De lujo 7.5 (Interludio: Sacha)

El mayor deseo de Sacha es ganarse a Louis sea como sea. Una nota adorable deslizada por debajo de su puerta parece funcionar, pero de pronto el ruso se encuentra con que tiene otros deberes que atender.

Nota de la autora

Lo sé, lo sé. Han pasado siglos (en realidad, sólo han sido veinte días, pero a mí se me ha hecho una eternidad). Siento muchísimo la tardanza, de veras, pero no he tenido NADA de tiempo para escribir. Entre los estudios, y algunos problemas de salud que estoy teniendo últimamente, no he podido enlazar dos palabras hasta ahora. Espero que sepáis perdonarme.

Por otro lado, y hablando ya del tema que nos concierne, he de decir que este capítulo es una especie de transición hacia la segunda parte, la que tiene el contenido. El siete original era muy largo y he tenido que dividirlo en dos partes (otra vez). No creáis que me hace gracia, preferiría que fuera todo junto, pero es que era realmente interminable. Y mi muñeca no está ya para estos trotes.En cualquier caso, espero que os guste. Quería presentar de forma un poco más profunda a Sacha, antes de que aparezcan nuevos personajes (que los habrá). Si no, pues podéis gritármelo en los comentarios. No os voy a morder (no en el noventa y nueve por ciento de los casos)

En fin, no sé muy bien qué es lo que estoy diciendo. Estoy muy cansada. Creo que sólo me queda dar las gracias a todo el que ha aportado algo a la serie, dándome su opinión, puntuando, leyéndolo o, en otros casos, a los que han estado sufriéndome mientras escribía esto. Supongo que ellos también se merecen una reverencia se quita el sombrero.

Bueno. Ya dejo de enrollarme con tonterías. Aquí va la primera parte del capítulo siete. Hope you all enjoy it, buddies.

7

Habitación 6c, nivel cero de la Jaula. ¡Ven un ratito! (si quieres… ö)

¡Besitos!

Al final de la nota carmesí que alguien ha deslizado por debajo de mi puerta hay dibujados un corazón y una carita sonriente. Yo, con el pelo todavía goteando, releo como seis veces las dos líneas escritas en tinta dorada y con una caligrafía pequeña y redondeada, de chica, antes de volver a doblarla.

No hace falta que nadie me diga quién es el remitente.

Suspiro y dejo el papelito sobre la mesita. Todavía sin vestirme, me arrastro envuelto en la penumbra hasta el ventanuco y dejo caer mi cuerpo dolorido en la silla frente a éste. El baño caliente no ha hecho nada por aliviar el peso en mis hombros, y mis pensamientos son un barullo abstracto. Seguramente Picasso hubiera alucinado de haber visto mi encefalograma.

La oreja pegada al cristal helado capta los sonidos nocturnos de París, que en mi cabeza suenan amortiguados, como ruido blanco. Cierro los ojos. No voy a intentar poner orden ese lío, sé que sería inútil. Ya tengo bastante con lidiar con la culpa de haberme dejado solo a Raymond allá abajo, con carta blanca para seguir haciéndole la vida imposible a los seres humanos de su entorno. De momento, la única opción viable para mi mente saturada es quedarme aquí con la luz apagada, sentado en silencio, desnudo.

No es la primera vez que me quedo bloqueado así y necesito esconderme en sitios silenciosos y oscuros durante un rato. Mi padre no entendía muy bien por qué de pequeño pasaba horas mirando al infinito acurrucado dentro de una caja de cartón después de volver del colegio. Lo cierto es que los demás niños me asustaban y aturdían demasiado como para que mi cerebro pudiera procesar correctamente lo que ocurría a mi alrededor, y aquel trozo de cartón era lo bastante aséptico y acogedor para poder volver a poner las cosas en su sitio.

