De lujo 17, 2ª parte (Un gatito seducido)

Louis acude a su editor, pero termina descubriendo por qué es bueno mantenerse alejado del pasado y no lanzarse en aguas turbulentas...

Nota de la autora

Uf. ¿Hay alguien ahí? Han pasado siglos. Si os soy sincera, no estoy pasando por mi mejor momento. Tengo una tonelada de trabajo en general, y un estado de apatía casi permanente que no me deja concentrarme en nada. Por suerte, estos últimos días han sido bastante productivos en lo que respecta a la escritura, y por fin he podido terminar esta parte del capítulo diecisiete. ¡Qué ganas tenía! Me encanta esta parte y me encanta Édouard. Sé que tiene sus detractores, pero... Well. Es parte de mi creación risas.

En fin. No puedo enrollarme más. Aunque tengo algunos parciales pronto, intentaré traeros la última parte del capítulo diecisiete antes de Navidad (ya sé que es un margen enorme, pero ya me conocéis...). ¡Ya nos vamos acercando al final! D: Qué nervios.

Bon. Un abrazo de osezna a todos, y que disfrutéis de este capítulo!

17

(Segunda parte)

El portazo hace gemir los goznes y sacude el suelo bajo el cuerpo de Raymond, pero a pesar del estruendo, él aún permanece unos segundos atascado bajo la cama, junto con la imagen mental que le ha provocado Louis. Cómo quitársela de la cabeza. O, más bien, ¿quién en su sano juicio iba a querer borrarla para siempre?

Ah, él sabe de sobra su respuesta a la pregunta. Gatito mojigato, ¿de qué le servirá guardarse esa actitud desvergonzada para sí? Con lo bien que podrían haber estado pasándoselo desde el principio...

El prostituto se arrastra fuera de la cama, frotándose la nuca dolorida, y se pasa la punta de la lengua por los labios, despacio, como queriendo retener el regusto imaginario y evanescente de Louis. Por suerte, el juego de acoso y derribo con su protector es lo bastante divertido como para no volverlo loco. De no ser así, lo más probable es que ya hubiera devorado hasta los huesos de Louis.

Aunque Ray desea centrarse con todas sus fuerzas en los calzoncillos del escritor, no puede evitar que su interés comience a rodar en otra dirección. Su marcha deja otro tipo de dudas menos lúdicas que el asunto de su no-ropa interior.

Su protector parecía tan perturbado al hablar de su virginal (¿o no?) culo que a Ray le cuesta creer que tal afirmación fuera una táctica para escabullirse. De hecho, no lo cree en absoluto.

Pero entonces... ¿por qué ha estado fingiendo algo así todo este tiempo? No es muy sensato hacer algo así en un sitio como el Chat, y está seguro de que Louis lo sabe de sobra. Y si no, la experiencia ya debe haberle demostrado que su supuesta pureza es un caramelito para los peces gordos del club.

Bueno, sea como sea, no debería resultarle demasiado difícil sonsacárselo, aunque tendrá que esperar a que Louis regrese de donde quiera que esté saltándose sus labores de niñero. Ray desea de corazón que no se trate realmente de Tarta de Fresa. Sería un desperdicio que alguien como Louis le hiciera el menor caso a un tarado de ese calibre.

Además, ese tarado le pegó. En la cara.

Además, el gatito es suyo, él le puso mote primero.

Satisfecho con el razonamiento, estira los miembros hasta hacer crujir las articulaciones y se pone en pie. Sabe que las advertencias de Louis sobre hacer maldades caerán en saco roto si no encuentra algo en lo que distraerse pronto, y no quiere hacer enfadar (mucho) al escritor. Necesita tenerlo de un humor decente para conseguir que desvele sus secretos.

Iba a empezar a deambular como un animal por la habitación cuando algo entra en su campo visual.

