De lujo 11.5, 2ª parte (Un gatito recompensado)

La visita a la Jaula quizá no termine en una bronca, como esperaba Louis, pero sí que sirve para dejar con la boca cerrada a su protégé...

Nota de la autora

Et voilá, aquí estoy, de nuevo. Se me ha hecho más larga de lo que esperaba, esta transición. Es un placer estar de vuelta corazón.

En fin, no voy a enrollarme mucho, que tengo que quitarme esa mala costumbre risas. Esta segunda parte no es muy larga, pero espero que os guste a todos y sirva para resarcirme un poco de la primera. Siempre podéis mandarme al carajo en los comentarios, así que ya sabéis, anyway.

Muchas gracias por vuestros comentarios, y en particular por decir sinceramente qué método de publicación preferís. Todavía no he decidido qué haré al respecto, de todos modos, pero intentaré ser justa con todos. De momento, trataré de subir algún extra cortito este mes, porque un capítulo completo será imposible. Pero haré lo posible por no dejaros sin nada.

Y... eso es todo. Os he prometido que no me enrollaría, y a veces cumplo mi palabra risas. Aquí os dejo con la segunda parte del once, que espero, sea de vuestro agrado.

Un abrazo!

P.D. Las piezas que está tocando Ray en el piano de su habitación secreta son dos, ambas del compositor francés Debussy: Arabesque (cuando Louis irrumpe en el cuarto) y La fille aux cheveux de lin (después de la primera, interrumpida por nuestro escritor, y al final de nuevo, esta vez completa).

11.5 (2a parte)

Lo que estoy viendo es desconcertante y algo alarmante a un tiempo.

Desconcertante, porque mi protégé acaba de estampar contra el cristal a un tipo grande como un armario empotrado, dos cabezas más alto que él. Y alarmante, porque ese señor tan enorme al que está sujetando de la pechera tiene toda la pinta de ser su cliente.

Debería hacer algo. Debería hacerlo ahora mismo, pero entonces oigo sus voces a través del telefonillo de la pared, que con el golpe debe de haberse descolgado, y mi primer impulso es quedarme quieto y escuchar…

-¿Crees que es divertido? –está diciendo mi protégé, con la cara a escasos centímetros de la de su víctima, un hombre alto y moreno que no se mueve un ápice. Yo agarro el telefonillo y me lo llevo a la oreja, y ahora sí, la voz de Raymond es perfectamente audible-. ¿Crees que con tu juego de detectives vas a salvar a un pobre puto como yo, Maidlow? ¿O a lo mejor lo único que buscas es tratar de demostrarle al mundo que no quieres ser el típico pijo malcriado y podrido de pasta? –el tal Maidlow tensa la mandíbula, pero no se mueve un centímetro. Desde aquí atrás no puedo verle la cara, pero no parece realmente asustado, ni siquiera enfadado.

Curioso.

-Ray, te equivocas, yo…

Mi protégé vuelve a golpearlo contra el vidrio, sobresaltándonos a los dos. Él tampoco tiene pinta de estar irritado, pero muestra una expresión extraña, sin esa sonrisa odiosa suya, como si estuviera aburrido de todo. Ahora que lo veo de cerca, me doy cuenta de que tiene el labio partido y un ojo rodeado de una aureola púrpura.

Qué has hecho ahora, maldita sea.

-Me aburres, Maidlow –continúa el prostituto, y sin dar lugar a que su cliente, nervioso de repente, llegue a decir nada, le golpea suavemente el pecho con el dorso de la mano y le da la espalda, soltándolo-. No hace falta que vuelvas a venir el mes que viene. Byebye, Excelencia.

El otro tipo se endereza bruscamente y se pasa una mano por el pelo oscuro, para enseguida restregarse la cara. Sus palabras resuenan en mis oídos un poco temblorosas, desesperadas.

-No puedes hacer eso.

Ray, que estaba a medio camino de ir a alguna parte en la habitación, se detiene. Con las manos en los bolsillos y casi sin volverse, le dedica a su cliente una mueca sesgada, como el filo de una cimitarra.

Es una sonrisa algo desagradable.

-Me pregunto qué diría Ava si descubriera que uno de sus clientes más fieles lo es sólo porque está enamorado de uno de sus trabajadores –dice, arrastrando las palabras y haciendo un gesto difícil de clasificar con una mano. Yo me quedo congelado. Su interlocutor, mudo -. ¿Cuántas normas de vuestro contrato infringe eso, eh, Excelencia? Porque eso es lo que os hace firmar a todos Ava Strauss, ¿verdad? Tres condiciones de servicio inquebrantables. Las recuerda, ¿verdad, caballero?