Lamentablemente, luego crecí y papá decidió que no era muy normal que su hijo de nueve años siguiera refugiándose dentro de cajas de naranjas por ser un inadaptado social. Tuve que evolucionar. Sobrevivir. Y aquí estoy.

El tiempo se estira como un chicle, aunque la lentitud me sienta bien. Como una tortuga que se despereza fuera de su caparazón el primer día de primavera, mis funciones vitales vuelven a palpitar lentamente y al poco puedo dejar de aplastar la cara contra el cristal y me incorporo en la silla otra vez. Me sigue doliendo la cabeza, pero es un avance.

Al otro lado del cristal, la vida sigue. Luces, coches y gente, todo muy rápido, muy confuso. Como la vida en el Chat. Pero nadie va a pararla por mí. Tengo que volver a salir de la caja.

Enfrentarme al mundo de ahí fuera. Suena fácil, pero para mí es como intentar arrancarme un brazo a mordiscos. Con un suspiro empaño el cristal, y al ir a pasar los dedos sobre la condensación, la imagen de la curva perfecta de la espalda de mi protégé se sobrepone un instante al curso del Sena. Parpadeo con fuerza, pero la forma fina y afilada, como una cimitarra, de sus labios se ha quedado impresa en mis retinas. No me puedo librar de él ni cuando no está presente.

Lanzando un sonido de animal herido, obligo a mi cuerpo a moverse y a esquivar el estuche del violín de Raymond, que éste ha dejado apoyado en la pared, junto a la silla de la ventana. Al verlo siento el irracional y cruel impulso de patearlo, pero mirándolo entro en razón in extremis y en lugar de hacer eso, lo levanto con infinito cuidado del suelo. Curiosamente, la música es lo único hermoso que mi compañero parece ser capaz de hacer, así que no voy a cargarme la fuente.

El estuche no es nada del otro mundo; barato y de carcasa dura, es de esos que puedes encontrar en cualquier tienda especializada. Me sorprende la sencillez de la funda, pero lo que me termina de descolocar es el interior. Yo, que esperaba encontrarme un Stradivarius, un Guarnerius o un Amati, me encuentro con un instrumento que parece sacado de un museo. De arqueología. Sujetándolo con el temor sincero de que vaya a desmoronarse en mis brazos igual que un castillo de arena, me acerco a la ventana para ver mejor la madera oscurecida por el paso del tiempo. Contrariado, me pregunto de dónde habrá salido y por qué Raymond conserva tal antigualla. Por el sonido no debe ser, porque ya pude escucharlo antes y no es nada del otro mundo; mediocre más bien. Me inclino hacia la luz y paso un dedo por el barniz arañado.

Espera.

Doy la vuelta al instrumento. En el talón del violín hay grabado un nombre en letras pequeñas y toscas. Erik.

No. No.

Nada más verlo, sacudo la cabeza y dejo el violín en su funda. No. No sólo no me interesan los rollos raros de Ray (que estoy seguro de que es la clase de persona que robaría un violín con tal de demostrar que es capaz de hacerlo), sino que directamente no quiero volver a pensar en él mientras pueda. Al tiempo que intento desterrar su sonrisa arrogante de mi cabeza, dejo la funda en el mismo sitio en el que estaba. Doy media vuelta y la cama ocupa mi campo de visión.

De pronto me siento muy cansado.

Quizá lo más sensato sería intentar vestirme y volver al curro, aunque estoy tan dolido y enfadado conmigo mismo que el esfuerzo se me antoja inhumano. Me limito pues a lanzarme de cara al colchón, que no hace el menor ruido al recibirme. No tengo el ánimo suficiente que requiere abrir la puerta y volver al mundo artificioso y excesivo del Chat, y desde luego no me siento con fuerzas para volver a mirar a la cara a Raymond después de las cosas que se me han pasado por la cabeza al ver su performance.

