De lujo 17, 3ª parte (Un gatito seducido)

De vuelta al Chat Bleu, Louis se topa con algo infinitamente peor que su desastroso encuentro con Édouard...

Nota de la autora

Ay, dios. Levanta el megáfono ¿Hola? ¿Queda alguien por aquí? Ugh. Lo siento. Podéis tirarme piedras, me las merezco. Esta vez no voy a excusarme en la universidad (si bien tiene un cincuenta por ciento de culpa de todo el tiempo que he pasado sin escribir). No sería justo, ya que esta vez lo que más me ha impedido poner las manos en el teclado ha sido un bloqueo del tamaño de la torre Montparnasse. Más o menos. Probablemente más.

No sé por qué es, la verdad, pero cada vez me cuesta más escribir. Supongo que porque llevo mil años sin concentrarme más de diez minutos en algo que no sea la facultad y su forma de destruir mi cerebro para rellenarlo con una mezcolanza de francés y chino. Y cuando tengo tiempo libre sólo me apetece entrar en una especie de estado vegetativo celestial. En fin se rasca la cabeza.

Quería comentaros algo. No tenía pensado añadirlo hasta la futura revisión de De lujo, pero creo que falta un pequeño interludio entre el capítulo diecisiete y el dieciocho. Dudaba si añadirlo al diecisiete o no, pero visto lo que he tardado en escribir este, he decidido publicar de una puñetera vez y dejar el interludio para la próxima. Aunque yo sólo quiero llegar de una vez al dieciocho...

Bue. Este capítulo es un poco extraño, pero espero que no llegue a raro. Uh. No sé lo que digo. Aunque sí tengo una recomendación para vosotros: echad un vistazo a los episodios anteriores. Al menos si no queréis perderos cosas por el camino.**

No quiero engañarme a mí misma y a vosotros diciéndoos una fecha aproximada para la siguiente parte, así que sólo voy a desearos una feliz Navidad y un próspero año nuevo, y a esperar que el cielo no se caiga sobre mi cabeza.

Un abrazo, y que disfrutéis del episodio.

Au revoir.

17

(Tercera parte)

Aún puedo oír sus voces al desmoronarme en los escalones del portal de Édouard. Están en cada maldito rincón de mi memoria, expandiéndose como un eco persistente. Las voces y sus risas. Se hundieron en mi piel para despellejarme aquella noche, tan calientes que me escaldaron las entrañas hasta hacerlas carbonilla y dejarme hueco por dentro.

Mi cuerpo entero vibra y una náusea tira de mis tripas. Yo aprieto las palmas contra mis cuencas, respiro. Cuento hasta diez. Hasta veinte. Hasta ciento veinte.

No puedo olvidarlas.

Aún puedo paladear el sabor de Édouard en mis labios, pero no puedo borrar lo que hizo, y empiezo a temer que eso me vaya a partir en dos.

No sé cuánto tiempo sigo sentado aquí. Las sombras comienzan a alargarse y a engullir los contornos de la ciudad. Llego a ver la luz fantasmagórica y amarillenta del alumbrado público hacer relumbrar mis zapatos. Me quedo hasta que el frío amenaza con insensibilizarme de forma permanente las extremidades. Sólo entonces me levanto, despacio.

Una parte de mí no quiere irse. Debe ser la misma que se lanzó a comerle la boca a Édouard, o la que se empeña en susurrar que tal vez no sea tan mala idea volver a subir esas escaleras y plantarme en su puerta. Fingir que nada ha ocurrido entre nosotros y empezar de cero.

Y qué fácil sería ¿no? Recuperar la reconfortante presencia de Édouard en mi vida, que ahora sólo permanece como un susurro obstinado, igual que el miembro fantasma de un lisiado de guerra. Sería tentadoramente fácil, dejarse arrastrar por esa familiaridad que aún existe entre nosotros.  Excepto tal vez por el pequeño, nimio detalle de que, de hacerlo, me obligaría a vivir con ese momento (esa pesadilla) tatuado en la piel cada segundo que lo mirara a la cara.