Espera, ¿qué?

Maidlow respira con fuerza. Es un sonido áspero en el telefonillo. Yo contengo el aliento.

Ya no sé muy bien por qué había venido. Pero no importa.

Estúpida curiosidad de escritor. Estúpida y sensual curiosidad.

-Raymond…

-¿La recuerdas, Gareth?

El tipo cierra la boca, aprieta y afloja los puños, y tras lo que parece una ardua lucha interna, asiente, los dientes apretados. Entonces, mi protégé vuelve a sonreír, y me parece que mueve los labios, pero el telefonillo no capta nada, así que supongo que lo he imaginado. Con pasos sinuosos, lo veo sortear la cama y desaparecer tras unas cortinas; y para cuando vuelvo la vista hacia atrás, buscando a su cliente, me sorprende darme cuenta de que el tipo se ha esfumado del cuarto como el humo.

¿Qué cojones…?

Frustrado, vuelvo a arrojar mi cuerpo contra la puerta, y, aunque cuando salgo al pasillo tampoco veo ningún rastro del tipo, puedo oír sus pasos apresurándose escaleras arribas.

Genial. Por lo menos no me estoy volviendo loco.

Suspiro. Mi cabeza me está matando, y el pensar en que probablemente ahora tenga que subir al despacho de Ava a reportar el incidente que acabo de presenciar me pone enfermo. Por suerte –o por desgracia-, justo cuando estoy a punto de arrastrarme arriba de nuevo, un sonido proveniente del cuarto de Raymond me clava en el sitio.

Parece música.

Sinceramente, tengo la cabeza como si se celebrara dentro un guateque de monos con rabia, y no me apetece lidiar con Ava y sus condiciones de servicio, así que, sin detenerme a pensarlo mucho, abro con cuidado la puerta entreabierta de la habitación. Nunca he estado dentro, pero (y aunque me cueste admitirlo) he pasado demasiados días acurrucado en la sala para voyeurs, estudiando los movimientos de mi protégé, así que las formas oscuras del cuarto me resultan familiares. Aun así, el ambiente denso, cargado de sexo que se respira entre estas cuatro paredes es algo totalmente nuevo para mí. Frotándome la sien, intento no empaparme demasiado en ello y sorteo elementos anodinos de mobiliario, siguiendo la fuente del sonido.

Desde luego, es música.

Detrás de la cama, y cubierta por un grueso cortinaje púrpura, hay una puerta imposible de ver desde el otro cuarto. La madera es oscura, sin vetas apenas, muy bien pulida, un trabajo muy decente de algún buen ebanista. Yo, plantado delante, suspiro, me pellizco el entrecejo. Y acciono el picaporte.

Nada más abrir la puerta, la música se cuela por el vano y me golpea con la fuerza suficiente como para dejarme totalmente atontado, de pie entre una y otra habitación, al tiempo que un fogonazo de luz blanca termina de dejarme ciego y hace puré mis maltratadas pupilas.

Mis ojos tardan un par de segundos en acostumbrarse al foco de luz, proveniente de una lámpara tirada en un rincón del pequeño cuarto al que acabo de entrar, y cuando lo hacen puedo distinguir las formas irregulares de unos estantes atestados que cubren el noventa por ciento de las paredes. Hay discos, de un gusto tan ecléctico que resulta extraño (Ravel y Hendrix comparten estantería), y efectos personales igual de variados. Al dar un paso, el suelo alfombrado de folios arrugados se hunde un poco bajo mis pies, y veo dos, tres guitarras bien protegidas en sus fundas, además de algo dentro de una carcasa que parece ser un saxofón. Y, en el mismo centro, está mi protégé.

Yo me quedo muy quieto.

El piano de cola ocupa una cantidad ridícula de espacio en el cuartito, pero a Raymond, descamisado en la banqueta, no parece provocarle ninguna claustrofobia. Lo confirma la forma apenas perceptible en que mueve la cabeza con cada cambio de acorde; el movimiento ondulante y relajado de los músculos de sus hombros bajo la piel, sincronizado con la cadencia perfecta de la composición. Ni siquiera parece percatarse de que tiene un espectador improvisado, de modo que sus dedos siguen deslizándose sobre las teclas de forma ininterrumpida, regalándome una interpretación privada de música impresionista.

