De la soledad
Cuando por la soledad se descubre uno mismo.
De la soledad.
Capítulo I
Me sentía completamente sola, desamparada y sin aliciente alguno. Quizás, y sin quizás también, estaba pasando una de las peores temporadas de mi vida. Con 32 inviernos y con seis años de noviazgo arrojados por la borda, la dura realidad se imponía cada mañana que me levantaba de la cama.
Hace cinco años todavía vivían mis padres, mis hermanos permanecían unidos en un piso- excepto mi hermana mayor Elena que ya estaba casada y con hijos- y yo comencé a convivir con Roberto, mi exnovio. Ahora, era todo distinto: mi madre había fallecido de cáncer, mi padre había seguido ese mismo camino con un fulminante infarto unos años más tarde y mis hermanos se habían diseminado por todo el territorio nacional, de norte a sur.
Por la relación tan absorbente que mantuve con mi ex, mis amistades comenzaron a olvidarse poco a poco de mí, y aunque ahora intentaba reanudar un nuevo contacto con ellos, sospeché que retomar las mismas iba a ser más complicado de lo que esperaba. Cada uno tenía sus propios problemas y las reuniones y citas con ellos eran más que espaciadas en el tiempo.
Así, todas las mañanas me miraba en el espejo con una fuerte sensación de desamparo y soledad.
Tras cortar con Roberto regresé al piso de mis padres que permanecía vacío, mudo, triste, lleno de recuerdos. Hablé con mis hermanos para comunicarles mi intención de vivir temporalmente allí hasta que encontrase otra cosa. Ellos me dieron todas las facilidades del mundo y de espaldas a sus cónyuges me dijeron que podría vivir en la casa paterna por todo el tiempo que estimase oportuno.
A pesar de ello, comencé a buscar algún sitio para vivir, pero el precio de las casas y de los alquileres eran tan prohibitivos que cejé pronto en mi empeño.
Poco a poco, la rutina invadió mi vida. Levantarme, irme al trabajo, volver, estudiar inglés, ver la tele o escuchar la radio, acostarme... así todos los días. Me costaba un imperio ir al cine, a un restaurante o a cualquier otro sitio sola. No estaba acostumbrada y me sentía fatal con solo pensarlo. Tampoco tenía muchos deseos de hacer nuevas amistades.
El futuro se cernía negro en torno mío. Quería tiempo después del fracaso sin paliativos que supuso mi relación con Roberto. Una relación frustrante y desdichada cuya última fase nos hizo daño a los dos. A veces, parecía que nuestro único fin era dañarnos mutuamente. Los comentarios que nos hacíamos tenían una doble interpretación y la pasión se tornó en simple indiferencia. Éramos como dos desconocidos que, por rutina o miedo, convivían bajo el mismo techo. Sólo el recuerdo de nuestros primeros años, el cariño, respeto e incluso devoción que sentimos eran una frontera que nos impedía ver que lo nuestro era algo imposible.
Así, poco después del deceso de mi padre, tuve un arranque de sinceridad con Roberto y le expuse la conveniencia de cortar una situación que a ninguna parte nos conducía. Él no objetó nada. Me dio la razón y acordamos que lo mejor sería vender el piso donde vivíamos y repartirnos por partes iguales el precio obtenido. Los días que siguieron fueron, para mi sorpresa, deliciosos. Desaparecieron por ensalmo las malas caras y la ilusión de hacer borrón y cuenta nueva se apoderó de mí. La relación con Roberto se relajó bastante hasta el día en que, como un día de niebla invernal, desapareció de mi existencia. Fue, en aquel preciso momento, cuando me di cuenta de mi terrible soledad.
Soledad que, si en un principio, fue bien acogida, después se convirtió en frustración y más tarde en una creciente e insoportable sensibilidad. Casi todo me molestaba y cualquier recuerdo de mis padres o de Roberto me hacía llorar. Una angustia desbordante y una sensación de pena por mi situación hacían las cosas bastante complicadas.
El paso del tiempo, lo único que trajo, fueron más decepciones: chicos que podían competir en un concurso de petardos parecían obsesionados en perseguirme. Y el sentimiento de soledad se acentuaba.
Sólo tenía recuerdos que vagaban en mis noches negras. La mirada, la sonrisa, las caricias de Roberto me tenían todavía presa. No cabía duda de que Roberto fue un magnífico amante...
Aunque yo no lo deseaba y quería apartar esas ideas de mi cabeza, a veces, me sorprendía a mí misma acariciándome, rememorando antiguas situaciones. Mis manos, intrépidas, rodeaban suavemente mis oscuros pezones hasta ponerlos completamente erectos. Imaginaba los labios, la lengua de mi ex, succionándolos, volviéndome loca de deseo...
Un recuerdo recurrente era aquella ocasión en que Roberto y yo decidimos ir a Cuba de vacaciones. Una tarde en Varadero, mi ex, completamente excitado tras una mañana en la playa, me pidió por la tarde que me pusiera en shorts y una camiseta ajustada...sin nada debajo. Yo, al principio, me opuse, pero luego, consentí aceptando el reto aunque a regañadientes. Al salir de la habitación e irnos al hall del hotel, las miradas de los hombres y de las mujeres se clavaron en mí. Soy una mujer atractiva, alta, bien formada, de cabello y ojos extraordinariamente negros, de labios carnosos, pero que no se vio- y le disgustaba verse- como un objeto sexual. Esas miradas que, al principio, me incomodaron, poco a poco, dejaron paso a un sentimiento de poder inusual en mí. Los shorts me venían estrechos y pequeños dejando ver la parte inferior de mis cachetes y los pezones, erectos de excitación, se traslucían claramente a través de la suave tela. Cuando acudimos al restaurante del hotel, los camareros no daban crédito a lo que veían y eso que ellos estaban acostumbrados a casi todo. Los guiños y las sonrisas pícaras se hacían ostensibles hasta que llegó el maitre y se hizo un poco el orden. Roberto miraba divertido y ostensiblemente excitado la situación. La cena transcurrió sin más incidencias y después de un paseo por la ciudad, de vuelta al hotel, nos internamos en la playa, silenciosa y solitaria. La luna llena iluminaba pálidamente la orilla. Roberto me empujó hacia el agua que dejó aún más patente mi excitación. Le cogí por la nuca y le besé con pasión, con furia. Las manos de él rasgaron mi top en varios pedazos haciendo salir mis senos de su estrecha prisión. Su boca comenzó a resbalar buscando, ansiosa, el botón de mis pechos. Su lengua, rodeaba mis pezones y sus dedos los pellizcaban sin compasión. El mar alcanzaba mis rodillas que temblaban esperando la anhelada embestida. Ésta no se hizo esperar. Roberto se despojó de sus bermudas y sin solución de continuidad tiró de mis shorts hacia abajo. Nunca había estado tan excitada y mi entrepierna estaba no húmeda, como otras veces, sino inundada. Mi propio ex se sorprendió cuando posó dos dedos en mi rajita. Notar sus dedos hizo que saliese de mi garganta un sonido ronco, un rugido de placer. Un calor intenso provenía de mis entrañas, tan candente que parecía consumirme. No pude evitarlo...caí de rodillas en agua y sin pensarlo, introduje su miembro en mi boca. Era la primera vez que lo hacía. Siempre me había dado asco hacerlo y sólo pensarlo me producía náuseas, pero aquella vez era distinto. Quería devorar, succionar, comer ese falo que apuntaba amenazador, al cielo. Un sabor intenso penetró en mi boca. Con las manos empecé a agitar ese trozo de carne que estaba duro como el acero. Perdí los estribos, quizás. El caso es que no percibía nada del exterior, ni siquiera la voz de mi ex rogando que parara. Estaba como poseída por el frenesí, loca de deseo. Repentinamente un líquido pringoso llenó mi boca. Aturdida por esa sacudida me incorporé y sin perder un segundo, Roberto me besó tragando parte de su propio semen. Aquella imagen me excitó más que asquearme, curiosamente. Raudos, corrimos hacia la arena y él acostándome en la arena, me abrió de piernas, posando su cabeza en mi chochito. Su lengua recorría, experta y audaz, mis clítoris mientras sus manos apretaban con firmeza mis pechos turgentes. Una sacudida eléctrica azotó mi vientre, era como fuego, algo abrasador...Roberto había introducido su pene en mí. Era algo extraordinario el poder de reacción que tenía él, pues no habían pasado muchos instantes antes de que se hubiese corrido en mi boca. Lo abracé y le besé como pocas veces lo había hecho antes. Estaba como ida, nunca me había sentido tan excitada. Antes de que me diese cuenta, Roberto se había incorporado y agitando su miembro empezó éste a lanzar auténticos torrentes de semen que cayeron sobre mi torso desnudo.
