De lujo 6.5, 2ª parte (Un gatito enjaulado)
En un descenso a las entrañas del Chat Bleu, Louis descubre que, además de escritor, también tiene madera de voyeur.
Nota de la autora
¡He vuelto, criaturas! Después de pasar una semana de nieve e incomunicación en Londres no ha sido fácil ponerme a escribir, (hubiera sudado menos sangre haciéndole una operación a corazón abierto al rey, os lo juro)pero aquí os traigo la segunda parte del capítulo seis. Mi más ferviente deseo es que os guste, como siempre, y más con lo que he sufrido escribiéndolo.
En fin, dejando a un lado mis padecimientos, quiero dar un abrazo a los que me seguís, comentáis y bla, bla, bla. Aunque ya suene cansino, espero que sepáis que todo vuestro apoyo es muy importante para mí y para la continuidad de la serie. (Abrazo de osezna).
Estoy literalmente reventada, así que perdonadme la parquedad de la nota y que dé paso ahora mismo al tema al que vamos todos... ¡Nos vemos!
6 (2ª parte)
El ascensor se detiene con una suave sacudida nada más terminar yo de arreglarme la corbata, con lo que tengo el tiempo justo de comprobar en un último vistazo mis ojeras en el espejo antes de que Ray me agarre del brazo y tire de mí. En cuanto lo hace, las puertas se cierran sin hacer el menor ruido y el ascensor nos deja solos, sumidos en la oscuridad.
A mi alrededor, una estancia diminuta, iluminada por una tenue luz cuyo origen me es desconocido. El cuarto no cuadra nada con el resto del club. Las cuatro paredes están pintadas de negro, sin ningún ornamento, y no hay ventanas, únicamente el hueco del ascensor y una enorme puerta de madera negra que se alza frente a nosotros, un obstáculo en apariencia infranqueable. Ésta no tiene manilla o pomo, sino un lector de tarjetas magnéticas.
Mientras yo estudio el espacio, Ray se encarga de pasar su tarjeta por el lector. Después, desliza el pie entre el marco y la puerta, pero no llega a abrirla. Mirándome por encima del hombro, sonríe maliciosamente, igual que esta mañana, cuando me he despertado para encontrarme su jeta a menos de diez centímetros de mi cara.
Además de casi provocarme un infarto, me ha permitido reafirmarme en lo mucho que lo odio.
-¿Qué? –le ladro.
-¿Estás listo para la Jaula, gatito?
-¿Tengo otra opción? -compongo una mueca mortificada, aunque su sonrisa perversa supone toda la respuesta que necesitaba.
-Ésa alfombra no va a pagarse sola.
-No, claro que no –bufo-. De hecho, y ahora que lo pienso, estoy seguro que todo ha sido un retorcido plan tuyo para tenerme aquí atrapado.
Ray se vuelve un poco hacía mí, sin apartar el pie que hace de tope. Mientras yo tengo que ir trajeado cual ejecutivo, él puede permitirse el lujo de llevar puesto exactamente lo mismo que usa para dormir. Y, aunque no puedo imaginarme a Ava, reina del buen gusto, cediendo ante eso, ahí lo tengo, con una de sus camisetas con mensajes en alemán. Y descalzo.
Me pone de mal humor sólo de mirarlo.
-Ah, gatito, cómo podrás pensar eso de mí –ronronea, la mano en el pecho y una blanca hilera de dientes brillando en la penumbra. Yo me froto los ojos con un lamento, lo que el aprovecha para inclinarse con la rapidez de una serpiente, y un segundo después, sus labios se aprietan contra los míos.
Y saben a tabaco y almizcle. Y están húmedos y son tibios. Y cuando le asesto un puñetazo en la boca del estómago para desquitarme de él, no puedo evitar sentirme un poco decepcionado.
--
La Jaula está bajo tierra.
Eso lo explica casi todo, si lo pensáis. De puertas para afuera, el Chat Bleu es un prestigioso hotel de lujo, con un servicio impecable y una seguridad férrea (no sólo por el portero psicópata, una vuelta rápida por el club me ha permitido comprobar la existencia de un sistema innovador que, lamentablemente, no puedo describir aquí por razones evidentes). No obstante, si coges un ascensor especial con una sola salida casi escondida en el segundo piso y pulsas el único botón del panel, descubres que el Chat esconde un relleno más jugoso y exótico en sus entrañas.
