De lujo 17 (Un gatito seducido)
Louis tiene que poner en orden todo aquello que le ronda la cabeza desde lo que ocurrió en la fiesta del Chat, pero cierto prostituto parece querer interponerse en su camino...
Nota de la autora
Uh. Esto es un poco vergonzoso, la verdad. Por favor, no me digáis cuánto tiempo ha pasado. I know. Soy un desastre. Pero los que escribáis sabréis de sobra lo que pasa con los bloqueos, ¿eh? ¿EH? Y los que no... PUES ES UNA MIERDA, MIERDA PURA llora en un rincón.
Ugh, en fin. Aquí estoy otra vez, con la primera parte del diecisiete. Como siempre, me salen los capítulos más largos de lo que imaginaba y luego es caos para organizarme. Esta primera parte no tiene mucha chicha, la verdad, e iba a incluir una parte de Édouard que al final, por espacio, ha sido imposible, pero, well, espero que la disfrutéis como yo escribiéndola (cuando no me han dado derrames por el bloqueo), porque tiene algún momento que otro, creo.
Por otro lado, quería deciros que ahora me lanzo de lleno en la mudanza (ya, ya, se supone que era hace un mes, pero en mi vida todo es tarde, todo), y que en el nuevo apartamento no tendré internet durante un par de semanas, tal vez, así que no sé si podré contestaros (si es que hay alguien que aún me lea) y/o publicar la siguiente parte (si es que llego a tenerla tan pronto). Pero bueno, iré informando a través de Facebook si pasa alguna cosa.
Y... creo que no me dejo nada importante. Bueno, criaturas, lamento, una vez más, mi inexcusable tardanza, y os dejo al fin con esta primera parte del episodio diecisiete. Un abrazo de osa a todos, y hasta la próxima!
17
—¿Wieniawski?
—Mec.
—Ah, venga ya. ¿No era La cadenza ?
—Mec.
Yo hago una mueca y levanto de mala gana la esquina de la página para anotar mi derrota. Ni siquiera me molesto en comprobar el número de rondas ganadas por Raymond, me pondría de mal humor. Justo detrás de mí, los músculos en la espalda de mi protégé se estremecen de una forma misteriosa contra los míos al reajustar su posición, preparándose para la siguiente pieza. El movimiento parece querer transmitirse y reverberar en mi cuerpo. Un ligero hormigueo me eriza todo el vello, aunque yo, algo aturdido, sacudo la cabeza e intento concentrarme en la hoja a medio escribir.
Algunas semanas han pasado desde la extraña noche de fin de año, pero el tiempo no ha conseguido esclarecer casi nada. Ni siquiera el elegante pelirrojo con su contrato se ha dignado a contactar conmigo. Recordar que firmé algo sin leerlo me pone los pelos de punta y hace que la vergüenza ruede y ruede en mi estómago, pero justo por eso no todavía no me he atrevido a preguntarle a Chiara o a Sacha por él. Y desde luego, no pienso confiarle mis inquietudes a ninguno de esos snobs del club. Por el momento no tengo ni idea de en qué me he metido. Y sin embargo, no puedo decir que no me pique la curiosidad. Aquel hombre tenía toda la pinta de saber mucho más de lo que dejaba entrever, algo que, por algún motivo, está dispuesto a compartir conmigo. Eso al menos me consuela, ha propiciado la aparición de un nuevo hilo de investigación: conocer la identidad del extorsionador de Madame Strauss, ese tal Hans. El recuerdo de su voz y las palabras espiadas en el pasillo hormiguean bajo mi piel.
Creo que no ha sido tan mala idea firmar ese papel. Aunque si supiera a qué precio me he vendido, dormiría más tranquilo por las noches, por supuesto.
Luego, de la mano de ese primer misterio, está Maidlow.
La pieza que Raymond estaba tocando languidece y muere con una pequeña protesta del violín. Volviendo a levantar el boli de la hoja, pruebo suerte con Ravel, pero al parecer tengo un oído nefasto para la música (o Raymond me está timando).
—Mec. Nueve a uno, gatito. ¿Era a la décima cuando ibas a volver a probar mi piercing?
—Eso no va a volver a entrar en mi boca, descuida —replico, mientras apoyo el cuaderno en las piernas—. No sé dónde le ves lo divertido a esto. ¿Por qué estamos jugando siquiera? ¿Es para torturarme, o algo así?