Cuando nos calmamos un tanto nos lanzamos al agua para refrescarnos...
Ese recuerdo me perseguía, tenaz, en mis noches solitarias. Un recuerdo que se traducía frecuentemente en lágrimas que expresaban un dolor agudo, de abandono y orfandad... La única respuesta que recibían mis sollozos eran su propio eco.
Sentía como me hundía en un profundo abismo, que todo empezaba a carecer de sentido para mí. Me encerré en mi mundo, intentando evitar un trato social más allá del estrictamente necesario. Quedar con mis compañeros fuera de la jornada laboral suponía un esfuerzo considerable y, poco a poco, dejaron de insistir. Algunas personas se percataron de mi cambio de carácter e intentaron ayudarme. Por aquel entonces, no agradecí sus atenciones y esfuerzos. Tenía que buscar una salida que me hiciese salir de ahí por mí misma.
Pasaron algunos meses y la preocupación cundió entre mis hermanos. Sus llamadas telefónicas y correos electrónicos se hicieron persistentes y todos me daban una solución distinta.
Transcurridos varios meses recibí una llamada de mi hermana mayor. Estaba en Madrid- vivía en otra provincia- y quería verme. Quedamos por la noche tras el trabajo y me rogó que reaccionase de una vez. Además, me propuso que su hija mayor, que iba a empezar ese año la Universidad, se instalase en casa conmigo. Eso sería bueno para mí, pues tendría una compañía, y para ellos que se ahorraban una cantidad de dinero considerable. Realmente, la propuesta de mi hermana Elena no me hizo ninguna gracia, pero estaba viviendo en el piso de mis padres y una de dos o reanudaba mi búsqueda de pisos o tenía que aceptar esa intromisión inesperada. Sabía que mis cuñados no se explicaban por qué la vivienda no se vendía y se repartía la cantidad entre todos. La opción estaba clara: reanudar la búsqueda, pero mientras, aceptar esa visita de mi sobrina, Elenita.
Era una chica e 18 años. La última vez que la vi, fue en la misa de funeral de mi padre. Era bajita, de pelo y ojos muy negros, esbelta, bella y de curvas pronunciadas. Siempre estaba de buen humor y cuando la familia se juntaba, invariablemente, el grupo más bullicioso era el suyo. No tenía un trato demasiado estrecho con ella, pero sí que podía decir que de entre todos mis sobrinos ella era una de mis favoritas. De todas las maneras, eso de hacer de segunda madre era lo último que deseaba. Yo estaba para que me cuidasen, no para atender a una adolescente.
Tuve que asumir, sin embargo, el cambio en mi régimen de vida. Dejar un dormitorio libre, preparar otro para las visitas y darme cuenta de que si cundía el ejemplo entre mis hermanos yo iba a ser la tía solterona que estaría disponible para todo.
El día de su llegada estaba entre ansiosa y hastiada. Ansiosa porque todo estuviese bien y en orden; hastiada porque debía hacer un esfuerzo importante en mostrar un estado animoso, que estaba muy lejos de ser real.
Era un sábado de principios de septiembre, caluroso y radiante. En el salón estábamos sentados mi hermana, mi cuñado, Luis, y su hija. Elenita era ya una mujer y su cuerpo bien formado lo dejaba bien claro. Sus curvas eran más pronunciadas que la última vez que la vi y ella hacía ostentación de ello.
Ese día me percaté, con toda su crudeza, de que a partir de ese momento mi existencia daría un vuelco. Lo que desconocía era hasta qué punto lo iba a ser.
Capítulo II
Los primeros meses de convivencia con mi sobrina fueron agradables. Yo no intentaba meterme en sus asuntos y ella, en correspondencia, me dejaba bastante en paz. Pero las cosas no pueden ser perfectas. Algunos fines de semana Elenita se marchaba y no volvía hasta el domingo por la noche. Según ella, quedaban varias amigas de la Universidad en la casa de campo de una de ellas. No tenía por qué sospechar otra cosa.
Sin embargo, por Navidades, cuando mi sobrina regresó a su casa por vacaciones, su madre, me llamó, además de para felicitarme las fiestas, para hacerme preguntas sobre Elenita. Su madre, la observaba y veía que algo había cambiado. No podía saber todavía en qué, pero su carácter no era el de siempre. A veces, la sorprendía en mentiras insignificantes, pero a mi hermana esto la empezó a inquietar. Un día, mientras la niña estaba fuera, su progenitora no tuvo otra ocurrencia que inspeccionar cuidadosamente todas las pertenencias de su hija. Libros, ropa...hasta que encontró una pequeña bolsa de plástico llena de ¡¡¡MARIHUANA!!!
Inmediatamente, me telefoneó para pedirme información sobre sus amistades, horarios, régimen de vida, etc...y, sobre todo, que prestase más atención sobre ella, ante mi ignorancia más supina.
Aunque lo último que deseaba era convertirme en policía, también era cierto que la angustia de mi hermana se trasladó a mí y me prometí no dejarme engañar tan fácilmente por mi sobrina.