Aprieto los dientes y ruedo sobre el colchón hasta apoyar la cara sobre la almohada. Si cierro los ojos puedo volver a ver la luz roja derramándose sobre la piel de mi protégé. Entierro la cara en las sábanas, aunque eso tampoco ayuda. Su olor está mezclado con el de mi colonia en el algodón.

¿¡Es que no hay una jodida forma de librarme de él!?

Al parecer no. Mi cabeza se empeña en volver una y otra vez al ambiente opresivo del cuarto para voyeurs cada vez que poso la vista en cualquier punto de esta habitación. Me levanto. Necesito hacer algo, que me dé al aire. Lo que sea con tal de no pasar un minuto más aquí dentro.

Y mientras forcejeo por meter la pierna en el primer pantalón que se me pone a tiro, la notita de Sacha aparece ante mis ojos como una explosión roja en la oscuridad.

INTERLUDIO

Sacha

-¿Qué tal así?

Sacha da un paso fuera del vestidor de su cuarto en la Jaula y abre los brazos en un gesto casi solemne. Chiara, sentada en el suelo con las piernas estiradas sobre la mullida alfombra y los tobillos cruzados, tuerce un poco la cabeza, entorna los ojos y frunce los labios, todavía sin desmaquillar y de un rojo brillante.

-¿Qué narices es eso? –Inquiere, estudiando con gesto crítico el undécimo outfit de su compañero-. ¿Un… batín?

Sin hacerle demasiado caso, el ruso da una vuelta apreciativa sobre sí mismo, ajustándose la cinta de seda azul que hace de cinturón alrededor de su estilizada figura.

-El betún es para los zapatos, boba –dice al cabo de unos segundos, todavía muy ocupando en atusarse el flequillo rubio-. Es un kimono.

Chiara obvia el comentario del betún y enarca una ceja mientras da un rápido repaso visual a las pantorrillas que emergen de debajo de la seda azul.

-Lo que tú digas. Pero te recuerdo que intentas ligarte a un escritor, no hace falta que te emperifolles en plan guarrilla del shogun para eso.

Sacha, que estaba batiéndole las pestañas a su reflejo, se queda muy quieto de pronto, con un brillo vidrioso en sus ojos. Es su cara de “estoy traduciendo al ruso todo lo que has dicho y de diez palabras, once no están en mi registro”. A veces le pasa.

-¿Qué? -dice al cabo, cuando por fin algo de la traducción cobra sentido en su cabeza, y da media vuelta procurando que el supuesto kimono ondee a su alrededor de forma muy coqueta-. Yo no quiero ligarme a nadie.

-No, claro que no -Sacha vuelve a dedicarle ésa mirada vacía y ella levanta las palmas de las manos juntas, donde lleva escrita, en mayúsculas, la palabra sarcasmo.

-Oh. No sé de dónde te sacas eso.

Chiara se queda en silencio, con cara de póker, durante tanto tiempo que él empieza a sentirse incómodo.

-¿Qué haces?

-Esperar a que saques tú también el cartel de sarcasmo -su amigo  hace un gesto despectivo con la mano y le da la espalda-. Venga, no fastidies. Sólo lo conoces desde hace menos de un día y ya estoy de oír hablar de Louis hasta el moño.

-Es porque es nuevo.

Ahora la que sacude la mano de uñas rojas es Chiara

-Ya, claro. Igual que los otros, ¿no?

Él gira la cabeza y abre la boca, pero a falta de ideas cruza los brazos sobre el pecho con toda la dignidad del mundo. Chiara no comprende que él es buen chico que sólo quiere ayudar, y no parece vaya a esforzarse en hacerlo. De modo que, ajustándose de nuevo el cinturón –porque Sacha será prostituto, pero es un puto con mucha clase-, pasa por el lado de su amiga sin mirarla siquiera y se deja caer teatralmente entre los cojines de su enorme tresillo con un suspiro lánguido.

-Nadie me entiende –se lamenta, y empieza a juguetear con los flecos de un cojín que acaba de colocar en su regazo. De reojo y por debajo del largo flequillo ve cómo Chiara esboza una sonrisa divertida mientras se sienta a su lado y le hunde el dedo entre las costillas-. Au.