Yo noto movimiento detrás de mí y tuerzo el cuerpo para encontrarme con la sonrisa lobuna de Ray, muy cerca de mi cara. En cuanto me vuelvo tengo que entrecerrar los ojos un segundo, porque su pelo del color del cobre refleja el brillo ardiente del sol, y enseguida noto su aliento cosquilleándome la oreja.
—¿Por la velada con final feliz para el ganador?
—Eres terrible.
—Y te gusta.
Chasqueo la lengua, pero al toparme con esos ojos enmudezco, las palabras de Maidlow reflotando como traídas por la corriente, y al final me veo obligado a desviar la vista, avergonzado.
Me ha costado más de lo que me gustaría admitir recuperar y procesar toda la información de aquella noche de mi memoria. Fue complicado sacar toda la porquería que el duque me había escupido a la cara justo al día siguiente de lo ocurrido, cuando desperté resacoso y con Raymond intentando aprovecharse de mi cuerpo inconsciente, así que me limité a dejarla enterrada en algún rincón de la mente. Sólo con el paso de los días comenzó a resurgir esa idea, igual que los restos de un naufragio. No quería creerme las patochadas de ese idiota, pero...
Esta es mi jaula.
Si el Chat está prostituyendo a Raymond en contra de su voluntad, yo soy uno de los culpables, según Maidlow.
No sé qué hacer o cómo sentirme. He pasado todas estas semanas vigilando a mi protégé , esperando ver en él algo que me libre de culpa, o al menos que confirme lo que más me temo, pero, como es de esperar, es imposible saber qué le ronda la cabeza. Ahora que la sospecha es cada vez menos sospecha y más certeza, no puedo mirarlo a los ojos sin que me asalte la culpabilidad.
¿Qué puedo hacer?
Lo ignoro. Pero está claro que lo que no es admisible es quedarme de brazos cruzados a sabiendas de lo que ocurre aquí dentro. Incluso pensé en buscar una alianza con Maidlow, aunque el resentimiento de mis nudillos me dice que tal vez no sea tan buena idea. De todos modos, el duque faltó a su última cita con Raymond y no se le ha visto por el Chat desde la noche de Navidad, tampoco podría ponerme en contacto con él aunque quisiera.
Gruño. Odio sentirme como un pelele, pero hay nada en mis manos. Mi única opción viable de momento es esperar noticias de ese pelirrojo. Estoy seguro que tiene que existir algún tipo de conexión entre el hombre del despacho y mi protégé , y el tipo de la fiesta parece ser la pieza necesaria para despejar mis dudas...
Frustrado, cierro la libreta, me froto los ojos.
Ray ha vuelto a posar los dedos sobre el violín. Yo dejo los papeles a un lado y permito que mi cuerpo se desparrame sobre la cama como un montón de partículas sin conexión. Con la cara apoyada en la colcha blanca, aprovecho que no me está prestando atención para estudiar la postura del prostituto. Puedo ver esa sempiterna tensión contenida en sus músculos, semejante a la de cualquier mármol trabajado por Bernini. Respiración agitada, carótida ondulante bajo la piel. Con los ojos entornados y los labios entreabiertos, en trance. La música es insoportablemente hermosa, como de costumbre, pero sólo alcanza a acariciar mi cerebro con las yemas de los dedos. Esas yemas que en una coreografía precisa y frenética bailan en el mástil sin trastes. Y para cuando quiero darme cuenta, estoy preguntándome si sus dedos se moverían igual, pequeños animales hambrientos, encima de mi cuerpo.
Al igual que la pequeña chispa que desata el incendio, ese pensamiento prende mi imaginación y hacer arder la sangre en mis venas de forma delirante. Yo cierro los ojos y entierro la nariz en la almohada, pero ya es demasiado tarde, y un sinfín de imágenes vergonzosas zumban por detrás de mis párpados. Y mi imaginación morbosa materializa ese cuerpo que se sacude bajo el mío, se escurre entre mis manos húmedas, serpenteante y lúbrico. Mi inconsciente incluso se molesta en recrear de la forma más realista posible el sonido pegajoso de los cuerpos al entrechocar y...
¡Maldita sea!
Había olvidado la forma ridícula en que Raymond consigue coger mi autocontrol y lanzarlo volando por la ventana. Por suerte para mí, la música tocando su fin me salva en el último segundo de abrir un agujero en el colchón (ya me entendéis). A pesar de que me cueste admitirlo, lo cierto es que volver al mundo real acalorado, duro e insatisfecho es un asco. Pero por mucho que quiera recrearme en mi desgracia no tengo la oportunidad, porque entonces me encuentro con el silencio expectante de mi protégé, y comprendo que debería seguirle el juego o se hará muy evidente mi dolor de testículos.