La brisa de enero cuela sus dedos helados por el cuello de mi camisa, provocándome un violento escalofrío. Aunque en mi huida precipitada he dejado atrás mi abrigo, en ningún momento me planteo volver a por él. De hecho, la idea sólo me incita a caminar más rápido en dirección contraria, de vuelta al Chat , y poco a poco, el hilo desquiciado de mis pensamientos comienza a acompasarse con mis pisadas hasta quedar reducido a un quedo ruido blanco.

De repente el ritmo de París me resulta agotador. En lugar de atravesar las arterias rebosantes de vida de la margen izquierda del Sena, opto por tomar una ruta alternativa de callejuelas de nulo atractivo para los turistas. Es el camino más largo, pero me siento mejor una vez que el bullicio de los bulevares queda atrás y puedo respirar de nuevo...

... Hasta que algo parecido a un cepo frío me atenaza el cuello, robándome el aliento. La mano, enorme y férrea, me arrastra violentamente hasta el final de un callejón, sin importarle demasiado el dolor que azota mi cuerpo. Es tan intenso que yo no puedo moverme, no puedo gritar. Ni siquiera el terror tiene la oportunidad de nublarme los demás sentidos. Y entonces veo la cara de mi agresor y casi puedo sentir cómo se me congela la sangre para formar un coágulo denso y punzante en mi pecho.

Un rostro brutal deformado por las cicatrices.

El miedo me sube como hiel ácida por la garganta y disuelve cualquier atisbo de razón que pudiera conservar. Pataleo, mi respiración tan frenética que me retuerce el estómago en una náusea infinita y que hace que mi mundo empiece a girar y girar. Aun así, lo único que consigo con eso es que un brazo férreo me inmovilice, dejando su otra mano libre en una ocasión perfecta para agarrarme del pelo y estrellarme la cabeza contra el muro de ladrillo.

Cierro los ojos. Es casi más un reflejo que otra cosa, porque mi visión resulta engullida por un deslumbrante fogonazo blanco. Le sigue el dolor, de color rojo oscuro y espeso, y mis piernas cuelgan sin llegar a tocar el suelo, inertes.

Después, dedos que se hunden en mi carne al obligarme a levantar la cara. La imagen de su dueño aparece entre mis pestañas como salida de la bruma. Aristas y ángulos. Una sonrisa afilada, que corta y muerde. Yo siento algo frío fluyendo en mis venas cuando su voz se las arregla para apuntalar mis tímpanos por encima del pitido interminable que me llena la cabeza.

-Mira lo que hemos encontrado, Jordan. Qué graciosa casualidad. ¡Un escritor! Y uno al cual su fama precede, ¿sabes? -lo reconozco. Reconozco su voz. En el despacho de Ava, aquella noche de fin de año...-. Justo tenía una historia increíble que contar. Es realmente emocionante, un thriller de acción, diría. La trama es sencilla, pero estamos trabajando en ella, ¿verdad?

Un gruñido de asentimiento es la única respuesta que recibe, y el sonido retumba en mis huesos. A la luz tenue del callejón, esa figura pálida quiere parecer un espejismo, pero el firme apretón en mi mentón es muy real. Yo soy incapaz de reaccionar, como esos insectos prehistóricos atrapados para siempre en una lágrima de ámbar.

-La historia comienza con un escritor, también. Uno que consigue trabajo en un hotel para ricos y que tiene por hobby meter la nariz en los trapos sucios de los demás.

Respiro con fuerza. Las palabras del tipo me arrastran de vuelta los pasillos del Chat. Oigo su nombre de los labios del pelirrojo del baile y de Ava. Nunca sonó como otra cosa que no fuera una amenaza clara, y la advertencia de Chiara de pronto cobra un sentido aterrador.

Ante mí, los rasgos agudos del hombre se contraen en una especie de sonrisa.

-¿Te resulta familiar?

Ya no puedo verle la cara. La boca de la pistola parece una puerta al infierno, perfectamente redonda y formada por un denso lodo negro que, a centímetros de mi cara, parece a punto de tragarme para siempre.