Un relleno que yo, me guste o no, estoy a punto de probar.
El mundo que me descubre Ray al abrir ésa imponente puerta negra es un completo misterio para mí. Tras un estrecho corredor y una cortina de seda, se adivinan las formas de una sala circular, amueblada con el mismo nivel que el resto del hotel y atiborrada de gente que habla en voz baja, más pendientes todos los presentes de la pantalla de plasma que ocupa gran parte de la pared. Al echar un vistazo más cuidadoso, me doy cuenta de que no es otra cosa que un inmenso muestrario de precios. Un montón de nombres están expuestos en ella, en diferentes colores y todos con una cifra debajo que determina su orden en la tabla.
Y, cómo no, en la cima, sobre un número con una cantidad de ceros ridícula, un nombre.
Ray.
Por si ver el precio de un polvo con mi protégé no fuera poco, nada más hacer él acto de presencia en la sala todas las miradas recaen en nosotros. Y cuando digo todas, son TODAS, cada uno de los clientes arrastrando los ojos sobre nuestras figuras. Y yo, ocupado como estoy enrojeciendo y tratando de hacerme pequeño en el traje, casi no me doy cuenta de que el principal objeto de todas las atenciones ha echado a andar hacia el centro de la sala, mientras esquiva sillones con la gracia sinuosa de un felino e ignora las manos que intentan atraparlo. No obstante, en cuanto hago ademán de seguirlo unos dedos se cierran sobre la manga de mi traje. La propietaria, una mujer en sus treinta y de mejillas arreboladas, me devora con la mirada con una intensidad tal que me quedo de pronto paralizado, capaz únicamente de parpadear con fuerza.
-¿Qué es esto, Raymond? –pregunta ella con voz aflautada, y sus ojos desaparecen tras unos pequeños prismáticos de teatro. El tallado en arabesco del mango de oro me deslumbra un instante antes de que mi atención se centre en otra voz a mi espalda.
-Carne fresca.
-¿Carne fresca? –alguien me pellizca, pero no puedo moverme, porque en un abrir y cerrar de ojos un pequeño ejército de sillas surge de la nada para formar un círculo perfecto a mí alrededor. Una decena de caras frente a la mía. Es… aterrador-. No hay novedades en la tabla.
-¿Eso importa? Yo no quiero esperar más. Es mono.
Yo abro y cierro la boca, pero mis cuerdas vocales se niegan a responder. El aire que respiro se ha vuelto denso y caliente, y se queda atascado antes de llegar a mis pulmones.
Alguien pregunta por mi precio.
¡Dios, Raymond, sácame de aquí!
Pero el tío no parece muy dispuesto a ayudarme. No apoyado cómodamente en una columna, mirándome con expresión de estar pasándoselo demasiado bien. Como casi siempre. Al ver que lo estoy fulminando, se señala la barriga.
-Esto por el puñetazo –articula, muy chulo, y con las mismas da media vuelta y desaparece entre las sombras.
Oh, espero que tengas todos tus asuntos en orden, porque voy a pillarte, a cortarte en trocitos diminutos y a arrojarte al Sena. Y estoy seguro de que el mundo me lo agradecerá tarde o temprano.
-Chico, ¿eres mudo o qué?
-Déjalo, James, está asustado.
-Eh, ¿adónde va?
Más voces. Con una determinación férrea, aparto otra silla de mi camino.
-Señora, ¿le importaría soltarme la chaqueta? -farfullo-. Yo no ofrezco esa clase de servicio, si necesitan a un profesional, el Chat ofrece una amplia oferta, como pueden comprobar. Y ahora, si me disculpan...
Y dicho esto, termino de escabullirme entre la marea de gente y hago mutis por el foro a toda velocidad, oyendo vagamente los suspiros decepcionados a mi espalda.