-Eh... ¿Saint-Saëns? -farfullo, lo primero que se me pasa por la cabeza, y para mi sorpresa, él me hace un mohín. Olvidando momentáneamente que mi entrepierna dista poco de un bate de béisbol profesional, brinco en la cama como si volviera a tener seis años.
-¿Era Saint-Saëns? ¿En serio? Soy un puto genio.
-Si te lo hubiera puesto más fácil habría sido vergonzoso hasta para ti -Ray deja el violín a un lado, en un gesto suficiente insoportable, pero no consigue evitar que le aseste un puñetazo de victoria en el hombro, eufórico.
-Arrodíllate ante mí.
-Lo haría gustoso, gatito -acompañando la propuesta, lanza una ojeada a la parte baja de mi cuerpo que consigo bloquear en el último momento, cruzándome de piernas con un gruñido-. ¿Te has puesto rojo de la emoción, o qué?
No es que me ponga rojo. Es que algún día vas a provocarme un derrame interno masivo. Y seguramente te sentirás orgulloso.
Después de arreglárselas para enfriar mi satisfacción, Raymond se encoge de hombros, me dedica toda su indiferencia e inicia un meticuloso ejercicio de estiramientos que hace crujir sus articulaciones. Al parecer sus ganas de divertirse, torturarme o lo que sea que motive sus jugueteos, se han disipado. Con él distraído en sus cosas, puedo permitirme el lujo de sentarme como una persona normal en la cama y olvidarme un poco de mi entrepierna, lo que es un alivio enorme, os lo aseguro.
El sol empieza a dejarse caer bajo la línea del horizonte y proyecta filamentos de luz anaranjada a través del ventanuco. Me inquieta pensar en lo rápido que se acerca el momento en que deba volver a bajar en ese ascensor negro, dirección a las turbias entrañas del Chat Bleu. ¿Cómo es posible que haya estado tan ciego? Obviamente, he dejado transformarse los días en semanas y meses ahogándome en el vasito de mis propios problemas, sin percatarme de la realidad turbulenta bajo mis pies, aguas infestadas de tiburones.
Aunque podría marcharme. De hecho, ¿no es lo que quiero en el fondo, desde aquel primer día de pesadilla? Salir por patas del Chat y seguir viviendo mi vida anodina de siempre, como si nada hubiera ocurrido. Sólo tengo que saldar mi deuda con Ava Strauss, y cada vez queda menos para librarme del peso de esa alfombra.
Entonces, ¿por qué ni siquiera me lo estoy planteando como otra opción?
No lo sé, y tampoco sé si quiero saberlo. Estoy empezando a no tener ni idea de por qué sigo haciendo esto. Dejándome atrapar.
-Siempre estás así, ¿eh?
Ray me mira. Sus piernas cuelgan por el lado contrario de la cama, una mano perezosa se rasca el ombligo por debajo de la camiseta. Pero a pesar de la tranquilidad de su cuerpo, algo malévolo insiste en brillar en sus pupilas como una advertencia de neón.
-Piensas demasiado.
Yo le bufo, y recibo a cambio un cabezazo en el muslo.
-Qué concentrado parecías -ronronea, mientras se restriega contra mi pierna. Desde aquí parece tan inocente como un puma a punto de desgarrar la yugular de algún animal asustado-. Apuesto a que estabas pensando en mí.
-Debería golpearte.
-O sea, que no lo niegas.
Otra vez esa mueca burlesca, una sonrisa que no llega a serlo del todo. Viéndolo comprendo que cada vez estoy más perdido, y que ni siquiera alcanzo a rozar aquello que sostiene su fachada de indolente irreverencia. Casi da la sensación de que cuanto más tiempo paso en su órbita, más consigue confundirme y reírse de mí. Y eso es tan frustrante, porque siempre, pase lo que pase, necesito conocerlo todo a mi alrededor. Tengo que descubrir lo que no sé, y saber más que eso aún, hasta que todos los misterios han sido cuidadosamente diseccionados. Nunca he funcionado de otra forma, aunque, por supuesto, ha quedado de sobra demostrado que nada de eso sirve con Raymond. Lo único que consigo de mi protégé es seguir aturdido, mientras él se permite jugar con mi mente y mi cuerpo. No hay nada justo en eso, y a pesar de ello, yo sigo mordiendo el anzuelo como si fuera lo más natural del mundo.