En el suelo y entre las sábanas revueltas, asoma una libreta. Él la reconoce al instante. Es como una extensión del cuerpo de Louis, y no recuerda haber visto a su gatito sin ella. Sin pensárselo, la rescata del suelo y hojea las páginas, tatuadas con una letra apretujada y desigual. Ray nunca leyó demasiado bien y la caligrafía de Louis es un tanto críptica, pero de algún modo, el prostituto se las apaña para desenredar la maraña de sintaxis de las primeras páginas.

Pero al hacerlo, se queda paralizado.

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Después de bajar a trompicones hasta la puerta principal, aterrizo en las calles húmedas de la ciudad envuelto en una sensación irreal de sueño lúcido. No tengo claro si este estado se debe al cóctel de excitación y terror que hirvió en mis venas en la habitación de Raymond, o es un anestésico para minimizar lo que me espera ahora, pero se me pasa de un plumazo cuando el atontamiento me hace meter el pie en un charco.

Gruñendo -y bajo la mirada socarrona del portero-, sacudo la pernera mojada y hundo las manos en los bolsillos. Antes de que quiera darme cuenta, mis pies ya han tomado una ruta por cuenta propia y atravieso el corazón palpitante de turistas de París esforzándome por no pensar. Sé adónde me lleva el inconsciente, y aunque no hago nada por detenerlo, no puedo sino sacudirme un poco por debajo de las capas y capas de ropa. Así, salvo el Sena cruzando el Pont Neuf y tomo el bulevar Saint Michel sólo para que mi malestar evolucione a algo frío y viscoso apretándome el pecho. La dorada cúpula del Panteón rompe la línea de edificios bañada en una luz sanguinolenta cuando me aproximo, esquivando estudiantes, a los Jardines de Luxemburgo. Las calles salpicadas de librerías especializadas no atraen mi atención por primera vez en mucho tiempo, porque la fea figura negra de la Torre Montparnasse ya se encarga de mantenerme la vista ocupada.

El barrio de Montparnasse. Nido de artistas inmigrantes y bohemia de la primera mitad del siglo veinte. Y el hogar de Édouard.

Édouard... Mientras dejo atrás a las familias que vuelven a casa después de una tarde en el parque, intento recordarme otra vez por qué no he terminado con esto. Y, como siempre, la respuesta parece clara.

Es sólo por el trabajo.

Después de rechazar la oferta de Maidlow incrustándole mi puño en la cara, ¿qué me quedaba, a fin de cuentas? Nada. Estaba seguro de que mi sueño editorial acababa de golpearse contra un muro de granito y realidad. Y de hecho, así era. Olivia no tardó en ponerse en contacto conmigo, días después de la noche de fin de año, para anunciarme que, sin financiación extra, no podría publicar a un autor novel.

"La premisa es buena, pero el tema arriesgado; no sabemos cómo va a reaccionar el público" había dicho, en un tono apenado que encajaba bastante bien con la forma en la que me estaba hundiendo en la silla de la cafetería. "Supongo que sabrás cómo está la economía... No podemos arriesgarnos a publicar si no caminamos sobre un terreno más seguro. ¿Tal vez si volviéramos  al manuscrito inicial...?

Pero yo no estaba dispuesto a retomar eso. Por primera en veintitrés años siento que estoy haciendo algo de verdad, con este nuevo proyecto, y volver a mi primer trabajo sólo me haría recordar una y otra vez mis tristes fracasos en la vida.

Además, es monstruosamente horrible.

Aquel día me fui a la cama seguro de que todo había acabado. Y la mañana siguiente me encontré con un contrato en la mano y todo listo para editar mi manuscrito en cuanto lo rematara con el punto y final.

Édouard había acudido al rescate sin que nadie se lo hubiera pedido. Se había ofrecido a trabajar sin cobrar conmigo, al menos hasta la completa edición de mi recopilatorio. Algo que ni de lejos tiene pinta siquiera de ser legal. Pero, a pesar de eso y de los sentimientos encontrados, ni Olivia ni yo pudimos negarnos.

Y a pesar de eso, de la excusa razonable que he apuntalado a martillazos en mi sentido común estos días, al alcanzar el edificio de mi editor, el corazón empieza a ralentizar su ritmo y me hormiguean las extremidades.

