De Espía a Esclava Sexual

Verónica es descubierta defraudando a su empresa, y para evitar ir a la cárcel es obligada a espiar a un competidor. Pero el espiado, un auténtico sádico, descubre los manejos de su nueva esclava...

DE ESPÍA A ESCLAVA SEXUAL

Por Alcagrx

I – El jefe descubre mis manejos contables

“Señorita Verónica, por favor suba a Dirección, planta 23” . Cuando oí por megafonía aquel aviso me temí lo peor: desde que, hacía meses, mis padres me habían pedido ayuda para salvar su pequeño negocio, hundido en deudas con prestamistas, yo había diseñado y aplicado un sistema casi infalible para hacer desaparecer fondos de las cuentas de mi empresa. No en vano era la mejor contable que tenían, pensaba yo; convencida de que mi entramado de sociedades pantalla, y cuentas numeradas, permitiría ocultar la verdad: que más de un cuarto de millón de euros habían ido de mi empresa -la subsidiaria en España de una gran multinacional- al pequeño negocio de mis padres. Pero había que ser optimista; así que me alisé la falda, comprobé que mi blusa estuviese bien colocada y modestamente abotonada, y subí en el ascensor hasta la planta más alta del edificio. Donde las cosas eran muy distintas que en mi oficina: un puro lujo de maderas nobles, cuadros de firma y muebles caros. Una secretaria muy atenta me hizo pasar, tan pronto como le dije mi nombre, al despacho del propietario, Don José Nieto, quien me estaba esperando. Era un hombre de unos cincuenta años, alto, vestido informal pero elegante y con su abundante pelo peinado hacia atrás, que tenía la fastidiosa costumbre de mirar a las mujeres como si las desnudase: es decir, de abajo a arriba, y haciendo incómodas paradas en aquellas zonas de sus anatomías que más parecían interesarle. Así lo hizo conmigo, claro, y mientras él me contemplaba con todo detenimiento pude ver que, frente a su mesa, estaba sentado otro hombre, también trajeado; y que entre ambos había un montón de papeles.

Cuando me tuvo bien mirada y remirada, el gran jefe me dijo, señalando la otra butaca frente a su mesa, “Siéntese, por favor, señorita Verónica. Seguro que ya sabe el motivo de que la haya mandado llamar; más concretamente los 267.315 motivos…” . Al oírle palidecí, pues esa era, exactamente, la cifra a que ascendía el dinero que me había llevado; no en vano era yo una contable muy cualificada. Pero me hice la loca, y le pregunté a qué se refería con eso; para recibir, al instante y del otro hombre presente en el despacho, una catarata de cifras, fechas y bancos: el detalle de todas y cada una de las transferencias indebidas realizadas por mí. Cuando terminó, el jefe le dio las gracias, y le dijo que ya se podía ir; una vez que el contable se marchó puso su mejor sonrisa de tiburón, y me explicó lo que me esperaba: “Tengo dos opciones: una es denunciarla a la policía, y que pase usted los próximos tres años y medio entre rejas. Esa es la pena que mis abogados han calculado que le caería; partiendo de la base, claro, de que no va usted a poder devolver el dinero, verdad?” . Yo hice que no con la cabeza, la cual desde que empezó el contable a hablar yo tenía muy baja, con la mirada fija en la punta de mis zapatos; y comencé un largo discurso sobre los problemas de mis padres, con grandes promesas de devolverlo todo cuando pudiera. Pero él me cortó al instante: “Hay una segunda opción: necesito una persona que se gane la confianza de Enrique García, el CEO de nuestra principal competidora, y que sea capaz de conseguir de él la fórmula de su nuevo producto, como sea. Pues en caso contrario nos van a arruinar con él, en cuanto lo saquen al mercado. Si usted la consigue no solo su deuda quedará olvidada, además recibirá una prima extra por igual importe. Por no decir, claro, que cuando nuestro jefe de contabilidad se jubile, dentro de un par de años, tendría usted todos los números para sucederle” .

Supongo que vio la gran sonrisa que se me pintó en la cara, porque de inmediato me contó la parte difícil: “No se alegre tan pronto, pues Enrique tiene un vicio que, para sus conquistas, resulta bastante incómodo: es un sádico. Le encanta humillar y torturar a sus mujeres; alguna ha acabado en el hospital, aunque en esos casos sabe compensar su silencio. En pocas palabras: para que una mujer se gane su confianza ha de estar dispuesta a sufrir mucho, tanto física como mentalmente. Y ser muy atractiva, claro; pero por lo que puedo ver no creo que, en su caso, eso vaya a suponer ningún problema” . Yo me ruboricé hasta la raíz del cabello, y él continuó con su discurso: “No hace falta que me conteste ahora; le doy mi dirección particular, y si está usted dispuesta a hacer lo que le propongo venga el próximo sábado a verme, a primera hora de la mañana. Calcule que estará en mi casa todo el fin de semana, así que no se comprometa con nadie. Y no hace falta que traiga equipaje alguno; en mi villa hay todo lo que podamos necesitar. Eso sí, si el sábado no está allí, dispuesta a todo, el mismo lunes pongo en marcha la denuncia por estafa” . Tras lo que me entregó un papelito, y me hizo gesto de que saliera. Yo volví a mi cubículo absorta en mis pensamientos; por un lado era obvio que no quería ir a la cárcel, pero por otro la idea de liarme con un sádico, y además para traicionarlo, casi me daba más miedo. Pero al final me decanté por intentarlo, más que nada porque la opción de la cárcel arruinaría a mis padres con seguridad. Mientras que la otra, si salía bien, salvaría su negocio y mi futuro; y en último caso, me consolé, si el tal García me lastimaba demasiado ya me “compensaría”, como mínimo, con el dinero suficiente para devolver mi deuda.

Total, que el sábado a las nueve de la mañana yo llamaba al timbre de la mansión de Don José: un enorme chalet en la zona más elegante de la ciudad. Me había vestido para impresionarle, con mi mejor blusa de seda y una falda que, para mi gusto, era demasiado corta, pues dejaba ver más de medio muslo; pero que, según todos los hombres con los que yo había estado, hacía honor a mis largas y bien torneadas piernas. Las cuales, además, llevaba desnudas, pues hacía mucho calor para llevar medias; y aquel día las había alargado aún más con unas sandalias de fino tacón, atadas con cintas que llegaban hasta justo debajo de la rodilla. Y, aunque el jefe me había indicado que no llevase equipaje, tenía en mi bolso una muda completa, y utensilios de aseo; prefería utilizar los míos propios que los que allí me pudieran dejar. Me abrió la puerta un hombre vestido como los mayordomos de las películas, llevando un chaleco amarillo y negro a rayas verticales; y cuando le dije quien era me hizo pasar, cerró la puerta tras de mi y, allí mismo en el recibidor, me dijo “Don José aún está descansando, pero me ha dejado instrucciones para usted. Desnúdese completamente, y entrégueme todas sus prendas; luego la acompañaré a la piscina, donde puede esperarle. Cuando el señor baje desayunarán los dos en el porche” . Yo me ruboricé al instante; pues, aunque ya suponía que mi tarea iba a requerir que en determinados momentos me quitase la ropa, no pensaba que eso fuera a suceder tan pronto, y en un lugar tan inesperado. Así que me puse a protestar airadamente; pero el mayordomo me cortó en seco: retrocedió hasta la puerta de entrada, la abrió y me dijo “El señor ha sido tajante: o hace usted lo que se le dice, sin chistar y de inmediato, o se marcha ahora mismo, de vuelta para su casa; y el lunes ya hablarán de su futuro. Usted dirá…” .

II – En casa de Don José

Al verme acorralada, no tuve más remedio que aceptar; asentí con la cabeza, y comencé a desabrochar mi blusa. Una vez solté todos los botones, incluidos los de los puños, me la quité y se la di, y con un suspiro desabroché el cierre de mi falda, dejándola caer al suelo; me agaché, la recogí, y se la entregué al mayordomo, con lo que me quedé frente a él en ropa interior y zapatos. Pero era obvio que con eso no se iba a conformar, así que me agaché y comencé a desatar mis sandalias; tras volver a incorporarme me bajé de ellas, y luego solté el cierre de mi sujetador. Mientras con el brazo izquierdo tapaba mis pechos como podía, con la otra mano lo aparté, y se lo entregué a aquel hombre; y luego me quedé quieta, interrogándole con la mirada en un vano intento de conservar algo de decencia. Pero él negó con la cabeza; y yo, haciendo un último esfuerzo, metí ambos pulgares en los laterales de mis braguitas y, de un solo empujón, las dejé caer al suelo y las aparté con un pie. El mayordomo las recogió, las puso sobre un mueble del recibidor junto con mis demás prendas y el bolso, y me dijo que le siguiera; yo lo hice, tapando como podía mis vergüenzas con las manos y los brazos, y ambos cruzamos un gran salón hasta un porche que daba sobre la piscina. Lo atravesamos también, salimos a la hierba, y allí me hizo un gesto indicando que ése era el lugar donde debía esperar; luego se marchó, dejándome sola y desnuda junto a dos tumbonas colocadas al borde del agua.

Lo cierto es que nunca he sido especialmente pudorosa, más bien todo lo contrario; en la playa, por ejemplo, soy casi siempre la primera que se quita la parte de arriba del bikini, y cuando salgo de fiesta me gustan los vestidos cortos y escotados, por supuesto sin un sujetador debajo. Pero aquello era algo por completo diferente: primero porque estaba en casa de mi jefe, a primera hora de la mañana y se suponía que por negocios. Y, sobre todo, porque al haberse llevado el mayordomo mi ropa, yo estaba mucho más desnuda de lo que nunca lo había estado; pues no tenía nada a mano para cubrirme si, por ejemplo, alguien se acercaba a la piscina. Algo que, a juzgar por el ruido que venía del interior de la casa, estaba a punto de suceder, así que ni corta ni perezosa me tiré de pies al agua; y luego me arrimé, dentro de ella, a la pared de la piscina más próxima a las tumbonas, haciendo así invisible mi cuerpo desnudo para quien se asomase al porche. Obviamente era Don José quien venía hacia mí; al verme me saludó con la mano, y cuando llegó a mi lado se sentó en una de las tumbonas, con aquella sonrisa suya de tiburón a punto de zamparse un pez. Lo que al instante se puso a hacer: “Verá, señorita Verónica, lo que va a hacer usted este fin de semana es, como lo diría yo, un test. Ya le dije que Enrique García es un auténtico sádico, además de un mujeriego; así que usted no tiene la menor posibilidad de atraerlo si no se comporta con una desvergüenza fuera de toda medida. Algo que incluso a él le sorprenda, vamos. Así que haga el favor de salir del agua y comenzar a comportarse conmigo como si pretendiera seducirme; además, claro está, de dar la impresión de que desconoce por completo el más mínimo pudor” .

Armándome de valor, y roja como un tomate, subí por la escalerilla de la piscina y me planté frente a él, exhibiendo mi mojada desnudez; para lo que tuve que refrenar el impulso de volver a taparme con las manos el sexo y los pechos. Pero a él no le pareció bastante: “No está mal, buenas piernas, pechos grandes y firmes y un trasero redondo y apretado; puede que le guste usted a Enrique. Pero recuerde que deberá comportarse con él como una auténtica ninfómana; así que separe las piernas, acaríciese un poco y míreme con toda la lascivia de que sea capaz. Y, por lo que más quiera, haga desaparecer ese rubor de su cara; parece usted una colegiala pillada en falta” . Prometo que lo intenté, pero solo logré tres cosas: separar un poco las piernas, no más de un palmo entre muslo y muslo, poner una mano sobre mi sexo y sonrojarme aún más. Él empezó a reír con ganas, y me dijo “Suerte que tenemos dos días para que aprenda usted; así como actúa ahora no vamos a ninguna parte. Para ver si la acostumbro a comportarse como una zorra en celo le he preparado una serie de pruebas; de las que la primera es que va usted a pasar todo el fin de semana desnuda. No importa quien más venga, o lo que hagamos; a ver si, para el lunes, ya tiene usted un poquito más de desenvoltura” . Mientras me lo decía alargó una mano hacia mi sexo, que yo llevaba completamente depilado, y comenzó a acariciar mi vulva; resistí como pude la tentación de soltarle un bofetón, y para mi horror al poco la retiró empapada en mis secreciones, al tiempo que me decía: “No será tan difícil lograr el objetivo, por lo que observo. Mucho sonrojarse pero está usted excitadísima, como puede comprobar…” .

En el camino a la mesa del porche, donde nos esperaba el desayuno, yo iba pensando en aquella paradoja: por un lado lo estaba pasando fatal, sentía la mayor vergüenza de toda mi vida; pero por otro aquella situación, conmigo desayunando desnuda junto a un hombre correctamente vestido, era sin duda muy erótica, y ciertamente me estaba excitando. Se lo confesé a Don José, y él me felicitó; luego llamó al mayordomo y cuando llegó le dijo, para mi sorpresa, que se sacase el pene y me lo mostrara. Era de dimensiones considerables, y estaba semierecto; Don José me hizo seña de que me arrodillase frente a él y siguió con sus “enseñanzas”: “Se supone que usted, en cuanto ve un miembro, se lanza a chuparlo; así que póngase a ello, por favor. Y, si todavía no sabe hacerlo, practique lo que sea necesario hasta que aprenda a controlar el reflejo de vómito; a una buena chupona ha de caberle todo entero…” . Lo que logró que me ruborizase aún más, si cabía; pues mi último novio era un apasionado de la felación, y con él había aprendido a tragarla entera, como una auténtica profesional. Así que mi demostración dejó muy contento a Don José; y aún más al mayordomo, pues a los pocos minutos eyaculó directamente en mi esófago, y se marchó muy sonriente. Pero la cosa no había hecho más que empezar, pues tan pronto como acabamos de desayunar Don José me ordenó subirme a la mesa, abrirme de piernas frente a él y masturbarme hasta el orgasmo; la verdad es que pensé que me costaría mucho hacerlo, pero mi inicial vergüenza se vio enseguida superada por la excitación que hasta aquel momento había acumulado, y logré un orgasmo más que aceptable, allí desnuda, espatarrada y con mi sexo justo delante de su cara.

“El siguiente ejercicio es un poco más difícil, pero es importante que se vaya acostumbrando a soportar el dolor. Vaya usted a la cocina, y pídale al cocinero que le preste una espátula grande de madera; luego vuelva aquí, y haremos el primer ensayo” . Las palabras de Don José me sacaron de golpe de mi ensimismamiento, así que me bajé de la mesa y fui a por ella; al hacerlo desnuda y descalza me di cuenta de que, al andar de ese modo, mis pechos se bamboleaban muchísimo, y me volvió el rubor a las mejillas. Aún creció más cuando, al llegar a mi destino, me encontré con que en aquella cocina al menos había media docena de personas; yo hice ver que lo que hacía era lo más normal del mundo y, como si no viese las caras de pasmo de los criados, le pedí el instrumento de tortura al que parecía el cocinero -lo deduje por el uniforme y el gorro- y regresé con él al porche. Era como una cuchara de madera grande, pero con el extremo plano y rectangular, de como diez por veinte centímetros; me di con ella un golpe en una de mis manos, y lo cierto era que dolía bastante. Pero nunca tanto como el primer golpe que me dio Don José: al llegar yo al porche me tumbó boca abajo, con medio cuerpo sobre la mesa del desayuno, aplastando mis pechos contra la tabla; y me hizo separar un poco las piernas, para acto seguido descargar con aquella espátula un porrazo brutal sobre mi nalga derecha. Yo salté como impulsada por un resorte, y me separé de la mesa con mis manos en la nalga herida; mientras la frotaba las lágrimas asomaban a mis ojos, y solo acerté a decirle “No puedo resistirlo, me hace usted demasiado daño!” . Pero él me contestó, con una sonrisa, que aquello había sido más una caricia que no un auténtico golpe, y que volviera a mi posición; cuando lo hice me dio otro porrazo igual, o incluso algo más fuerte, esta vez en la nalga izquierda, y el impacto me hizo caer al suelo entre chillidos de dolor, mientras me frotaba enérgicamente el trasero.