-Conozco a un escritor que una vez pensó que sería buena idea escuchar a través de una puerta -el metal frío entra en contacto con la piel de mi mejilla y la hunde, moldeándola igual que plastilina. Yo quiero respirar, pero sólo puedo intentarlo, boqueando con una desesperación angustiosa-. ¿Quieres saber qué fue lo que le ocurrió?

¿Qué acaba de decir? No lo sé. Mi pecho se expande y se contrae como si quisiera aplastar los órganos internos o la maraña de pensamientos frenéticos y alarmantes que me colapsa. Sólo única idea, casi primitiva, no deja de palpitar en mis sienes con una claridad aterradora:

No quiero morir.

No aquí.

No así.

¿Cómo he llegado a esto? Estaba seguro de haber salido del pasillo antes de ser descubierto. De hecho, aunque mis recuerdos de esa noche son difusos, juraría haber estado a punto de alcanzar el hall del hotel cuando me topé con...

Qué estúpido. Qué estúpido soy.

La misma mole de carne que me inmoviliza estaba allí. Obviamente. El guardaespaldas de un extorsionador no iba a ocultar a su jefe que un idiota se había pasado la noche con la oreja pegada a la puerta mientras él soltaba sus secretos.  Y yo, con mi comportamiento a la altura de ese mismo idiota, ni siquiera he tenido la prudencia de acordarme durante todo este tiempo de su presencia amenazadora.

Ahora van a meterme un tiro entre las cejas y lo más probable es que me lo merezca.

-¿Qué se supone que debo hacer ahora contigo?

Como si fuera yo quien debe darle la solución, mi agresor (Hans, para ser más precisos ) estudia con detenimiento mis pupilas dilatadas. No obstante, si de verdad quiere una respuesta está claro que no la va a tener, porque a mí me cuesta concentrarme con su arma clavándose descuidadamente en mi pecho, entre mis costillas. Ni siquiera se me permite removerme. Esos brazos que me rodean bien podrían pertenecer a una de esas hercúleas esculturas de mármol macizo en el Louvre. Al final, continúa su monólogo obviando mi opinión:

-Cada año que pasa Ava termina contratando a gente más y más inútil. No sé si será o no algún tipo de resistencia sutil -él ladra una risa que hinca aún más el metal en el cuerpo y que me seca la boca. El resentimiento cruje entre sus dientes-. Si lo que pretende es aparentar ser el nuevo Gandhi o algo así, tal vez debería cerrar antes esa casa de putas suya, ¿no crees? Como si permitir que Raymond se asilvestre en el Chat fuera suficiente para redimir sus pecados.

La mención de mi protégé hace tensarse mis músculos de tal manera que el matón se ve obligado a cerrar su abrazo aún más, hasta casi cortarme la respiración. Para Hans, mi reacción debe resultar divertidísima, a juzgar por la sonrisa -pequeña y puntiaguda- que acaba de materializarse en su cara.

-¿Te sorprende algo? Pensaba que te habías enterado de todo esto cuando estabas agazapado en la puerta de Ava Strauss.

Ojalá fuera así. Me falta la información más importante.

-¿Qué es lo que quieres de él? -el sonido de mi voz me sorprende. He hablado en un acto reflejo, como si ser un cotilla con una pipa entre las costillas fuera la actitud más normal del mundo.

La verdad es que yo también me dispararía si fuera él. Varias veces. A quemarropa. Y sin ningún remordimiento.

Como respuesta inmediata (la cual milagrosamente no es un disparo), un sonido gutural e inquietantemente parecido a una risotada emerge tras mi espalda y hace vibrar mis huesos. Me habría aterrorizado de no estar demasiado preocupado por la pistola y su dueño, quien dedica unos segundos a escrutarme, parpadeando muy despacio.

-¿Eres idiota? -inquiere al fin.

Y es una pregunta genuina. Al menos hay auténtica curiosidad en su voz y en la forma de revisar el cañón del arma, asegurándose de que es real y funcional y aterrador. En cuanto se ha cerciorado de que todo está en orden y de que todavía puede matarme con un gesto vuelve a hundirme el arma en el vientre.