Lo que ha pasado ahí arriba... ¿estará cincelado en las paredes todavía? ¿Estoy preparado para verla de nuevo ahí, mi vergüenza garabateada con tinta indeleble en cada minúsculo rincón?

Será como meterme de lleno en la cinta de terror que llevo años reproduciendo en bucle, sin poder parar.

Inspirando hondo, apoyo la frente sobre los barrotes de hierro forjado del portal y la humedad me traspasa la piel en una mordedura helada. Sigo así hasta que sólo consigo recordar lo cansado que estoy, porque el frío me entumece la memoria. Entonces me atrevo a pulsar por fin el botón del interfono y la puerta se abre con un zumbido en lo que tardo en pestañear. Subo los escalones, despacio, convenciéndome a la fuerza de que estoy aquí porque si no consigo publicar algo pronto probablemente asuma que soy inservible en cualquier aspecto y termine arrojándome delante de un coche en Concordia. De que no tiene nada que ver con Édouard, sólo con el manuscrito. Le he hecho prometer que no sacaría otro tema que no fuera el profesional. Ambos sabemos que esto es una reunión de trabajo.

Sí. Eso es.

La puerta de Édouard es la única del último piso que parece tener un aspecto invitador. Debe ser porque la conozco bien. De hecho, la conozco tan bien que creo que no podría contar las veces que he cruzado ese umbral y caminado por este mismo rellano.

Aunque puedo ver con claridad en mi cabeza la última vez que cerré esa puerta a mis espaldas.

Un chasquido, y su cara aparece tan rápido en el lugar que antes ocupada la madera que no tengo tiempo de prepararme. Por un momento me encuentro de pie en mitad del rellano, aturdido y sin recordar con detalle por qué estoy aquí.

Por suerte, él sale al rescate (por segunda vez):

-Eh... ¿hay que invitarte a pasar en voz alta para que entres?

Sonríe un poco mientras lo dice, medio de lado, como si llevara tanto tiempo sin hacer algo así que ahora tiene que pelear con sus músculos agarrotados para arrancarse un gesto. Yo, avergonzado, trato de contener el impulso de taparme la cara con mi bufanda de kamikaze talibán.

Pero, aparte de eso, no siento nada .

-Un anfitrión siempre tiene que ser cordial con sus invitados -replico, sintiéndome yo también algo agarrotado al devolverle algo parecido a una sonrisa (y al casi citar una de las frases célebres de Ava). Él me responde del mismo modo como acartonado, y se hace a un lado para que pueda arrojarme dentro del apartamento sin pensar, preparado para cualquier golpe emocional...

Pero lo que encuentro me deja un momento bloqueado.

-Cuando empecé a cobrar mi sueldo, decidí hacerle un lavado de cara al piso -comenta mi anfitrión, como si acabara de leerme la mente, pero es el chasquido de la puerta al cerrarse lo que me saca del sobresalto-. Ya iba siendo hora. Estaba cayéndose todo a pedazos.

Esas últimas palabras se arrastran fuera de su boca y quedan un momento en el aire antes de desvanecerse. El silencio pesa sobre mis hombros mientras dejo mi abrigo en el blanco y diminuto recibidor. Qué sentimiento tan extraño. De reconocimiento y de extrañeza. La verdad, no sé por qué esperaba encontrármelo todo igual que cuando me marché. No es como si el tiempo se hubiera detenido y hubiera estado esperándome para volver a ponerse en marcha en cuanto pusiera un pie dentro del edificio de nuevo. Ahora, al ver los flamantes muebles de Ikea de Édouard ocupando el espacio donde antes había antiguallas machacadas y polvo, soy plenamente consciente de que, después de lo que ocurrió, él también ha seguido viviendo. Incluso puede haber tratado de librarse de ese peso que ha sido y es nuestro pasado. Igual que yo...

Quitando la parte del prostíbulo de lujo y las alfombras persas estropeadas, por supuesto.

