De lujo 11.5 (Un gatito de resaca y una nota)

Las versiones de lo que le ocurrió a nuestro gatito durante la noche de Navidad son cada vez más extravagantes, así que Louis decide cortar por lo sano y acudir a su protégé de una vez. Mientras, una nota peculiar ha aparecido en un bolsillo del abrigo de Édouard...

Nota de la autora

¡Hola de nuevo, criaturas!

Sintiéndolo mucho, tengo malas noticias que traeros. La primera, como veis, es que este capítulo estará partido. No parece tan malo así de primeras (teniendo en cuenta mi tendencia odiosa a partirlos), pero el once en particular es un episodio muy cortito, así que esta parte sólo va a tener algo más de cuatro páginas. Lo siento muchísimo, pero no he podido escribir mucho estos últimos días, y la semana que entra pinta peor todavía. Ahora estoy agotada y no tengo tiempo de nada, y no quiero que eso se regleje en el capítulol, de modo que trataré de traer la segunda parte lo antes posible, y no ahora. Lo de cortarlo... Simplemente no quería dejaros tanto tiempo sin capítulos (aunque si preferís que los suba completos no tenéis más que decírmelo. He escogido este método para intentar que no pase tanto tiempo entre unos capítulos y otros, pero vosotros sois los lectores, y, por tanto, me ceñiré a vuestras preferencias, por supuesto).

La otra mala noticia, y en la misma línea que la primera, es que el mes que entra son treinta días horribles de trabajo para mí. Por lo tanto, quizá no haya capítulo en noviembre. Haré lo que esté en mi mano por traéroslo, aunque de momento la cosa está en el aire, y prefiero centrarme en terminar el once.

Así que... Eso es todo lo que puedo contaros. Otra vez, lo siento. Espero de verdad que la próxima vez que nos veamos sea para traeros nuevo material y mejores nuevas. De momento esto es lo que hay. Insisto en que si preferís capítulos completos y esperar más tiempo, decídmelo. Estoy abierta a cualquier sugerencia.

Also, muchas gracias por todo, as always. Y muchas gracias por vuestra comprensión y paciencia. Domo arigatô.

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11

Es mediodía, y en el pequeño patio interior del Chat se solazan damas y caballeros distinguidos bajo la tibia luz de diciembre, que se cuela a través de la monstruosa cristalera del techo. Normalmente, cada uno de esos pedantes estaría regodeándose en la absurda banalidad de sus problemas, pero hoy tienen algo más interesante de lo que cuchichear, claro. Si los oigo desde aquí, maldita sea, y siento sus miradas clavándose en mi nuca y atravesándome. Queman como la luz del sol

¿Dónde quedaron esos magníficos modales de los que tanto alardeáis, snobs de pacotilla?

-Louis, ¿quieres hacer el favor de quitarte eso de la cabeza y sentarte derecho? Están mirándonos.

La voz de Chiara se eleva por encima de todos los cuchicheos, me trepana el cráneo y le pega una patada indolente a mi cerebro. Yo gruño sin despegar la cara de la mesita de madera, y me aprieto esa cosa (mi viejo abrigo recién rescatado) aún más contra la cabeza.

-Esa cosa es mi abrigo –replico, con voz pastosa. Tengo la lengua hecha un pan y la cabeza palpitante-. Esto es lo que quieren, espectáculo, ¿no? –Chiara resopla y yo me asomo por debajo del abrigo. El sol me fríe las retinas-. En cualquier caso, ¿por qué me echas la bronca a mí si el que está dejando la mesa llena de moco es él?

Enfrente de mí, Sacha se sacude bajo mi dedo acusador y, como para corroborar mis palabras, suelta un hipido y se sorbe ruidosamente la nariz. Tiene incluso peor aspecto que yo: su pelo platino –siempre impecablemente liso- muestra ahora su verdadera naturaleza, encrespado y salvaje; y parece un mapache resabiado, con ésas ojeras y los ojos irritados. Él también ha tenido una noche desastrosa. No hemos podido descifrar el noventa por ciento de sus balbuceos, pero la cosa tiene algo que ver con tropezarse y llenar de barro a una dama en la fiesta del Chat, y en particular con provocar la ira de herr. Por lo que cuentan las malas lenguas (esto es, la zorra de Anita y compañía), las cosas entre Sacha y Derek están algo tensas, de manera que encontrarse a su prostituto privado hecho unos zorros y completamente borracho sin su permiso debe haber crispado un poco más todavía a Monsieur Zimmerman. El aire desastrado que rodea a Sacha lo demuestra sin necesidad de más explicaciones.