Después de las Navidades, el control se hizo sutilmente más estrecho. De una forma inocente comencé a preguntar a Elenita por sus estudios, amistades, etc. Algunas tardes, casi de noche, íbamos de compras o a ver alguna película de estreno. Parecía una chica inocente, muy afectuosa, que se interesaba por los demás de una forma muy cálida. Había días que, sin venir a cuento, te compraba cualquier cosa y te la dejaba debajo de la almohada con la consiguiente sorpresa y agradecimiento. Yo también le devolvía este tipo de atenciones cuando me era posible. Su carácter hacía que las personas se abriesen de una manera natural y espontánea. Yo no iba a ser distinta. La verdad es que era una chica muy divertida, siempre haciendo bromas y chistes de todo y de todos, incluida ella misma. Le encantaba salir, la calle, la gente, la música, la fiesta... apenas paraba en casa. Irradiaba una luz especial, un poder de seducción que se reflejaba en la cara de los chicos que venían a recogerla a casa. Yo nunca di importancia a estos hechos porque yo, a su edad, me comportaba de forma bastante semejante. Algunos lo califican vulgarmente de "calientapollas", pero yo lo llamo más adecuadamente de "querer dejarte calentar la polla", que no es lo mismo.
Sin embargo, un día me di cuenta de que las cosas no eran como yo creía. Era domingo. Un fin de semana, que Elenita aprovechó para marcharse fuera de Madrid, con sus amigas. Los fines de semana invierto tiempo en limpiar la casa de manera más minuciosa. Sucedió que estaba arreglando el cuarto de mi sobrina cuando descubrí en el estante un libro que llevaba el título de "Mi diario". Estaba como semioculto tras otros libros de su carrera. La verdad es que al principio lo dejé donde estaba y seguí mis labores domésticas. Pero, pasado un rato, me sorprendí a mí misma leyéndolo. Eran anotaciones casi diarias impresas por la mano de Elenita. Lo cierto es que lo que estaba leyendo me dejó perpleja, incrédula, llena de estupor. Narraba de forma vívida diversas experiencias sexuales con una especie de novio que tenía en Cuenca desde los 15 años. Pero lo que acabó por dejarme boquiabierta fue el siguiente relato que hizo del día 28 de noviembre, ya en Madrid:
"Hoy es viernes. Las clases han sido aburridas, tediosas. Tengo ganas de que pase pronto la mañana y se haga de noche...
Quedo con Natalia y Noemí a las 10 de la noche. Fuimos al pub "El Candil" donde nos habíamos citado con Sergio y Alberto previamente, se supone que dos de los compañeros más atractivos de clase. Estaban sentados enfrente de la barra. La luz los hacía más apuestos. Sergio es musculoso, de una belleza clásica, griega. Su amigo Alberto tiene unas facciones casi perfectas, delicadas, femeninas. Uno es rubio y el otro moreno, los dos con el pelo largo. Los presenté a Noemí que no los conocía y ambos nos lanzaron piropos más o menos picantes que dieron comienzo a la noche. Las copas corrían como la pólvora, los bailes se hacían cada vez más atrevidos conforme el alcohol hacía sus efectos. Salimos del pub y Noemí dijo que se tenía que marchar pues tenía cosas que hacer al día siguiente. Los cuatro restantes nos dirigimos a la discoteca donde las bebidas y la coca no paraban de circular. Me coloqué enseguida. Todos estamos excitados y más cuando para calentar más el ambiente tomé por la cintura a mi amiga Natalia. Va guapa esta noche con su vestidito ceñido de color negro. Comenzamos a bailar las dos. "¿Quieres que juguemos con estos idiotas, tía?" la susurro al oído. Su risita nerviosa ahogó su respuesta. La verdad es que parece un animalito cogido en una red. "¿Sabéis como espantamos a los mosquones?", pregunté. "¿Cómo?", dijeron ellos. Sin pensármelo dos veces acerqué mi boca a la suya y le introduje mi lengua lascivamente. Sorprendida, ella retrocedió un poco y observé las caras de los pobres chavales. Eran todo un poema. Una carcajada traviesa brotó de mí ¡No puedo evitar jugar a esto, me fascina! Salimos de la discoteca a altas horas de la madrugada y nos fuimos a casa de Alberto, los cuatro. Todos queríamos prolongar la fiesta. La tensión sexual se respiraba en el ambiente y yo tenía que apostar a tope porque me ganaba demasiado esa noche. Al llegar al piso alguien encendió música máquina a todo trapo. Me dirigí directamente a Sergio y le besé en los labios. Mi mano, furtivamente, se encaminó a su entrepierna y estuve acariciándole así durante unos minutos. Después de forma bastante diestra le bajé los pantalones y los calzoncillos. Me arrodillé y le empecé a chupar la polla con delectación. Por el rabillo del ojo vi como Alberto se dirigía con "muy malas intenciones" a Natalia. Al principio ella se resistió un tanto, mas luego se dejó llevar. ¡No estaba dispuesta a perder la partida! "¡Vente para acá Alberto! Deja a Natalia en paz." El chiquito se fue hacia mí y sin vacilaciones hice lo mismo que a su amigo. Es la primera vez que follo con dos tíos a la vez y ¡Me gustaba! Estaba allí, arrodillada, succionando dos penes al unísono como una perra en celo. De repente, cuando los sexos estaban completamente erectos y a punto de eyacular mi perversa mente dio el paso siguiente y con voz sugerente susurré: "¿Queréis más?" Los pobres chicos asintieron ansiosos. "Muy bien, desnudaos totalmente que voy a haceros unos fotos". Sergio, puso una cara de circunstancias como si aquella propuesta no le gustase nada. Pero de forma insinuante me acerqué a él y amagando un beso le espeté: "¿Quieres mis besos, rico? ¿Quieres tocarme hasta la locura? Pues obedece". Me fui donde tenía el bolso y regresé con una cámara digital. Los chicos ya se habían desnudado y Sergio ocultaba su desnudez tras un cojín, avergonzado; Alberto, cruzó las piernas que no podían esconder la flaccidez de su sexo. La música atronaba nuestros tímpanos, aturdiéndonos. Me quité la minifalda, para caldear el ambiente que se había enfriado, de forma parsimoniosa y sensual. Un minúsculo tanga ocultaba lo imprescindible y este mínimo gesto mío hizo que los chicos recuperasen el tono. Mi top blanco ajustado, que dejaba enseñar mi ombligo, mostraba mi respiración entrecortada. Mi cabeza iba a mil por hora. Me sentía fascinante y seductora, poderosa, la que dominaba la situación. Empecé a disparar la cámara y hacía que ellos adoptasen posturas más o menos eróticas. Debo confesar que estaba completamente mojada. De repente, tomé definitivamente la iniciativa cuando murmuré: "Os excitasteis viéndonos a Natalia y a mí en la discoteca, ¿verdad? Pues ahora queremos que nos pongáis a cien. ¿No es cierto, Natalia?" La pobre estaba como hipnotizada viendo la escena y asintió levemente con la cabeza. " Alberto, coge la polla de tu amigo y hazle una paja". Alberto, que parecía no disgustarle físicamente su amigo, no dudó en hacerlo, pero Sergio, le rechazó sin contemplaciones. "¿Quieres ver mis tetitas cielo?", le ronroneé al oído, "Pues sé bueno y déjate llevar". Sergio, con el miembro tieso, obedeció finalmente y comencé a tomar fotografías. El miembro de este último crecía considerablemente por las maniobras manuales de su amigo, pero pareció adquirir proporciones considerables cuando, yo, terriblemente excitada, me desprendí pícaramente de mi tanga. Mi sexo estaba completamente depilado y dejó a todos asombrados. La sensualidad que desprendía era única. Solo con mi top que por momentos se mostraba incapaz de ocultar mis pechos reemprendí mi tarea de inmortalizar el momento. Alberto, que no hacía ascos de su tarea, sin que nadie se lo dijese, se metió de una sola vez el erecto pene de Sergio en su boca. Un gemido de placer se escapó de la garganta del afectado. La lengua de Alberto se detenía con delectación en el glande de su amigo para después introducírsela de lleno otra vez. Natalia que no podía quitar ojo de la increíble escena, sentada en un sillón, se acariciaba su sexo con sus pantalones a la altura de los tobillos. No era para menos. Era un espectáculo único. Súbitamente, Sergio eyaculó abundantemente en la boca de Alberto, con visibles espasmos en todo su cuerpo.