Aunque la pieza me resulta vagamente familiar, no me esfuerzo en recordar el nombre. Simplemente me limito a apoyarme con discreción en el marco de la puerta y a escuchar.

Y es extraño, porque por un fugaz instante siento lo más parecido a la catarsis desde que llegué al Chat, pero cuando Raymond termina la pieza y empieza a tocar otra cosa, lenta y suave, algo parecido a una bola de incomodidad empieza a subirme por la garganta. No sabría decir muy bien por qué. Supongo que tendrá que ver con haber irrumpido de pronto en lo que parece el único y verdadero espacio privado de mi protégé, aquel no contaminado por la presencia de clientes molestos y su trabajo, y que a mí me deja un poco fuera de lugar. O quizá sea algo más profundo, relacionado con la desconcertante delicadeza con la que pulsa las teclas, que no se corresponde muy bien con esa sonrisa extraña y ácida que le dedicó, minutos antes, a aquel hombre. Realmente, la forma en la que se inclina, absorto, sobre el instrumento no encaja con ninguna faceta de su desgraciado carácter.

Por algún motivo, me produce inquietud el no saber si puedo seguir encajándolo ya dentro del marco de bastardo insensible.

-Estúpido Raymond –gruño, en un acceso de enfado, lo que provoca que la música se corte abruptamente en su punto álgido, y la cabeza del prostituto se vuelve hacia mí con una leve expresión de sorpresa, que a mí se me antoja muy graciosa.

Ja. Ahora sabes lo que se siente.

Es una pena que se recomponga tan pronto y recupere al momento su media sonrisa, una ceja arqueada, mientras apoya un codo en su instrumento.

-Louis, Louis –ronronea, y yo noto cómo se me eriza el pelo de la nuca al oír mi nombre en su boca. No es algo que ocurra muy a menudo. El diez por ciento de las veces que necesita llamarme, de hecho-. Si querías un concierto para ti solito sólo tenías que pedírmelo, no era necesario cometer allanamiento de morada.

-No había ningún cartelito en la puerta que rezara “no molesten”, en grande –replico yo mordaz, cruzándome de brazos.

Él me mira a través del flequillo revuelto, al que la luz blanca arranca destellos rojizos.

-En el cuarto de mirones de aquí al lado sí que lo hay, y no ha sido ningún impedimento para que te cueles allí cada vez que alguien tiene que follarme en este nivel –casualmente, es decir esto y yo me atraganto con mi propia saliva, prorrumpiendo en una tos ridícula. Ray se encoge de hombros, con una mueca victoriosa, y se aparta el pelo de la cara-. Estás hecho una mierda.

No pareces muy disgustado al respecto.

Yo abro la boca, dispuesto a hacer un comentario mordaz acerca de su propia cara, pero entonces me topo con su ojo morado y el labio partido, y me muerdo la lengua a regañadientes.

Raymond tiene muchos clientes, y algunos de ellos con gustos muy extraños, pero la discusión que acabo de presenciar no tenía nada de sexual. Al entrar en el cuarto para voyeurs he tenido la sensación de estar interrumpiendo algo ajeno por completo al Chat. Un momento… ¿íntimo? ¿Privado? (y mejor no hablar de ése rollo de las condiciones). No sé, no tengo ni idea. Pero estoy seguro que lo único que voy a conseguir arrojándoselo a Ray a la cara es que se cierre en banda y me pierda una información valiosísima, así que supongo que tendré que indagar por ahí si quiero saber algo de su Excelencia Maidlow, el cliente enamorado.

Por otro lado, no sé si me gustaría saber qué hay debajo de todo esto.

-Anoche fue algo salvaje, al parecer –mascullo simplemente, volviendo de paso al motivo principal de mi visita. Respiro y me subo las gafas de pasta sobre el puente de la nariz. Al final, sin poder contenerme, añado, de forma un poco vaga:-. Aunque parece que no soy el único que ha tenido un día movido.

Ray me estudia con ésa leve tensión en los hombros y el cuello (como un gran felino a punto de saltar y desaparecer en las sombras), tan típica de él. Después se lleva una mano al ojo hinchado, vuelve a encogerse de hombros y me dedica una sonrisa lobuna.

-Mereció la pena -hay algo en su voz que me provoca un escalofrío de desconfianza. Aunque… ¿cuándo no lo hace? No obstante, antes de que su tonito cale en mí, continúa:-. Ven, gatito.