-Tonterías –suelta ella antes de atacar de nuevo-. Yo sé lo que te pasa.

Sacha se retuerce en el sillón, y aunque ataca a la recepcionista con el cojín, no puede librarse de sus largos dedos, menos cuando ella

-¡Puta! ¡Deja de pincharme!

-Sólo si confiesas.

Con una risa histérica, el otro rueda sobre sí mismo, en un lío de brazos y piernas, y suplica con voz entrecortada. Entonces Chiara le deja respirar un instante:

-Venga, desembucha.

-¿Desenqué? –inspira él, intentando desviar la atención en un último intento desesperado de seguir haciéndose de rogar, pero un dedo entre sus costillas le ayuda a recordar cuál es el tema que están tratando-. ¡Ay… para! Sólo quiero... no estar solo....

Chiara se detiene en seco. Sacha aprovecha la coyuntura para escabullirse y empujarla contra el reposabrazos.

-Me has despeinado, zorra –gruñe.

Ella no reacciona hasta un poco después, tirándole del flequillo mientras su carita de duende se transforma con una sonrisa perversa.

-Pobre Sacha, lo he despeinado –se yergue y toma la cara de Sacha entre sus pequeñas y estilizadas manos-. Ya no va a estar guapo para su escritor.

Sacha hace un mohín, pero no puede evitar que se le suban las comisuras de los labios. ¡Vaya, con lo que le había costado hacerse el interesante!

-Ya, ya sé. Ya sé qué está pasando aquí -Chiara le toca la nariz para después sentarse con los brazos cruzados en un gesto triunfal. Sacha, derrotado, se arrastra hasta apoyar la nuca en las rodillas de su amiga, como suele hacer cuando ya está cansado de que esa diablilla le tome el pelo-. Han pasado dos semanas desde que herr volvió de aquella conferencia en Bangladesh, ¿verdad?

Sacha asiente. Su amo ha pasado un mes fuera de Europa y desde que ha vuelto, no se digna a visitarle en el Chat . De hecho, en las últimas dos semanas sólo ha pasado por el club para renovar su parte del contrato de exclusividad que mantiene con el ruso.

-Pobrecito. Rodeado de sexo y sin poder catarlo... Normal que en cuanto haya llegado el rubito, te hayas tirado a su cuello ¿eh?

-Ay, calla. Es que es tan mono... -suspira él, y se cubre la cara con un cojín.

Chiara apoya la espalda en el respaldo del sofá y se queda con la vista fija en la lámpara del techo, que emite la misma luz rojiza que todas las bombillas de la Jaula.

-No, no está mal, supongo -dice en respuesta a la sentencia de colegiala hormonada de su amigo, quien al oír aquello vuelve a pegarle, sin quitarse el cojín de la cara.

-No hables de cosas que no entiendes.

-¿De pollas?

-Sí.

La recepcionista se encoge de hombros. Ése es el fin de la conversación, que queda sustituida por el sonido suave de sus respiraciones. Desde que se conocieron, el silencio es su tercer invitado cada vez que están juntos. Es normal, ni a Chiara ni a Sacha les incomoda. Siendo los mejores amigos, incluso en el silencio están en perfecta sincronía.

Después de largo, largo rato, el ruso se remueve en el regazo de ella.

-¿Crees que vendrá? -murmura, y el cojín se balancea con el movimiento de sus labios.

-No sé. ¿Lo asustó mucho tu lengua cuando intentó llegarle al intestino delgado?

-Perra.

-Entonces no tengo ni idea. Aunque seguramente Ray se encargue de espantarlo más que tú. Quién sabe.

Otra intervención del silencio.

-¿Crees que le gustaré?

-¿A quién, a su polla?