Medio enredado en una conversación desganada sobre libros electrónicos, sigo a Édouard hasta la cocina. Tal vez es por la incomodidad que ha empezado a tejerse entre nosotros desde que entré, pero en cada uno de los movimientos que utiliza para preparar café y mantener viva la charla, veo ese tema arañando y luchando por devorarnos a los dos. Una bomba de relojería a punto de estallarnos en la cara. De hecho, el tiempo en la cocina fluye despacio, envuelto en la expectante tensión de ver cuándo Édouard se rendirá y romperá su promesa de mantener es noche en el olvido.

Pero los minutos pasan, y la conversación simplemente sigue su cauce natural hacia Olivia y la editorial, y de lo feliz que está de poder trabajar con mi novela a pesar de todo. Para cuando me termino el café, Édouard ya me está hablando de los pequeños cambios que podrían hacerse para que mi recopilatorio sea perfecto. Yo dejo mi taza en el fregadero y lo acompaño hasta el salón, perturbado.

No puedo ser el único de los dos que lo está sintiendo vibrar en las venas, estoy seguro de que ambos compartimos la misma quemazón que provocan las palabras nunca dichas. Al menos quiero interpretar así la leve rigidez de su cuello cuando vuelve la cabeza para invitarme a sentarme en el sofá.

Yo me dejo caer sin pensar demasiado. En ese momento me doy cuenta que debo haber olvidado mi libreta en el cuarto de Raymond, porque por más que tanteo por todos los bolsillos de mi chaqueta, no aparece. Bueno, qué más da. Édouard se acerca con una copia, y tampoco es que haya escrito nada nuevo.

Siempre estoy demasiado ocupado desvelando mis secretos más vergonzosos a un prostituto.

-¿Sabes, Louis? -mi editor toma asiento a mi lado, pero lo bastante apartado de mi cuerpo como para no levantar suspicacias-. Creo que tanto Olivia como yo ya te comentamos que todos tus relatos son increíbles, pero no deja de sorprenderme la temática que has escogido para escribir.

Dice esto algo ruborizado, mientras relee por encima una de las historias del recopilatorio. Yo me cruzo de brazos.

-¿No pensabas que el cándido de Louis llegara a atreverse a escribir sobre pollas alguna vez, verdad?

La acidez de mis palabras hace que Édouard me mire y parpadee, el aturdimiento flotando en sus ojos oscuros.

-Bueno... en realidad, no es que muchos autores se atrevan a enviar historias de temática erótica a sus editores. Y menos aún si son noveles -su respuesta incómoda me da un buen revés que me obliga a fijar la vista en los papeles repartidos por la mesa, sintiéndome demasiado avergonzado para disculparme.

Dios, ¿por qué estoy haciendo esto?

Tengo que resistir la tentación de llevarme las manos a la cara, porque me hierve la cara y, aunque siga centrado en las fascinantes espirales en la madera de la mesa, sé que Édouard está observándome. Y lo más probable es que lo haga mientras se pregunta qué narices me pasa.

-Siendo sincero, tampoco es un tema que hubiera esperado de ti -al oírlo, levanto la cabeza. Aunque habla con cautela, él se atreve a sonreírme un poco cuando mis ojos encuentran los suyos-. Me sorprendió el, eh... nivel de detalle de la narración.

Mirando su cara enrojecida, pienso en el circo grotesco que se desarrolla entre los muros del Chat Bleu y en el dolor de cabeza que es su estrella principal. Y me siento tentado de tirarme de los pelos y llorar y reír al mismo tiempo. Para fortuna de Édouard, simplemente cuento hasta tres y me pellizco el puente de la nariz antes de responder.

-¿Qué voy a hacer, si tengo la mejor y la peor inspiración?

-¿Te refieres a la del tipo que permite que alguien demasiado ebrio para saber dónde está o por qué le haga una felación en un callejón?

Y la bomba reventó.

Las líneas del relato que acababa de caer en mis manos se difuminan hasta volverse ilegibles. Yo bajo la hoja cuando las palabras consiguen filtrarse por mi cráneo y el calor  amenaza con asfixiarme en mi propio rubor. Édouard me sostiene la mirada sin pestañear, y yo intento hacer lo propio y no rendirme, pero termino medio encogido y centrado en lo fascinante de la mugre en mis zapatos.