Debo haber perdido cualquier atisbo de razón ya, pero más peligroso es que no parece inquietarme lo que debería.
Conmigo aún medio absorto en ese pensamiento, Ray recupera su violín destartalado para trastear con las clavijas. Yo sigo el proceso de reojo, sin llegar a prestar atención del todo y algo ido, hasta que mis ojos resbalan por el instrumento y el abrazo de los dedos de Raymond sobre el mástil, una caricia a la madera más que cualquier otra cosa.
-Voy a hacerte una pregunta.
Aun con la vista fija en el instrumento, puedo notar el ligero cambio de posición de los hombros de mi protégé.
-Ya sabes las reglas -dice tras un pequeño lapso de tiempo, como si hubiera estado intentando resistirse (y fallando estrepitosamente) a su propio juego, y luego regresa a la tarea que lo ocupa con actitud indiferente-. A no ser que vayas a pedirme que te empale contra el colchón. Eso sería un bonito regalo de los dioses.
Yo me froto el puente de la nariz, por debajo de las gafas.
-Las conozco de sobra.
También soy consciente de que estoy caminando sobre hielo fino. Aunque no lo parezca, para él el asunto de las preguntas no es tanto un juego como una forma de revelar lo menos posible de sí mismo y al mismo tiempo obtener algo a cambio. Casi siempre logra no decir nada interesante ni importante, y como es lo bastante retorcido como para hacerte caer una y otra vez en la casilla del castigo, las recompensas suelen ser sustanciosas para él la mayoría de las veces. Es un juego al que está acostumbrado a no perder, y del que yo he salido escarmentado en demasiadas ocasiones para mi gusto.
-Y como las conozco, fingiré que no has abierto la boca e iré al grano antes de que se te ocurra otra idiotez, ¿te parece? -él menea la cabeza, pero yo separo los labios antes:-. ¿Nunca te has imaginado haciendo algo... diferente?
Es sólo justo al terminar de formular la pregunta cuando me doy cuenta de que parecía mucho menos estúpida en mi cabeza. Al menos eso me confirma el brillo en la sonrisa de Raymond.
-No estaba hablando de nada que tuviera que ver con tu pene y lo sabes -me apresuro a añadir, en tono casi infantil-. Podrías hacer lo que quisieras ahí fuera.
¿Qué? Realmente lo creo. Es difícil no hacerlo después de comprobar el mimo con el que deja que sus manos traten los instrumentos que caen en ellas, y no me cuesta imaginarlo en cualquier otra parte mucho más digna que ese tugurio de La Madriguera, fluyendo con la música como algo vivo y pulsante. Pero de alguna manera (intencional o no) eso queda siempre relegado a un segundo plano y al olvido por culpa de ese muro de aplastante sensualidad tras el que tiende a parapetarse.
Me pregunto si habrá sido eso el causante de que haya terminado aquí.
-No pierdo el tiempo imaginando cosas que no van a suceder -la respuesta de Raymond me hace levantar la cabeza de forma repentina. Andaba medio hipnotizado con el punteo de sus yemas sobre el violín, y encontrarme ahora con su cara inexpresiva me pone ansioso sin razón aparente.
-¿Cómo que...?
-Dijiste sólo una pregunta, gatito.
-Ya, pero...
Para mi consternación, mi voz no tarda en ir despeñándose hasta convertirse en una mezcla de lamento y gruñido de derrota al descubrir que la oportunidad ha vuelto a escurrírseme entre los dedos para pegarme una patada en la cara. Dejo caer las manos -con las que antes había empezado a gesticular en un desesperado intento de encauzar la conversación- e intento envenenar con la mirada a Raymond, pero él no tiene piedad y es demasiado rápido. Mi sistema nervioso es incapaz de capturar lo que ocurre momentos antes de que el peso del cuerpo de su cuerpo hunda el mío en el colchón.
-Yo también tengo una duda.
Es lo que dice mientras se acomoda a horcajadas sobre mis muslos y atrapa mi camiseta para colar la mano por debajo. La temperatura de su palma amenaza con calentarme la tripa y estremecer mis sentidos.
Es lo que dice mientras se acomoda a horcajadas sobre mis muslos y atrapa mi camiseta para colar la mano por debajo. La temperatura de su palma amenaza con calentarme la tripa y estremecer mis sentidos.