Así seguimos durante horas, soportando yo un montón de golpes hasta que logré aguantarlos sin perder la posición; por supuesto llorando, suplicando que parase y retorciéndome del daño que me hacía, pero por lo visto eso era algo que ya se esperaba de quien recibía el tormento. Al acabar el “ejercicio” yo tenía, por lo poco que podía ver girándome, el trasero rojo como un tomate, y en algunos puntos ya más morado que rojo; pero Don José me dijo que no me preocupase, que en unas horas el enrojecimiento habría desaparecido, y me autorizó a que me diese un baño en la piscina mientras él iba a resolver otros asuntos, lo que hice sin hacerme rogar. Estaba en el agua cuando, de pronto, aparecieron en el porche otros cinco o seis hombres; yo me refugié, como había hecho al aparecer antes Don José, pegándome al costado de la piscina que ocultaba mi cuerpo de su visión. Pero al instante me di cuenta de que no era eso lo que se esperaba de mí; así que con un gran esfuerzo de voluntad me acerqué hasta la escalerilla, salí del agua y me dirigí hacia ellos, aunque procurando tapar con las manos mis pechos y mi sexo. Al llegar frente a todos me di cuenta de que me estaban mirando como hipnotizados; yo me limité a saludarlos cortésmente, poniendo mi mejor sonrisa, presentarme y pedirles que se sentasen allí en el porche, mientras esperábamos todos a Don José. Algo que, finalmente y sin despegar sus ojos de mi expuesta anatomía, lograron hacer; mientras que yo me sentaba enfrente de ellos, con las piernas cruzadas y mis brazos cubriéndome los pechos. Aunque no por mucho tiempo, pues con una audacia que a mí misma me sorprendió logré finalmente apartar ambos brazos, y mostrarles mis senos abiertamente; total, pensé, no es más que lo que siempre has hecho en cualquier playa, solo que ahora en una piscina y frente unos hombres vestidos de traje, en vez de ir en bañador.

Hasta que Don José hizo aparición, sin embargo, nadie pronunció ni una palabra; y cuando llegó fue él quien habló primero: “Buenos días, caballeros, les he llamado porque tenemos algunos asuntos urgentes que discutir. Esta es Verónica, por cierto, una de nuestras contables; aunque está aquí por otras razones, nos puede asistir en cuestión de números” . La mención del jefe tuvo el efecto de volver a ruborizarme, pero aún lo hizo más su siguiente comentario, dirigido a mí: “Por favor, no se siente así; estos caballeros estarán mucho más felices si pueden disfrutar de todos sus encantos, y no solo de sus pechos. Haga el favor de separar bien las piernas, y de adelantar sus nalgas hasta el borde mismo del sillón” . Con un esfuerzo sobrehumano logré obedecerle, y de inmediato me di cuenta de que los ojos de todos aquellos hombres estaban fijos en mi vulva; que además podían contemplar sin obstáculo alguno, al ir yo totalmente rasurada. A partir de aquel momento comenzó una discusión de negocios en la que poco intervine; solo en algún momento, y provista de una calculadora que uno de aquellos hombres me dejó, les ayudé a estimar alguna cifra de costes, o de beneficios. Una discusión que duró varias horas; con lo que logró que, si no cómoda, al menos dejase de estar tan ruborizada por mi desnudez, expuesta de aquel modo tan obsceno; pues por el mero transcurso del tiempo el color fue despareciendo de mis mejillas. Y cuando, por fin, Don José declaró concluida la reunión, aun tuve la presencia de ánimo necesaria para, obedeciendo sus instrucciones, acompañar a aquellos hombres hasta la puerta, y despedirme de ellos; lo que logré sin que, en ningún momento, me dominara la necesidad de volver a cubrir con las manos mi desnudez, y siendo consciente de que el bamboleo de mis pechos al andar suponía para aquellos hombres un poderosísimo reclamo visual. Casi tan poderoso como el vivo tono amoratado que, estoy segura, presentaría aún mi maltratado trasero.

III –  Mi entrenamiento continúa

Cuando regresé al porche Don José me esperaba con otro instrumento de tortura: dos pinzas unidas por una cadena metálica, que me mostró mientras me decía “Esto son unas pinzas de mariposa, o japonesas; si se fija no son como unas pinzas normales, sino que tienen un mecanismo que hace que, cuanto más tiempo las lleve, o mayor sea el peso que cuelga de ellas, mayor sea la presión que ejercen. Se las voy a poner en los pezones, y luego estará un rato haciendo ejercicio con ellas puestas” . Cuando, con todo cuidado, colocó la primera en mi pezón izquierdo, el dolor alcanzó mi cerebro de inmediato, como un calambrazo instantáneo; lo mismo sucedió con la segunda, aunque al cabo de un poco el intenso dolor fue convirtiéndose más en una gran molestia. Pero cuando Don José me mandó a correr por el jardín el dolor regresó con fuerza, pues el bamboleo de mis pechos hacía saltar las pinzas, y la cadena que las unía; yo traté de sujetarme los senos con las manos, pero él me lo prohibió en el acto. Así que seguí corriendo con aquella sensación, parecida a si alguien tratase de arrancarme los pezones tirando de ellos, aunque sin hacer excesiva fuerza; al cabo de un rato me hizo parar, pero solo para ponerme a hacer flexiones y saltos, con lo que el dolor continuó. Finalmente me dijo que nadara un rato, y al meterme en el agua el dolor, por efecto del frío, disminuyó un poco; pero los movimientos al nadar lo reavivaron enseguida, y para cuando salí del agua tenía unas ganas tremendas de arrancarme aquellos pequeños demonios de mis pezones. No tuve, sin embargo, ocasión, porque Don José decidió que los llevase puestos mientras comíamos; así que “disfruté” con ellos puestos los manjares que los criados habían dispuesto en la mesa del porche, y solo al acabar de comer llegó el momento esperado.

Tras indicarme que me acercase a él, Don José me advirtió: “Ahora voy a quitárselas; le advierto que el dolor es mucho mayor que el que haya sentido hasta ahora, pero no dura mucho. Lo provoca la circulación de la sangre, al regresar ésta a la carne hasta entonces atrapada. A ver si es usted capaz de aguantarlo sin tocarse el pezón” ; y, acto seguido, me quitó la primera pinza. Yo di un grito de dolor al instante; pues la sensación, como un fuerte pinchazo en mi pezón, me provocó un terrible sufrimiento. Pero logré no acercar la mano, y pude también controlar el gesto instintivo cuando retiró la otra pinza. Aunque, mientras él me masajeaba ambos pezones, diciendo que estaba muy orgulloso de mi autocontrol, yo notaba como las lágrimas resbalaban por mis mejillas. Y sus siguientes palabras me provocaron, además, escalofríos: “Por lo que sé, a Enrique le gusta anillar a sus hembras en los pezones. Y a veces también marcarlas al fuego, o apagarles cigarrillos encendidos en los lugares más dolorosos. Solo le daré una pequeña muestra, porque prefiero que él crea que usted es, al menos por lo que a esa práctica se refiere, virgen; pero el dolor es, ya lo verá, mucho más intenso” . Para su demostración eligió un punto en el que, según me indicó, la marca no sería muy visible: el interior de mis muslos, justo en la zona donde la piel forma un pliegue entre el muslo y la ingle. Me hizo sentar sobre la mesa, y separar mis piernas tanto como pude, mientras él calentaba con su encendedor el mango de la cucharita de café; y, cuando juzgó que ya estaba lo bastante caliente, lo apoyó justo en lo más alto de la cara interior de mi muslo derecho, allí donde termina la pierna.

Aunque sólo lo apoyó en la carne unos breves instantes, mi chillido de dolor fue inmediato, así como mi gesto instintivo de apartarme; pero él, que lo esperaba, había sujetado mi pierna con su brazo libre, y no pude zafarme del contacto con el metal ardiente hasta que lo retiró. Para entonces mis chillidos eran ya casi histéricos, y todo mi cuerpo se convulsionaba, mientras que se cubría de sudor; cuando me soltó la pierna yo, en un gesto quizás absurdo, me levanté de la mesa y me fui corriendo a la piscina, tirándome a ella como si tratase de apagar así el fuego que sentía en mi carne. Ciertamente no era la primera vez en mi vida que yo sufría una quemadura, pero sí que era la primera vez que la recibía en aquel lugar tan íntimo, donde la piel es muy delicada; me di perfecta cuenta de que el dolor era muy superior al que provocaban las pinzas, y mientras las lágrimas volvían a mis ojos deseé con todas mis fuerzas que el experimento hubiese terminado. Así fue, pues Don José no hizo ademán de volver a quemarme; solo me dijo que descansase un poco, pues más tarde íbamos a hacer una salida. Yo salí poco después del agua y me recosté en una de las tumbonas, donde lo primero que hice fue mirar la quemadura; tenía el aspecto habitual en ellas, y me pareció mucho más pequeña de lo que yo, por el sufrimiento que me causó, me esperaba. Mientras la miraba se acercó el mayordomo con un bote de crema, y me dijo que era para curarla; pero no me dejó que me la pusiera yo, sino que, en un gesto sin duda destinado a seguir humillándome, me hizo separar bien las piernas, y él mismo me la puso en la herida, dando varias capas lenta y suavemente.

Unas horas después regresó Don José, y me explicó los planes para la noche: “Sobre las ocho nos iremos, primero a cenar a uno de mis restaurantes favoritos, y luego a un club que quiero que conozca; allí es donde, con mayor posibilidad, puede conocer usted a Enrique García. De hecho me he informado previamente, y sé que hoy no estará allí; por nada del mundo quisiera que él nos viese juntos, puede ser un sádico pero no tiene un pelo de tonto” . Al oír sus planes le pregunté qué debía ponerme, y me contestó: “Nada en absoluto; ya le advertí que pasaría desnuda todo este fin de semana. Únicamente le voy a permitir que se ponga aquellas sandalias de tacón tan sexy con las que llegó esta mañana; pero meramente por razones estéticas, pues le harán las piernas aún más largas” . Yo me quedé de una pieza, ya que no podía imaginar que pensara llevarme desnuda a un restaurante, o a un club nocturno; y cuando el mayordomo vino a buscarme, para que me arreglara antes de salir, aún estaba en estado de shock. Pero le seguí hasta un lujoso cuarto de baño, donde encontré todo lo necesario para arreglarme el pelo y maquillarme, así como mis sandalias; y una vez que salí, arreglada y calzada, lo encontré esperándome con una capa como de seda, larga hasta mis tobillos y sin otro cierre que un broche en el cuello, que la sujetaba a él. Lo que hacía que al andar, salvo que agarrase fuertemente sus dos lados con ambas manos, mi cuerpo desnudo quedase totalmente al descubierto, pues era además de una tela muy ligera, vaporosa. Enseguida apareció Don José, vestido de smoking, y nos fuimos a su vehículo; al entrar al asiento trasero, con la ayuda del chófer, me di cuenta de que ocultar mi desnudez iba a resultar casi imposible, pues al sentarme la capa se desparramó por completo sobre la banqueta. Pero, antes de que yo pudiese volver a cubrirme, oí la voz del jefe que me decía “No, quédese así; tapar su cuerpo debería ser un delito; nunca se debería ocultar algo que es tan hermoso” ; por lo que desistí de mi inicial empeño, e incluso separé un poco mis rodillas para complacerle.

Lo mismo sucedió cuando llegamos al restaurante, pues bajar del coche requirió de mis dos manos: una en el pasamanos de la puerta, y la otra en la del chófer, que me ayudó gentilmente a bajar. Una vez fuera del vehículo Don José me cogió ostensiblemente de un brazo, con lo que yo ya solo disponía de una mano para sujetar mi capa; por suerte era temprano y solo algunas mesas estaban ocupadas, pero el camino desde la puerta de entrada al local hasta el reservado donde cenamos tuvo que ser un espectáculo para todos, clientes y camareros. Al entrar en nuestro comedor privado el recepcionista que nos había acompañado desbrochó el cierre de mi capa y se la llevó, dejándome allí en medio completamente desnuda; un camarero me separó una silla, y cuando yo me senté la volvió a empujar un poco, hasta dejarme sentada en un lugar de espaldas a la entrada de aquel reservado. Donde cenamos ambos, la verdad sea dicha, opíparamente, aunque cada vez que entraba un camarero yo me ponía roja como un tomate; pues aunque me empezaba a acostumbrar a estar desnuda frente a Don José, allí entraron, literalmente, docenas de camareros diferentes, supongo que atraídos por el espectáculo. Y lo peor vino cuando, al poco de haber acabado, me entraron unas ganas terribles de orinar: le pedí al jefe que nos fuéramos ya, pero él no tenía ninguna prisa mientras degustaba su copa de coñac. Así que tuve que levantarme e ir hasta el baño, completamente desnuda; para hacerlo tuve que caminar por diversos pasillos en los que me fui cruzando con gente, y una vez en el baño compartir el lavabo con otras dos señoras. De las que una, más mayor, me miró con mucho desprecio; pero la otra, como yo de veintipico años, todo lo contrario: hasta el punto de que al irse de allí me dijo, en voz muy baja, “Qué suerte tienes! Ya me gustaría a mí que mi novio fuese la mitad de hombre de lo que lo debe ser el tuyo…” .

La salida del restaurante, el camino en coche hasta el club y la llegada a él siguieron la misma tónica: yo intentando, vanamente, cubrir mi desnudez con la capa, mientras Don José y el chófer hacían lo posible por impedirlo, y con más éxito. Pero al bajar del vehículo frente al local mi problema terminó, porque el chófer desabrochó mi capa y se la llevó de vuelta al asiento trasero; así que yo entré en el club desnuda, del brazo de Don José. Algo que debía de ser moneda corriente, porque la recepcionista ni se inmutó; se levantó, nos sonrió y nos acompañó hasta una mesa preferente, situada justo frente al escenario. En el que, en aquel momento, una chica muy delgada, casi sin pechos ni caderas, estaba siendo azotada salvajemente, amarrada a una cruz de San Andrés; sus gritos llenaban el local, y por las marcas profundas y sanguinolentas que en su espalda y trasero iban apareciendo la paliza era muy en serio. Las siguientes escenas fueron siguiendo la misma tónica: una mujer sodomizada por un negro con el miembro más grande que yo hubiera visto nunca; otra a la que le fueron colgando pesas de las anillas que atravesaban sus pezones, hasta que en uno de ellos apareció sangre; una tercera con dos grandes consoladores en vagina y recto, a los que con una máquina daban descargas eléctricas, … Vamos, que para cuando un caballero muy bien vestido se nos acercó yo estaba bastante horrorizada. El hombre saludó muy respetuosamente a Don José, y este le dijo que habíamos venido para que me conociese, pues yo tenía “mucho futuro” en aquello; su interlocutor se rio y siguió su periplo por las mesas, saludando a los clientes efusivamente.