Aun así, sigue habiendo algo encantador en la forma en que se restriega la nariz enrojecida antes de volver a prorrumpir en sollozos incoherentes.

Chiara me tira una horquilla a la cabeza.

-Ya la has fastidiado –me reprende, mientras le arroja de forma mecánica el vigésimo pañuelo de papel al rusito. Después me fulmina con la mirada. De nosotros tres, Chiara es la que mejor ha sobrevivido a la noche del desfase absurdo de Navidad. De hecho, asegura haberse largado derecha a la cama poco después de dejar su casa Sacha y yo. Y me lo creo, claro. No se me ocurren muchos más sitios en los que puedan haberle dejado ése chupetón del tamaño de Asia Menor que luce justo debajo de la oreja.

-Louis malo –solloza Sacha, e inmediatamente comienza a desbarrar, preguntándose qué demonios va a hacer si Derek no vuelve nunca más al Chat.

Chiara no parece hacerle mucho más caso del que lleva haciéndole toda la mañana. En lugar de eso, asiente y tira de mi abrigo con malevolencia. Cuando el sol me da de pleno en la cara, siento cómo mi cerebro empieza a fundirse.

-Sí, Louis malo y amargado –dice mientras, aunque sus labios fruncidos se relajan un tanto justo después, y alarga la mano para tocarme en un gesto consolador que suele dedicarle a menudo a Sacha-. Oye, por lo que sé, esta mañana Ray trabaja porque tiene un encargo especial de un cliente habitual. No va a saltárselo ni nada, como otras veces, así que deberías mover tu culo de vuelta a la habitación y dormir la mona hasta que cambies el chip de maricón menopáusico.

Ante eso, sacudo la cabeza. Sí, es cierto que mi protégé tiene trabajo extraordinario esta mañana; Ava se ha encargado de informarme de ello por busca (a las seis de la mañana, por cierto). Pero no es eso lo que me preocupa.

Me he despertado en la cama de Raymond, con la cabeza a punto de implosionar, mis recuerdos más tempranos de la noche anterior hechos pedacitos como un puzle irresoluto (el resto de la velada es una página en blanco), y una mancha sospechosa en la cara. Y todavía ahora sigo sin saber por qué me emborraché anoche.

No voy a deciros qué se me pasó por la cabeza en ese momento, porque ya tengo bastante con los cuchicheos que se escurren por los pasillos del Chat. Me ponen los pelos de punta.

-Es fácil decirlo –comienzo, cansado. Me pongo en pie con los ojos entrecerrados y hago un gesto obsceno a los tipos de la mesa más cercana, que se habían inclinado para no perderse un detalle de la conversación. Esto me costará otra bajada de sueldo, pero ¿y lo a gusto que acabo de quedarme?-. En fin. Si ninguno de los dos tenéis ni idea de si es verdad eso de que me pasé media noche en la Jaula travestido de Carmen Electra y con Raymond entre las piernas, creo que no tengo nada más que hacer aquí.

Y dicho esto, e ignorando los comentarios airados de los espectadores a los que acabo de agraviar, doy media vuelta sobre mis talones y desaparezco del patio.

Unas horas antes, barrio de Montparnasse.

Un insidioso teléfono sonando sin parar despierta a Édouard.

Él oye el tono retumbar en su apartamento vacío, enredado bocabajo en sus sábanas. Rezonga, y aprieta la cara contra la almohada hasta que salta el contestador y una voz femenina, distorsionada por el aparato, le llega desde el salón.

-Ed, soy Olivia. He visto que no estás por la oficina y tampoco hemos podido ponernos en contacto con el escritor, así que me preguntaba si algo fue mal con él. Sé que tenías algunos cambios que proponer en el manuscrito, y no tengo nada en contra de ellos, pero ya sabes lo sensibles que se ponen algunos escritores cuando se habla de modificar sus obras. Pero bueno, estoy segura de que habrás sabido manejar la situación... y, eh... Querría saber si ya has decidido algo acerca de lo de esta noche. Tenía el teléfono del sitio en la mano y… ya sabes cómo se pone ése restaurante si no reservas al menos antes de mediodía… En fin. ¿Podrías llamarme en cuanto oigas este mensaje? Te estaría muy agradecida…

El contestador pita, cortando la frase, y Édouard gruñe, todavía con la cara pegada a la almohada. Olivia, su editora jefe, es normalmente una mujer implacable en lo que se refiere al mundo editorial, pero con él parece descolocarse, perderse. A Édouard le sorprendió muy gratamente que una mujer del calibre de Olivia, atractiva e independiente, estuviera intentando llevárselo a la cama. Eso le hacía sentir importante al principio, empezó a incomodarle después, y ahora sólo le proporciona una culpabilidad constante. Y esa sensación le trae muy malos recuerdos.

