su verga en la mejilla, no me quise perder ni un instante del espectáculo. Y fue altamente satisfactorio, no lo dudéis, pero hay un pequeño detalle acerca de Raymond que desconocía hasta aquel instante.
Es un bastardo vengativo y competitivo, o al menos eso aseguran las casi tres horas de erección que me provocó el cóctel de drogas con el que alguien se encargó de aderezar mi café un par de días después de aquello.
Desde entonces, pues, estamos en guerra. Bien es cierto que hace tiempo que las putadas mutuas han ido remitiendo hasta convertir el conflicto en guerra fría otra vez (¿será por la Navidad, o tal vez porque Ava nos amenazó con cortarnos las partes pudendas después de Ray hiciera guirnaldas con mi ropa interior y las colgara por toda la Jaula?). No obstante, desde el incidente de mis calzoncillos, me he encerrado en el cuarto de baño y duermo en la bañera.
Sólo por si acaso.
A pesar de ese pequeño detalle, esto tiene sus cosas buenas, por supuesto. Entre otras cosas, Ray me mantiene tan ocupado planeando mi siguiente movimiento que no tengo tiempo para quejarme de mi situación –la cual, por cierto, ya no parece tan deleznable-. Además, el episodio de la Jaula emocionó tanto a Sacha que pareció olvidar por completo que hacía sólo un rato que había huido de él para dejarlo tirado en su habitación, empalmado y desamparado. Ahora el ruso participa activamente en la cruzada contra mi protégé, y en mis ratos libres me arrastra a su cuarto de la Jaula, o me lleva a comer a sitios caros hasta decir basta y me compra cosas de forma compulsiva. Lo cual no me disgusta, la verdad. Sacha es un poco raro y lleva gafas de sol llueva, nieve o granice; diseña su propia ropa y suele cantar I will always love you en falsete cuando está pedo, aunque es divertido, desde luego.
Pero lo mejor de todo no es la batalla campal con Ray, o la compañía de Sacha. Lo mejor de todo es el motivo por el que hoy nos hemos escaqueado de la fiesta de Navidad del Chat Bleu para montar nuestra propia juerga en el piso de Chiara.
-¿Seguro que no… quieres que te acompañe?
Parpadeo, arrancado de mis pensamientos. Estamos a dos pasos del Chat, ya puedo distinguir el reclamo luminoso del gato azul, pero Sacha me mira intensamente con esos ojillos plateados y vidriosos por el alcohol, la nariz medio escondida en mi abrigo.
Sacudo la cabeza.
-Es trabajo, Sacha. Me las puedo apañar solo.
Además, estás borracho.
El ruso se escurre de mi abrazo y se planta delante de mí, con los brazos cruzados.
-¡T-tengo que ir! –balbuce, intentando parecer digno, pero enseguida noto cómo su cuerpo comienza a inclinarse peligrosamente hacia la derecha y tengo que adelantarme a toda velocidad para sujetarlo. Él se deja caer sobre mí como un peso muerto, aplasta la cara contra mi pecho y sigue rumiando incoherencias-. Es muy importante…
Lo es. Por eso no quiero tener a un prostituto ruso ebrio revoloteando a mi alrededor.
-Estás muy borracho. A no ser que quieras vomitarle a mi editor potencial en la cara, será mejor que vuelvas a tu cuarto y duermas la mona –replico, y lo arrastro hasta la puerta, donde Makoto (portero psicópata para los amigos) lo recibe con los brazos en jarras, como una madre enfadada.
-¡Aleksandr! –ruge, y yo, sobresaltado, le tiro a Sacha en un acto reflejo. No quiero que vuelvan a placarme, por dios. El portero agarra a mi amigo de la muñeca y le levanta el brazo para sujetarlo. El ruso se deja hacer, igual que un muñeco de trapo-. ¿Otra vez apareces así?
Mientras Makoto lo sacude en mitad de una reprimenda sobre lo indecente que es volver a un club del calibre del Chat con una moña de ese nivel, yo me escabullo en dirección al centro.
El corazón me bate a toda velocidad.
Poco después de consumar mi venganza, reescribí por completo mi primer manuscrito, ése que todas las editoriales francesas pasaron por la trituradora de papel. Aunque debería haber probado a escribir algo diferente, no he podido evitar volver al objeto de mis dolores de cabeza, y lo modifiqué de cabo a rabo. La historia no es nada impresionante, pero Chiara me pilló dando los últimos retoques y tuve que dejar que leyera el borrador. Fue ella quien se colaba en mi cuartel general/bañera y me pinchaba con un boli entre las costillas para instarme a escribir. En cuanto terminé, me arrebató el borrador sin que pudiera hacer nada para evitarlo y lo mandó a una pequeña editorial indie.
Y me llamaron.
Ahora tengo una pequeña reunión de prueba con un editor en un desenfadado bar de la zona y todavía no termino de creérmelo.
Con la respiración entrecortada y las palmas de las manos chorreando dentro de los bolsillos a pesar de la temperatura ambiente, camino hasta el local en cuestión.
El sitio es un hervidero de gente, oscuro y lleno de movimiento. Mientras me abro paso entre la ruidosa muchedumbre, encogido, me pregunto qué clase de editor queda con un autor la noche previa al día de Navidad en un club de moda del centro. Con ésa y otras preguntas circunstanciales rondándome el cerebro, busco una mesa en un rincón apartado, me acurruco en la silla y fijo la mirada en la puerta.
Y espero, con la única compañía de un hilo retorcido y peculiar de música. Hipnótico.
–
El tipo se detiene a tomar aliento, sujetándose un lateral del cuerpo. Mientras intenta recuperar algo de aliento, apoya la frente en un muro y se pregunta dónde quedó el espíritu deportista de su yo adolescente. En un rápido vistazo a su reloj, se da cuenta, horrorizado, de que llega con casi media hora de retraso.
Dios mío.
No puede ser. Ya la cagó con su anterior escritor, no puede permitirse el lujo de fallar otra vez. No va a tener más oportunidades.
Su nuevo autor tiene un pseudónimo algo pretencioso y su manuscrito es un poco plano, pero el editor está seguro de lo que hace. Sabe que en esas páginas hay potencial que él puede exprimir. Es su gran oportunidad, así que no puede dejarla escapar.
Inspira hondo y, deseando que su escritor sea también paciente, Édouard sale disparado de nuevo hacia el punto de encuentro.