La mano de Sacha se agita en el vacío, pero con el cojín en la cabeza no hay forma de acertarle en la cara a ella. Al final de un par de patéticos intentos infructuosos, deja caer el brazo.

-Sí.

Chiara asiente.

-Seguro que sí, Sacha -replica-. Eres un amor, ¿cómo no le vas a gustar a nadie?

-A Ray no.

-Ray no se quiere ni a sí mismo. De todos modos, no querrás liarte con él, ¿verdad?

-Dios, no, qué asco.

-Entonces no hay problema, ¿no? –Sacha niega con la cabeza, lo que provoca que el cojín vaya a parar al suelo, y Chiara alarga la mano para quitarle el flequillo de la cara, igual que una madre atenta-. Estoy segura de que le gustas. O le gustarás. Eres una monada, incluso aunque tengas polla –dice inconexamente. Su discurso está preparado para recibir de forma encantadora y acogedora a los clientes del Chat, no para tener conversaciones de adolescentes. Aun así, Sacha, con las mejillas arreboladas, le dedica una gran y adorable sonrisa-. ¿Ves? Eres muy cuco. Si ése escritor tiene un poco de cerebro, Ray no tiene nada que hacer contra ti. Y si ya dejaras de acosarlo con regalos de los que nunca te podrá devolver el favor, sería ya perfecto.

-Eh. Me gustan los regalos -protesta él desde sus rodillas.

Chiara se arregla el pañuelo azul del uniforme antes de decir nada. El tema de los regalos es un asunto delicado para Sacha, despilfarrador nato incapaz de comprender que si bien para él el dinero no significa más que un chorro de ceros en su cuenta corriente, para mortales de clase media-baja como Chiara y Louis supone el resultado de una ardua labor.

-A todos nos gustan los regalos –afirma-. Lo que no es muy normal es hacérselos a alguien a quien acabas de conocer. Más que nada porque ello se acerca sospechosamente al comportamiento de un acosador –añade, para turbación de Sacha, que ladea como puede la cabeza, los ojillos grises abiertos como platos.

-¿Acosador? ¿Por qué?

Chiara se frota el ceño con el dedo índice. Ha sido un día duro y lo único que quiere es irse a casa para dormir las pocas horas que le quedan antes de ir a la universidad. Quiere a Sacha, y no tiene otra intención que la de ayudarlo en sus extrañas empresas, pero está demasiado agotada como para pensar con claridad la forma de explicarle a un nouveau riche como su amigo por qué estaba mal intentar comprar a sus allegados.

-Parece mentira, Sacha –suspira-. Porque no suele funcionar el intentar ganarse a la gente con dinero. O con trajes de Armani.

A pesar de los esfuerzos de la italiana por hacer comprender a su pequeño amigo, la palabra Armani parece suscitar el efecto contrario en Sacha, que se incorpora como activado por un resorte y comienza a barbotar incoherencias con un brillo de emoción incontenible en sus pupilas:

-¡Oh, sí! ¿Viste cómo le quedaba el gris perla? Parecía un… ¿cómo se dice en francés? Una estrella de cine… ¡Qué guapo!

Afortunadamente para Chiara, el móvil de su compañero reprime el más leve impulso asesino que el ruso haya podido suscitar en ella. Aliviada, ve cómo él abandona sus rodillas y comienza a buscar el teléfono entre la montaña de ropa del suelo, aparentemente sin percatarse de que el modelito que lleva está retorcido y abierto hasta el ombligo. Cuando por fin lo encuentra la melodía ha cesado, pero ambos saben que no es motivo de preocupación. El móvil de Sacha únicamente puede recibir mensajes, y de una sola persona.

Ava.

-¿Qué quiere? -Chiara se inclina con interés, siempre procurando que su falda de tubo no suba más de lo conveniente, aunque no recibe respuesta. Sacha, de rodillas en mitad del caos de ropa, se ha quedado congelado, con una expresión extraña-. ¿Qué ocurre?

-Es... es él.