Yo me estremezco. Incluso a través de la camisa, el metal es frío hasta quemar.

-Creo que no eres consciente todavía de lo que te está ocurriendo. Tú tenías una labor muy sencilla en el Chat Bleu. Tú única obligación era no quitarle un ojo de encima y no dejar que hiciera ninguna tontería porque, como ya sabrás, Raymond es propenso a meter la pata y a hacer cosas que no le convienen.

Él tuerce la boca pálida con eso último, apenas un segundo en el que se afloja la presión del arma en mi estómago.

-Pero ya veo que no es posible. Es una lástima que esto haya sido un fiasco total. Comprendo que él pone su empeño en hacérselo difícil a todo el mundo, pero es un dolor de cabeza que Ava ya ni siquiera se moleste en contratar a personal competente... -Hans termina la frase con una especie de gruñido bajo y casi inaudible. De forma inconsciente, jadeo cuando la pistola vuelve a tocar mi cuerpo, pero por una vez ésta no se clava dolorosamente en mi carne.

El acero en el cañón acaricia mi piel en una línea recta, ascendente, congelándome los nervios, y a su paso mi camisa cede y se repliega sobre sí misma. Sin dudarlo un instante, todo mi organismo reacciona contrayéndose, incluso aunque ello suponga que el cepo del matón alrededor de mi cuerpo me estruje las costillas y me corte la respiración.

Después, un segundo estático. Tanto Hans como yo observamos la irradiación de la luz artificial de la ciudad sobre mi cuerpo, y puedo estar seguro de que ambos pensamos lo mismo: mi piel expuesta parece el vientre blanco de un pez a punto de ser diseccionado y destripado.

-Al menos Ava ha procurado traerle a alguien que le hiciera pasar buenos ratos de diversión - comenta, sus labios levantándose para mostrarme unos caninos blancos, bien alineados y casi indistinguibles del resto de la dentadura.

Un pensamiento hace revolverse mis tripas al escucharlo. Quiero pensar que sólo está intimidándome, pero sus ojos no se molestan en esconder el untuoso brillo lúbrico con el que cortan y evalúan la calidad de mi carne y huesos. Nunca nadie me había estudiado así, con una minuciosidad que arrastra sus largos dedos en los pliegues más íntimos de mi anatomía, únicamente para recrearse exhibiéndolos ante un público hambriento.

El asco me golpea. Es un sentimiento tan intenso que aturde mis sentidos, y sólo puedo mirar esos ojos translúcidos y preguntarme si alguna vez han escrutado del mismo modo a mi protégé.

Por más que lo intento, no consigo entender la conexión entre este tipo y Ray. Su relación debe estar a años luz de ser siquiera algo razonable, viendo que ambos se conocen desde antes del Chat y que, con toda seguridad, Hans es el causante de la situación de mi protégé . Sea lo que sea es aterrador. En mi inocencia, suponía haber entendido que cada minuto que ha pasado entre las paredes del club ha sido una pesadilla para él, demasiado aterradora para permitirle reaccionar. Es algo fácil de asimilar, más después de haber sido testigo de la brutalidad a la que es sometido sin ningún tipo de escrúpulo. Ahora, sin embargo, veo en el rostro afilado de Hans esa expresión tan familiar, la de todos esos hombres saturados y hastiados de estímulos sensuales que buscan entretenimiento de usar y tirar, y es sólo entonces cuando descubro que he sido un idiota presuntuoso al pretender creer que comprendía en lo más mínimo a Raymond.

Y es que está acostumbrado a este trato desde hace mucho. Esas miradas no son nada nuevo para él, ni siquiera la forma brutal en que dedos de desconocidos dejan improntas violáceas al hundirse como garras en su cuerpo, tratando de exprimirle hasta la última gota. Todo eso debe resultarle ya algo natural, una segunda piel viscosa y asfixiante que siempre ha llevado y de la que no puede escapar.