Con tal de no pasar un segundo más con esa gente, me cuelo sin mirar mucho por dónde voy por una puerta escondida en las sombras y bajo escalones de tres en tres, mis pasos camuflados por una alfombra granate de al menos dos dedos de espesor. Después del primer salón, la Jaula se convierte en un entramado de pasillos idénticos, y yo doy vueltas y vueltas, desorientado, intentando dilucidar dónde demonios puede haberse metido mi protégé. Gritaría su nombre, pero me resultaría casi sacrílego romper el silencio reinante.
Tampoco es que Ray fuera a molestarse en contestarme, de todas maneras.
Ahora siento no haberle pegado más fuerte. Qué a gusto me habría quedado, joder.
Un momento. Creo que acabo de pasar por delante de un corredor un poco más estrecho que los demás. Retrocedo, y al detenerme frente a éste, me doy cuenta de no hay más que dos puertas, una junto a la otra. Me gustaría poder leer los sendos letreros en ellas, pero la luz que emana de las pequeñas bombillas rojas del techo es tan tenue que no veo a más de dos palmos de distancia.
Guiado por algún tipo de impulso, agarro el picaporte de una al azar y abro.
El cuarto de dentro es tan estrecho -tiene el espacio justo para que quepa una silla- que mi primer impulso es girar sobre mis talones y salir de ahí pitando, pero algo llama mi atención antes. A mi izquierda, donde se supone que tendría que haber otra pared, me encuentro con un cristal que ofrece la visión de otra habitación, y mis ojos, ya acostumbrados a la penumbra, se encuentran con una figura conocida.
Ray, en el mismo centro, mantiene su expresión de gran satisfacción. Sus extraños ojos verdes pasan sobre mí sin detenerse un instante y se vuelven hacia la puerta, insolentes. Yo siento que la sangre me hierve en las venas.
-¿Ahora te atreves a pasar de mí? -exclamo, pero es como hablar con un muro, porque mi protégé simplemente espera de pie, las manos en los bolsillos, a que un tipo de aspecto distinguido entre en la habitación. Sin ni siquiera mirarme, los dos comienzan a hablar.
-¡Oye! ¡Ni se te ocurra ignorarme!
El tipo elegante se echa a reír de repente, mostrando una blanca hilera de dientes perfectamente alineados.
Y me doy cuenta.
Es un cristal espejado.
No pueden ni oírme ni verme. Bueno, quizá si me pongo a gritar como un poseso me oigan, pero de lo otro, nada. Desde su lado sólo pueden contemplar su propio reflejo en el espejo, mientras que yo veo todo lo que ocurre desde aquí, en este… cuarto para voyeurs .
Interesante.
Antes de que me quiera dar cuenta, mi culo ya está bien plantado en la silla.
Al mismo tiempo que descubro algo parecido a un teléfono detrás de mí y me llevo el auricular a la oreja, Míster Elegante ha adoptado la misma posición que yo, cómodamente apoltronado en un sillón y copa en mano. Ray, por su parte, se reclina en la cama, con ésa insidiosa media sonrisa pintada en la cara. Están hablando, y entonces me doy cuenta de que el supuesto teléfono sirve para escuchar lo que ocurre al otro lado del espejo.
-… será caro –está aseverando mi protégé.
Menuda novedad.
Míster Perfecto se encoge de hombros.
-Estas cosas siempre lo son, ¿no? –comenta con voz ronca y el prostituto lanza una carcajada. El otro esconde la sonrisa tras el vidrio de su copa-. Voy preparando la tarjeta de crédito, ¿no?
-Mejor –Ray se levanta, muy despacio. Los pies se hunden en la alfombra sin hacer el menor ruido, igual que su mano al apretar la entrepierna de Míster Elegante. Tanto éste como yo pegamos un bote en el sitio- ve preparando esto.
-Sí, será mejor.
Con una sonrisa sinuosa, mi protégé da un paso atrás y separa con las piernas las rodillas de su cliente mientras se pasa la camisa por encima de la cabeza, con movimientos deliberadamente lentos. La lámpara del techo derrama luces rojas y sombras sobre su cuerpo. Los dos espectadores nos quedamos fascinados con la forma en que sus músculos cambian y se estiran, con sus largos dedos deshaciendo el nudo del pantalón, y para cuando sus piernas quedan al descubierto, tengo la mano que sujeta ese teléfono tan pegajosa de sudor que me veo obligado a pasarme el aparato a la otra.