El jefe, una vez que se hubo marchado, me dijo “Ése hombre era Pedro, el dueño del local. Luego hablaré con él en privado, y seguro que me ayudará a ponerle en contacto con Enrique García; por dinero él hace lo que haga falta. Pero necesitamos que, como todas las demás mujeres que se ofrecen aquí, haga usted algún número; y sobre todo que sea lo bastante fuerte, y original, para atraer la atención de Enrique. Se le ocurre algo?” . Lo cierto era que aquel hombre no dejaba de sorprenderme: me estaba pidiendo, en serio, que yo le propusiera alguna barbaridad mayor que las que había visto, y además para que me la hiciesen a mí? Así parecía, porque enseguida empezó a pensar en voz alta, y cada cosa que decía era más bestia; para cuando propuso que un burro me penetrase le corté, y le pregunté si no habría suficiente con que me azotasen. Él me dijo, claro, que aquello era muy poco original, y que corríamos el riesgo de que Enrique no prestase atención alguna al espectáculo; pero a mí se me ocurrió una idea que luego lamentaría, vaya que sí: “Y si el dueño hace ver que sortea quien será mi verdugo, y le toca precisamente a él?” . La cara de Don José se iluminó de pronto, pero siguió sin estar convencido del todo; pues, como me dijo, para Enrique azotar mujeres era una práctica casi cotidiana. Yo seguí elevando la apuesta: “Podríamos hacer una especie de concurso de la televisión; introducimos en una urna diversos papeles con castigos posibles, diez azotes en el trasero, cinco en la espalda, etcétera; y luego los asistentes, o el propio Enrique, me hacen preguntas. Cada una que falle, cojo un papelito y recibo el castigo que allí aparezca…” . Don José se rio, y me dijo “Con lo bruto que es Enrique mejor no le pregunta él, no fallaría usted ni una. Pero déjeme que lo hable con Pedro; la idea no me parece tan mala…” ; para de inmediato levantarse de la mesa, ir a buscar al dueño y marcharse los dos juntos de la sala. Allí me dejó sentada, sola y desnuda, durante un buen rato, “disfrutando” de las barbaridades que sobre aquel escenario sucedían; hasta que regresó con una sonrisa de oreja a oreja, me dijo que ya estaba todo arreglado y, cogiéndome de una mano, me sacó de aquel antro.

IV – Conozco a Don Enrique

Aquella noche dormí en una cama enorme, con sábanas de seda, y al levantarme a la mañana siguiente el mayordomo me advirtió que Don José se había tenido que ir con urgencia; por lo que era libre de marcharme a mi casa o de quedarme, lo que prefiriese. Eso sí, si me quedaba debía de seguir desnuda -para seguir entrenando, me dijo- pero podía disfrutar de la casa tanto como quisiera, cocina incluida; visto que no tenía otros planes decidí aceptar aquella oferta, y encargué un almuerzo opíparo. Luego pasé la mañana en la piscina, hasta la hora de comer, y por la tarde me di una vuelta por la enorme casa, en la que no faltaba de nada; incluso un completísimo gimnasio, en el que estuve un buen rato haciendo ejercicio. Desnuda, por supuesto; llegué a la conclusión de que hacer gimnasia así era una actividad que podía considerarse erótica, y no solo para quien la contemplase sino para la propia gimnasta. Al acabar me di otro baño en la piscina, aprovechando la ocasión para exhibirme tanto como pude ante un pobre jardinero que estaba recortando los setos; al que solo la suerte salvó de hacerse daño con las tijeras de podar, pues no estuvo muy atento a su trabajo durante un buen rato. Luego me duché y reclamé mi ropa; cuando el mayordomo me la trajo me vestí y marché a mi casa en el vehículo del jefe, conducida por el mismo chófer del día anterior. Para, tan pronto como llegué, desnudarme por completo otra vez, y masturbarme hasta el orgasmo; lo cierto era que yo estaba tan excitada que el primero fue, aunque intenso, muy rápido, pero el segundo ya resultó más pausado.

Los días siguientes fueron muy monótonos, aunque yo esperaba a cada minuto que Don José me advirtiese de que, nunca mejor dicho, iba a comenzar el espectáculo. Pero pasó toda la semana sin noticias, y la verdad es que me extrañó mucho; no fue hasta el otro lunes cuando, por megafonía, me indicaron  que acudiese a la planta 23. Cuando entré al despacho del jefe su mirada me detuvo en seco; no tardé mucho en darme cuenta de qué era lo que quería, y me desnudé rápidamente, dejando mis cosas sobre una de las butacas del tresillo que flanqueaba su mesa. Una vez estuve desnuda me senté en una de las sillas frente a su escritorio, cuidando de exhibir bien mi sexo; él me hizo gesto de que colocase las corvas sobre los brazos de la silla, para así exponer aún más mi vulva, y cuando le obedecí me dijo “Esta noche Enrique visitará el club, y Pedro ha programado su espectáculo. No hace falta que le diga cuán importante es que usted impresione a nuestro objetivo; Pedro ya está al caso para que, a la menor muestra de interés por parte de Enrique, a usted la lleven hasta su mesa. Por dolorida que esté y cicatrices que tenga en el cuerpo; a él, precisamente, eso será lo que más le atraiga… A las once de la noche Pedro la espera allí; sobre todo no me falle! Y por supuesto no hace falta que venga a trabajar los próximos días; volveremos a contactar cuando haya usted obtenido la fórmula, y solo a través de Pedro” . Me hizo gesto de que me retirase, y yo le obedecí al instante, una vez que me vestí de nuevo; aunque lo cierto era que me sorprendía mucho su actitud, pues tenía fama de gran conquistador. Y, sin embargo, pese a tenerme a su merced desde hacía más de una semana, y de haber pasado yo dos días desnuda en su casa, siempre que me había tocado lo había hecho con intenciones meramente educativas. Quizás, pensé, no soy su tipo; pero lo que me dijo el primer día, o de camino al restaurante, me hacía pensar lo contrario.

Aquella noche, a las once en punto y después de una larga conversación telefónica con mis padres, a quienes dije que me iba un tiempo del país por motivos de trabajo, llamé al timbre del club. Me abrió la misma recepcionista del primer día, y me acompañó hasta un despacho; allí me esperaba el dueño, quien me advirtió: “Ya está todo preparado. Dentro de un poco la sacaré al escenario, y haremos el sorteo; que por supuesto favorecerá a Don Enrique. Procure ser lo más sexy que pueda; si él declinase la oferta de ser quien la azote, usted y yo tendríamos un serio problema. Ahora desnúdese; puede dejar sus cosas ahí mismo” . Le obedecí al instante y rápido, pues yo ya había venido preparada para ello; aparte del bolso, donde además de lo usual había metido mi pasaporte -no quería que mis padres lo encontraran, y sospechasen algo raro- no llevaba más que un chándal, sin ropa interior debajo, y unas zapatillas deportivas. Una vez que me lo hube quitado todo, y lo dejé sobre el mueble que él me indicó, me dijo “Siéntese en esa silla, frente a mí, y mastúrbese hasta que le ordene parar. Quiero que Don Enrique la vea bien mojada, y excitada hasta el borde del orgasmo” . Me puse a ello con muy pocas ganas, la verdad, pues además de estar muy nerviosa -sobre todo al pensar en los azotes que iba a tener que soportar- la idea de tener que quedarme al borde del orgasmo era cualquier cosa menos excitante; por no decir que hacer aquello delante del tal Pedro, prácticamente un desconocido, me daba bastante vergüenza. Así que, al cabo de un buen rato, seguía sin excitarme, por lo que Pedro perdió la paciencia: abrió la puerta del despacho, llamó a la recepcionista, y cuando ella entró le dijo solamente “Pónmela a cien, pero que no se corra” . La chica sonrió, se arrodilló y empezó a lamer mi sexo, sobre todo mi clítoris, con verdadera profesionalidad; al cabo de cinco minutos me tenía jadeando, gimiendo, con el cuerpo cubierto de sudor y al borde de un orgasmo monumental. Momento en que, para mi desgracia, detuvo sus caricias; se incorporó, me dio un largo beso con lengua y se marchó de allí, a seguir con su trabajo.

Cuando salimos al escenario yo, la verdad, me hubiese acostado con el primer hombre que me lo hubiera propuesto; e incluso sin que me lo propusiera lo hubiese buscado. Supongo que el público advirtió mi estado de excitación sexual, porque nos premió con un largo aplauso; tras el cual Pedro explicó el juego de aquella noche, haciendo énfasis en que un socio tendría el privilegio de ser quien me castigase. Acto seguido me indicó que le dijese un número, y yo hice ver que se lo decía a la oreja; luego fue preguntando uno a uno a los espectadores que reunían también la condición de socios del club -pues iba diciendo “Solo socios, recuerden” - hasta que llegó donde un caballero muy bien vestido, de mediana edad y que me recordaba, por su aspecto de tiburón de las finanzas, a Don José. El cual dijo un número, y Pedro le contestó “Bingo!” ; tras lo que, dirigiéndose a mí, me dijo “Verónica, por favor, entrégale el instrumento que elijas a tu verdugo” . Yo tuve un instante de duda, pero enseguida vi que Pedro miraba hacia la pared del fondo; allí me dirigí andando sobre las puntas de mis pies, para acentuar el bamboleo de mis pechos y el contoneo de mis nalgas. Y al llegar me enfrenté a la mayor colección de instrumentos de tortura que había visto en mi vida: látigos, cortos y largos, fustas, varas, palas, … Entre ellos algo que nunca había visto, y que fue lo que más llamó mi atención: un mango de plástico duro, y corto, del que salía lo que parecía un alambre grueso, o un cable eléctrico, de cuatro o cinco milímetros de espesor; el cual se extendía algo menos de un metro desde el mango y luego, dando un giro de ciento ochenta grados, regresaba a él.

Al regresar al escenario con aquello me di cuenta de que quizás había elegido mal; para mí, claro, pues la sonrisa del tal Enrique iba de oreja a oreja, y los murmullos de asombro del público eran considerables. Pedro también se sorprendió, seguro, pues me miraba con incredulidad, como impresionado por mi valor; pero enseguida siguió explicando aquel juego: “Como verán ustedes, la invitada de esta noche es una mujer fuerte, valerosa… Pero quizás sea que se siente muy segura de sí misma, de que contestará bien todas las preguntas que ustedes le harán. Enseguida saldremos de dudas, no?” . Y, señalando dos cuencos que tenía a su lado, continuó: “En el blanco hay las preguntas, y en el negro los castigos. Iremos pasando el primero por las mesas, y ustedes harán las preguntas sacando un papel de su interior; si nuestra invitada no acierta la que le hagan, Don Enrique sacará uno de los castigos del segundo cuenco, y lo ejecutará como entienda conveniente. En total hay veinte papeles en cada uno de los cuencos; será capaz nuestra heroína de agotar los del blanco?” . Al oír eso la gente empezó de nuevo a aplaudir con fuerza, y yo noté que una mano de Don Enrique se posaba en mi nalga izquierda; lejos de zafarme me arrimé un poco más a él, y mientras me sobaba descaradamente el trasero contesté la primera pregunta, francamente fácil para mí. Lo mismo sucedió con la segunda, esta vez de geografía -la primera fue de política-, pero en la tercera me lie; me preguntaban el nombre de la quinta esposa de Enrique VIII, y me confundí con la sexta y última: dije Catalina Parr, en vez de Catalina Howard. Cuando Pedro anunció mi error, que pocos habían detectado antes de eso y desde luego no Don Enrique, el público contuvo la respiración mientras él sacaba del cuenco negro un papel; se lo pasó a Pedro, quien lo leyó: “Diez golpes en el interior de los muslos” .

V – Mi castigo en el club

Don Enrique habló con Pedro un instante, sin dejar de sobar mi trasero, y el dueño se fue del escenario; para regresar al poco con dos empleados que llevaban una mesa muy sólida, de madera maciza y con una peculiaridad: las dos patas de uno de sus lados no terminaban justo en la tabla, sino que se elevaban otro metro más hacia el cielo. No pude ver en ella ninguna sujeción, por lo que temí no poder soportar quieta el castigo sin su ayuda; así que me giré a Don Enrique y, con mi sonrisa más sexy, le dije “Señor, por favor, podría usted atarme a la mesa de algún modo? Temo que el dolor me impida estar tan quieta como me gustaría, cuando me golpee usted con todas sus fuerzas… Y perdóneme si grito, maldigo o pido clemencia; por favor no me haga ni caso, y siga pegándome hasta completar el castigo” . Mi petición obtuvo dos resultados; el primero, que la mano de Don Enrique continuase más abajo su exploración, llegando hasta la base de mi sexo por entre mis piernas entreabiertas. Y la segunda que me dijese, con una sonrisa de suficiencia, “No se preocupe, que me aseguraré de que no pueda escapar a mis golpes” . Acto seguido me tumbó boca arriba sobre aquella mesa, de modo que mi trasero quedase justo entre las dos patas más largas; y luego me hizo separar y levantar ambas piernas, hasta que cada tobillo quedó junto al extremo superior de uno de los dos postes, separados un metro entre sí. Y el sexo y los muslos completamente ofrecidos. Luego me ató los tobillos a los postes altos, y las manos a la parte superior de los otros dos, justo debajo de la tabla; pero con eso aún no tuvo bastante, pues mandó a buscar una correa ancha, que pasó por mi cintura y por debajo de la mesa, sujetando así mi cuerpo firmemente. Y, entonces sí, se situó frente a mi sexo obscenamente exhibido con aquel temible instrumento en su mano, y descargó el primer golpe; justo sobre el centro de la parte interior de mi muslo derecho, y con todas sus fuerzas.

Al recibir el impacto me di cuenta de que, efectivamente, había elegido muy mal el instrumento para mi tortura, pues aquello no se parecía en nada a los palmetazos en el trasero que Don José me había dado en su casa. Bueno, de hecho esta reflexión la hice un buen rato después, cuando el escozor de los latigazos había disminuido un poco; en el momento mismo del impacto lo único que logré hacer fue aullar de dolor, tratar de soltarme -sacudiendo mi cuerpo como si sufriese convulsiones- y suplicar a mi verdugo que, por favor, no me pegase más; todo ello mientras aparecía en mi muslo un surco rojizo con forma de U mayúscula, de extremos alargados, que dolía como si me arrancasen la carne en vivo. El segundo golpe, que cayó en mi otro muslo, fue igual o peor, y los siguientes ocho, alternando ambos lados, terminaron con mi capacidad para gritar; cuando acabó la serie yo estaba afónica, tenía la boca seca como un corcho, sudaba copiosamente y mis muslos estaban, literalmente, en llamas: el dolor en ellos era insoportable y su aspecto, cruzados ambos por las marcas dobles de los trallazos recibidos, daba auténtica lástima. Pero la cosa no había hecho sino empezar; cuando mis chillidos iniciales se transformaron en meros hipidos y sollozos continuaron con las preguntas del concurso, sin que se molestasen en desatarme, y por tanto menos aún en levantarme de aquella mesa. Y yo, para mi sorpresa, logré sobreponerme al sufrimiento lo bastante como para acertar unas cuantas preguntas más, con voz muy queda; aunque finalmente llegó una que, sencillamente, yo no sabía: el nombre de la capital de Malawi. Al reconocer mi fracaso me puse a llorar con más intensidad, y Don Enrique sacó, muy contento, otro papelito del cuenco negro, que acto seguido Pedro leyó: “Diez golpes en el sexo, bien abierto” .