Al unir esas piezas, el miedo empieza a desenvolverse y calar en mis propios huesos. Como si necesitara verme al borde del abismo para darme cuenta por fin de que estoy paseando por su infierno personal, tal y como lo hacen los turistas por París: ciego y sordo, dispuesto a llevarme conmigo un recuerdo pálido y a no involucrarme más.

Pero ese infierno me ha devuelto la mirada y, al fin, el temor (un miedo animal y egoísta) a que esto pueda llegar a devorarme a mí también arde en mis tripas.

Sólo quiero que aparte la mirada de mí de una maldita vez.

Como obedeciendo el mandato de mi inconsciente, Hans deja caer la mano con la que sujeta la pistola y entorna los ojos. Puedo percibir un cambio sutil en el ambiente que me pone el vello de punta.

-No importa. Ava ya ha cumplido su deuda conmigo, así que él puede volver al lugar al que pertenece de una vez. En cuanto a ti... Es una pena que se pueda encontrar algo como tú en cualquier barrio mugriento de esta ciudad -dice, y el metal besa mi sien-. Porque eso tacha de la lista la última excusa que me quedaba para no pegarte un tiro.

Yo cierro los ojos, mi cuerpo negándose a responder.

Así que este es el fin.

Es lo último que pienso antes de que el matón de Hans se sacuda como un animal en mitad de un alarido, liberándome de golpe. Yo voy a golpearme el hombro contra duro pavimento al caer, ya que mis piernas están tan convencidas de que debo estar muerto que son incapaces de sostenerme. No las culpo. Yo tampoco puedo moverme en primera instancia, sólo ver cómo sobre mí se desata un caos críptico para mi cerebro dopado de adrenalina.

La mole de carne y músculo que me sostenía ahora se enrosca sobre sí mismo gruñendo, la mano convertida en una garra sobre su hombro. Espesa y oscura, la sangre se escurre entre sus dedos y nos deja hipnotizados tanto a mí como a Hans, que aún sostiene la pistola con el brazo en alto y una expresión petrificada. Yo consigo recomponerme y arrastrarme lejos antes de que su mirada acuosa rebote de su esbirro a mí. Con un rictus de rabia, vuelve a apuntarme, aunque no tiene tiempo de nada más.

Esta vez sí que puedo escuchar el chasquido por encima del murmullo de la ciudad. La bala sólo alcanza a rozarle la mano, pero es suficiente para obligarlo a soltar la pistola en un alarido de dolor e incredulidad.  Yo alzo la vista inmediatamente, sólo para distinguir una silueta fugaz correteando entre las chimeneas.

-No me obligues a no fallar la próxima -advierte-. Desde esta distancia sólo me hace falta una bala para eliminaros a ti y a tu perro deforme.

La suya es una voz femenina, con un deje aburrido que mis nervios hacen familiar de una forma inquietante. Aun así, una ola abrumadora de agradecimiento me calienta el estómago al caer en la cuenta de que la recién llegada está ayudándome de alguna manera, pues al menos su intervención me da la oportunidad perfecta de aprovechar el aturdimiento de Hans y ordenar a mis músculos agarrotados que se muevan. No paro de moverme entre cristales rotos y mugre hasta que me encuentro a salvo tras unos contenedores, con el corazón todavía taquicárdico.

-¡Mueve el culo, imbécil! ¡Pártele el cuello! -Hans aúlla como un demente, loco de frustración. De rodillas y encorvado, trata de recuperar su arma a manotazos, pero la pistola silenciada lo mantiene a raya desde los tejados.

Tras ellos, al otro lado del callejón, la libertad asoma.

Al verla, tentadora, un sudor pegajoso comienza a escurrirse desde mi nuca y en la cara interna de mis puños, y mi cuerpo casi salta por voluntad propia en dirección a la carretera. Aun así, tengo la suerte inmensa de detenerme en el último momento, porque de no haberlo hecho habría ido a darme de cabeza contra la enorme silueta del gorila de Hans, que se acerca a grandes zancadas tambaleantes.

Ella está demasiado ocupada manteniendo a raya a Hans. Ya no puede ayudarme.