¿Por qué estoy haciendo esto?
No lo sé. No lo sé. Lo único que tengo claro es que no puedo despegar los ojos de su figura desgarbada, y que mi aliento se condensa cada dos por tres en el espejo.
Aunque eso no me impide ver cómo Ray, ahora de rodillas entre las piernas de Míster Elegante, arroja el cinturón del tipo por encima de su hombro mientras hace trepar una mano por su muslo. Por culpa de una extraña empatía, casi puedo sentir el calor en mi propia pierna.
Respiro. El vaho vuelve a empañarme la visión.
Paso la mano por el cristal y me encuentro con que mi protégé ha hecho avances. Con la mejilla apoyada en la ingle de su cliente, pasa la punta de la lengua por la abultada tela de su slip. Huelga decir que la erección de Míster Elegante –quien, sudoroso como yo, ya no lo es tanto- es más que evidente.
Casi tanto como la mía.
Cruzo las piernas. No lo puedo evitar. Hay algo en Ray, no sabría decir qué, que es electricidad bruta, es magnético. Pura sensualidad. Me hace querer sentir sobre mí esas mismas manos que liberan la polla de Míster Elegante de su prisión de algodón, me provoca un dolor de estómago el contemplar cómo los mismos labios que me han dejado sabor a nicotina en la boca recorren ahora aquel pedazo de carne insulso, teñidos de un tono grosella por la luz del cuarto.
Ya tengo bastante con contener mis propios quejidos de frustración como para preocuparme por los de nadie más, de modo que apenas oigo al otro tipo gimotear cuando mi protégé le da un buen repaso a su capullo. Sólo soy capaz de concentrarme en la suave rotación de ésa lengua, en la expresión indescifrable de su dueño al probar todas y cada una de las perlas de preseminal, y no puedo evitar jadear al mismo tiempo que Ray al partir los labios y succionar con delectación la punta.
-Oh, j-joder…
Cállate, Míster ya-nunca-más-Elegante.
Míster ya-no-más-elegante cierra el puño con fuerza sobre el pelo del prostituto, quien ni siquiera varía el ritmo de la mamada. Separando un poco las mandíbulas y ladeando la cabeza, continúa tragando centímetro tras centímetro, haciendo al tipo retorcerse en el sitio entre exabruptos muy poco distinguidos.
Yo siento un calor inenarrable en el bajo vientre. Quema. La manga de mi traje está húmeda de desempañarlo una y otra vez. Ray, que parece ajeno a casi todo lo que ocurre a su alrededor, separa un poco las mandíbulas para terminar de tragar la polla venosa del cliente, su nariz recta rozando el vergel de rizos del mismo. Los dos, Míster y yo, suspiramos al unísono.
¿Qué me pasa? ¿Qué está haciendo conmigo, por qué?
La pregunta, por supuesto, no tiene respuesta, no mientras observo las mejillas de mi protégé deformarse y ahuecarse una y otra vez, no tocándome por encima del pantalón.
No con el Míster lanzando al aire un grito ahogado, ni con aquellos primeros trallazos de semen que Ray parecía querer exprimirle de las pelotas y que van derechos a su garganta.
Gimo, pero de rabia. O de envidia. No lo sé. Me estoy volviendo loco. Loco. De repente me doy cuenta de que estoy sudado, y empalmado y dolido con vete tú a saber quién, y las paredes de la diminuta sala para voyeurs - ¿eso es lo que soy, un vulgar voyeur?- se empiezan a cerrar sobre mí.
Enjaulado. Me siento enjaulado.
Me levanto precipitadamente, y la silla golpea la pared al caer. Cuando vuelvo la mirada hacia la otra habitación, mis ojos de animal atrapado se encuentran con la mirada verde de Raymond. Y es una tontería, sólo un momento, pero esta vez parece centrada en mí, sin parpadear, fija en mi posición.
Tengo que salir de aquí. Ya.
--
El teléfono da seis toques exactos antes de que alguien descuelgue al otro lado de la línea. Es el tiempo justo que tarda mi padre en recorrer la pequeña distancia entre el sofá y éste en nuestra casa de Auvert-sûr-le-Pont, aunque cada año se demora un poquito más en alcanzar el aparato. La vejez, supongo.