No puedo indignarme porque me haya reprochado lo que ocurrió esa noche. Sé que lo que ocurrió esa noche me lo busqué yo solito, y una humillación vergonzosa burbujea en mi estómago.

-No tienes ni idea de lo que he tenido que pasar para escribir esos relatos, para no morirme de hambre -suelto, enfurecido conmigo mismo. Me gustaría redirigir toda esa ira hacia todo lo que él mismo me ha hecho sufrir, montar un escándalo como cuando me abordó en la cafetería y olvidarme de mis malditas meteduras de pata, pero pronto descubro que soy incapaz de hacer otra cosa que no sea permanecer con la vista fija en el suelo, temblando de rabia.

Édouard no responde inmediatamente. Sus dedos llegan a alcanzarme el hombro en un intento de consolarme, pero en lugar de eso el contacto nos deja tan rígidos que su mano termina convertida en un puño sobre el sofá.

-Louis, lo siento.

-Prometiste que no sacarías temas personales.

-Estoy empezando a pensar que eso ya no será posible nunca más. Para ninguno de los dos -suspira, yo aprieto los dientes. He sido el primero en entrar tenso y saltando al mínimo comentario con cosas que poco tienen que ver con el trabajo-. Esto es...

-Un error.

Silencio.

-Iba a decir incómodo -el dolor en su voz es tan tangible que yo no sé ni cómo encajarlo-. Yo... Lo siento.

-No vuelvas a pedirme perdón -entumecido, recojo unos papeles de la mesa, pero una vez en mis manos no tengo ni idea de qué hacer con ellos. Al final, tengo que volver a dejarlos donde estaban, ansioso sin motivo aparente-. Te has disculpado tantas veces desde que te conozco que la expresión ha perdido todo su significado.

Cuando por fin me decido a despegar los ojos del entarimado, Édouard sigue sentado a la misma distancia segura, tan quieto que me hace sospechar que contiene el aliento. Contemplar su silueta, tan dolorosamente inmutable y que me destrozó los nervios en nuestros dos primeros encuentros, me agota ahora de forma física y mental. ¿Cómo es posible que no haya cambiado ni un ápice en estos años?

-Estoy preocupado por ti.

-No tienes ningún derecho a estarlo.

Necesitaba que lo estuvieras hace seis años, no ahora.

-No, no lo tengo -yo lo escucho a medias, como si me encontrara sumergido en aguas profundas. Estoy demasiado ocupado estrujando los papeles sobre la mesa hasta convertirlos en una amalgama informe de celulosa. Para desgracia de mi meticuloso trabajo, Édouard agarra la bola de papel y la aprieta él también antes de arrojarla fuera de nuestro alcance. Ese brote de confianza me deja parpadeando-. Pero no puedo ni quiero evitarlo.

Sin darme tiempo a recomponerme y replicar, mi editor parece reunir el valor necesario para plantar de forma definitiva su mano en mi hombro. La forma en que sus huesos parecen encajar con los míos igual que viejas piezas de puzle me sacude desde los más profundo.

¿Cómo hemos llegado a esta situación?

-Trabajo en un maldito hotel de lujo -de mala gana, aparto esa mano de mí-. Y el descerebrado del callejón es la gran estrella del sitio. Mi única tarea es evitar que siga siendo un descerebrado, pero hay un puñado de ricos que pretenden convertir mi vida en el guión de una telenovela de segunda. Todos quieren joderme - En todos los sentidos de la palabra-. Fin de la historia. No hay nada de lo que preocuparse. Aunque no lo parezca, lo tengo todo bajo control.

Ja.

Mirando a Édouard, me doy cuenta de que está pensando exactamente lo mismo. Yo ya no sé si la bola que me cierra el estómago está hecha de rabia, vergüenza u otras emociones misteriosas y complejas, pero me está dejando sin respiración.