-La verdad, no consigo entender... -continúa, sus dedos trazando líneas invisibles en las inmediaciones de mi ombligo, como si quisiera hacer realidad la sucia fantasía de hace un rato. Yo alcanzo torpemente su muñeca y lo fuerzo a interponer una barrera imaginaria entre nosotros, porque no quiero saber qué podría pasar si sigue tocándome-. ¿Por qué te resistes?
Parpadeo ante su interés genuino, como un idiota.
-¿Qué?
-¿Es que tienes miedo de que te pongan contra la pared o en realidad eres un heterosexual de incógnito? -su sonrisa intenta volverse ladina, pero parece imposible disfrazar ese ramalazo de curiosidad-. Y no me digas que alguien como tú no ha tenido oportunidades. Sería una broma muy triste.
Mi primer impulso al oír eso debería ser apartar de mi cuerpo esos dedazos impertinentes y mandarlo al infierno, como otras tantas veces. Pero eso no ocurre, y no sé por qué termino ahí tirado, bocarriba en la cama y bloqueado, mirando sin ver a Raymond. Mientras, el tiempo se escurre entre nosotros, uno, dos segundos, lo que me lleva desenfocar y volver a enfocar la vista.
-Tuve una mala experiencia con eso -murmuro, justo antes de escaparme de ese lapsus para encontrarme con la ceja arqueada del prostituto.
Y justo para darme cuenta de lo que acabo de decir.
Oh.
-¿Qué? ¿Mala experiencia? -demasiado tarde para huir. Tampoco es que tuviera escapatoria, con Raymond sentado encima de mí, sujetándome. Sólo puedo dejar que un bonito color granate se asiente en mi cara.
-N-no tengo por qué contestar a eso... ¡au, para!
Como el desgraciado que es, él vuelve a atacar sin piedad mis costillas. Cada pellizco duele como un aguijonazo (y seguro que dejarán cardenales como futuras heridas de guerra), y por mucho que oponga resistencia se acercan peligrosamente a mi pecho, cada vez más rápido...
-¡Joder...! Está bien y-yo... No soy exactamente... virgen. Q-quiero decir, lo soy, pero... ugh.
Sí, ugh se aproxima bastante a lo que siento ahora mismo.
Silencio. Yo me cubro la boca con la mano, el ademán estúpido de retener unas palabras que ya se han abierto paso hacia el exterior. Una humillación amarga me da vueltas en el estómago y se mezcla con la bilis, pero no sé si está ocurriendo por lo que acabo de decir, o responde a la imagen que araña un rincón de mi mente, rogando convertirse en un recuerdo. Sobre mí, Ray ladea un poco la cabeza, las pupilas dilatadas de manera casi imperceptible, pero comete el error de levantar la mano a la altura necesaria para que ésta pueda encontrarse con mis dientes.
Y qué queréis que os diga. Me consuela un poco ver su cara antes de que pierda el equilibrio con el susto y el golpe de su cuerpo contra el parqué retumbe por el cuarto.
-¡Gato traidor! -gimotea, aunque yo no quiero perder el tiempo. A pesar de haberlo visto caer, esas palabras aún retumban en mi cráneo igual que un cántico de escarmiento.
¿Por qué he dicho eso? ¿Por qué ahora? ¿Y por qué a este acosador, de todas las personas?
Maldiciendo, consigo arrastrarme fuera de la cama por el otro lado y rescato mi abrigo mugroso del pomo de la puerta del baño.
-Te pasa por andar jodiendo todo el día -gruño, y me envuelvo en la bufanda como si disfrazarme de yihadista fuera a ayudar a aliviar el temblor de mis extremidades-. Y más te vale no joder mientras yo no estoy. Tengo que ver a mi editor.
Jamás pensé que volvería a decir esto, pero por contradictorio que parezca me alegro de que Édouard me dé una excusa para largarme.
Voy a alcanzar la puerta cuando la cabeza de Raymond asoma por debajo de la cama, los ojos entrecerrados.
-¿Todo esto era una estrategia para fugarte con Tarta de Fresa? -inquiere, con un bufido burlón-. Cuando vuelvas aquí...
Yo me meto las manos en los bolsillos, le devuelvo la mirada desafiante.
-¿Qué? ¿Vas a embestirme con ese chichón?
-Voy a arrancarte la ropa interior a mordiscos.
Como respuesta a eso, me relamo y giro el picaporte.
-¿Te refieres a la que no llevo ahora mismo? -añado, en un ataque de euforia un poco tonto que, por un momento, incluso parece que hace remitir la angustia de antes. Más aún cuando acierto a ver la mandíbula descolgada de mi protégé un segundo antes de cerrarle con un portazo.