Muy a su pesar, hace el esfuerzo de rodar en su cama, hasta que queda tumbado en el borde. El espejo dentro de su armario le devuelve una imagen desastrosa de sí mismo. En calzoncillos, ojeroso y con el pelo totalmente enredado y revuelto, Édouard se observa en el espejo un instante. Luego vuelve la vista y vuelve a refunfuñar al tiempo que se incorpora, sentándose en el borde del colchón. Está siendo egoísta y descuidado, pero lo último que le apetece es ir a la oficina a encararse con Olivia y decirle que dejó colgado a su escritor por perseguir a un fantasma de la adolescencia.

O un error. Un error, eso es.

Con algo de esfuerzo, se pone en pie y cierra el armario. Lo que sea con tal de no verse más reflejado en el espejo. Tratando de no pensar en nada, deja la habitación. Sus pies desnudos hacen un ruido sordo al golpear el suelo helado cuando camina hasta la cocina, todavía en penumbra. Mientras trastea con la cafetera, su madre enfurecida le espeta algo desde el teléfono. Él alcanza la lata de café con la perorata de la mujer de fondo. Como siempre, ha desconectado hace rato, y sólo oye un ruido sordo en alguna parte. Ya hace mucho que su madre lo atosiga con la misma cantinela y se sabe ya de memoria todos sus sermones.

Con movimientos mecánicos abre la nevera para encontrarse con un paraje desolador. Él frunce el ceño mientras olfatea un cartón de leche abierto.

-... disgusto. Todavía no puedo creerme que le dijeras esas cosas horribles a tu padre. Sólo quería ayudarte con Monsieur Lagard...

Édouard da el aprobado raspado al cartón, que deja junto a la cafetera, y se dispone a rebuscar en todos los armarios. La única rebanada de pan que queda, medio escondida detrás de unos envases vacíos, está tan dura que podría usarse perfectamente para cortar diamante. Él la vuelve a dejar donde está, suspirando, y se centra en la cafetera.

-... no te hemos criado para que te comportes como un engreído desconsiderado! Quizá Monsieur Lagard tenga razón y ese “amigo” tuyo también te lavó el...

El agua rompe a hervir. Édouard se sirve el café derramando gran parte sobre el fogón y se arrastra sin molestarse en buscar nada más para desayunar hacia el sofá. Hace tiempo que renovó todo el mobiliario del piso, pero eso… de eso no fue capaz de deshacerse.

Con la mente hecha un barullo, da un sorbo al café y deja inmediatamente la taza en la mesa auxiliar. Está asqueroso, como siempre.

-... volver con Monsieur Lagard. Por favor. Tu padre y yo sabemos que puedes cambiar . Tienes que entender que estás viviendo de forma equivocada. Sé que sigues intentando convencerte de que estás bien, pero no es así. Ese… ese tipo te ha convencido de algo que no eres. Estás torcido, Édouard. Estás torcido. Deja que…

Un pitido. Fin del mensaje. Otro pitido. Tiene un mensaje nuevo. Édouard alarga el brazo y desconecta el aparato.

Estás torcido.

Se frotó los ojos, y luego miró alrededor. La penumbra reina en el cuarto, pero la débil luz que se filtra por las cortinas cae sobre su apartamento diminuto y hecho polvo. Édouard lo observa todo en silencio.

Hace dos semanas que dejó de visitar a Monsieur Lagard. Había dicho cosas desagradables de Louis y… ¿qué sabía ése tío de Louis? Sólo era un don nadie que estaba cobrando una pasta a sus padres por intentar devolverlo a la normalidad. Le había costado tener una desagradable discusión con ellos, pero no quería volver a ver a ese impostor fracasado. Quería a Louis.

Pero Louis no lo quería a él.

Así que, ¿ahora qué?

Está tan perdido.

Despacio, recoge su abrigo, que la noche anterior había dejado abandonado en el respaldo del sofá. Y ahí sigue el sobrecito, dentro de uno de sus bolsillos. No lo ha soñado. Los remates dorados de la tarjeta que escondía el sobre relumbran en la penumbra de forma casi desafiante. Édouard no sabría decir en qué momento apareció aquello en su bolsillo, pero está seguro de que tuvo que ser anoche, poco después de su encuentro con Louis en el club.