Mi primer pensamiento fue que aquello era sin duda imposible, porque si con aquel instrumento me golpeaban en el sexo me mutilarían para siempre. Pero una mirada a las estrías en mis muslos, muy aparatosas pero sin rastro de sangrado, me hizo temer que lo mismo pasaría en mis genitales: un enorme sufrimiento, pero muy poca lesión permanente. Y el primer golpe dado por Don Enrique, que alcanzó de lleno en la zona alta de mi sexo, clítoris incluido, me confirmó la parte inicial de aquella idea, pues chillé, me agité, traté de soltarme, imploré, sudé y sufrí como nunca lo había hecho; para, cuando el terrible dolor comenzaba a disminuir, recibir un segundo latigazo, esta vez siguiendo en toda su longitud mi vulva. Y así otro, y otro más, y otro … Cuando los latigazos se detuvieron, supongo que porque me había pegado las diez veces estipuladas, yo estaba mareada, como con náuseas; ya ni siquiera le suplicaba que parase, y mi garganta estaba tan seca que solo era capaz de pedir algo de agua. Muy gentilmente mi verdugo acercó un vaso a mis labios resecos, y me hizo beber; aunque, por la postura en la que yo estaba y por el temblor que sacudía todo mi cuerpo, la mayoría del líquido cayó sobre mi cuello y mis pechos. Una vez que me creyeron recuperada las preguntas del concurso siguieron, y para mi sorpresa atiné a contestarlas casi todas; excepto la última, que una vez más desconocía, pues era algo sobre política que ni siquiera recuerdo ahora. Don Enrique cogió, mientras arreciaban mis sollozos, el tercer papelito del cuenco negro, y esta vez fue él mismo quien, con una sonrisa, me lo leyó: “Veinte golpes en los pechos” . Yo me puse a temblar aún más, al borde del ataque de histeria, y le pedí por lo que más quisiera que no me golpease más; pero obviamente él no me hizo ni caso, pues se colocó justo a mi lado y me dio el primer latigazo, cruzando con aquel malévolo cable mis dos pechos.

De nuevo comenzó mi pesadilla de sufrimiento, chillidos y sudor; yo veía, después de cada golpe, como mis pechos saltaban en todas direcciones, como si quisieran separarse de mi cuerpo, y el dolor era sin duda parecido al que me hubiese provocado su arrancamiento. Pues los dos finos cables se hundían en la tierna carne de mis pechos, como lo habían hecho en la de mis muslos, provocándome una sensación mezcla de golpe y desgarro; que de inmediato se convertía en un escozor horrible, que me penetraba hasta los huesos. Pero Don Enrique no paró, ni siquiera después de los diez primeros; al contrario, estaba claro que verme sufrir le excitaba muchísimo, y le animaba a pegarme aún con más fuerza. Lo digo porque, para cuando por fin se detuvo, estaba casi tan sudado como yo; aunque él, claro, no tenía los muslos, los pechos y el sexo cubiertos de feas estrías rojizas, de las que algunas ya viraban al morado. Yo oía, como si sonasen muy lejos, los aplausos del público, pero estaba tan agotada que, cuando alguien soltó mis ataduras, fui incapaz de levantarme de aquella mesa; allí me quedé jadeando, bañada en sudor y con una sensación de mareo muy acusada. Recuerdo ver la cara de Pedro frente a la mía, y oírle preguntando alguna cosa mientras me ofrecía una botella, supongo que de agua; y también recuerdo haber intentado beber, con la ayuda de sus manos. Pero lo único de que me acuerdo con cierta seguridad es de oír la voz de Don Enrique, antes de que yo perdiera el conocimiento, diciendo “Pedro, me la llevo a casa; dile a tu gente que la carguen en mi coche. Ya me dirás qué te debo; esta me la quedo una temporada para disfrutarla a fondo” .

VI – En casa de Don Enrique

Desperté tumbada sobre una gran cama, en una habitación inmensa y bañada por el sol; por supuesto completamente desnuda, abierta de piernas y con las partes del cuerpo donde los cables habían hecho su criminal trabajo cubiertas con una pomada espesa, de un color marrón muy oscuro. Al tratar de moverme me dolió todo, y solté un gemido; enseguida oí una voz masculina a mi lado, que me decía “No se mueva, necesita descansar unos días. Pero no se preocupe, las heridas son poco profundas, y con el tiempo no le dejarán cicatrices permanentes. Ha tenido suerte, pues los cables metálicos suelen romper la piel; más que suerte yo diría que tiene usted una piel muy resistente, pensada para soportar cualquier castigo…” . Cuando, con mucho cuidado, giré un poco la cabeza, vi que a mi lado se sentaba un hombre joven, con una bata blanca; empecé a hacerle toda clase de preguntas, pero él me hizo callar con el dedo y me dijo otra vez que descansase, que Don Enrique las respondería tan pronto viniese a verme. Lo que sucedió un par de días después, para cuando yo ya me veía capaz de levantarme de la cama, e incluso de andar un poco por la habitación; en ello estaba cuando se abrió la puerta, y él entró. Hecho un perfecto caballero me ayudó a devolver mi desnudez a la cama, y una vez me tumbé encima de ella él mismo me separó las piernas, para luego sentarse en la silla donde el primer día, al despertar yo, estaba el enfermero. Me sonrió, y dijo “Me alegro de que esté usted más recuperada; verá como en pocos días estará como nueva. Y le felicito por su actuación en el club; hacía tiempo que no veía a una mujer con auténtica voluntad de soportar cualquier castigo” . Me hubiera gustado decirle cuatro frescas, claro, pero mi objetivo no lo permitía; así que me limité a sonrojarme un poco, y a contestarle que gracias. Él sonrió, satisfecho, y me dijo que tenía una proposición muy interesante para mí; y que por favor le dejase hablar hasta el final antes de responder. Le sonreí también, asentí con la cabeza, y él comenzó su explicación.

“Verá, Verónica; puedo llamarle Verónica, verdad? Gracias. Bien, he de confesarle que, desde muy pequeño, nada me ha hecho tan feliz como hacer daño a las mujeres. Sobre todo daño físico, y a mujeres cuanto más hermosas mejor, pero también psicológico; según mi psiquiatra es un trauma infantil mal curado. Pero voy al grano: además de tener ese vicio resulta que tengo dinero, mucho dinero; por lo que puedo hacer lo que me gusta sin temor a ser enviado a la cárcel. No sé si usted es también rica, pero supondré que no; así que le propongo un trato, beneficioso para los dos: quédese aquí conmigo un tiempo, como mi esclava. Yo satisfaré mis instintos sádicos con usted, y le aseguro que puedo ser muy cruel; y usted, además de hacer feliz a la masoquista que lleva dentro, puede ganar mucho dinero. Además, claro, de que mientras viva aquí no le va a faltar de nada. Bueno, una cosa sí: ropa; pues mis esclavas han de estar en todo momento completamente desnudas” . Mi sonrisa se ensanchó un poco, lo que él interpretó como un signo de aquiescencia; así que continuó: “He de advertirte que, como le he dicho, soy un amo muy cruel; y en el caso de usted, después de la exhibición que me hizo en el club, habré de esmerarme especialmente. Pero estoy dispuesto, a cambio de su sufrimiento, a ingresar en la cuenta que usted me indique veinte mil euros tras cada mes que pase conmigo; sin compromiso alguno, ni por su parte ni por la mía: cuando usted quiera se marcha, y cobrará aquel mes como si fuese entero, aunque solo lleve un día. Eso sí, lo mismo puedo hacer yo: si me canso de usted le ingreso, por anticipado, los veinte mil de aquel mes y adiós muy buenas” . Aunque lo que él me proponía iba a suponer, seguro, muchos más castigos como el del club, o incluso peores, su oferta me suponía la posibilidad de cumplir el encargo de Don José, y mientras lo hacía ganarme veinte mil euros cada mes; así que no dudé un instante: me bajé de la cama, me arrodillé frente a él y le dije “Soy su esclava desde este mismo momento; haga conmigo lo que quiera” .

Los siguientes días resultaron muy aburridos, pues el enfermero que cuidaba de mis heridas no me dejaba hacer otra cosa que no fuese tomar el sol o pasear; ni siquiera bañarme en la piscina, o ducharme, pues decía que el agua afectaría al tratamiento. Eso sí, cada tres o cuatro horas me aplicaba una nueva dosis de aquel ungüento; recorriendo con sus fuertes manos, al hacerlo, mis muslos, mis pechos y mi sexo. Lo que hacía sin prisa alguna, con evidente deleite e incluso en mitad de la noche; de hecho a mí también me excitaba, pero la primera vez que traté de llevar una mano a mi sexo, para masturbarme, él me la separó, y me dijo que nada de tocarme ahí hasta que terminasen sus cuidados. Y, como lo único que podía hacer era recorrer la casa, me dediqué a fondo a hacerlo; lo que me permitió descubrir algo que, de seguro, me habría de ser muy útil para mi misión: el despacho de Don Enrique, en el que había un ordenador protegido por contraseña, y una caja de caudales, de combinación, oculta tras un cuadro. Quizás una semana después de su primera visita tuve de nuevo ocasión de hablar con Don Enrique; yo estaba en una tumbona de la piscina, medio dormida y dándole un baño de sol a mi desnudo cuerpo, y él se me acercó sin hacer ruido. Al llegar a mi lado se sentó y carraspeó; yo levanté el sombrero que tapaba mi cara y le sonreí, y él me hizo gesto de que no me moviese mientras me decía “Javier me indica que, aunque las cicatrices se verán todavía durante un tiempo, ya está usted curada; mañana le quitará los últimos restos de la pomada, y estará lista para empezar a servirme. Lo que, para empezar, hará usted en mi yate; mañana por la tarde zarpamos por unos días, y usted será el principal pasatiempo a bordo” . Yo le contesté que estaba a sus órdenes, y él se marchó sin más, dejándome con la duda de qué habría querido decir con lo de que yo sería el pasatiempo; aunque, conociendo sus gustos, seguro que no sería nada agradable.

Aquella noche ya noté un significativo cambio en mi régimen usual de vida, pues las fuertes manos de Javier no volvieron a sobar mi cuerpo desnudo después de una última sesión de crema tras la cena. Así que, por primera vez en bastantes días, pude dormir toda la noche de un tirón; pues además hacía ya tiempo que las partes de mi cuerpo donde me había pegado Don Enrique no me dolían. Por la mañana me despertó Javier, pero no para ponerme más de aquel producto; al contrario, me llevó a la ducha y, con el mismo detenimiento con el que había estado días untándome, se dedicó a limpiarme bien, quitando todos los restos de crema. Y, también, la suciedad que yo había acumulado en aquel tiempo; pues no había podido asearme más que en el lavabo, y con el poco de agua que podía recoger entre mis manos. El largo rato que empleó en mi aseo, que incluyó lavarme el pelo, me fue poniendo cada vez más excitada; y al acabar, mientras me secaba, no pude aguantar más: bajé una mano hasta mi sexo, y comencé a acariciarme, mientras con la otra mano buscaba su pene, que estaba completamente duro al tacto. Él entendió claramente el mensaje, pero aun así terminó de secarme con toda parsimonia; para cuando me llevó de nuevo al dormitorio, y me tumbó sobre la cama, yo estaba a punto de tener el mayor orgasmo de mi vida. Así que cuando Javier, después de desnudarse, me penetró de un poderoso empujón, me corrí casi de inmediato; y aun tuve tiempo, antes de que él eyaculara, de alcanzar un segundo orgasmo, que fue igual de intenso que el primero. Tras lo que él se marchó, sin decirme más que “Hasta la próxima!” , y yo volví al baño, a lavarme de nuevo el sexo; aproveché para, mirándome con todo detenimiento en el espejo de cuerpo entero que allí había, comprobar que las cicatrices de los latigazos se veían perfectamente, pero mis heridas estaban por completo curadas, y no me dolían al tocarlas.

VII – El yate Calypso

Al regresar del baño a la habitación dos hombres, vestidos de marineros -llevaban mocasines náuticos, pantalón largo blanco y unas camisetas de rayas horizontales anchas, azules y blancas- me estaban esperando; uno de ellos me dijo “Ya es la hora” y me hizo signo de que les siguiera. Yo suponía que íbamos al barco, pero no me dijeron nada; así que les seguí hasta la entrada de la casa, donde habían aparcado un automóvil. El que me había hablado abrió el maletero y, con un gesto, me indicó que metiese en él mi cuerpo desnudo; le obedecí, cerró la tapa y al poco empezamos a circular. Por el camino, que duró algunas horas, yo iba pensando en lo incómodo que resultaba viajar así: allí dentro hacía un calor bestial, y además mi cuerpo iba de lado a lado con cada curva, acelerón o frenazo que el conductor daba. Pero finalmente llegamos a destino, y la tapa se abrió de nuevo; el mismo marinero que me había indicado que me metiese en él me ayudó a salir del maletero, y una vez fuera pude ver que estábamos en una playa pequeña, solitaria, y que en la arena había una lancha neumática. Entre los dos la empujaron hasta el agua, y me indicaron que me subiese; una vez los tres dentro arrancaron el motor, y zarpamos en dirección a uno de los extremos de aquella playa. Al doblar el pequeño cabo pude ver, a lo lejos, un enorme yate, y supuse que sería nuestro destino; poco después pude ver que se llamaba Calypso. Como el de Cousteau, recuerdo que pensé, aunque este Calypso era, como poco, el doble de grande que el que usaba el famoso comandante, y desde luego muchísimo más lujoso. Algo que pude comprobar a partir de que el bote se acercó a la bañera de popa, y los marineros me ayudaron a desembarcar: todo el barco era un despliegue de maderas nobles, tapizados caros y cuadros de firma. Y, por su tamaño, no tenía nada que envidiar a los que poseían los jeques árabes, que tantas veces había visto yo por televisión.

Una vez a bordo ninguno de los muchos marineros que circulaban por el barco me dijo nada más; parecían ignorarme, como si fuera para ellos lo más normal tener a bordo a una chica desnuda, y como no tenía nada mejor que hacer me dediqué a visitarlo. Conté cinco cubiertas, y diez o doce camarotes, a cual más lujoso; pero lo que menos me gustó fue encontrar, en la cubierta más profunda, una celda, y al lado una habitación que parecía una sala de tortura medieval, por los instrumentos que en ella había. Cuando volví a subir a una cubierta exterior me encontré con un oficial; un chico joven y bastante guapo, con tres galones en sus hombros -supuse por ello que sería el primer oficial- que me dijo “Buenas tardes, señorita Verónica. Veo que ya ha visitado todo el barco, y supongo que ya ha descubierto su habitación… No se preocupe, que hasta más tarde no la meteremos allí; ahora vamos a comer, que ya es la hora. Me acompaña?” . Yo cogí la mano que galantemente me ofrecía, y le seguí por aquellos pasillos hasta un pequeño comedor, en cuya puerta ponía “Oficiales”; al entrar estaban sentados a la mesa otros tres hombres, uno de ellos el capitán -pues llevaba un galón más que mi acompañante- que enseguida se pusieron en pie, y me saludaron besando mi mano. Una vez más a ninguno le sorprendió que yo estuviera desnuda, o al menos no hicieron mención a ello; y cuando nos sentamos todos a la mesa unos camareros trajeron la comida, que nos pusimos a degustar. Mientras lo hacíamos la conversación fue, sobre todo, dirigida a conocer mi experiencia en temas marineros; al acabar los otros dos oficiales se marcharon, pretextando tareas, y me quedé a solas con el capitán y el primer oficial. El primero de ellos puso, por primera vez en toda la comida, una cara más seria, y me explicó mi futuro próximo: “Antes de nada le ruego que comprenda que, aunque yo sea el capitán, no soy más que un empleado del armador, Don Enrique; mi trabajo es cumplir sus órdenes al pie de la letra” .