-Lo último que necesito es tu compasión, ¿entiendes? -gruño, lanzándome sobre él para agarrarlo por los hombros y sacudirlo, un burdo intento de borrar esa expresión de pena sempiterna de su cara-. Estoy aquí por el trabajo, para poder salir de ese agujero, no para que me recuerdes toda la mierda de mi vida. ¡Tú preocúpate de tu maldito empleo y de ser la estrella totalmente heterosexual del Stade Français, y déjame en paz!

Escupo esto último sin pensar, acalorado por el enfado y la frustración, y todavía sujetando a Édouard. Su rostro, de pronto impasible, está tan próximo al mío que puedo oler su loción para el afeitado.

Entonces él tuerce la boca en algo que intenta parecerse a una sonrisa.

-Ya, bueno. El Stade Français . Creo que no.

Al principio me cuesta entender su expresión. Mi cabeza es una nebulosa de nervios, bochorno e ira mal controlada. Édouard aprovecha mi estado de confusión para rodear mis muñecas con los dedos y apartarme. Toda su decisión parece haberse evaporado para convertirse en ese aire melancólico tan suyo. Cuando caigo en la cuenta y me quedo frío, él ya ha recuperado los últimos supervivientes de los documentos repartidos sobre la mesa, que estudia en silencio.

Y yo tengo que esforzarme por comprender, por buscar los motivos a algo inverosímil.

-¿Pero no te cogieron? -pregunto, mientras mi entumecimiento emocional comienza a disolverse y la sorpresa me deforma la expresión.

-No -mi editor no despega la vista del folio, pero puedo ver como sus hombros se hunden con cada una de sus palabras-, me aceptaron, ya lo sabes.

Sí, ya lo sé. Cómo olvidar la inmensa media luna de su sonrisa al arrojarme la noticia a la cara. Por mucho que lo intenté, ni siquiera pude fingir bien la alegría. Sólo estaba alejándose un paso más de mí.

-Entonces...

-Rechacé el puesto -me corta él, y yo me quedo mudo-. ¿Crees que tenía sentido ya aceptarlo? Seguro que te parece una idiotez, pero rechazar esa oferta fue la forma más duradera de recordarme que había arruinado cualquier posibilidad de ser feliz en la vida.

La tan temida mención a lo que ocurrió ese día llega, pero ni siquiera parece golpearme. Tal vez sea porque estoy todavía aturdido, intentando digerir la información.

El sueño de una vida, tirado por la borda.

-Mira -por fin, Édouard abandona los papeles y vuelve a mirarme a los ojos-, sé que probablemente me odies ahora mismo. No te culpo, estás en tu derecho, y ni siquiera busco hacerte cambiar de opinión. Yo sólo... llevo años queriendo decirte que no hay un solo día que no me recuerde cada segundo de lo que ocurrió aquella noche. Me cuesta contar la cantidad de veces que he deseado volver atrás y cambiarlo todo, lo que daría por poder hacerlo, y el horror que supone comprender cada día lo que hice. Y me tortura, pero no puedo permitirme olvidarlo. Es mi cilicio personal. Por eso no quiero ni puedo pedirte que me perdones. No estoy seguro ni de que yo mismo sea capaz de perdonarme por lo que ocurrió.

Él termina de hablar con un leve temblor que sacude su cuerpo como un pequeño sismo. Yo no puedo moverme, no puedo pensar. Sólo puedo ver cómo Édouard intenta poner en orden sus propias emociones antes de vuelva a dedicarme una de sus sonrisas forzadas.

-Nunca más volveré a sacar el tema, lo juro -y, como si no hubieran existido ni esta conversación ni el bosque de papeles arrugados a nuestro alrededor, saca un bolígrafo y retoma el trabajo.

Inmóvil, dejo sus palabras rebotando dentro de mi cráneo, una y otra vez.

¿Qué ha sido eso?