-¿Quién? ¿El escritor? –se extraña ella.

-¡No! -Sacha se levanta a toda velocidad. Como un géiser a punto de reventar, el pánico burbujea en todos sus gestos amenazando con estallar.

-¿ Herr ? - Él gimotea, y Chiara lo ayuda a arreglarse el kimono y lo arrastra hacia la puerta, porque él está todavía paralizado, mirándola con angustia-. Lo tomaré como un sí. Pero bueno, ¿qué haces ahí quieto? ¡Mueve el culo!

Sacha se deja llevar dócilmente hasta el pasillo, pero una vez fuera se vuelve hacia la recepcionista y la agarra de las solapas casi con desesperación.

-¿Y Louis qué? Va a odiarme si lo dejo plantado.

Sin dejar de empujarlo, Chiara llega hasta el ascensor del final del pasillo y aporrea el botón de llamada.

-Eso si viene –exclama ella, para inmediatamente saludar con una voz dulcísima y una educación exquisita a un cliente habitual que se apresura a meterse en la habitación-. Y en el caso de que aparezca, no va a odiarte, no seas histérico. Le diré que tienes trabajo, lo entenderá.

-¡No! -Sacha se revuelve, pero Chiara tiene más fuerza que él y de un empellón lo mete dentro del ascensor justo cuando sus puertas acaban de abrirse.

-¿Qué mosca te ha picado? ¡Pensé que estabas deseando que Derek volviera al Chat !

Sacha querría decirle que sí, pero que en este momento está más preocupado de lo que pueda pensar Louis Daguerre de sus tendencias masoquistas; no obstante, las puertas oscuras del ascensor se cierran entre ellos, y antes de que se quiera dar cuenta la luz del primer piso ciega sus ojos acostumbrados a la tenue iluminación de la Jaula.

El jovencito ruso hace un giro perfecto sobre sus talones para ver las puertas cerrarse otra vez. Mientras escucha alejarse al ascensor, dice unas cosas en su lengua natal que habrían hecho sonrojarse a su señora madre, aunque no piensa volver a bajar. No teme a Chiara, ni siquiera a herr. La ira da Ava, en cambio, sí que le pone los pelos de punta.

Derrotado, se arrastra hacia la escalera que lleva a su cuarto del ático, sin hacer caso de las miradas que atrae su peculiar atuendo. Cada escalón que sube suma un latido más a su corazón ya desquiciado de por sí. Los culpables son, a partes iguales, su adorado Louis y la sorprendente visita de Derek (eso sin contar con esas putas escaleras, que no se acaban nunca...)

Se siente mal por el nuevo. Su deseo por conocerlo mejor y por llegar a atisbar dentro de sus pantalones es tan enorme que lo ha llevado incluso a mentirle acerca de Chiara (su mejor y única amiga). Ahora, su mayor temor es que él se decepcione al descubrirlo, aunque lo único que puede hacer es esperar y desear que, si de verdad el escritor llega a bajar a la Jaula, la recepcionista sepa salvar la situación.

Suspira, porque en el otro lado está su herr . Pensar en él lo aterroriza de una forma absurda e irracional. En realidad, es una mezcla de sensaciones que van desde la inquietud hasta el miedo, aunque seguramente Sacha no sabría poner su nombre francés a ninguna. Y es que a pesar de lo repentino e inesperado de la llegada de herr Zimmermann, para él no es normal sentirse así; sus nalgas están más que acostumbradas a los abusos del alemán. Es... algo que va más allá del natural egoísmo que gobierna todas sus acciones.

Algo que recuerda haber sentido sólo una vez en su vida, años atrás, en San Petersburgo.

Al detenerse ante su puerta, tiene que obligarse a respirar varias veces. También está nervioso, en el buen sentido. Las rodillas le tiemblan un poco de emoción, y un cosquilleo en su barriga se anticipa a lo que posiblemente vaya a ocurrir al cruzar el umbral. Aunque sigue preocupado por Louis, no puede evitar que su imaginación tendente a la divagación comience ya a fantasear con cuál será el próximo capricho de Derek.