Le dije que le comprendía perfectamente, pues yo estaba en la misma situación, y él continuó: “Tengo órdenes sobre usted: la primera es que debo cargarla de cadenas, las más pesadas que tengamos a bordo. Supongo que es para que se sienta usted más vulnerable; con las que le pondremos, si cayese usted al agua iría al fondo más deprisa que un ancla. Y la segunda es que debo encerrarla en la celda del barco hasta que Don Enrique me diga que la saque de allí. Aunque no puedo decirle qué planes tiene para usted; lo siento, me lo ha prohibido expresamente. Pero ya se enterará mañana… Ahora vaya con el primer oficial, él se encargará de encadenarla y encerrarla” . Después de volver a decirle que no se preocupase, que lo comprendía, el oficial y yo nos fuimos a cubierta; allí, solo de salir al exterior, nos esperaban dos marineros, y vi en el suelo las cadenas destinadas a “vestir” mi desnudez: muy gruesas, enormes, como sacadas de una película de piratas. El collar, que fue lo primero que me pusieron, era de hierro y pesaba una barbaridad: grueso de un centímetro, por otros cuatro o cinco de alto, tenía una bisagra central, y en los extremos de ambas mitades un saliente redondo con un agujero en su centro; al juntarlas, tras colocar el collar en mi cuello, pasaron por ellas un grueso tornillo, que unía las dos mitades al primer eslabón de una cadena también muy pesada -como para sujetar un ancla pequeña- y cerraron todo con una tuerca del mismo tamaño, que apretaron utilizando unas tenazas. Acto seguido hicieron lo mismo en mis dos muñecas y mis dos tobillos, colocándoles grilletes igual de gruesos que el collar; para finalmente unirlo todo con las cadenas: la del cuello bajaba hasta la altura de mis tobillos, donde se juntaba a otra, de como un metro de largo, que mantenía unidos los grilletes de ambos tobillos. Y la que unía los grilletes de mis muñecas, también de un metro de largo, estaba amarrada por otro perno a la cadena que bajaba hasta mis pies, más o menos a la altura de mi ombligo.

Una vez colocado todo el conjunto el oficial me dijo que me moviera un poco, para irme habituando a su peso; yo lo intenté, y lo primero de lo que me di cuenta era de que, con aquellas cadenas colocadas, sería imposible pasar desapercibida. Pues cualquier movimiento que hiciese provocaba una sinfonía de ruidos metálicos; aparte, claro, de resultarme muy dificultoso, pues todo lo  que me habían colocado pesaba, lo menos, diez o doce kilos. Tras hacer estas pruebas comenzamos el descenso hacia mi celda; el oficial delante, por si las cadenas me hacían tropezar, y yo siguiéndole con todo el cuidado. Pues bajar descalza, desnuda y encadenada aquellas escaleras empinadas, de escalones estrechos, no era nada fácil. Finalmente llegamos, y el oficial me hizo pasar a mi celda; era un espacio de poco más de tres metros por dos, con un ojo de buey, en el que solo había un catre desnudo, un inodoro y un lavabo. Yo me senté en el catre, justo enfrente de él, y de inmediato me di cuenta de que mi carcelero tenía una erección importante; por lo que, pensando que siempre me sería útil tener amigos a bordo, opté por alargar mis dos manos hacia su cremallera, abrirla, y sacar un pene de considerables dimensiones, en plena erección. Él se dejó hacer, tanto al sacárselo como cuando lo metí entero en mi boca, hasta que penetró en mi garganta; tras unas cuantas chupadas lo solté, me di la vuelta y le ofrecí mi sexo empapado, pues yo estaba bastante mojada desde que me habían puesto aquellas cadenas. No se hizo rogar, y me penetró de un fuerte empujón; aunque aguantó poco rato, pues estaba muy excitado, y eyaculó antes de que yo llegase al orgasmo. Algo que resolví cuando se fue, tras volver a vestirse correctamente y cerrar mi puerta; mi mano derecha buscó mi sexo a oscuras y, en pocos minutos, completó el trabajo que el oficial había dejado a medias. No una, sino varias veces; total, tampoco tenía nada más que hacer en mi encierro…

VIII – Descubro el sadismo de Don Enrique

La verdad es que dormí de un tirón, supongo que gracias a los orgasmos con los que terminé mi día; me despertó el ruido de la puerta al abrirse, y me di cuenta de que por el ventanuco ya entraba bastante luz. Era un marinero con el desayuno; me entregó la bandeja y me dijo que en media hora volvería a por mí, para llevarme a asear a cubierta. Y así fue: cuando regresó me llevó, por aquellas estrechas y empinadas escaleras, hasta la superficie; lo hizo yendo siempre detrás de mí, tanto para sujetarme si perdía pie como para lo que, seguramente, era su principal interés: magrear mi trasero, y mi sexo cuando al separar las piernas le daba la ocasión, tanto como quiso y pudo. Algo que, una vez en superficie, siguió haciendo, incluso de forma más descarada; pues tras regarme con una manguera se dedicó a enjabonarme con todo detalle, sobre todo en mis pechos, mi sexo y mis nalgas, hasta que no le quedó más remedio que aclararme otra vez. Allí me dejó, secándome al sol, un buen rato, para después regresar a por mí y llevarme al gran salón de popa, donde vi que habían preparado una mesa de desayuno; me indicó que esperase allí a Don Enrique, y eso hice. Él llegó al cabo de poco tiempo y se sentó en la cabecera de aquella mesa, mientras me decía “Buenos días, señorita Verónica; veo que ya le han puesto las cadenas. Bien. Pero venga, por favor; siéntese aquí a mi lado… No, en este no; en el otro lado” . Cuando, siguiendo sus instrucciones, rodeé la mesa, en vez de sentarme en la silla que me quedaba más próxima, comprendí porqué me había cambiado el sitio: al separar de la mesa la silla que me indicaba pude ver que, en el centro de su asiento, estaba firmemente plantado el consolador más grande que yo viera nunca; veinte o veinticinco centímetros de largo por, como mínimo, cinco o seis de anchura, e imitando un pene con el mayor realismo posible, venas incluidas. Al ver mi cara sonrió, y siguió hablando: “Esta será siempre su silla, así que vaya acostumbrándose. Si le gusta, verá que en la mesa hay mantequilla; es francesa, mi favorita: me la traen directamente desde Normandía” .

Comprendí la insinuación y, cogiendo un poco de mantequilla, me unté las manos con ella; luego la esparcí por el consolador y, tanto como pude, por el interior de mi vagina. Hecho lo cual situé mi vulva sobre el glande de aquel monstruo, y comencé a sentarme sobre él. Al principio la sensación era como si la dilatación de mi vulva fuera a rasgarla por sus extremos; pero para cuando llevaba introducida la mitad del consolador mis músculos vaginales se habían habituado a su anchura, más o menos. El problema vino cuando, cuatro o cinco centímetros antes de terminar de introducírmelo, noté que ya no me cabía más; me quedé en aquella absurda posición, mirando a Don Enrique como si él pudiera hacer algo por solucionarlo. Y vaya si lo hizo; fue suficiente con que me dijese “Si quiere la empujo por los hombros, para que acabe de entrar; pero no creo que haga falta, con que separe las manos del borde de la silla su propio peso hará el trabajo” para que yo, con un suspiro, me dejase caer sobre aquella bestia. Al tocar con mis nalgas el asiento di un grito de dolor, pues tenía la sensación de que el consolador me iba a salir por la boca; la presión en mi interior era tan enorme que, por supuesto, no solo no pude comer nada, sino siquiera beber algo de agua. Y una vez más Don Enrique, viendo mi expresión de sufrimiento, quiso parecer un caballero; pues con una sonrisa malévola me dijo “Ya veo que tendrá que irse habituando. Pero no se preocupe; daré instrucciones para que pongan una silla igual en su celda; así puede entrenar cuando esté allí encerrada. Y ya le digo que en casa tiene usted otra silla igual esperándole; en cuanto se haya habituado al tamaño de una, todas las demás le cabrán perfectamente” .

Mientras sucedía todo esto él iba desayunando con buen apetito, y para cuando hubo terminado se acercó el mismo oficial que el día anterior me había llevado a la celda, y le dijo algo al oído. Don Enrique asintió satisfecho, y acto seguido me explicó mi siguiente tormento: “Seguro que ha visto usted películas de piratas, de esas antiguas. Si lo ha hecho, sabrá que el castigo más grave que se podía imponer a bordo a un marinero no era el látigo, sino lo que se llamaba pasarlo por la quilla: le ataban de manos y pies con dos sogas, de las que una se pasaba bajo la quilla del barco, y luego le tiraban al agua por el lado contrario. Jalando la soga más larga le pasaban por debajo, y le sacaban por la otra borda. Normalmente vivo, aunque a veces tuviesen que reanimarlo un poco…” . Supongo que vio mi cara de horror ante tal idea, porque enseguida quiso “tranquilizarme”: “No se preocupe, en su caso lo haremos con el barco parado, con lo que resultará mucho más fácil. Y no hay peligro de que se haga daño al rozar su cuerpo con las adherencias del casco sumergido, como les pasaba en aquel entonces; con todas las cadenas que lleva puestas pasará usted varios metros bajo la quilla, seguro” . Lo cierto es que con su explicación logró que yo me olvidase por completo del consolador gigante que llenaba mi vientre; empecé a gimotear, y a pedirle que por favor tuviese piedad de mí, pero lo único que logré con eso fue ver como se excitaba. Hasta el punto de que, para cuando el oficial vino a buscarme, Don Enrique estaba sobando mis pechos con gran determinación, y gruesas gotas de sudor corrían por su frente. Entonces comprobé que sin la ayuda de alguien no podía levantarme de la silla, pues el consolador era tan largo y me llenaba de tal manera que, encadenada como estaba, no lograba hacer la fuerza suficiente como para salirme de él; cuando entre ambos lo logramos abandonó mi vagina haciendo un ruido parecido al de una ventosa al soltarse, algo que me hizo sentirme aún más humillada.

El oficial me llevó, seguidos de Don Enrique, hasta la amura de babor del barco, donde había dos sogas gruesas: una enrollada en el suelo, y otra que, atada a la barandilla, se perdía debajo del casco. Mientras un marinero amarraba la segunda a la cadena que unía mis tobillos, el oficial hizo lo propio, después de soltarla, con la primera; aunque esta la ató, con un nudo robusto, al lugar donde la cadena que unía mis muñecas se juntaba con la que bajaba hacia mis tobillos. Yo no paraba de llorar, y supongo que el oficial se apiadó de mí; en voz baja, y al oído, me susurró: “Cálmese, que no le va a pasar nada, ya verá. Pero si la tiramos en este estado igual sí le pasa, porque no está usted en condiciones de coger el suficiente aire. Así que deje de llorar, y respire hondo; cuando tenga los pulmones bien llenos empezamos” . Yo le sonreí y traté de calmarme, pero no me dio tiempo a hacer otra cosa que dejar de llorar; pues Don Enrique, supongo que impaciente, se acercó a mí y  me empujó al agua. Al caer al mar lo primero que me sorprendió fue la velocidad a la que me hundí; obviamente era el peso añadido de las cadenas, pero en aquel momento yo no estaba para pensar claramente. Y además me hundía boca abajo, porque las cuerdas provocaban tal posición. Para cuando empezaba a verlo todo negro noté un tirón de mis tobillos, y levanté la cabeza un poco; con lo que pude ver el casco del barco sobre mí, a bastante distancia. Me di cuenta entonces que lo que tiraba de mí era la soga allí atada, pero el avance hacia la superficie era espantosamente lento, y yo no podía ayudarlo en mi postura; así que cuando estaba quizás a un par de metros de la meta se me acabó el aire. Supongo que fue un reflejo, pero abrí la boca para respirar, y en lugar de eso cogí un montón de agua salada, de la que gran parte debió de ir a mis pulmones; la sensación de ahogo fue inmediata, y cuando por fin salí al aire libre no podía más que toser, como si quisiera sacar los pulmones por la boca. Pero no por eso me ayudó nadie a subir a bordo: mientras uno de los marineros me mantenía apartada del casco con un bichero, la grúa del barco siguió recogiendo la cuerda sujeta a la cadena de mis tobillos; y así sacaron del agua mi cuerpo desnudo, cabeza abajo y colgando de aquella cadena que, por causa de mi propio peso, me hacía un daño tremendo.

Cuando, ya tumbada sobre la cubierta, recuperé un poco el sentido pude ver que en mis tobillos había grandes magulladuras, pero no sangre; y oí la voz de Don Enrique que me decía “No está mal para ser la primera vez; seguro que esta tarde lo hará mejor. Ahora déjenla secar, y luego me la llevan otra vez a la silla” . Yo empecé otra vez a llorar, casi mejor a gimotear, y a pedirle por favor que nunca más, por supuesto sin siquiera recibir respuesta; así estuve hasta que, un buen rato después y cuando él ya se había marchado, un marinero me puso de pie y me llevó de vuelta al salón. Lo que me costó bastante, pues mis tobillos estaban muy doloridos; pero no tanto como me costó volver a sentarme en aquel consolador. Pues esta vez la mantequilla ya no estaba sobre la mesa, con lo que no tuve otra manera de lubricarlo un poco que con mi saliva; y, después de toda el agua salada que había tragado y sin que nadie me hubiese ofrecido ni siquiera un breve trago de agua dulce, la tarea me resultó realmente ardua. Pero al fin, tras mucho sufrir, logré empalarme otra vez; y entonces fue cuando uno de los marineros se me acercó con un botellín de agua, que me bebí de un larguísimo trago mientras él, algo sorprendido por mi indiferencia ante su asalto, me magreaba con brutalidad. Allí me quedé luego, jadeando, hasta que Don Andrés regresó; esta vez venía con una caja metálica alargada, algodón y una botella de alcohol. Se sentó a mi lado, y me dijo “Me sorprende que a casi todas las mujeres les taladren las orejas al nacer, y en cambio no los pezones; pues las joyas lucen mucho más hermosas ahí que en sus lóbulos. Pero le voy a hacer un favor; ya me ocuparé yo de hacerle los agujeros que le faltan” .

Cuando abrió la caja vi que dentro había un corcho, dos barritas doradas de casi medio centímetro de diámetro y uno y medio de longitud, rematadas en ambos extremos por sendas bolitas, y una aguja hipodérmica enorme; pues el hueco interior de la aguja se veía lo bastante grande como para acomodar una de aquellas barritas. Supongo que yo puse cara de espanto, pero o bien él lo interpretó mal, o se burló de mí; pues al ver mi expresión solo dijo “Sí, son de oro; no hace falta que me lo agradezca, sé recompensar a mis esclavas…” . Y procedió a untar con alcohol mi pezón izquierdo, aprovechando el frotamiento para ponerlo más erecto; luego colocó el corcho en su lado interno con una mano, y con la aguja que llevaba en la otra atravesó mi pezón de un solo golpe. Yo di un grito de dolor, porque fue breve pero muy intenso; y para cuando él colocó un extremo de la barrita -al que había quitado la bola- en el hueco de la aguja y, tirando de ésta, sustituyó dentro de mi pezón una por otra, yo ya solo sentía una punzada al mover él mi pecho. Y, eso sí, la vergüenza de pensar que, a partir de ahora y cada vez que hiciese topless, todo el mundo podría ver mis nuevas “joyas”. El proceso se repitió en mi pezón derecho, con el mismo dolor puntual e igual resultado; y cuando ambas barritas estuvieron colocadas Don Enrique atornilló sendas bolas a los extremos de los que las había quitado, y me dijo “Ya sé que hoy día hay mucha costumbre de llevar piercings en el sexo, pero a mi no me gustan nada; para serle sincero, creo que es cosa de fulanas. Así que, de momento, con estas dos será más que suficiente; luego le darán un frasco de alcohol, límpiese las heridas con él antes de acostarse y al despertar, y en unos pocos días ni se acordará de que le he hecho ahí unos agujeros” . Tras lo que se levantó y se marchó con sus instrumentos de tortura; dejándome allí desnuda, empalada y perforada, contemplando el mar mientras trataba, como de costumbre sin éxito, de acomodar mis entrañas al consolador gigante que las invadía.