Reforzando la invitación, da una palmada en la banqueta, a su lado, y vuelve a sonreírme, aunque esta vez no parece que vaya a devorarme. Con cautela, me adentro lentamente en territorio desconocido, y me siento junto a él, hombro con hombro, el cuero de la banqueta crujiendo con mi peso.

Y al volver la cara hacia mi protégé, me lo encuentro mirándome fijamente, con una mueca rara plantada en la cara.

-¿Qué?

-Tus gafas.

En un acto reflejo, producto de tantos años haciendo el mismo gesto, levanto un dedo para subírmelas y la mueca de Raymond se ensancha hasta convertirse en una sonrisilla insidiosa.

-¿Qué les pasa?

Te estás ganando una paliza.

-No sabía que llevaras gafas –y mientras dice esto intenta tocármelas, a lo que yo respondo haciendo un aspaviento absurdamente exagerado al aire-. Son graciosas.

-No tienen nada de gracioso –bufo.

-Sí. Pareces un modernillo intelectual. Déjame tocarlas.

-N-no, ¿para qué? ¡Estate quieto, vas a llenarme los cristales de huellas!

Ray me agarra de las muñecas, yo me retuerzo como una comadreja herida, y al final terminamos dando con nuestros huesos en el suelo, levantando una nube de papeles a nuestro paso y rodando hasta chocar contra una estatería, que se balancea peligrosamente. Estoy forcejeando con él cuando de repente se las apaña para sentarse encima de mí, y me hunde los dedos en un costado.

Es como si hubiera abierto las compuertas de una presa. La risa se me escapa de golpe, a borbotones, pero ello sólo parece arengar a mi protégé , que desconoce el significado de la palabra piedad y no deja de pellizcarme justo debajo de las costillas. Yo me sacudo riéndome como un histérico, intento arrastrarme lejos, suplico con voz ahogada y las lágrimas escociéndome en los ojos.

-JAJAJA... P-para... JAJA... ¡PARA, HIJO DE... DE UNA HIENA! JAJAJAJA...

Raymond parece un niño con un juguete nuevo (o un niño loco quemando hormigas con una lupa). La verdad, pocas veces lo he visto tan satisfecho, aunque la diversión se le acaba cuando comenta en voz alta lo sorprendido que está por acabar de descubrir mi capacidad para reír y yo lo recompenso con un cabezazo en la frente.

Después de haberle reventado el cráneo, Ray se aleja un poco haciendo la croqueta y me observa desde una distancia segura, todavía con un atisbo de sonrisa en la cara. Yo me quedo tirado bocarriba mientras me enjugo las lágrimas, con un dolor sordo en la tripa.

-Te pones muy guapo cuando te ríes, gatito.

Ojalá te muerda el rabo un mapache rabioso.

-Muérete, Raymond.

Mi protégé ladra una carcajada.

-Algún día -dice. Yo tuerzo la cara hacia él (sólo después de haber esperado a que ésta dejara de arderme de vergüenza). Tendido de lado, se relame muy despacio.

Con la luz de la lámpara caída incidiendo sobre su cuerpo, parece una pantera al sol.

-Si vuelves a hacer eso seré yo mismo el que ponga tu cabeza en una pica.

-Bueno, ha servido para distraerte… -Ray se lleva una mano a la boca, como sorprendido de su torpeza, pero puedo ver las comisuras de sus labios arqueadas entre sus dedos-. Ups.

Me incorporo de golpe, haciendo caso omiso a mi estómago dolorido.

¿Qué?

-¿Cómo, distraído? Un momento. Un momento –al prostituto le brillan los ojos de forma malévola, y yo no puedo evitar que el corazón de me suba a la garganta-. Estabas ahí, ¿verdad? Estabas en el maldito pub.

Vodka y algo más amargo descendiendo por mi garganta. Recuerdo a Raymond arrojándose sobre mí, en el sofá, con aquella mirada de depredador ardiendo bajo los focos. Pero...

-¿Por qué estabas ahí? -casi rujo-. ¿Por qué precisamente ayer? ¿Qué hiciste conmigo, desgraciado?

-Trabajo, gatito. Estaba en La Madriguera por trabajo, igual que ese tío...

Yo me quedo muy quieto un segundo.

No. No, no, no.

-¿Quién, Raymond? -farfullo, presa de un repentino y terrible temor-. ¿Qué tío?

Mi protégé tuerce un poco la cabeza y me estudia en silencio durante un segundo de cavilación en el que mis manos empiezan a temblar como aquel primer día en el despacho de Ava Strauss. No sé por qué, será la tensión, pero en un momento da la sensación de que su boca se tuerce en lo que parece un gesto de arrepentimiento.