Sin más dilación, deteniéndose sólo para echar un breve vistazo al corredor vacío, se desliza dentro. En el interior, la oscuridad es casi total, como siempre, y Sacha necesita un momento para acostumbrar sus ojos a la penumbra. Y cuando lo hace, no puede evitar soltar un gritito muy masculino.

Herr Derek parpadea extremadamente despacio, sentado en la cama. Es difícil saber su edad, que rondará los cuarenta o cuarenta y muchos. En este momento, en cualquier caso, lleva un jersey de cuello vuelto y unos mocasines de un negro resplandeciente, el pelo rojo oscuro peinado de forma impecable hacia atrás. En cuanto la pequeña figura de su prostituto aparece en escena, levanta sin prisas la mano izquierda y dedica una larga mirada a su reloj dorado.

Sacha lo imita, y ambos miran el reloj durante mucho tiempo, más del necesario, hasta que el chico se da cuenta de la obviedad.

-Oh. Creo… que llego tarde –dice, su acento del este sonando de pronto mucho más marcado que lo habitual. En la cara afilada de herr no se mueve ni un músculo.

-No lo creas –sus ojos claros descienden por la piel lechosa y rasurada por completo del ruso-. Al menos no vamos a perder más tiempo.

La cama no hace ningún sonido cuando Derek la deja para acercarse a Sacha, quien ni siquiera respira, y amarrar sus muñecas cruzadas a la espalda. Aquel ritual se repetía, no recordaba ya desde hacía cuánto, y aun así la sangre atronaba en sus oídos. Es el extraño efecto que surte en él aquel gesto impasible, incluso tras tantas largas sesiones y después de haber visto y sufrido en sus carnes (casi) de todo.

Su mente bulle mientras herr se mueve a su alrededor en círculos silenciosos. Sacha sólo puede ver esos mocasines aparecer y desaparecer frente a sus pies desnudos. Prefiere no levantar la vista. No sabe si su amo está enfadado o esa primera salida de la rutina forma parte del juego.

En realidad, con él nunca puede dar nada por seguro.

-Pensé que ya habíamos superado esto.

Los mocasines están donde no pueden ser vistos. El aliento caliente en su nuca le templa el resto del cuerpo en cuestión de nanosegundos. Unos dedos enguantados en negro se posan en la base del cuello, donde se cierra el collar de cuero. Esos guantes de látex y el collar son los únicos elementos razonablemente fetichistas que Derek utiliza.

-A lo mejor necesito… recordar algunas cosas.

El contacto en su cuello se convierte en un cuidadoso pero firme apretón al mismo tiempo que otra mano baja vértebra por vértebra en la espalda. Sacha respira entre dientes para no emitir ningún sonido. Mostrarse insensible suele hacer las cosas más divertidas.

-Cada vez suenas más como una puta de polígono –se oye un siseo. Es el cinturón de herr , marca Versace. Sacha lo conoce bien. Más de una vez se ha levantado con la insignia tatuada en el culo-. ¿Serán las compañías?

Al oír aquello el ruso se envara, pero el chasquido del primer latigazo en sus nalgas ahoga cualquier pensamiento que pueda haber cruzado su mente. Es tan sorpresivo que no puede evitar quejarse en voz alta, aunque el repentino ardor en su trasero se contagia también a su entrepierna.

-Pobre puta de polígono –la mano del cuello desaparece y al momento siente el látex rodeando la longitud de su polla, tiesa y goteante. Ya sin importarle suspira, las rodillas temblorosas otra vez.

¿O quizá debería sentirse mal por esperar aquello tanto tiempo?