IX – El ordenador de Don Enrique

Allí seguía sentada cuando llegó la hora de comer. Los marineros fueron colocando a mi alrededor los platos, vasos y cubiertos, y al cabo de un rato regresó Don Enrique; venía hablando por su móvil, muy enfadado, y en toda la comida no me dirigió la palabra. Pero no porque estuviese enfadado conmigo; era algo de negocios, porque no paraba de hablar con uno y con otro, y al final colgó la enésima llamada y me dijo “Está usted de suerte; tenemos que volver con urgencia. Así que otro día seguiremos con sus prácticas de buceo. Cuando acabemos de comer vendrá el helicóptero a buscarnos” . Lo cierto era que la noticia me alegró; y aun lo hizo más que, tras la comida -en la que una vez más no probé bocado, por la incomodidad que me provocaba el consolador- dos de los marineros me levantasen de la silla, y una vez libre de mi intruso gigante me acompañasen hasta el cuarto de máquinas, donde con tenazas y alicates me quitaron las cadenas. Volví a subir a cubierta sola, y contenta: me sentía ligera como una pluma sin mis cadenas, aunque me dolían los tobillos al andar y las heridas de mis pechos; además de que tenía la sensación, tras horas empalada en aquel monstruo, de que mi vulva y mi vagina nunca recuperarían su tamaño normal. Pero en mi cuerpo desnudo ya no había más metal que las dos barritas de oro, y eso me hacía muy feliz. Al llegar arriba oí el helicóptero, y vi que estaba descendiendo hacia el helipuerto del barco; una vez que se posó Don Enrique me hizo gesto de que le siguiera, y subimos los dos al aparato, él delante junto al piloto, y yo detrás. Como era ya costumbre, el hombre que pilotaba aquel aparato no pareció extrañarse de que yo estuviese desnuda; aunque durante el vuelo se mantuvo callado, mientras Don Enrique seguía con sus llamadas. Tardamos poco más de una hora en llegar a la azotea de un edificio muy alto, donde él se bajó sin decirme nada; y quizás otros quince o veinte minutos hasta que aterrizamos en el jardín de la mansión, donde el mayordomo me estaba esperando.

Una vez que el helicóptero se hubo marchado el mayordomo me llevó hasta la piscina, y me indicó que me estirase en una tumbona; una vez allí se dedicó un buen rato a untarme crema por todo el cuerpo, y luego un ungüento diferente en las heridas de los tobillos. Y, al acabar, se marchó dejándome allí al sol; aguanté un rato, pero enseguida estuve muy acalorada, y decidí darme un baño. Al salir del agua me volví a tumbar, pero el sol era muy fuerte y me secó en pocos minutos; para evitar volver a acalorarme me levanté y me fui a sentar al porche. Por el camino me asaltó una idea, como un fogonazo; al principio pensé que no era posible que aquel hombre fuese tan burro, pero las ganas de comprobarlo me pudieron. Así que, en vez de quedarme allí en el porche, continué andando -con cuidado de no ser vista por el servicio- hasta el despacho; una vez dentro me senté en la butaca de detrás del escritorio, encendí el ordenador y, al aparecer la solicitud de contraseña, tecleé “Calypso”. El aparato parpadeó, y al poco me apareció el mensaje de contraseña errónea; parecía que mi idea no era acertada, pero por si acaso lo probé de nuevo, esta vez escribiendo todas las letras del nombre en mayúsculas. Un nuevo error, y ahora la máquina me advirtió de que me quedaba un solo intento antes del bloqueo; así que tenía dos opciones, o lo dejaba correr, o me lo jugaba todo a una carta. Opté, claro, por la segunda; más que nada porque pensé que, si fallaba, cuando se encontrase el ordenador bloqueado Don Enrique sabría con seguridad que yo no había podido acceder a él. Y siempre podría decirle que había intentado utilizarlo para jugar a algún juego, o chatear, o navegar por internet, etcétera; porque me aburría, en definitiva, algo que sin duda podría creerse. Conteniendo la respiración hice mi último intento, basándolo -aún más- en la falta de cultura de mi torturador: escribí “Calipso”, esta vez con i latina, y el aparato parpadeó… y abrió la página de inicio.

Lo primero que observé, al comenzar a explorar su contenido, fue que no estaba conectado a internet; algo que, pensé, podía obedecer a un intento de preservar su contenido de posibles hackers. Básicamente había un montón de contabilidad, que una vez estudié me llevó a dos conclusiones: la principal, que aquel hombre era muy, pero que muy, rico. Y la secundaria que, como casi todos los de su clase, tenía más dinero fuera del país que dentro; los saldos de sus cuentas en el Caribe eran mareantes, normalmente a través de sociedades pantalla, o de fundaciones con sede allí. Cuando llevaba horas explorando el ordenador encontré una carpeta, oculta entre otras de fotos pornográficas -que parecían hechas por él, pues no eran profesionales- titulada “Fórmulas”; dentro había infinidad de símbolos químicos que yo no entendí, pero que podían ser de interés a Don José. Así que decidí copiarlas, pero el problema era dónde; no podía mandarlas por correo, al no tener internet en el ordenador, por lo que busqué en sus cajones hasta hallar un lápiz de memoria. Contenía más fotos de chicas desnudas, la mayoría siendo azotadas o justo después de serlo, pero tenía libre suficiente capacidad de memoria; así que copié allí los archivos con las fórmulas, retiré el lápiz y, antes de apagar el ordenador, fui al centro de control y borré todas las huellas de mi acceso. Pues, aunque seguro que Don Enrique no era precisamente un genio de la informática, cualquier precaución me pareció poca. Luego marché de allí hacia mi habitación, llevando el lápiz oculto en uno de los tres únicos sitios que mi cuerpo desnudo permitía: dentro de mi vagina. Hice bien, pues en el camino me encontré con el mayordomo, que me estaba buscando; le dije que me había mareado de tanto sol, y que me iba a descansar a la habitación, y él me explicó que Don Enrique había llamado diciendo que nos veríamos a la hora de la cena. Se lo agradecí y subí hasta mi cuarto, donde extraje el lápiz -poco me costó, pues seguía bastante dilatada- y lo oculté en el baño, dentro de una caja de maquillaje repleta de lápices.

Cuando hacía un buen rato que había oscurecido el mayordomo vino a buscarme, y me dijo que Don Enrique me esperaba en el porche; al llegar donde él lo primero que vi fue una silla como la del barco, con un consolador igual de gigantesco apuntando al cielo desde su asiento. Él me hizo señal de que me sentase sobre el monstruo y yo, tras lamerlo y chuparlo tanto como pude, me coloqué sobre él y empecé a empujar; tardé quizás diez o quince minutos en empalarme por completo, pero al final lo logré. Eso sí, para cuando mis nalgas tocaron el asiento estaba sudando copiosamente, y el hambre que pudiese tener al llegar al porche había desaparecido por completo. Pero él pareció no darse cuenta, y mientras cenaba con apetito se dedicó a contarme las cosas que había llegado a hacer a sus esclavas; al cabo de un rato cambió de tema, y me dijo muy serio “Sabe que he sufrido un ataque informático en toda regla? Alguien ha intentado entrar en los archivos de mi empresa, y era alguien con grandes medios y conocimientos, por lo que me han dicho mis técnicos. Suerte que no tengo allí lo que buscaban. Usted no sabrá quién puede haber sido, verdad?” . La pregunta me escamó un poco, pero me hice la loca y seguimos cenando; bueno, siguió él, yo me limité a comer un par de hojas de lechuga de la ensalada, y a repartir el pescado por el plato, tras comer algún pedacito. Al acabar me dijo con ironía que no me moviese de la silla, que quería enseñarme una cosa muy divertida; y, sacando su teléfono móvil, tecleó un rato hasta que encontró lo que buscaba. Me puso el aparato frente a la cara, en lo que parecía el inicio de un vídeo, y tocó la pantalla para arrancarlo; tan pronto empezó me quedé sin aliento, pues lo que en él se veía era una mujer desnuda en un despacho, manipulando un ordenador, poniendo y quitando de él un lápiz de memoria y luego escondiéndoselo en la vagina. Es decir, se me veía a mí mientras robaba los secretos del ordenador de Don Enrique.

“Señorita Verónica, como comprenderá ahora necesito dos cosas: que me devuelva mi lápiz de memoria, y que me diga el nombre de quien le haya contratado para robar mis secretos. Ya supongo que el lápiz no sigue estando en su vagina, pues no habría podido meterse todo el consolador si lo estuviera; así que por favor dígame dónde lo ha ocultado. Y, por supuesto, para quien me espía, y qué es lo que persiguen. Si prefiere callar, me hará un favor; nada me gustaría más que tener una buena excusa para torturarla, créame” . Se lo conté todo de inmediato, pues no tengo madera de heroína; y además sabía que era muy capaz de torturarme hasta la muerte. Él llamó al mayordomo, y le mandó a buscar a mi habitación el lápiz de memoria, con órdenes expresas de no alterar las huellas digitales que pudiera tener; y luego me dijo “Lo cierto es que yo ya suponía que Nieto estaba detrás de todo esto, pues cuando comercialice la nueva fórmula él será el principal perjudicado. Pero siempre es bueno tener la prueba de su delito. Así que, por favor, vuélvaselo a contar todo a la cámara” . Lo que dijo mientras ponía su móvil en modo grabación, y me apuntaba con él; desde la suficiente distancia como para que en la grabación apareciese no solo todo mi cuerpo desnudo, sino en concreto -pues me hizo separar aun más las piernas- la posición en la que estaba, empalada en aquella bestia. Yo lo conté todo desde el principio, y una vez que terminé apagó el teléfono y me dijo “No sé qué voy a hacer con usted, tengo que pensarlo. Eso sí, por el momento se le han acabado las comodidades; comprenderá que no las merece. Vaya usted con el mayordomo, que la llevará a su nuevo alojamiento, y ya tendrá noticias mías en unos días” .

X – Prisionera en el pozo

El mayordomo me ayudó a levantarme de la silla, pues extraer aquel consolador no era fácil, y luego me acompañó hasta un rincón del jardín donde había lo que parecía un pozo; su boca haría casi metro y medio de diámetro, y sobre ella colgaba un sistema de poleas por el que pasaba una soga bastante gruesa. Pero, a diferencia de los pozos ordinarios, en el extremo de la soga no había un cubo, sino una plataforma cuadrada de madera de como medio metro de lado, sujeta en sus cuatro esquinas por sendas cuerdas que acababan, un metro más arriba, en la soga principal. El sirviente me indicó que me colocase sobre la plataforma, lo que tuve que hacer poniéndome en cuclillas y con su ayuda; acto seguido soltó una especie de seguro y, muy lentamente, comenzó a bajarme al fondo del pozo, que estaba como a unos cinco o seis metros de la superficie. Cuando la plataforma tocó el suelo pude comprobar que aquello no era un pozo, sino una mazmorra como las de la Edad Media; pues estaba en una sala subterránea de quizás cuatro o cinco metros de diámetro, sin otra salida que la vía por la que acababa de descender. Siguiendo las instrucciones que el mayordomo me daba desde arriba me bajé de la plataforma, y él la recuperó; cuando mis ojos se acostumbraron a la penumbra de aquel lugar -a la hora que era no entraba más que un poco de luz de luna- vi que estaba completamente vacío, a excepción de dos cosas: un gran grifo en un rincón, a como un metro del suelo, y un agujero de desagüe justo debajo del grifo, de unos veinte o veinticinco centímetros de diámetro. Al acercarme noté que olía bastante mal, y supuse que aquello debía ser también el inodoro; pero para mi fortuna la llave funcionaba, así que dejé correr un poco el agua y el mal olor se difuminó. Aunque no, desde luego, el tufo a humedad que aquel lugar hacía, pese a ser sus paredes de piedra y no ver yo moho por ningún lado; sería, imaginé, por la profundidad del hoyo, pero lo cierto era que, estando desnuda, la sensación me resultaba muy incómoda. Como no podía hacer otra cosa me acurruqué junto al muro, y traté de dormirme; aunque tardé un buen rato, logré finalmente hacerlo.

Me despertó la luz solar, que entraba muy tímidamente por el agujero del pozo. Lo primero que noté fue que tenía frío, porque la sensación de humedad me había calado hasta los huesos; y, al ponerme en pie para ver de hacer algo de ejercicio, comprobé que los tobillos me dolían bastante. No era extraño; pues al mirarlos, y pese a la poca luz, pude ver que estaban hinchados y algo amoratados. Además, me escocían las heridas de mis pezones, y allí no tenía con qué desinfectarlas; así que lo primero que hice fue tratar de lavarme un poco, usando el agua que podía recoger en mis manos. Pero estaba helada, como si viniese de un pozo subterráneo: al lavar mis pezones con ella ambos se pusieron duros como piedras, y aún me dolieron más. Bueno, en realidad lo primero que hice fue orinar: con un absurdo ataque de vergüenza -pues allí no me veía nadie- me acuclillé sobre aquel agujero y me dejé ir. Mientras orinaba oí un ruido en la boca del pozo, y al mirar vi que me tiraban algo; cuando acabé me acerqué a verlo: era un panecillo, bastante grande, con un trozo de jamón dentro. Me lo comí, claro, pues tenía hambre; y luego terminé con mi higiene corporal, cuidando de limpiar con cuidado, además de mis pezones, las heridas en mis tobillos. Cuando terminé me senté en el suelo, que parecía de arena fina, y comencé a estudiar mi situación; parecía claro que iba a estar allí algo de tiempo, así que tenía que buscar la manera de que la soledad y el tedio no me acabasen afectando. Empecé por hacer ejercicio, aunque por el estado de mis tobillos opté por el yoga, una disciplina que yo practicaba con frecuencia; durante un largo rato me dediqué a ensayar distintas posturas, incluso algunas que hasta entonces no había logrado nunca, y al final logré estar lo bastante cansada como para concederme a mí misma un descanso. Después del cual me vinieron ganas de ir de vientre, con lo que ocupé también cierto tiempo; pues fue fácil aliviarme, pero luego tuve que limpiarme por el mismo método que había usado a primera hora, y diseñar un modo -haciendo correr el agua del grifo a lo largo de mis brazos- de, por así decirlo, “tirar de la cadena”.