-Ése hombre tan irritante -comienza, despacio, casi como si me tentara-. Un pelele que decía que estaba en La Madriguera por negocios (en La Madriguera, ya ves), y...

Nunca llegará a terminar la frase. Con un grito de guerra, me abalanzo sobre él y comenzamos a rodar de nuevo por la alfombra de papeles, aunque esta vez arramblando con todo lo que se cruza en nuestro camino, en un lío de brazos y piernas.

-¡Bastardo egoísta! -le increpo, cuando consigo aplastarlo contra el suelo, debajo de mí-. ¡Has destruido cualquier remota oportunidad que ése editor podría haberme brindado para salir de este agujero!

Ray bufa, un sonido parecido a una risa áspera, y me aparta de un zarpazo. Al caer de espaldas derribo un montón de discos compactos apilados contra un muro, y él aprovecha para sujetarme por los hombros.

-¿Editor? –dice, enseñándome los dientes-. Parecía más bien un exnovio celoso.

Le asesto un rodillazo, volvemos a rodar, y al golpear una estantería algo se tambalea y cae con estrépito a nuestro lado. Hasta que vuelvo a estar otra vez arriba…

-Estás loco. Como una puta regadera.

… y debajo de nuevo.

-Qué irascible, gatito.

Furioso, intento volver a quitármelo de encima, pero esta vez mi protégé es más rápido y me sujeta los brazos contra el pecho, inclinándose sobre mí para ayudarse de toda la fuerza de su cuerpo. Yo gruño, me sacudo, vuelvo a gruñir, aunque (y a pesar del barullo iracundo de mi cabeza), pronto comprendo que no voy a poder asesinarlo ahora mismo, y dejo de resistirme. Después de eso, hay un instante de tensa calma, rota solamente por nuestras respiraciones irregulares y el latido galopante de mi corazón en mis oídos.

-Te odio.

-No decías lo mismo anoche, con mi polla en la boca.

Al oír eso, el cerebro me da otro chispazo. La nieve helada bajo mis rodillas. Y el rabo de Raymond en mi cara.

Te mataré. Te mataré, te mataré, te mataré.

-Juro que cuando menos te lo esperes, yo te…

La lengua del prostituto en mi boca ahoga mi sentencia de muerte para siempre. Se queda ahí más tiempo del que me gustaría, acariciando la mía, la parte delantera de mis dientes, mis labios, y desaparece tras dejar un rastro húmedo en ellos.

-… te mataré.

-Lo siento.

Yo, que tenía la boca abierta, preparada para indicarle cómo iba  a hacerle picadillo y venderlo a una hamburguesería de Rivoli, me quedo paralizado, con la mandíbula desencajada. Ray, todavía sujetando mis brazos cruzados, me mira a los ojos con expresión genuina de no haber roto un plato, su cara a centímetros de la mía. Y yo estoy a punto de creerle, sólo a punto.

Porque entonces sus labios vuelven a torcerse irremediablemente.

-Pero estabas muy sexy con mi piercing entre los dientes.

Y me dedica una sonrisa amplia y torcida mientras me suelta y comienza a deslizarse hacia abajo, por mi pecho.

Yo durante un breve instante no sé si reír o llorar. Cierro los ojos, respiro hondo.

-Como una puta cabra –resoplo al fin, decantándome por lo primero, y puedo sentir la mueca de Raymond contra mi ombligo-. Y lo peor es que me estás volviendo loco a mí también.

-¿En qué sentido, gatito? –pregunta él, aparentemente complacido al oírme reír como un desequilibrado mental-. No te estarás enamorando, ¿eh? –añade, burlón, y a mí me da todavía más risa oír aquello, un ataque del que me cuesta un rato recuperar el aliento.

-A lo mejor –oigo chasquear mi bragueta y Ray se queda quieto. Yo me incorporo, apoyándome en los codos para verlo mejor entre mis piernas, los ojos verdes reluciendo bajo su flequillo desgreñado, igual que un gato pillado in fraganti con la zarpa dentro de la pecera. Me hace gracia ver que algunas cosas no han cambiado desde mi primera noche en el Chat Bleu, y él sigue intentando meterse en mis pantalones. La cosa es que, si bien la primera vez tuve que contener el impulso de arrojarlo por la ventana, ahora no me molesto en retener la mano que se afianza sobre la cabeza de mi protégé y lo guía sutilmente hacia mi entrepierna-, necesito un empujón para decirte con certeza.