Yo noto nublarse mi visión periférica. Inmediatamente, pego la espalda a la pared como si quisiera fundirme con ella, con el mismo ímpetu que pensaba utilizar para arrojarme fuera del callejón. Lo hago justo a tiempo de escuchar el lamento del primer contenedor al ser empujado con fuerza bruta contra el muro, desperdigando por el suelo toda clase de misteriosa inmundicia. A mí el sonido me provoca una arcada automática de ansiedad.

No hay huida posible.

-Ven, pajarito -esa voz no es más que un gruñido jadeante. Sin ira oculta, sin dolor. Nada-. Será rápido.

Un nuevo chirrido parece llenar los espacios vacíos de mi escondite, acompañado esta vez por una nube de papeles que sale despedida y se dispersa a mi lado como huidizos ratones. Mis manos sudorosas comienzan a palmear el suelo en un tanteo frenético, mientras la sombra del gorila comienza a llenar cada rincón del callejón. Los dedos se me cierran alrededor de algo frío.

Y entonces esa sombra me cubre por completo.

-Te encontré.

Una sonrisa bestial, más que esa mano que vuelve a cerrarse en mi hombro. Por mi parte, aprieto el objeto en mi puño, hasta que dejo de sentir por debajo de la muñeca.

Es sólo un segundo, pero el golpe sacude hasta la última célula de mi organismo y me obliga a soltar la barra de hierro, que se aleja entre tintineos. Como siguiendo su ejemplo, esa mano en mi hombro pierde fuerza y resbala bajo la mirada aturdida de su dueño, que pronto sigue su ejemplo, desplomándose exactamente en el mismo sitio en el que me acurrucaba unos segundos antes. Yo comienzo a retroceder mientras lo veo retorcerse y gemir en el suelo.

Antes de que me quiera dar cuenta he echado a correr. Paso como una exhalación sobre el rastro de destrucción del matón y esquivo la mano de un Hans que intenta atraparme sin salir del ángulo muerto de mi salvadora. Sus gritos de frustración, sin embargo, no llegan a golpearme. Con la cabeza como sumergida a gran profundidad, no puedo centrarme en otra cosa que no sea la libertad abriéndose ante mí en un abanico de posibles rutas de huida.

No, lo último que quiero ahora es mirar atrás.

Justo cuando alcanzo la intersección entre el callejón y la avenida, un rugido me hace botar en el sitio. El deportivo se detiene derrapando ante mí, y yo lo reconozco al instante. Es el Porsche de Sacha, pero yo sólo soy capaz de parpadear al descubrir la cabellera pelirroja emerge de la ventanilla del conductor.

Derek me sonríe, lentamente.

-Me da la sensación de que está teniendo un mal día, Monsieur Daguerre. No se preocupe, no es cosa suya. A esas compañías penosas con las que se ha codeado les está costando encontrar sus sitio en el mundo.

Aunque esto último parece dirigido a mí, su mirada acerada se pierde en algún rincón del callejón. Una de sus comisuras se eleva, como si acabara de recordar algún chiste patético. Luego su vista recae en mí de nuevo, al tiempo que comienza a subir de nuevo la ventanilla.

-Puedo llevarle al Chat, si le apetece. ¿No teníamos algún asunto pendiente usted y...?

Su frase queda interrumpida por el chasquido de la puerta que me permite arrojarme dentro del automóvil, jadeando como un animal. Con un sonido satisfecho, Derek pisa el acelerador y el callejón se desvanece tan deprisa que todo lo ocurrido parece una simple alucinación.

Inspiro. Espiro. El ronroneo del motor aplasta todos mis esfuerzos por tratar de comprender lo que ha ocurrido ahí atrás. La inercia me lleva a aovillarme en busca de una posición en la que todo mi cuerpo dolorido no chille de agotamiento.

-Eso que tiene en la cabeza no pinta muy bien -comenta Derek, pero yo no entiendo lo que dice.

Algo me arrastra hacia la oscuridad y yo sólo me dejo llevar.