-Estos dos meses te han ablandado también. Habrá que empezar otra vez –como si quisiera comprobar dicha blandura, Derek le castiga con una palmada que convierte el dolor lacerante de antes en un pulso caliente y continuo, y que además tiene la fuerza necesaria para impulsar a Sacha hacia adelante. El movimiento provoca que se frote contra la mano que le sujeta por delante. Y es breve y glorioso al mismo tiempo-. Pero hoy no tengo tiempo para eso.

A pesar de sus palabras, herr le propina otro azote que retumba en los oídos del chico, por encima del latido enloquecido del corazón. Una vez más, el dolor nuevo se mezcla con el viejo, aunque ahora el estallido de placer que le sobreviene consigue camuflar el escozor de su piel.

Después de eso, la presencia de Derek se aleja un instante de él para recoger algo del suelo. Por el tintineo que lo precede, Sacha deduce que se trata del cinturón. No recuerda haberlo oído caer, pero tampoco le importa. Sólo se queda quieto, los labios convertidos en una fina línea blanca, esperando el silbido del cuero y el fuego en su espalda.

No obstante, en lugar de eso escucha la voz de barítono del alemán en su nuca.

-Hoy no hay tiempo –repite, en apenas un susurro, y algo duro se aprieta contra la piel lacerada de Sacha.

Y entonces él comprende. Un polvo rápido después de un largo viaje. Debería haberlo sabido.

Aun así no puede evitar que la decepción se deslice por su tráquea hasta caer haciendo un ruido sordo en el estómago.

Los dedos enguantados acarician el collar de cuero.

Seguro que después de esto volverá a Colonia a follarse a la zorra de su mujer. ¿O ya es su exmujer?

-Puede que otro día –susurra. Sabiendo qué es lo que Derek busca, camina hasta el colchón y se deja caer de cara. El crujido de la cremallera del pantalón del alemán da pie a su entrada en escena.

-Así no –gruñe, y de un zarpazo lo coloca bocarriba.

Cogiéndole de los tobillos, le levanta las piernas. Sacha se estremece y separa los labios sin llegar a articular sonido alguno. A estas alturas ya no sabe muy bien cómo sentirse. Nunca ha sido bueno en esas cosas, de todos modos.

Sin mediar palabra, Derek desliza su glande pegajoso entre sus cachetes. La suya es una polla sin nada fuera de lo común, pero él parece sentirse bastante orgulloso. A Sacha realmente sólo le interesa cuando está dentro de él. Y poco más.

Cierra los ojos. Le palpita todo el cuerpo. Está algo molesto, pero también está cachondo. Las cosas en orden, piensa. Su cerebro no es capaz de abarcar tanto a la vez.

Unos dientes se clavan en su hombro cuando el alemán se hunde en él sin piedad, y Sacha gime, alto y claro. Su cuerpo tembloroso se arquea bajo las manos de herr. Éste ni siquiera se ha despojado de la ropa.

La siguiente embestida hace sacudirse al somier y termina de ensartar al ruso. Esta vez los caninos muerden justo debajo de su mandíbula. Él acierta a gritarle algo entre dientes, pero no sabe el qué. A lo mejor ni siquiera es francés. La piel le quema allá donde Derek le ha pegado, siente la cabeza ligera. Éste retrocede y vuelve a hurgar en lo más profundo del chico. Una vez. Y otra. Y otra.

Sacha gimotea y solloza con los dientes del alemán apretándole un pezón y el golpeteo rítmico de sus cuerpos llenándole la cabeza. Se siente bien. Ojalá se sintiera así siempre. Ojalá pudiera hacer entender a Louis Daguerre que ésa era la única forma de hacerle sentir bien.

Los movimientos se vuelven erráticos y desacompasados. Él se corre en una explosión de calor, seguido pronto por herr.

Derek, con el rostro algo desencajado y la voz trémula, lo llama puta. Él sonríe

-Bueno –murmura, su pequeño pecho subiendo y bajando rápidamente y el flequillo cubriéndole un ojo-. ¿No es eso exactamente lo que soy?