Pensativo, da vueltas a la tarjeta entre los dedos. Se ha grabado a fuego en la memoria cada uno de los delicados trazos en tinta dorada, pero aun así la desdobla y vuelve a leer la impecable caligrafía con avidez.

20:30, mañana en la Sala Azul del Groupe Partouche. Venga solo. Por lo que sé, el asunto a tratar puede serle de alto interés.

Atte.

G.M.

Él se muerde el labio y deja la nota a un lado, las palabras llenas de florituras rondándole la cabeza. Entonces alarga el brazo y recoge algo que dejó sobre la mesa la noche anterior. El pliegue de papel, que también estaba dentro del sobre que alguien se había encargado de hacer aparecer en su abrigo, pesaba horriblemente entre sus dedos. Aquí está el quid de la cuestión, que él desdobla con cuidado.

La fotografía se despliega ante sus ojos por segunda vez, y la imagen medio difusa de Louis bajo la lluvia torrencial lo golpea. El desliza el pulgar, con la uña mordisqueada, sobre la cara enfurruñada del rubio. Y aunque a su lado está ese tipo odioso del bar, no puede evitar una dolorosa y al mismo tiempo agradable punzada en el pecho.

¿Qué es esto? ¿Una amenaza? ¿En qué está metido, para que alguien le cite a él en un exclusivo casino de París?

Casi de casualidad, recuerda la frase del acompañante de Louis en La Madriguera: No sería mucho más rico de lo que soy ahora…

Rico.

¿Estaría aquel tipo tan desagradable en algún asunto turbio? ¿Mafias? ¿Drogas?

Édouard no quiere pensarlo, pero ahí está el sobre, con su contenido esparcido por la mesa como los restos de algún sacrificio ritual.

Ocho y media en el Groupe Partouche.

Ven solo.

Un tirón de adrenalina y temor le sube por la garganta cuando deja a un lado la foto y, olvidando las hirientes palabras de su madre, consulta el reloj.

Todavía tiene veinte minutos. Si coge el metro quizá llegue al casino.

Clavado en el asiento, la fugaz tentación de volver a la cama y olvidarse de todo cruza su cerebro, pero entonces recuerda a su padre volviéndole la cara y negándose a hablar con él, a su madre atestándole de mensajes incendiarios el contestador, al impresentable de Monsieur Lagard, que tiene la desfachatez de autodeclararse médico.

Aun así, y a pesar de estar luchando desesperadamente por encasquetarse la primera camisa que ha visto, antes de salir por la puerta necesita detenerse un para enterrar la cara en el sofá, sólo un instante. Y como de costumbre, no puede evitar sentirse decepcionado.

Ni siquiera en el viejo mueble lleno de muelles sueltos queda nada ya de Louis.

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Los pasillos del primer nivel de la Jaula están muy tranquilos (más de lo normal), y me alegra no toparme con nadie de camino al cuarto de mi protégé. Mi resaca de esta mañana se ha convertido en una migraña terrible, y lo último que me apetece ahora es encontrarme con otro millonario aburrido y con ganas de carne fresca que se interese por la orgía sado que -se supone- se celebró en mi cuarto anoche.

Me molestaría tener que admitir que ni yo tengo ni idea de si realmente eso tuvo lugar.

Refunfuño entre dientes. No me apetece nada encararme ahora con Raymond y darme de bruces con esa maldita sonrisa suficiente suya, pero no tengo más remedio que hacerlo. Por más que he preguntado por ahí, por más que he luchado por sacar algo de mi  memoria, todos mis recuerdos de anoche se reducen a unos tristes retazos de la fiesta de Chiara. Y eso, si os soy sincero, no saber qué hice con mi vida ayer me inquieta un poco.

En realidad, me pone los pelos de punta.

Llego al minúsculo pasillito lateral en el que está encajada la habitación de Ray, cada segundo que pasa de peor humor y nefasto dolor de cabeza.

Aunque un estruendo y una exclamación ahogada provenientes del cuarto de mi protégé pronto consiguen arrancarme parcialmente de la mente lo que estaba pensando.

No sé por qué, pero con el ruido de pronto me asalta un mal presentimiento, y sin recapacitar mucho lo que hago, acciono el picaporte de la primera puerta que se me pone a tiro para precipitarme dentro del cuartito equivocado. Y lo primero que veo nada más entrar en la habitación de voyeurs es  impactante, tanto que me quedo parado de pie en mitad de la estancia, la cabeza torcida como haría Sacha y una expresión estúpida en la cara...