Poco después todo quedó sumido en el silencio. Pero todavía quedaba lo más arriesgado. Me incliné ligeramente, besé apasionadamente a Sergio en los labios y le susurré: "Ven, sígueme cariño". Tomé la cara del chaval y la puse al lado del miembro erecto de su amigo. Lentamente, me lo introduje en la boca y comencé a agitarlo con las manos. Hice una pausa y dije sensualmente a Sergio "¿No te apetece probar cielo?". Dirigí el pene a su boca. Pero parecía dudar, así que me fue forzoso tomar su cabeza y empujarla hacia la polla reluciente de Alberto. Éste, sorprendido, pegó un brinco de satisfacción al notar como la lengua de su amigo hacia verdaderos prodigios. Me coloqué detrás de Sergio y mojándome dos dedos se los metí con cuidado por su ano para no hacerle daño. Un gemido de placer y dolor surgió de la garganta del chico. Le rodeé su cintura con un brazo y con mayor decisión cada vez le taladraba su culo sin contemplaciones. Natalia apenas podía creer lo que estaba viendo. ¡Nuestros compañeros más guapos se estaban follando mutuamente! Alberto, ahíto de placer, aulló como un poseso y sin avisar a su amigo, le soltó una descarga fenomenal en su cara.
Otra vez, el mismo silencio reinó en la habitación. Sergio, como pillado en falta, se levantó, se limpió el rostro con un pañuelo de papel, se vistió rápidamente y salió de la habitación, creo que llorando. Su amigo salió detrás de él. Natalia no pudo resistir más y rió de buena gana. "Eres perversa, Elena. Sólo tú podías hacer real lo que solo existía en mi cabeza. Creo que queda saldada tu deuda..."
"Yo también lo creo", le contesté."
La lectura de ésta y otras experiencias me dejaron profundamente conmocionada. Su diario mostraba claramente que mi sobrina tenía poco de inocente y que más de un misterio se cernía sobre su persona. Consumía coca y en el aspecto sexual se le podía reconocer una experiencia más que vasta y todavía, adivinaba, otros asuntos se me escapaban. ¿Qué deudas podía tener una cría de 18 años, por Dios? ¿Qué más sorpresas me deparaba la niña?
Guardé un silencio cómplice sobre su comportamiento y ante su madre yo comentaba que tenía una excelente conducta y que parecía llevar, otra vez, una vida normal. "No te preocupes, cariño- le decía a mi hermana-. Lo más seguro es que el cambio de ambiente le haya afectado inicialmente, pero todo siempre vuelve a su cauce". Mis palabras serenaron a su madre, pero la realidad era bien distinta.
Su grado de manipulación era más que notable. Descubrí con horror que mi sobrina estaba saliendo a la vez con varios chicos sin que ellos supiesen la existencia de los demás. De todos se aprovechaba al máximo y a todos despreciaba. ¿Qué era lo que le impulsaba a comportase de esa manera?
Y lo que era peor, ¿qué pensaría de mí? ¿Qué era un ser débil y cobarde? Me acordé de aquellas ocasiones en que me ponía a llorar sintiendo profundamente mi soledad y cómo mi sobrina me cubría de besos y caricias para calmarme. Un estremecimiento recorrió mi cuerpo cuando rememoré aquella ocasión en que presa de una llantina incontrolable Elenita durmió conmigo. Su calor, su afecto, su cariño obraron el milagro de calmarme. Me tranquilicé en sus brazos. El olor que desprendía su cuerpo era agradable, tenue, embriagador. Allí estaba yo como una prisionera demandando algo de atención y cariño. Me sentía segura en el refugio que me ofrecían sus abrazos y besos.
Sin embargo, nunca supe, verdaderamente, qué pensaba de mí mi sobrina. ¿Me quería o buscaba algo de mí? ¿Era yo otro sujeto al que despreciaba o sentía un afecto real hacia mi persona?
Tales ideas me atormentaban y parecía algo estúpido que yo, una persona madura, culta, con cierta independencia económica, pudiese estar supeditada a lo que pensase una adolescente. Pero era así, sin embargo.
Me volví más suspicaz y ya no admitía aquellas conductas como propias de una joven rebelde. Mi sobrina era realmente depravada y yo no sabía cómo reaccionar. ¿A quién podía pedir consejo? Una profunda sima se abría a mis pies y yo no tenía una solución que dar por el momento.
Sólo una cosa era cierta: por primera vez su diario me descubrió a Elena desde una perspectiva sexual y esa revelación me conmocionó profundamente.
Capítulo III
El tiempo me dio una solución que yo consideré efectiva y fructífera. Quizás lo que a Elena le pasaba es que nadie le había prestado mucha atención. Era la mayor de sus hermanos y había asumido un rol distinto del de ellos. Muchos cuidados a los demás y una desatención grave por parte del resto de la familia hacia ella. Lo más recomendable, pensé, era tener una charla con ella, fuera de nuestro entorno habitual que me permitiese deducir la razón de su comportamiento y la medida de encauzarla debidamente y sin traumas.
Así, le comenté a Elena la posibilidad de ir a Menorca en Semana Santa para descansar. Ella me dijo que sus planes eran ir con su familia a la que echaba mucho de menos. La verdad es que la disculpa me hizo gracia. Si tanto la echaba de menos, ¿por qué no acudía los fines de semana a la casa paterna? ¿por qué la mayor parte de su tiempo de ocio lo consumía con sus amistades? ¿por qué los fines de semana que venían sus padres ponía cara de circunstancias?
No obstante, me propuso que podríamos ir en mayo en cualquiera de los puentes que existían. En mi interior, las carcajadas eran mayúsculas. Ella iba de gorra, con todos los gastos pagados y, para colmo, fijaba la fecha. Y, sin embargo, transigí.
Preparé el viaje con mimo, cada detalle era estudiado minuciosamente. Lo cierto es que me sorprendí yo misma cuando descubrí que estaba disfrutando de este viaje como hacía mucho.
Las hojas del calendario caían inexorables y, por fin, llegó el gran día de la partida. Recuerdo que fue un jueves, un día luminoso y apacible, de mayo, en una palabra. Aunque en Madrid hacía un tiempo bonancible nos alegramos de que el clima de Menorca era sensacional para tomar el sol y relajarnos.