En cualquier caso, su voz siempre me hace volver a las playas provenzanas de Marsella, al brillante sol del Mediodía francés. Cada vez que lo llamo sé que puedo cerrar los ojos y volver a sentir el calor en mi piel y el salitre del mar en el paladar. Y una añoranza tremenda.
Por mucho que ame París, la Ciudad de la Luz nunca podrá darme esa tranquila quietud junto al Mediterráneo de mi viejo hogar que tan de menos echo siempre.
-¿Hola? ¿Quién es? -bajo el suave crepitar del teléfono, el tronar de la voz de mi padre retumba en mis oídos, sobresaltándome
-Eh, hola... -comienzo, pero el no tener un discurso preparado y mi vacilación dan lugar a que él ruja:
-¡Maldita sea, ya les he dicho que no quiero esa estúpida televisión por satélite! ¡En mi casa no entrará un medio idiotizador y masificador como ése! Mis hijos se han criado sin el yugo de la televisión y...
-¡Papá, soy yo! -exclamo desesperado, cortando así el discursito de siempre antes de que sea demasiado tarde. Las palabras de mi padre quedan entonces en el aire y se disipan lentamente para dejar un silencio entre nosotros solamente roto por el maullido cansino de Polilla, el gato familiar.
-¿Paul?
-Louis.
-Louis -repite, y de pronto detecto un temblor peligroso en su voz. Por favor, por favor, que no se eche a llorar. Me partiría el alma -. Mon petit oiseau se acuerda de su padre por fin.
Hace una breve pausa en la que se le oye respirar pesadamente. Polilla vuelve a reclamar su atención con un maullido estridente antes de comenzar a emitir un sonido grave, como de motosierra. Casi puedo verlo, una peluda y diminuta bola marrón enroscándose en torno a las piernas de mi padre.
-Papá… Tengo veintitrés años. Ya no soy ni petit ni ningún oiseau ...
-¿No seguirás vendiendo televisiones por satélite, verdad? -brama él de pronto, sin hacerme el menor caso y provocando que el corazón casi se me salga por la boca.
Claro que no iba a echarse a llorar. Sólo estaba preparándose para dejarme sordo de un oído. ¿Pero qué le pasa a este hombre, que tiene que andar siempre gritando?
-¿Qué? ¡No! Te he dicho mil veces que hace meses que ya no soy vendedor a domicilio. ¡Y trabajaba para una operadora de telefonía móvil!
-Basura -gruñe él-. Son todos los mismos chupasangres... Ya, Polilla, ya... Por dios, qué gato más pesado...
-Papá, ¿me haces caso?
Él espira con fuerza por la nariz.
-¡Claro que te hago caso! -vuelve a vocear, y yo tengo que apartar el teléfono de mi oreja para que no me reviente el tímpano-. Eres tú el que me ignora. Desde que te fuiste con esos estirados de la capital ya no tienes tiempo para un viejo provinciano como yo.
-He estado muy ocupado...
-¡Ja! Ocupado, dice, y vende televisiones por satélite... Tu hermano también trabaja como un poseso y sí tiene tiempo para su padre. De hecho, si no fuera por Paul pensaría que te ha secuestrado alguna mafia para prostituirte en un burdel de Europa del este -se lamenta, y yo casi me atraganto con mi propia saliva, preocupado por lo poco descabellada que suena la idea de pronto.
Oh, parece que a Paul se le ha pasado investigar algunos detalles recientes de mi vida. Como que su mejor amiga me ha esclavizado en un prostíbulo para puteros de buenas carteras. Una nadería, ya ves.
-De eso precisamente quería hablarte -digo, los dientes apretados para no gritarle yo también. No es que lo haga a propósito, ni se está quedando senil. Es que mi padre tiene la asombrosa habilidad de conseguir que en menos de cinco minutos cualquier persona crea que está completamente chalado. A veces yo mismo me descubro pensando que es así-. Tengo trabajo. Y no, no es en ningún canal de televisión por satélite.