Para cuando volví a estar limpia descubrí que un rayo de sol entraba en mi prisión, y decidí que empezaba el tiempo de solárium; así que me tumbé justo donde el rayo iluminaba el suelo, y luego me fui moviendo para seguirlo, acostada ahora de frente ahora de espaldas, hasta que empezó a subir pared arriba. Momento en que, otra vez, me tocó limpieza; lo más complicado fue quitar la tierra de mi espalda, pues tuve que hacerlo poniéndola bajo el chorro del grifo, y estaba tan fría que me puso la carne de gallina. Al acabar me di cuenta de que había cometido un error, que ya no repetiría, pues el sol estaba ya demasiado alto en la pared como para secarme con sus rayos; así que tuve que moverme un poco, con gran dolor de mis tobillos, para evitar quedarme helada. En eso estaba cuando cayó de la boca del pozo otro pedazo de pan; pensé que sería la comida, por la hora, aunque era lo mismo que antes: pan con algo, esta vez, de chorizo. Me senté a comerlo justo en el tramo de pared por donde el sol se había marchado, que por eso estaba algo menos frío que los demás, y me puse a pensar qué podría hacer durante toda la tarde; pero, aunque me dediqué a ello tanto como pude, no se me ocurrió nada, y empecé a aburrirme bastante. Traté de hacer memoria sobre toda clase de cosas: frases célebres, poemas, letras de canciones, palabras de otros idiomas que yo conociese, … Pero para cuando aquel rayo de sol desapareció por la boca del pozo ya no sabía qué hacer, y solo pensaba en salir de aquel hoyo. Así fueron pasando las horas, y para cuando cayó a mi lado otro panecillo -este llevaba una porción de queso blando metida dentro- empecé a llorar muy bajito, casi en silencio; y comprendí que, si aquel encierro había de durar mucho tiempo, me iba a resultar mucho más duro que cualquier otro tormento al que Don Enrique me hubiera sometido.

Exactamente fueron once días y una noche los que pasé en aquel hoyo; lo sé porque el primer día, al irme a dormir, hice un pequeño montón de tierra en la parte de la sala más alejada del grifo, y a partir de ahí cada noche añadí otro montoncito a mi particular colección de “pirámides”. Así que, cuando una mañana mi desayuno bajó en la plataforma, en vez de caer del cielo, y oí la voz del mayordomo diciendo “Cuando termine de comer súbase a la plataforma” , no tuve más que contar los montones antes de salir de allí. Al llegar a la boca del pozo mi alegría era tal que, además de ponerme a hablar sin parar ya por el camino, como si me hubiese vuelto loca, cuando me bajé de la plataforma le abracé entre lágrimas; él se dejó hacer, y noté que su miembro reaccionaba a mis efusiones. Así que me arrodillé y, tras abrir la cremallera de su pantalón, saqué su pene y me puse a chuparlo con auténtica voracidad; cuando logré que eyaculara me tragué todo su semen como si fuese un licor exquisito, y solo pude decirle, con una gran sonrisa, “Gracias!” . Él también me sonrió, y me llevó de la mano hasta la parte trasera de la casa, junto a la cocina; allí me regó con una manguera un buen rato, y luego me enjabonó a fondo el cuerpo, mientras yo hacía lo mismo con mi cabeza. Cuando ambos acabamos me regó de nuevo hasta que eliminó todo el jabón, tomando especial interés en mi sexo y mis nalgas, que frotó con su mano hasta suprimir todo rastro de él; con lo que yo, además de bien limpia, volvía a estar bastante excitada. Así que traté de abrir de nuevo la cremallera de su pantalón, pero él me dijo que no teníamos tiempo para eso, aunque estaba claro -por el bulto en su entrepierna- que le hubiese gustado tenerlo; me secó con una gran toalla mientras yo me peinaba, con un peine que me dejó, usando como espejo el vidrio de la puerta de la cocina. Y cuando mi cuerpo desnudo estuvo limpio, seco y bien peinado el mayordomo me dijo “Vaya al porche, que Don Enrique la espera allí” ; lo que yo hice dando pequeños saltos de alegría, por haber recobrado la libertad. O, al menos, eso pensaba en aquel momento.

Al llegar al porche, sin embargo, mi alegría se terminó. Para empezar porque Don Enrique no estaba solo, sino acompañado de un hombre vestido como los jeques árabes que salen por la televisión: chilaba blanca inmaculada, hasta los pies, y en la cabeza aquel pañuelo sujeto con una especie de cuerdas gruesas. Era muy delgado y moreno, por las facciones tendría unos cuarenta años, y al llegar yo me miró con expresión apreciativa; Don Enrique le dijo algo que no pude oír, y luego se giró hacia mí, haciéndome señal para que me quedase de pie frente a ellos. Yo me detuve, separé un poco las piernas y él comenzó de inmediato a hablar: “El asunto con su jefe, Nieto, ya está resuelto; a la vista de las pruebas que yo tenía contra él se rindió, y por fin hizo lo que yo hacía años que le pedía: venderme su empresa. Y además haciéndome un generoso descuento, claro, debido a las circunstancias; pero le ha quedado lo suficiente como para poder vivir el resto de su vida como un rey. Por cierto, le manda recuerdos; me pidió que le dijese que ahora lamenta no haberse acostado con usted cuando tuvo la ocasión; por lo visto, se la reservaba como premio para cuando me hubiese vencido. Pobre imbécil…” . Yo le escuchaba sin poner demasiado interés, pues lo que le pudiese pasar a Don José me traía bastante al fresco; simplemente esperaba a que me anunciase sus planes para mí. Que enseguida me explicó, y no eran agradables: “Al tomar posesión de la empresa de Nieto me he convertido, a la vez, en la persona a quien usted debe, exactamente, 267.315 euros; una cifra que me imagino que no puede pagarme. Pero aquí a mi lado está la solución: mi viejo amigo Abdullah está dispuesto a pagar la deuda, y lo único que pide a cambio es quedarse con usted. Comprenderá que he aceptado de mil amores; no me conviene nada tener traidores en mi casa, o en mis negocios…” .

XI – Vendida al jeque

Al oírle no pude más, e indignada le solté: “Pero usted no puede hacer eso! Mis padres, tarde o temprano, denunciarán mi desaparición, pues ahora piensan que estoy en un viaje de negocios, y la policía la investigará; no les será difícil relacionarla con sus negocios con Don José” . Pero él se rio, y me contestó: “Nieto es un imbécil, pero no tanto. Desde el día siguiente a aquel en que le mandó a usted al club la señorita Verónica está desparecida; según me dijo, al poco de llegar usted a México -bueno, en realidad era una mujer que se le parecía mucho, y que usaba su pasaporte- fue objeto de un secuestro, y no se ha sabido nada más desde entonces. La policía de Tijuana lo investiga, y al parecer ha llegado a la conclusión de que la confundieron con otra persona; en concreto con la contable de uno de los cárteles de allí. Aunque, teniendo tanto trabajo y tan pocos medios, tampoco se habrán esforzado demasiado, claro; y seguro que Nieto ha “engrasado” bien el camino hacia esa conclusión. Ya me entiende. Así que, en realidad, lo que esperan es que aparezca su cadáver, torturado y mutilado; de hecho los hombres que tenemos allí están a la espera de encontrar un cadáver que dé el pego para, como lo diría yo, “concluir” el asunto. Piense que Tijuana es la ciudad más violenta del mundo; muertos no les faltan… Pero no ponga esa cara, mujer, dese cuenta de que los problemas de sus padres se arreglarán en cuanto aparezca ese cadáver; pues el seguro contratado por la empresa para estos casos contempla una indemnización de un millón de euros, si no me equivoco” . Mientras él hablaba las lágrimas habían comenzado, otra vez, a resbalar por mis mejillas; pero, de pronto, me di cuenta de que mi única vía de escape era huir de allí inmediatamente, aunque fuese descalza y desnuda, y pedir ayuda al primero que pasase por la calle. Así que salí corriendo en dirección a la cocina; ya que había visto que, cerca de allí, había una puerta en el muro perimetral de la mansión que, por lógica, sería por donde entraban los suministros de proveedores.

No pude dar, sin embargo, más que media docena de pasos; pues, sin que yo supiera de dónde, apareció frente a mí un hombre joven bien trajeado, grande como una montaña, que me detuvo sujetándome de un brazo. Aunque me cogió con suavidad me hizo bastante daño, pues al instante me di cuenta de que, además de enorme, era muy musculoso; y así agarrada me llevó de vuelta al porche, donde ahora había tres hombres: Don Enrique, el árabe, y otro gigantesco montón de músculos, también trajeado, que había aparecido por el otro lado del jardín. Ahora fue el tal Abdullah quien me habló, en un español con bastante acento: “Mis dos ayudantes se ocuparán de su traslado hasta mi país. Tienen órdenes de hacerle daño, mucho daño, si no obedece al instante todo lo que le digan; le aconsejo que lo haga, ya ve usted que son bastante brutos…” . Yo me quedé muy quieta, y aunque sollozando también callada, mientras aquellos dos gigantes me preparaban para el camino; primero esposaron mis manos a la espalda, luego mis tobillos -con una cadena algo más larga, que me permitía andar despacio pero no mucho más- y, finalmente, me colocaron una mordaza enorme, de esas que en su interior tienen un consolador corto y ancho, que no permite ni mover la lengua. Hecho lo cual me cogieron cada uno de un brazo, llevando así mi cuerpo desnudo y encadenado hasta un enorme y lujoso todoterreno aparcado en la entrada de la casa; no sin aprovechar el camino, justo a partir de que su jefe nos perdió de vista, para manosearme con brutalidad, haciéndome daño sobre todo en mis pezones, cuyas heridas estaban aún muy sensibles. Al llegar me metieron, o casi mejor me tiraron, al maletero, y uno de ellos sacó de un bolsillo una hipodérmica; con la que, después de quitar el tapón de plástico que llevaba la aguja y vaciar el aire de la jeringuilla, me inyectó algo en una nalga. Fuera lo que fuera tenía un efecto casi instantáneo, porque no recuerdo siquiera verles cerrar el maletero.

Cuando desperté lo primero que noté fue que tenía la boca muy seca, bastante dolor de cabeza y muchísimo calor; al ir recuperando el sentido me di cuenta de que estaba sentada en el suelo de una pequeña jaula, por supuesto completamente desnuda, y en medio de un enorme bullicio de gente. Me puse como pude en pie, dándome cuenta de que me habían quitado las esposas de manos y pies, y comprobé que estaba en medio de lo que parecía un zoco árabe: por todas partes se veían personas vestidas a la usanza musulmana, y me rodeaban puestos de toda clase de artículos. Mi jaula, cuadrada y de poco más de un metro de lado por dos de alta, estaba en el centro de una plazoleta, anclada sobre un pedestal que levantaba del suelo quizás medio metro; lo que hacía que mi desnudez no solo fuese perfectamente visible para todos, sino sobre todo palpable. De hecho, entonces me di cuenta de que lo que me había despertado eran las manos que, a través de los barrotes y en gran número, se dedicaban a palpar todos los rincones de mi cuerpo; traté de sacudírmelas pero el exiguo espacio de que disponía lo hacía imposible. Así que, finalmente, me resigné al constante manoseo, y así pasé no sé cuántas horas; soportando sus “atenciones” mientras les pedía por favor, en todos los idiomas que yo conocía y sin el menor éxito, que me diesen agua, y dejasen de tocarme. Pero ellos no me hicieron el menor caso, y así seguí hasta que, desparecido ya el sol tras los toldos de los puestos del zoco, unos soldados -eso parecían, pues vestían de camuflaje y llevaban armas largas- aparecieron en la plazoleta. Al instante todos mis admiradores desaparecieron como por arte de magia, y el soldado que parecía mandar el pelotón se me acercó y me ofreció un botellín de agua; que yo, claro, bebí con avidez, y terminé en segundos.

A una señal de aquel hombre sus colegas soltaron mi jaula del pedestal y la movieron entre cuatro, inclinándola hasta que estuvo horizontal; lo que provocó que mi cuerpo quedase aplastado sobre los barrotes del lado inferior. Luego la agarraron cada uno por una esquina, la levantaron del suelo y nos fuimos todos de allí; caminaron largo rato, mientras yo buscaba una postura en la que los barrotes se me clavasen lo mínimo en el cuerpo, hasta que llegamos a lo que parecía su cuartel. Una vez allí dejaron la jaula otra vez en su posición vertical, se desnudaron por completo y el jefe abrió mi jaula, haciéndome señal de que saliera; yo entendí claramente qué era lo que querían y, durante las siguientes horas, me dediqué a satisfacer a aquellos soldados. Y supongo que a varios más que fueron viniendo, pues yo no paraba de recibir penes en mi boca, mi sexo o mi ano, incluso a veces dos y tres a la vez; muchos de ellos ciertamente enormes, y empleando además sus dueños tanta energía como sus jóvenes cuerpos les permitían. Que era mucha, sin duda; para cuando se fueron todos, dejándome allí tirada en el suelo, yo estaba agotada y cubierta de semen, e incluso había alcanzado varios orgasmos. Pero enseguida se acercó otro soldado, quien me cogió de una mano y me llevó hasta un edificio próximo; allí me hizo entrar en un cuarto de baño muy sencillo, pero en el que había una ducha, y me hizo señas de que me aseara. Lo que hice con gran alegría, y siempre bajo su atenta vigilancia; supongo que contemplar como lavaba mi cuerpo desnudo debió de excitarle, porque para cuando yo ya estaba limpia y seca me exigió una felación; no solo se la hice sino que, cuando le tenía bien erecto, me di la vuelta y me empalé en él, haciendo que eyaculara dentro de mi vagina. Y luego, claro, volví a lavarme a fondo, mientras agradecía para mis adentros el DIU que tiempo atrás me había hecho colocar.

El mismo soldado me llevó de allí a una celda, en aquel edificio, en la que me encerró al llegar; lo cierto era que, comparada con el pozo de Don Enrique, parecía una habitación de hotel, pues tenía una catre con un colchón, aunque sin ropa de cama, un lavabo y un inodoro. Lo primero que hice fue probar si el grifo del lavabo funcionaba; así era, y después de dejarla correr un poco bebí un largo trago de agua. Y a continuación me tumbé sobre el colchón; donde, entre el cansancio por mi reciente orgía y, seguramente, los efectos residuales de la droga que me inyectaron, me quedé profundamente dormida. Me despertó, cuando ya entraba luz de día por el ventanuco de la celda, un ruido en los barrotes de la puerta; al levantar la mirada vi que frente a ella estaba el árabe que me había comprado, el tal Abdullah. Vestía como la otra vez, ropas árabes pero muy limpias y elegantes, y cuando me vio despierta comenzó a hablarme: “Bienvenida a mi país, señorita Verónica. Veo que ya ha empezado a ejercer su función aquí: hacer felices a mis soldados. Lo que no le va a ser fácil, pues en este cuartel habrá un centenar de mis hombres; eso sí, los más jóvenes, fuertes y bien entrenados. Trabajo no le va a faltar, seguro. Pero antes de que comience la que va a ser su nueva vida será azotada en la plaza pública; es la costumbre con todas las esclavas recién llegadas, para que sepan lo que les espera si no obedecen” . Al oírle comencé a llorar, y le prometí que yo sería siempre muy obediente, y que por favor no me pegase; pero él se limitó a decir “Ya sé que usted me obedecerá, pero no puedo evitar su castigo; mis hombres se sorprenderían, y creerían que me he vuelto blando con la edad. Además, la vida de una esclava tiene esas cosas, verdad? De hecho, cualquiera de ellos puede decidir azotarla, antes o después de montarla, y tiene todo el derecho a hacerlo; solo tienen prohibido mutilarla o matarla. Por cierto, me dijo Andrés que tiene usted una piel ideal para el látigo, extremadamente resistente; esta tarde lo comprobaremos…”.