Los primeros días de nuestra estancia los dedicamos a explorar el terreno. Alquilamos un coche y salimos disparadas a descubrir alguna playa tranquila. En la recepción del hotel preguntamos si existía alguna de ese tipo y el recepcionista nos contestó que sí y nos aconsejó varias.
Una de ellas era Cala Turqueta cuyo acceso era difícil. Era una playa pequeña, bañada de aguas azules... y atestada de gente. Sin embargo, Elena se percató que detrás de una escarpada montaña existía otra playa, apenas visitada porque llegar hasta ella era más que complicado. Lo que se le olvidó decir era que esa playa era nudista. Después de un paseo no exento de peligros y algún que otro arañazo y riéndonos de nuestra propia torpeza, llegamos a la otra Cala, preciosa y natural. Al ver que todo el mundo iba desnudo me percaté de la situación. Ni siquiera discutí. Había gente con bañador también allí como gente que tomaba el sol en la otra playa totalmente desnuda y nadie se quejaba. Ese aire de libertad me encantaba.
A las dos nos faltó tiempo para despojarnos de la ropa y quedar expuestas al sol. Ambas llevábamos unos preciosos bikinis, aunque el de mi sobrina podía entrar en una competición de prendas minimalistas, por lo diminuto. Su tanga dejaba ver su culo redondo y respingón y su sujetador se las veía y deseaba para no mostrar sus encantos. Mi bikini, aunque más conservador, tampoco dejaba mucho a la imaginación. Mi sobrina, ni corta ni perezosa, se desprendió de la parte de arriba de su bikini y se empezó a extender la crema protectora por todo su cuerpo. Yo hice lo propio y al poco rato, no sé si por el sol de la tarde, el cansancio acumulado, la relajación, en suma, hicieron mella en mí y un profundo sueño se apoderó de mis sentidos. Cuando me desperté me di cuenta de que la toalla de Elena estaba vacía. Todavía aturdida por la somnolencia divisé el horizonte y vi que mi sobrina estaba en el agua con dos jóvenes, charlando. Un sentimiento agudo de desamparo y soledad se adueñó de mi cabeza. "¿Para esto hemos viajado hasta aquí? ¿Para que se vaya con dos chicos a las primeras de cambio?" Mi idea de que ese viaje pudiese servir para que mi sobrina se sincerase conmigo comenzaba a naufragar estrepitosamente. Sin embargo, cuando mi sobrina se percató de que estaba despierta los tres se acercaron a mí. "¿Qué tal dormilona? Mira, te presento a Mikel y Joan, que son de Barcelona. Chicos, esta preciosidad es mi tía Eva", nos presentó. Me incorporé y nos besamos en las mejillas y conversamos durante un buen rato. Eran hippies aunque lo más divertido resultó que eran niños de papá que estaban hartos de la vida consumista de nuestra sociedad y ellos lo que querían era vivir de acuerdo con la naturaleza. Supongo que cuando se les terminase el dinero irían a casita de papá a pedir más. ¡Así somos todos hippies, no te fastidia! Lo malo es que el resto de la humanidad tenemos que trabajar para cubrir nuestras necesidades. Al final, quedamos para salir por la noche y darnos a conocer los lugares secretos de la isla.
Se fueron y nosotras nos fuimos a dar nuestro último chapuzón del día. Nos tendimos en nuestras toallas. Las gotas resbalaban por nuestra piel húmeda. "Veo que no pierdes el tiempo, mi niña", comenté. Mi sobrina rió abiertamente. "La vida es corta", repuso ella sentándose. Sus pechos estaban coronados por oscuros pezones. Parecían como fruta prohibida. "¿Tú no haces top-less?", me inquirió. "¡Ja, ja, ja! ¡No, no me da la gana!", contesté. "Pues haces mal porque tienes unos pechos soberbios. Los deberías mostrar más", replicó pellizcándome mis pezones a través de la fina tela de mi bikini. Ella se recostó de nuevo, pero yo me ruboricé. Sentí como mis senos se pusieron turgentes por ese contacto.
Aquella noche, una luna pálida se asomaba al balcón del cielo para contemplar los acontecimientos humanos. Serían cerca de las 11 cuando Mikel y Joan vinieron a recogernos al hotel. Me di cuenta, rápidamente, de que los muchachos no se cortaban un pelo al mirarme. La verdad es que aquella noche estaba muy atractiva, con mi fina blusa de color rosa y mi minifalda de cuero. Como ya dije más arriba nunca me consideré un objeto sexual, aunque desde joven me gustaba jugar con los chicos haciéndoles rabiar. Yo siempre he pensado que no existen chicas "calientapollas" sino chicos que se dejan "calentar la polla". Lo único que sé es que en esos momentos quería hacer sufrir a estos hippies de diseño. Después de llevarnos a ciertos garitos por Ciudadela, donde bebimos y los demás fumaron "hierba"- a mí me marea terriblemente la marihuana- nos dirigimos en coche a una cala preciosa habitada por otros hippies. Allí estaban escuchando música y bailando alrededor de una pequeña fogata. Mi sobrina pronto se confundió con ellos y yo me quedé con los dos chicos. Nos fuimos a un lugar algo apartado, donde nos sentamos en la arena, y empezaron a liar un porro tras otro que se pasaban mutuamente sin cesar mientras dialogaban de cosas para mí insustanciales, aunque para ellos, por el ardor que ponían, debía de ser interesantísimo. Sin venir a cuento, uno de ellos se desprendió del pareo y se empezó a hacer una paja. El otro le siguió el juego. "¿No podías hacer algo para quitarnos este calor?", preguntó Joan. "No sabes en el territorio donde te has metido", pensé. Tenía ganas de tocarles la moral desde primera hora de la noche y ellos inocentemente me lo ofrecieron en bandeja de plata. Me incorporé y de forma sensual me quité mi blusa dejando al aire mis pechos. Mikel se intentó aproximar a uno de ellos pero el manotazo que le di le quitaron momentáneamente las ganas de repetir. Sus miembros crecían bajo sus movimientos rítmicos. Hice caer mi minifalda al suelo dejando a la vista mi tanguita blanco. Joan se acercó, me retiró dulcemente la prenda íntima y me tendió suavemente en la arena. Su cabeza se hundió en mi entrepierna mientras Mikel succionaba furiosamente mis pezones. Un calor intenso, animal, subía a mi cabeza. Joan era un muy diestro en estas lides porque en pocos instantes me hizo correr dos veces. Un ruido, a pocos metros, me alertó de que alguien estaba espiándonos. Una sombra intentaba ocultarse tras unas rocas, pero la luz mortecina de la luna alumbró lo bastante para poder distinguir la figura esbelta de Elena. La sola idea de que mi sobrina fuera espectadora provocó en mí un alud de sentimientos encontrados, mas la idea que predominó por encima de todas era la de una tremenda excitación. Excitación que irradiaba de mi sexo al resto de mi cuerpo, electrizándolo. Perdí el control y el norte. Mikel chupaba como un recién nacido mis tetas y mis uñas arañaban terriblemente su espalda. Con la otra mano impedía que Joan levantase su cabeza de mi calenturiento coño. Me daba todo vueltas, el cielo parecía a punto de caer sobre mí. Sin embargo, a Joan le pudo el deseo incontrolado y se abalanzó sobre mí y de un solo golpe metió su enorme tranca en mi humedecido chocho. Súbitamente, yo le aparté y me incorporé comida por los nervios. ¿Cómo narices se atrevía follarme sin ningún tipo de protección? ¿Estaba loco o qué? Recogí mis cosas mientras los dos chavales me injuriaban con insultos como guarra, puta, etc, etc.