Mi padre resopla, claramente decepcionado por no poder meter cizaña con su tema favorito, pero debe haber algo en mi voz que le hace ponerse serio, porque enseguida se olvida de las puñeteras televisiones:
-¿Es un trabajo respetable, a la altura de mi hijo, o se trata de otra de esas hamburgueserías del demonio?
Yo trago saliva.
-Eh... Define respetable.
-Louis. Ni se te ocurra jugar conmigo.
Ah, ¿y lo dices precisamente tú?
Tomo aliento muy despacio un par de veces antes de volver a hablar. Un paso en falso supondría una catástrofe peor que Hiroshima.
-Papá, necesito que te tomes esto con calma –digo con suavidad, como quien habla con un caballo salvaje-. Con mucha calma.
Lo oigo removerse. Su tontuna ha desaparecido.
-¿Qué pasa? –inquiere él con desconfianza-. ¿Y dónde narices estás? Hay como eco.
Yo me encojo como si me hubieran pinchado y al hacerlo casi me dejo la nuca en el canto de la bañera. Estoy acurrucado dentro, con el pestillo de la puerta del baño bien cerrado. No quiero sorpresas desagradables mientras hablo de asuntos delicados con mi padre. (Y con sorpresas desagradables me refiero a Raymond y a su sonrisa de pervertido). Me he escondido aquí aprovechando que he tenido que cambiarme de pantalones otra maldita vez para rumiar en soledad mi desgracia.
-Eso no importa ahora –cierro los ojos con fuerza, hasta que lucecitas de colores bailan ante mí. Tengo que soltarlo ya, antes de que pase más tiempo y todo esto se convierta en una enorme bola imposible de tragar para él-. Mira, una amiga de Paul, que tiene algunos contactos, me ha buscado un puesto de trabajo en… una especie de hotel. Lujoso. Mucho. –añado con infinita cautela. Mi padre, propietario de una humilde embarcación de pesca, siempre ha mantenido un odio visceral hacia cualquier exhibición innecesaria de riqueza. Y no es por nada, pero solamente la grifería del Chat ya dice a gritos: “¡Eh, miradme! ¡Soy una exhibición de riqueza absolutamente innecesaria!”.
Tras recibir la información, mi padre se queda callado un minuto entero en el que Polilla maúlla desesperadamente como el buen gato esquizofrénico que es. Nadie sabe por qué lo hace, pero así él y su dueño forman una muy buena pareja. Después de callar al minino. El vozarrón de barítono de mi progenitor vuelve a hacerse oír, como un trueno que me sacude los huesos.
-Bueno –dice, aunque sin ninguna inflexión de tono-. Bueno. ¿Y qué pintas tú en un hotel? Porque después de lo de Pigalle, no creo que te hayan puesto a servir desayunos continentales, ¿eh?
Ahí, papá, di que sí. Estoy seguro de que una patada en los testículos hubiera dolido menos que eso.
-Pensaba que habíamos quedado en que lo de Pigalle estaba muerto y enterrado.
-Sí, sí, claro. Sólo dime qué hace un chico con carrera como tú trabajando en un hotel para esnobs.
-Es... difícil de explicar. Digamos que formo parte de la plantilla de los de relaciones públicas, ¿vale? -frotándome la sien con un dedo, me deslizo un poco en la superficie lisa y de puro mármol de la bañera-. Pero ese no es el caso, papá. Quería pedirte consejo, en realidad.
-Pues como no sea sobre jureles... -yo le obsequio con un silencio aterrador y él lanza una risotada-. Lo siento, lo siento. Te escucho.
Tomo aire, con la paciente respiración de mi padre de fondo. No sé por qué estoy haciendo esto. Lo lógico hubiera sido hablar con mi hermano, la única persona de mi mundo en este momento que no está como una regadera, pero no me cogía el teléfono. El último recurso que me quedaba eran mi padre y su gato loco.
-Ya sé que suena extraño -le confío-, pero creo que he tenido mucha suerte con el puesto. Quiero decir, no es como trabajar friendo carne rancia. Aquí tengo un sitio en el que caerme muerto y un buen sueldo, con lo que he podido dejar el apartamento de Alice, y aunque todo este mundo es muy diferente y un poco extraño, estoy bastante seguro de que conseguiré acostumbrarme.
Tampoco es que me quede más remedio, tengo que pagar la jodida alfombra.