XII – Azotada en la plaza pública

El resto de la mañana lo pasé lamentando mi suerte, y cada vez más nerviosa por lo que me esperaba; de hecho casi no probé bocado de la comida que a mediodía me trajeron, pues la idea de ser azotada en público me había quitado el apetito. Dos o tres horas después de que me trajesen la comida dos hombres vestidos de soldado vinieron a buscarme; me ataron las manos a la espalda con una cuerda, y tras pasar otra por mi cuello me llevaron, como si fuera un animal, en dirección a la puerta del cuartel. Hacía un calor espantoso, pues el sol estaba en su apogeo; recuerdo que la arena del suelo quemaba mis pies descalzos, y me hacía caminar dando pequeños saltos. Algo que mis dos guardianes agradecieron, pues provocaba que el bamboleo de mis pechos fuese aún mayor del que era normal al andar; al llegar a la puerta, y antes de que la abrieran, se dedicaron algunos minutos a manosearlos, haciéndome bastante daño en las heridas de los pezones. Cuando por fin abrieron la puerta y salimos pude ver que, en la explanada frente al cuartel, habían instalado una especie de cadalso; era una plataforma elevada un metro del suelo, de quizás cuatro por seis metros de superficie, sobre la que había un trípode formado por tres gruesas estacas de madera: dos en los lados cortos de la plataforma, de unos tres metros de altura, y una tercera que unía sus extremos superiores. Mis guardianes me hicieron subir a la plataforma, por una pequeña escalera que había en su parte trasera, y una vez allí soltaron la atadura de mis manos; para de inmediato volvérmelas a atar, esta vez delante, y pasar el extremo de la larga cuerda que para ello usaron por encima de la estaca horizontal. Tras lo que, tirando de aquella cuerda, me dejaron colgando de mis manos alzadas al cielo; con mis pies, libres, a cerca de un palmo del suelo. Y se fueron los dos.

Durante la siguiente hora permanecí allí colgada, muerta de calor -pues el sol pegaba de lleno en mi cuerpo desnudo- mientras una gran cantidad de personas se iba congregando frente a aquel cadalso; la mayoría portando toda clase de instrumentos para protegerse del sol, desde paraguas hasta grandes cartones. Las muñecas cada vez me dolían más, porque llevaban un buen rato soportando mi peso; pero aún tuve que esperar otro tiempo, mientras unos criados preparaban una especie de tribuna cubierta, justo frente a mí, donde al poco de terminarla se instaló el tal Abdullah. Casi a la vez que mi captor llegó mi verdugo, quien subió los escalones de aquel cadalso entre los aplausos del público masculino y el ulular del femenino -también había muchas mujeres entre el público congregado-; era un hombre enorme y muy musculoso, y creí reconocerle como uno de los dos gorilas que me habían sujetado en casa de Don Enrique. Cuando la multitud se calmó Abdullah les hizo un largo discurso, en algo que sonaba árabe, que la gente jaleó y aplaudió en varias ocasiones; pero mi atención estaba centrada en el instrumento de tortura que mi verdugo llevaba al cinto: un látigo de cuero, grueso y de unos tres metros de largo, que terminaba en varias correas más finas, rematadas por un nudo en cada uno de sus extremos. Cuando lo desenroscó dio varios golpes al aire con él, como para practicar; el sonido que al hacerlo producía, un fino silbido que terminaba en algo parecido a un disparo, me heló la sangre. Finalmente el discurso de Abdullah se terminó, y cuando cesaron los aplausos el verdugo se colocó a mi espalda, a unos dos metros por mi derecha, y lanzó el primer latigazo.

El látigo, tras golpear mi costado izquierdo, se enroscó en mi cuerpo justo por debajo de mis pechos, y sus extremos fueron a golpear justo en el centro de mi espalda. Nunca en mi vida había sentido un dolor comparable, pues al escozor intensísimo, insoportable -parecido al que causaría la sal en una herida recién abierta- que se extendía a lo largo de todos los lugares de mi desnudez por donde la tralla iba dejando una ancha cicatriz rojiza, se sumaba el impacto en mi espalda de aquellos pequeños nudos, lanzados contra ella a toda velocidad. Di un alarido bestial, como el de una fiera herida, y comencé a sacudirme convulsivamente, dando patadas en todas direcciones; en cuanto comenzaron a calmarse mis movimientos reflejos, llegó el segundo. Este se enroscó un poco más abajo, pues golpeó a la altura de mi cadera izquierda, cruzó todo mi vientre y los nudos terminaron golpeando en mis dos nalgas; yo comencé a llorar, mientras notaba como si me faltara el aire, y mi cuerpo se cubrió de una capa de sudor. Pero los latigazos siguieron: el tercero cruzó mis dos muslos, y terminó en la parte trasera del derecho, justo donde empieza la nalga; el cuarto se enroscó en la base de mis pechos, y los nudos acabaron golpeando de lleno mi hombro derecho; el quinto alcanzó el centro de mi pubis, y terminó justo en mis nalgas. Luego vinieron dos más directamente a los pechos, otro que me cruzó la cintura; uno que, tras enroscarse en un muslo, acabó golpeándome el bajo vientre; y, varios que, tras entrar por el hombro izquierdo y cruzar mi torso de arriba abajo, llevaron aquellos nudos a golpear de lleno en mi sexo. Pero los peores fueron los que, aprovechando mis patadas al aire, se colaron entre mis piernas; pues no solo golpearon libremente la tierna carne del interior de los muslos, sino que más de una vez el látigo golpeó directamente en mi sexo, tanto de forma longitudinal como cruzada. Algo que me arrancaba alaridos aun mayores, y que seguramente por eso mi verdugo buscaba con auténtica saña.

Él siguió descargando latigazos, ajeno a mis frenéticas súplicas y a mis chillidos de dolor, aunque al cabo de no sé cuántos más se detuvo. Yo estaba jadeando, sudorosa y agotada, sumergida en mi inhumano sufrimiento aunque tratando de consolarme con la idea de que ya había terminado mi suplicio. Pero no era en absoluto así, pues lo único que hizo él fue cambiar su posición, para colocarse dos metros frente a mí. Y comenzó de nuevo a sacudirme latigazos, solo que ahora entraban por mi costado derecho y cruzaban mis nalgas, mi espalda, o la parte trasera de mis muslos; aunque, para poder golpearme con los nudos en más sitios, iba cambiando la distancia desde la que lanzaba el látigo. Así, alguno de los latigazos logró dar una vuelta completa a mi cuerpo, y los nudos terminaron golpeando otra vez la espalda, o las nalgas. En particular parecía buscar que los golpes acabasen en mi sexo, o en mis muslos, ya fuera dando toda la vuelta o solo media; pues la mayoría de los latigazos entraban por mi cadera, o directamente por el muslo derecho. Aunque no por eso se olvidaba de castigar mis pechos, claro; más de un golpe impactó de lleno en uno o ambos pezones, provocándome la sensación de que me arrancaba las barras que en ellos llevaba. Tras al menos otra docena, como poco -yo era incapaz de nada más que chillar, llorar, sudar, contorsionarme en mis ataduras e implorar clemencia- se detuvo de nuevo; pero fue solo para regresar otra vez a mi espalda, aunque esta vez colocándose tras mi hombro izquierdo, y seguir dándome latigazos. Ahora concentrados en mi barriga o en mis pechos, lo que llevaba casi siempre a los nudos a impactar en la espalda y en el trasero. Para concluir con una larga serie dirigida a mi bajo vientre, en la que volvió a lograr, varias veces, que el látigo se colase por entre mis piernas frenéticamente agitadas, y golpease con saña mi sexo, mis muslos o la hendidura de mis nalgas.

Finalmente terminó, y me quedé allí colgada; yo ya casi no emitía ruido alguno, más allá de algún gemido, y además de dolorida estaba muerta de sed y de cansancio. Podía ver la parte frontal de mi cuerpo cruzada por unas estrías violáceas, anchas como mi dedo índice y profundas como mi meñique; aparte de que tenía infinidad de pequeñas contusiones, provocadas por los nudos al golpear la piel. Que en algunos lugares eran extraordinariamente dolorosas, sobre todo en mis muslos, en mis pechos y en mi sexo; pero excepto en algún lugar muy puntual, donde se veían pequeñas gotas o la piel se había roto, en ningún sitio corría la sangre. Mi verdugo, sin embargo, no me descolgó aún; simplemente me bajó un poco, hasta que las puntas de mis pies tocaron el suelo. Lo que le agradecí muchísimo, pues alivió el dolor en mis muñecas, pero enseguida descubrí que no lo había hecho pensando en mi bienestar; pues se abrió la cremallera y sacó un pene tan enorme como todo su cuerpo, y en plena erección. Supongo que pegarme salvajemente le habría excitado, porque me separó las piernas y, sin ningún preliminar, penetró mi sexo de un fuerte empujón; logrando que gritase otra vez, pues como era lógico yo no estaba en absoluto excitada, y tenía la vagina tan seca como la garganta. A él le dio igual, y siguió con su violento bombear durante unos minutos, hasta que con un rugido eyaculó copiosamente; cuando salió de mi interior pude ver que en su pene había restos de sangre, aunque no podía saber si venían del interior de mi vagina, o de alguno de los latigazos que había recibido mi vulva. Eso sí, haberme violado debió de despertar en él alguna compasión hacia mí, porque al poco acercó a mi boca una botella de agua, que yo bebí con avidez; tanto la necesitaba que estuve a punto de darle las gracias con una sonrisa.

XIII – Convertida en la prostituta del cuartel

El mismo hombre que me había azotado y violado fue quien se ocupó, cargando mi cuerpo desnudo sobre su hombro como si yo fuese una pluma, de devolverme a mi celda. Una vez allí me tumbó de lado sobre el catre, lo que me hizo gemir de dolor, y se marchó para ser substituido, al poco, por otro hombre con una bata blanca y un carrito con utensilios médicos. El cual se dedicó, en las siguientes horas, a limpiar y desinfectar con todo cuidado mis heridas, y luego a untarme entera con un ungüento espeso; tras lo que me hizo señas de que me quedase de pie, supongo que para que la substancia no se perdiese en el colchón, y se marchó a su vez. Yo aguanté cuanto pude allí quieta, pero no debió de ser demasiado tiempo; me dolía todo y estaba cansadísima, así que después de beber agua dos o tres veces, del grifo del lavabo, no pude más y me tumbé otra vez, aunque procurando hacerlo sobre el lado de mi cuerpo con menos marcas. Algo difícil de decidir, pues el látigo se había enroscado con mucha frecuencia en mis dos caderas y en mis dos costados. Pero finalmente logré una postura en la que el dolor era más soportable, y al poco me quedé profundamente dormida. Me desperté otra vez cuando ya era de día, y al rato entró de nuevo en mi celda aquel enfermero con su carrito; después de revisar mis heridas me aplicó otra capa del ungüento y se marchó, para ser substituido por un soldado con la bandeja del desayuno. Eran básicamente trozos de fruta, y me los comí con apetito; en ello estaba cuando el tal Abdullah apareció otra vez frente a la puerta de mi celda. Pero esta vez no se quedó allí, sino que ordenó que la abriesen; y luego entró, me hizo poner en pie y revisó con todo detalle mi cuerpo.

Cuando terminó me dijo “Ya sabe usted cuál será su función aquí, así que no hace falta que se la repita. Eso sí, quiero recordarle que deberá usted obedecer inmediatamente cualquier cosa que le ordenen mis hombres, aunque le repugne; y además poner en su labor el máximo interés, y tanta alegría como le sea posible. Me informarán cada semana, y en cuanto detecten que usted no se esfuerza lo bastante tendré que hacer lo que el imán me exige: amputarle el clítoris. Pues él sostiene que una mujer con clítoris es impura, y que nuestros hombres no deberían tener relaciones sexuales con tal clase de hembras; sólo he logrado refrenar sus ímpetus castradores asegurándole que, al ser usted una infiel, ya está acostumbrada a acostarse con muchos hombres, y resultará más productiva si obtiene, por conservar su clítoris, algo de satisfacción con su trabajo. Pero, si los soldados se empiezan a quejar de usted, le dará la razón al imán; y, por más que yo sea el jeque, frente a él mi autoridad también tiene sus límites. Así que le aconsejo, por su bien, que procure disfrutar mucho, y muy ruidosamente, de su condición de prostituta; porque si la circuncidamos seguro que ya no podrá disfrutar, ni con mis soldados ni con nadie más, y tendrá que trabajar lo mismo” .

Supongo que mi cara de absoluto horror debió de decirle mucho más que cualquier discurso que entonces se me hubiera ocurrido, porque sonrió y me tranquilizó: “No se preocupe tanto, en cada uno de mis cuarteles tengo una esclava a cargo de, digamos, la moral de las tropas, y nunca he tenido que castrar a ninguna. Bueno, la excepción es Aïsha; pero cuando me fue vendida ya la habían circuncidado años atrás, así que ella no cuenta para el dato” . Dicho lo cual se dio la vuelta, con intención de marcharse de mi celda; pero al llegar a la puerta recordó algo más, y volvió a hablarme: “En atención a su estado, y durante toda una semana, mis soldados tienen orden de usar sólo su boca, no sus otros dos orificios. Según me dijo Andrés, usted es una auténtica profesional con ella; algún día me acercaré a verla trabajar, se lo prometo. Y por ahora únicamente estará de servicio por las tardes, cuando la tropa regresa de sus ejercicios militares de entrenamiento; así podrá descansar más, y recuperarse pronto de su castigo de bienvenida. Que, eso ya se lo anticipo, seguro que no será el último; tenía toda la razón Andrés cuando me dijo que usted parecía hecha para el látigo. Me lo pasé muy bien viéndola en el estrado, sabe?; la próxima vez probaremos con el látigo de nervio de toro, seguro que con ese logramos romperle la piel…”.

Al ver que las lágrimas acudían a mis ojos sonrió, y terminó su discurso: “Luego le traerán papel y lápiz; quiero que aproveche, en sus ratos libres, para contarme la historia de su esclavitud. Ya sabe, como Sherezade en las Mil y Una Noches, pero sin echarle imaginación: solo los hechos” . Cuando Abdullah se fue me quedé pensando en mi futuro, y enseguida llegué a una conclusión: mis escasísimas opciones de escapar a mi triste destino pasaban por ganarme primero la confianza y el aprecio de todos, empezando por los soldados y siguiendo por el jeque. Lo que comencé a hacer con el soldado que, un largo rato después, me trajo la comida: cuando entró en la celda yo le esperaba con mis piernas bien abiertas, exhibiéndole mi sexo del modo más impúdico posible, así como mi mejor sonrisa. Y, tan pronto como depositó la bandeja, me arrodillé frente a su entrepierna, abrí la cremallera y saqué su pene, que ya estaba semierecto; comencé a lamerlo y chuparlo usando todas las técnicas que había aprendido con mi último novio, y al cabo de muy poco estaba tieso como un poste. Entonces, cogiendo primero todo el aire que pude, lo metí en mi boca hasta el fondo, hasta notar su glande en mi esófago, y apretando los labios en la base de su miembro comencé a mover mi cabeza atrás y adelante; en cosa de un minuto, sin que yo hubiese tenido aún que retirarlo para respirar, eyaculó con un bufido de satisfacción. Luego se marchó, y yo me comí lo que me había traído; tras lo que me acosté un poco, pero enseguida vino el mismo hombre, abrió la celda y me hizo señas de que le siguiera hasta el patio. Donde, al llegar, lo primero que vi fueron dos objetos: una alfombra en el suelo, de aquellas pequeñas que llamaban “de oración”, con una botella de agua a un lado; y frente a ella una fila de soldados interminable, que abarcaba hasta donde alcanzaba mi vista. Con un suspiro arrodillé mi cuerpo desnudo sobre la alfombra, bebí un buen trago del agua, y con una sonrisa hice señas al primero de aquellos hombres para que se me acercase, y poder así comenzar con él mi jornada de trabajo.