Me vestí y me sorprendí de que mi sobrina hubiese volado de su escondite. Me fui donde estaba el grupo para buscarla y tras hallarla nos marchamos con viento fresco. Mientras conducía de regreso una idea venía a machacarme una y otra vez. ¿Qué era lo que había hecho? ¿Qué me había impulsado a casi hacer el amor con dos desconocidos cuando esa forma de actuar no era parte de mi personalidad?¿La presencia de Elena no me había compelido a ir más allá de lo que yo había querido en un primer momento? La respuesta afirmativa casi hizo que perdiese el control del vehículo y tener un accidente.
Pasaron dos estupendos días de sol y playa y de salidas nocturnas más apacibles que la primera. Elena nada dijo de aquella noche y yo ni siquiera hice intento de mencionar nada. Era ya la última y ambas decidimos quedarnos en nuestra habitación para descansar, pues al día siguiente nuestro vuelo salía bastante temprano. Cenamos en el restaurante del hotel y subimos a nuestra habitación a terminar de hacer las maletas. Luego nos acostamos en nuestras respectivas camas. Rápidamente me dormí, pero, me desperté a eso de la una de la mañana, sin motivo alguno. La suave brisa nocturna se colaba por el amplio balcón haciendo balancear las cortinas. El murmullo del mar me hacía sentir relajada y serena. A lo lejos se oía el ruido bullicioso de turistas divirtiéndose. Estaba acostada boca arriba, mirando las sombras chinescas del techo, absorta en mis pensamientos. Realmente el viaje no había cumplido ninguna de mis expectativas. Elena seguía siendo un misterio para mí y, lo que era peor, ella había sido testigo de un hecho que yo misma deploraba.
Un calor intenso brotaba de mi cuerpo después de un día expuesta al sol. Me molestaba el suave camisón que llevaba, así que, silenciosamente, me despojé de él. Sólo un diminuto tanga cubría mi total desnudez. Cambié de posición en el lecho y miré hacia la cama de Elena. Allí estaba ella mostrándome su espalda desnuda, durmiendo plácidamente boca abajo. No sé, me sentía extraña, una intensa calidez irradiaba de mi entrepierna. "Supongo que será el día en la playa, el calor, vete tú a saber", pensé. "Pero, ¿por qué mis pechos estaban erectos?". Estaba inquieta. Me levanté sin hacer ruido y me puse una camiseta larga. Me asomé al balcón y me apoyé en la barandilla admirando el mar en la oscuridad. No sé cuanto tiempo estuve allí, sólo sé que me sorprendió una sombra a mi lado. Era Elena que, cubierta con un ajustado top y el tanga de su bikini, oteaba la línea del horizonte. "Es todo tan hermoso, ¿verdad?", murmuró mi sobrina. "La luna nos observa. Quizás está sorprendida viendo que dos mujeres guapas no se divierten por la noche". Sonreí ante su comentario y asentí con la cabeza. Un escalofrío recorrió mi cuerpo. "Parece que aquí hace frío", comenté. Elena me tomó de la mano y me condujo a la habitación. No sé por qué, me fijé cómo sus oscuros pezones se adivinaban tras la tenue tela de algodón de su top. Un calor más intenso surgió de mis entrañas. "¿Qué me pasa hoy? Si salgo fuera tengo frío, si entro aquí tengo calor", me dije.
"Aquí dentro hace bastante calor". "Vaya, tía, tu termostato hoy no funciona bien", respondió riendo. Sin decir palabra, Elena me sacó la camiseta por la cabeza. Yo estaba como agotada, feliz. Dulcemente, ella me empujó hacia mi cama y me acostó. "¿No estarás enferma?", me inquirió. Negué con la cabeza. Era extraño, pero me sentía cohibida al estar prácticamente desnuda ante mi sobrina. Estaba excitada, pero ¿de qué? No lo sabía ni quería saberlo, pero mis labios vaginales estaban abiertos en flor, expectantes, ansiosos de caricias. Sigilosamente, me tapé con las sábanas. Elena no pudo ocultar una sonrisa. "Pero, ¿no tenías calor?", preguntó. Mi sobrina puso su mano sobre mi rostro. "Estás ardiendo, querida", comentó. Sus manos recorrieron mi cara en una eterna caricia y bajaron por mi cuello hasta llegar a la sábana que cubría mi cuerpo. ¿Por qué no se iba a su cama y me dejaba en paz? Estaba muy avergonzada. Parece que leyó mis pensamientos, pues se incorporó y despojándose de su top se tendió en su lecho. Con sólo su tanga parecía una diosa. Podía ser cierto que yo fuera más bella, pero la sensualidad que de ella emanaba era especial. Mi sobrina no cubrió su cuerpo si no que, como en la playa, lo exponía con total naturalidad.
Al poco rato, la respiración rítmica de Elena mostró que estaba durmiendo plácidamente. Sin embargo, yo no podía conciliar el sueño. El fuego me abrasaba por dentro y dificultaba mi respiración. Quería hacer algo, no sé. Estaba como borracha y la cabeza empezó a darme vueltas. Me incorporé de la cama y la tersa sábana resbaló por mi cuerpo. Ese simple contacto erizó mi piel. Torpemente me dirigí al baño. Me lavé el rostro para despabilarme y aclarar mis ideas. En el ancho espejo vi reflejada mi figura: alta, esbelta, hermosa. La abundante mata de pelo negro cayendo desordenada sobre mi espalda, enmarcando un rostro ovalado, perfecto, donde unos ojos negros refulgían y observaban unos labios carnosos, rojos, nacidos para ser besados. Sonreí, sin querer, de satisfacción, al contemplar mi cuerpo desnudo, soberbio, envidiable, tostado por el sol, cuyo torso, coronado por dos perfectos senos, blancos, anhelaban ser acariciados. Mi pubis, apenas cubierto por el breve tanga, era la cima de dos piernas largas que morían en una cintura estrecha. Me toqué la entrepierna. Estaba chorreando. "¿Y si me diera un baño? Quizás no duermo porque estoy sucia".