Hay un punto ronco y grave en mi voz que me asusta un poco.

Quizá si me esté volviendo un poco loco, al fin y al cabo.

En respuesta, Ray me saca la polla del pantalón, que está oportunamente morcillona. Sus dedos la descapullan con ternura, lo que me provoca un escalofrío eléctrico que me trepa vértebra a vértebra por la columna, y cuando él apoya los labios de forma casi imperceptible en la punta húmeda, noto con perfecta claridad cómo se me eriza uno a uno todo el pelo del cuerpo.

-¿Eres así de lento con todos tus clientes y no se te duermen? –gruño, a pesar de todo, y él se pasa un momento la lengua por delante de los dientes.

-Sólo estoy haciéndote lo mismo que tú a mí –arrulla.

-Yo no soy tan maricón chupando pollas.

-Pues parecía que te gustaba bastante.

Y sin dejarme un minuto para contestar, empieza a lamerme desde la misma base, con todo el pedazo de carne pegado a la cara, y procura no dejarse ni un milímetro por el que pasar su lengua insolente, que quema sobre mi piel. Yo dejo escapar un sonido estrangulado, él vuelve a llegar al capullo. Lo rodea lentamente con la punta antes de separarse de mí, dejando únicamente un hilillo de saliva conectado entre los dos.

-Parecía que no era la primera que te llevabas a la boca, gatito.

-Aw, ¿estás celoso? –jadeo, y, con un movimiento seco de cadera, le golpeo en la mejilla, lo que le deja una marca brillante y pegajosa.

Él chasca la lengua, y vuelve a atrapar mi rabo entre los labios, aunque esta vez se aventura a ir más allá. Mucho más. De hecho, se lo traga entero, hasta rozar mi cuerpo con la nariz, y aun así, sus ojos siguen clavados en los míos. Tentándome.

Yo le sostengo la mirada, pero no puedo evitar despegar los labios en un gemido mudo. El color oscuro de los labios de mi protégé se me queda grabado en las retinas por alguna razón.

A partir de ahí, todo se vuelve un poco confuso en mi cabeza. Sus yemas acariciándome las caderas (en círculos), los labios envolviendo mi polla (dentro y fuera), mi dedos aferrándole el cabello y dictando el ritmo (arriba y abajo). Me escucho gemir primero su nombre (mis dedos casi haciendo surcos en la madera), insultarlo a voz en grito después (mientras me estira del frenillo con los dientes). Y ésos ojos del color del anticongelante hundiéndose en mi piel en todo momento, dejando una marca indeleble.

Puede que esto debiera aterrorizarme, pero, sinceramente, prefiero levantar las caderas y hundirle a Raymond mi polla en la garganta hasta descargar dentro de su cuerpo.

--

Ahora reconozco la música.

El cigarrillo cuelga de los labios todavía enrojecidos de Ray y asciende hasta el techo en volutas azuladas. Yo sigo su movimiento sinuoso desde la banqueta, mi hombro pegado al del otro otra vez en la banqueta.

Como si nada hubiera ocurrido.

-Así que, ¿estás enamorado de mí, Louis?

Por primera vez, Raymond no me mira. Está pendiente del movimiento de sus dedos sobre el teclado, aunque estoy seguro de que no le hace falta hacerlo. Yo dejo escapar una risa ronca.

-Ni aunque fueras el último hombre sobre la faz del planeta ni en todos los confines del universo conocido y desconocido. Ni aunque tuviera el cañón de un revólver en la nuca y la vida de un montón de cachorritos estuviera en mis manos. Ni aunque una catástrofe nuclear dependiera de ello. Ni lo estoy ni lo estaré. Jamás.

Él suelta un sonido de satisfacción que parece fundirse perfectamente con la música y continúa tocando. Las notas son largas, el tempo, lento. Pronto me noto entumecido y adormecido. Es una sensación agradable, a mi pesar.

-No sabía que tocaras el piano también –me sincero, y entonces se me escapa un elogio:-. Eres demasiado bueno para ser puto.

-Te sorprendería saber la cantidad de cosas que no sabes de mí.

Cierto.

  • Pues deberías recompensarme por haberte aprovechado de mí estando borracho.

-Ya he dicho que lo siento, gatito.

-Ya. Buen intento, Raymond.

La música cesa con un par de notas apenas audibles. Ray me mira de reojo, se relame los restos de mi corrida y se encoge de hombros.

-Sí, fue un buen intento. Pero no me digas que al final no mereció la pena.

Y vuelve a enseñarme los dientes.