-Parece que hay un pero en todo eso.
-Lo hay -instintivamente dirijo la mirada hacia la puerta cerrada, casi esperando ver a mi protégé aparecer por el quicio. Gruño nada más imaginar la escena-. Es... es mi compañero. Dios, papá, no te puedes hacer ni la menor idea de lo que es ese tipo –antes de decir nada más trago saliva en un vano intento de contener una oleada de rabia, pero mi padre debe notarlo, porque no hace ningún comentario jocoso al respecto-. ¿Alguna vez has odiado a alguien de una forma tan grande y absurda que sólo con ver a ésa persona ya sentías impulsos asesinos?
-¿A tu madre?
-Joder, papá.
-Te estoy hablando en serio. Ésa mujer se estaba buscando que alguien la tirara por la borda algún día. Y yo mismo me hubiera encargado gustoso si no se hubiera fugado con aquel notario –entonces emite un sonido extraño por la nariz que no sé clasificar-. Fugarse con un notario teniendo a este macho provenzano en casa, ya ves tú cómo estaba la tía.
Un macho provenzano que apesta siempre a atún rancio.
-Volviendo al tema –continúo, poniendo los ojos en blanco. Lo último que me apetece ahora es recordar la época en la que mi madre todavía seguía con nosotros. Estoy muy bien con un padre loco, no necesito dos, gracias-, no sé si puedo aguantarlo. A mi compañero, digo. Mira, Alice ha puesto en mí su confianza, y ella nunca había hecho eso antes. Gracias a ella tengo este empleo, así que necesito mantenerlo como sea y demostrarle que soy capaz de no decepcionarla. Pero nunca me había topado con nadie tan… engreído. Y caradura. Y cínico. Y desesperante. Estoy seguro de que no voy a poder contenerme, que tarde o temprano lo terminaré tirando por la ventana. Y eso no es bueno.
-Pensaba que después de romperle una botella de Budweiser en la cabeza a uno de los amigos de tu compañero de piso se te habían quitado las ganas de ejercer la violencia sobre otros seres humanos.
Ya, pero Léo no era un dios del sexo.
-No es el mismo caso. Mi compañero tiene un estatus muy alto en esta empresa. Si le estrellara una botella de Budweiser en la cabeza, la mía terminaría en una pica –sí, la verdad es que a Ava parece no disgustarle la idea-. Además, mi psicóloga se volvería loca. Después de todas esas sesiones de control de la ira, no voy a darle ese disgusto.
Eso, y que cada vez que se me planta delante, mi polla toma el mando y no me deja pensar.
-Así que no sé qué debería hacer. Siento que mi deber para con Alice es quedarme aquí y seguir adelante, pero ése tío parece empeñado en… invadir mi espacio vital y dejarme en ridículo continuamente. Estoy muy confundido, papá. De verdad.
Después de decir aquello, se hace el silencio entre los dos otra vez. Es tan denso que puedo oír el mar batiéndose contra la costa y el ronroneo de Polilla. Yo me incorporo un poco en la bañera. Me duele la cabeza a horrores, y oír de nuevo la voz grave de mi padre no ayuda.
-Louis, eres un Daguerre. Un poco canijo y con miedo al agua, pero mi hijo a fin de cuentas. Y a pesar de todas las putas sesiones con la loquera, sé que eres capaz de defenderte tú solito, con y sin botellas de cerveza (Dios, qué orgulloso me sentí de ti ese día). Así que demuestra quién eres y cuál es tu territorio, pajarito . Es todo lo que tengo que decirte.
-Pero…
El clásico pitido de la línea corta cualquier cosa que pueda decir.
-Gracias, padre. Gritando a los vendedores a domicilio eres un poeta, pero dando consejos a tu hijo nos quedamos más bien cortos -me río en voz alta, cual desequilibrado emocional, y me quedo mirando la pantalla en negro del teléfono-. Así que demostrar cuál es mi territorio, ¿eh? Ni que fuera un puto perro en celo.
Luego cierro los ojos y pienso en la belleza salvaje de mi compañero. Y decido que, puestos a ser animales, lo somos los dos y con todas las consecuencias.
Demostrar... defender. Defender mi territorio.