La pregunta me asalta un momento, pero desaparece enseguida, ahogada por una especie de zumbido en mis oídos. El corazón me palpita en un compás rítmico y atronador en el pecho, y de pronto eso es todo lo que puedo oír. Édouard sigue hablándome de mis relatos, aunque yo soy incapaz de prestar atención a sus palabras. Su perfil, un calco de mi memoria, y los pequeños y engañosos cambios de esta habitación, que no deja de ser la misma de siempre... Nada ha cambiado, en el fondo. Él sigue aterrorizado y perdido, yo sigo frustrado y herido. Tal vez hayamos alcanzado un nuevo nivel de dolor, pero no ha conseguido cambiar la materia de la que estábamos formados.

E incluso por encima de ese sufrimiento, no encuentro la manera de obviar la añoranza que a veces me abraza a traición en sueños.

Inspiro. Los muelles del sofá se me clavan en la parte trasera de los muslos cuando mi cuerpo, casi por cuenta propia, se inclina hacia un lado. Por su parte, Édouard parece darse cuenta de que no lo estoy escuchando y se vuelve hacia mí, y mi corazón parece volverse loco el momento en que nuestras narices chocan. El aliento de Ed roza mis labios, yo aprieto mi boca contra la suya, y el calor me golpea y embriaga.

Ya no puedo volver a pensar con claridad. Es como volver a respirar tras pasar una eternidad sumergido en algo frío y viscoso. No tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba atrapado, aguantando la respiración. Ha sido demasiado, desde luego.

No obstante, y contra todo pronóstico, Édouard responde agarrándome por los hombros e interponiendo una barrera imaginaria entre ambos. Puedo leer el temor en la rigidez de sus dedos clavados en mi piel. Yo siento el calor abandonar mis mejillas poco a poco, pero no en mis labios, donde permanece igual que el calor residual de una lámpara incandescente. Creo que estoy temblando.

Igual que las manos de Édouard.

-Esto... -balbucea, su voz perdiéndose hasta ahogarse a sí misma. Luego llega el silencio, o algo parecido, porque mi respiración parece llenar cada rincón del cuarto.

Un segundo, dos. Y, tan rápida como la mía, su compostura se tambalea y él se desmorona sobre mí con un lánguido quejido de los muelles bajo nuestros cuerpos. Ed bebe de mí después de años muriendo de sed, y sus labios dejan una quemadura ardiente en mi boca. Mis dedos no vacilan al enterrarse hasta la raíz de su melena oscura, buscan lugares conocidos en la curva de su espalda. Él me toca como quien roza una herida reciente, pero la forma delirante (y tan familiar) en que su lengua mueve la mía casi hace que destierre cualquier recuerdo de mi mente y me abandone a mí mismo, al modo en que sus brazos consiguen encontrar el hueco perfecto para ellos al apretar mi cuerpo.

Aunque no oigo ni entiendo sus palabras deshilachadas, sí que siento transmitirse el calor a la puntas de mis dedos y luego a mis venas cuando me deslizo por debajo de su camiseta. Es intoxicante. Me siento abrumado, ahogado en este recuerdo reencarnado.

Entonces Édouard alcanza las trabillas de mi pantalón, y vuelvo a verme como aquella noche, tirado en el suelo de esta misma habitación, asfixiándome en el dolor y el miedo. Y todo me revienta en la cara con tal fuerza que tengo que rodar hasta caerme del sofá, golpeándome con la mesa y armando un estropicio.

El mundo parece quedarse inmóvil. Édouard parece un animal al que acaban de apuntar con un rifle.

-Louis.

-No puedo -jadeo, mientras me pongo en pie tambaleante y retrocedo hasta la salida. Estoy tan aturdido que termino chocando con el marco de la puerta-. No puedo olvidarlo.

La mueca de dolor en su cara, aún enrojecida, choca con el gesto desesperado con el que trata de detenerme:

-Hablémoslo, Louis... -yo consigo menear la cabeza, alcanzando el pomo de la puerta-. Déjame llamarte mañana, cuando todo esté más tranquilo.

-No lo hagas, por favor -es lo único que consigo barbotar, antes de escurrirme fuera, cerrar la puerta y precipitarme escaleras abajo.