Dicho y hecho. Comencé a llenar la bañera y al cabo de unos breves instantes disfrutaba de un baño reparador. El vapor y la tibieza del agua contribuyeron a adormecerme. Una increíble sensación de bienestar se apoderó de mí. "Hey, ¿qué estás haciendo?", la voz de mi sobrina resonó clara en el cuarto. "Tomando un baño. Siento haberte despertado", respondí. Se dirigió hacia la bañera. "No te preocupes. Yo tampoco puedo dormir bien", me aclaró. Se había puesto un top blanco, casi transparente, que dejaba al descubierto su ombligo. Extremadamente sensual, su figura lasciva despertaba claramente cualquier instinto lúbrico. Debía reconocerlo: si fuese hombre no me cortaría un pelo y me lanzaría al ataque. Pero era mujer y, para colmo, su tía. Mi sobrina se sentó al borde de la bañera e introdujo una mano en el agua jugueteando con ella. Mi mano emergió del líquido elemento y se posó distraídamente en su muslo, acariciándolo. Quizás ese era el último momento para intimar con mi sobrina. "¿Con cuántos hombres te has acostado, Elena?", escuché sorprendida mi propia voz. Esbozó una leve sonrisa y contestó: "Digamos que con unos cuántos". "¿Cuándo perdiste la virginidad?" "¡Ja, ja, ja! Eso es secreto de sumario, querida". Con picardía pellizco uno de mis pezones que sobresalían del agua. Como siempre que lo hacía mis tetas respondieron inmediatamente. Me turbé al notarlo. Era hora de poner término a una conversación que a nada me conducía.
Me incorporé de la bañera y salí de ella. El agua se escurría libre por mi cuerpo. Mi sobrina cogió una toalla y en vez de pasármela, ella misma comenzó a secarme la espalda. Su contacto era suave, perversamente agradable, diría yo. "Deja, ya sigo yo", ordené. Tomé la toalla y con presteza acabé. Me puse un top y, antes de que pudiese ponerme unas braguitas, y ante mi asombro, Elena se desnudó ante mí y se metió en la bañera. La visión de su total desnudez me impactó. Su cuerpo estaba totalmente moreno por el sol y solo una diminuta franja blanca, resultado de su tanguita, se extendía por su cintura. Su pelo negro azabache, recogido en una presurosa coleta, refulgía bajo las luces del baño. Estaba realmente hermosa.
Aturdida y confusa me fui al dormitorio. No cerré la puerta del servicio y desde la cama disfruté de la visión de mi sobrina bañándose. "¿En qué estoy pensando?", reflexioné retirando mi mirada. Pero a los pocos segundos, de forma instintiva, volví mis ojos hacia ella. No me daba cuenta de que yo solo estaba vestida con un top, que no alcanzaba a cubrir mi estómago, y que, a causa del azoramiento, se me olvidó ponerme las braguitas. Mis dedos se dirigieron a mi coñito que estaba de nuevo empapado. Penetraron sin dificultad en mi gruta y un leve gemido escapó de mi garganta. No sé lo que ocurría, sólo sé que me dejaba llevar a un mundo desconocido. Volvía a recuperar la sensualidad que un día perdí, unas desaforadas ganas de vivir la vida intensamente. Ver a mi sobrina me excitaba de veras, su sexualidad me volvía loca.
Sin embargo, este último pensamiento me horrorizó completamente. "¿Qué estoy diciendo?" El ruido que originó mi sobrina al salir del baño me sobresaltó todavía más y, rápidamente, retiré los deditos de mi sexo. Me di la vuelta en la cama para ocultar mi excitación.
Oí como apagaba las luces del servicio, entraba en el dormitorio y se acercaba a mi lecho. Percibí su respiración cerca de mi rostro, su mano traviesa rozando mi culito desnudo y, por fin, sus labios posarse en mi mejilla. "¿Estás bien, cariño?", me preguntó, tomando asiento en la cama. "Sí, sólo que estoy nerviosa", contesté.
Una luz tenue, proveniente del balcón, iluminaba la escena. Elena, de nuevo, llevaba solo puesto su tanga dejando sus senos al aire.
"¿Por qué?", me interrogó. Me encogí de hombros significando que no conocía la razón. Sus pechos, tentadores como fruta prohibida, estaban subyugando mi atención. Estaban muy morenitos y sus pezones oscuros destacaban en ellos. Sentí, con aprensión, como el aroma de mi sexo envolvía tenuemente la habitación. Me senté en mi cama situándome frente a ella. Mi corazón golpeaba mi pecho con fuerza, desbocado. "¿Desde cuándo duermes sin braguitas, tía? ¿Sabes que me estás sorprendiendo en este viaje? Me creía que eras una persona más seria. Y, sin embargo, no has dejado de asombrarme..." Tuve que poner una expresión de desaprobación porque Elena calló, sin terminar la frase. Dejó caer su rostro y exhaló un suspiro. "Siento que, en ocasiones, me siento sola en el mundo", murmuró. "Sé que has estado leyendo mi diario- me reveló- y te agradezco que hayas guardado silencio al respecto. No quiero que mis padres me vean como una depravada o algo así. Sin embargo, ocultar esa faceta de mi vida hace que me sienta sola, digna de lástima. Sin que pueda confiarme a nadie, actuando, mostrando una persona que no soy, siempre representando para los demás y te confieso que eso es duro- hablaba de manera inconexa, sin sentido muchas veces-. El otro día cuando te vi follando con aquellos tipos consideré que tú eras un alma gemela mía, en la que podía confiar. Quizás, me he equivocado". Guardé silencio, confundida. Después de unos instantes la respondí: "Yo estoy aquí, siempre contigo, para lo que necesites". La abracé tiernamente contra mí. Sentí una honda pena, que provenía del corazón. Ese sentimiento de desamparo y soledad que yo tan profundamente vivía creó una corriente de afecto hacia ella. La acaricié dulcemente. "¿Por qué me siento tan mal, con la sensación de que he fallado a alguien cuando hago lo que hago?", repetía incesantemente. Su aliento fresco estaba muy cerca de mis labios. "Calla y no digas nada", la calmé. Mis manos recorrían libremente su espalda desnuda. Le deshice la coleta y su largo pelo, alborotado, cayó en cascada. En ese instante, dejé de pensar en todo, en lo permitido, en lo prohibido. Sólo intentaba exteriorizar que yo era, efectivamente, su alma gemela, aunque lo hubiese intentado ocultar hasta ese momento. Mis labios se posaron en los suyos, al principio, con dulzura, con miedo a ser rechazados. Paulatinamente, los besos se hicieron más candentes. Introduje mi lengua en su boca, donde forcejeó con encono con la de mi sobrina. Mis dedos no dejaban de pellizcar sus pezones que se convirtieron en piedras en mis manos. Intentaba bajar mi boca para succionar aquellos apetitosos melocotones, pero en vano porque Elena no dejaba que mis labios se separasen de los suyos. Lengua contra lengua, parecía una lucha sin cuartel. Finalmente, y no sin dificultad, pude llevar mis labios a sus senos. Los chupé, los mordí con furia. Al pretender tomar un respiro me vi empujada hacia arriba. Ambas estábamos de pie encima de mi lecho. Nuevamente, nuestras lenguas comenzaron su particular lucha. Nuestra saliva se confundía como exquisito néctar que ambas anhelábamos. De repente, sentí una caricia en mi depilada entrepierna. Eran sus dedos que, con mucho cuidado, penetraron en mi sexo. Realmente, no les costó mucho entrar. Toda la noche estaba empapadito y deseoso de ser tocado. Era como una tierra seca que, de improviso, recibe las esperadas gotas de lluvia. Me separé un tanto de Elena para ser espectadora de sus evoluciones sobre mi coñito. Sus dedos se introducían sin problemas dentro de él. A los pocos minutos, tuve que morderme los labios para ahogar un gemido de placer precursor del primer orgasmo de la noche. Nunca había expulsado tantos fluidos como aquel día y mi sorpresa y excitación se acrecentaron cuando mi perversa sobrina llevó sus dedos hasta mi boca para que yo probase mi propio sabor. Me deleité en hacerlo, la mejor bebida que he tomado en mi vida. Suavemente, la tumbé en la cama. Sacando mi lengua de su cueva, empecé a lamer cada poro de su piel. Muy lentamente bajé por su cuello hasta sus senos que, duros como rocas, esperaban anhelantes. Era mi primera experiencia con una mujer y quería dar a Elena todo el placer que mi inexistente experiencia podía proporcionar. Me deleité en sus pezones y, después, ahíta, descendí por su vientre. Su respiración era agitada y mi barbilla temblaba de deseo. Llegué a la frontera de su tanga. Un olor acre se desprendía de su entrepierna. Acerqué mi mano a la tela. ¡La tenía chorreando! Quería conducirla a la locura. Mi lengua siguió bajando hasta la parte posterior de sus muslos. El olor se hacía cada vez más intenso y una mancha oscura rodeaba ostensiblemente su chochito. Con lentitud casi sacramental fui retirando su prenda íntima. Ante mis ojos apareció el oscuro e inconfesable objeto de mi deseo. Un pequeño triángulo de pelo coronaba su sexo. Hundí mi lengua en él con delectación. Sentí como sus manos me apretaban en su exquisita gruta. Escuché como le venía el orgasmo y probé sus más íntimos líquidos sin dudar un instante.
Descansé un rato al lado de mi amante, pero ella estaba febril de pasión. Su voz sonó temblorosa: "¿Acaso esos hombres del otro día podían proporcionarte esta fantasía?" Ella rió con una risa franca y fresca y me dio la vuelta mostrándole mi trasero. Después, de espaldas a ella, me arrodilló y me quitó el top que cubría mi pecho. Con él me tapó los ojos y quedé entre absorta y tremendamente excitada. ¿Qué iba a hacer conmigo? Sentí unas manos delicadas acariciar mi espalda, unos labios que besaban mi cuello, una respiración que enardecía mi alma. Los manos llegaron a mis pechos que al verse objeto de esa prisión se alzaron orgullosos al cielo. Sus dedos rodeaban sutilmente la aureola de los pezones que, en respuesta, se endurecieron. De repente, esas manos desaparecían para volver más calientes. Me hicieron poner a cuatro patas con las piernas levemente abiertas mostrando sin ningún pudor mi sexo. Su lengua se posó en él y comenzó a lamerlo con un cuidado y precisión exquisitos. Sospeché que no era la primera vez que mi sobrina había estado con otras mujeres. Sus caricias eran demasiado exactas. Cuando creí que ya no podría aguantar más percibí con auténtico estupor que sus dedos habían penetrado en mi ano y empezó a jugar con él sin reparos. La sensación era extraña y dolorosa al principio, me hacía sentir sucia, pero al cabo de unos minutos todo cambió. Los dedos de su mano derecha seguían inspeccionando de forma magistral mi más íntima gruta. Mis manos apretaban mis senos con pasión como si aquel fuese a ser el último polvo que iba a tener en mi vida. Mi cabeza, aplastada en el almohadón de la cama, me daba vueltas sin parar. El frenesí, la locura, la fiebre del deseo me estaba consumiendo. El corazón latía desfondado, sin freno. Parecía disparado a una carrera sin final. Un intenso calor en mi cuerpo hacía que todos los poros de mi piel llorasen gruesas gotas de sudor. La respiración se hacía más y más entrecortada. De mi garganta, los gemidos se transformaron en gritos. Hasta que al fin, un fogonazo de placer, hasta entonces desconocido para mí, que nacía de mis más profundas entrañas, se tradujo en un torrente, en una cascada que humedeció profusamente mi sexo. Allí estaba la boca de Elena para beberse hasta la última gota de mi más preciado néctar. Jamás en mis 32 años había experimentado una sensación semejante. Exhausta caí rendida en el lecho. Me quité el top que tapaba mis ojos y me di la vuelta. En mi vientre, recostada, estaba mi pervertida sobrina de cuya barbilla aún pendían algunos restos de mis flujos vaginales. Ella llegó hasta mí y el más depravado beso me fue otorgado. Sus manos, inquietas, buscaban mis senos, jugando incansablemente con el botón de mis pezones hasta que éstos reaccionaron poderosamente. "¡Eres tan hermosa, tía! ¡Te devoraría una y otra vez!", confesó Elena.
Pero esta vez, fui yo quien tomó la iniciativa. La tiré sobre la cama y la puse de espaldas a mí. Comencé a besarle el cuello mientras mis manos recorrían su cuerpo sin ningún pudor. Los labios de su sexo sobresalían descarados como pétalos de flor en primavera. No vacilé. Lentamente, primero, me una manera más rápida y febril, después, le introduje uno, dos y hasta tres deditos en su cueva íntima. Cuando noté que estaba al borde del paroxismo me detuve. "Sigue, por Dios, ¿por qué paras?", balbució mi sobrina. Mi respuesta vino casi inmediatamente. La alcé un poquito sobre sus rodillas y poniendo sus hermosas nalgas a la altura de mi cara, le comí con gula su ojete. Al principio, estaba contraído, pero, poco a poco, se fue dilatando y mi lengua no tenía ya ningún obstáculo para entrar en toda su extensión. No he comido jamás una cosa tan deliciosa aunque parezca paradójico. Mis dedos frotaban su clítoris con insistencia casi implacable. Sus jadeos manifestaban que la estaba poniendo a mil. Su respiración era cada vez más entrecortada. Al fin, mi constancia y buen hacer obtuvieron premio: súbitamente, un flujo tremendo provino de su coño derramándose por la ladera de sus piernas. Sin pensarlo, sorbí aquellos líquidos con frenesí.
Cansadas, nos tendimos una al lado de la otra besándonos dulcemente. No cruzamos palabra.
Acabó la batalla de plumas, como diría el clásico y Morfeo vino a traernos un reparador sueño.
Epílogo.
Tras aquel hecho, Elena y yo seguimos conviviendo durante unos meses juntas. Pero jamás volvimos a intentar nada.
En julio de ese año, tuve la fortuna de encontrar al que hoy es mi actual marido y a los pocos meses me fui a vivir con él.
La casa de mis padres, finalmente, se vendió, con sus recuerdos, alegrías y pesares.
A lo largo del tiempo, Elena y yo coincidimos en algunas fiestas familiares, pero no volvimos ni siquiera insinuar lo acontecido esa noche.
Sólo nos quedaron miradas cómplices y nuestro más íntimo secreto, que aguarda en soledad.