De ejemplar a infiel en tan solo dos semanas 1
El matrimonio de Carlos y María llega al momento más feliz con el embarazo de esta última. Una pareja felizmente casada e instalada en la normalidad sexual de pronto ve cómo lo establecido empieza a tambalearse
Toda su vida es ordenada, recta, discreta. La personificación de la sencillez, la calma, la sensatez, el buen juicio y la normalidad. Todo ello se podría aplicar tanto para Carlos como para María, aunque en él es todavía más acusado. Los cauces de sus acciones suelen ser los propios de una persona bien instalada en la sociedad: Carlos es un joven profesor (apenas treinta recién cumplidos) bastante querido por sus alumnos y apreciado por sus compañeros. Qué decir de su recientemente esposa, que ya espera el primer hijo, la culminación de las expectativas tanto de Carlos como de María, que llevan viviendo juntos cinco años y de novios tres años más. La suya es una relación (cómo no) equilibrada, afectuosa, llena de complicidad y, puntualmente, apasionada.
María tiene 25 años, es rubia, se cuida en el gimnasio, mide metro setenta, está en su peso justo, destaca su culito firme (pese a que no acostumbra a pantalones ceñidos, sino más bien a faldas holgadas) y su buen gusto para combinar ropa y complementos. Es una chica extrovertida, muy bromista, mira el futuro con la mejor de las sonrisas y, aunque es coqueta y sabe que es admirada en la oficina, ni se plantea ser infiel a Carlos, de quien está totalmente enamorada.
El sentimiento es recíproco: Carlos adora a su mujer y ahora que está de cinco meses la mima y arropa si cabe todavía más. Encima, el embarazo ha cambiado las curvas de su esposa, ha realzado sus pechos, que han crecido, y la curva de su tripa le excita de una manera que por momentos le parece poco adecuada, por eso se esfuerza por no mostrarse en exceso fogoso, aunque los encuentros sexuales se han intensificado de forma casi inevitable.
Carlos es bien parecido, metro ochenta, más bien delgado, sale a correr todas las mañanas y está en forma, es castaño claro, con ojos claros, y se ha dejado un poco de barba. Vuelve locas a las alumnas y a las compañeras (muchas se le han insinuado indirectamente y otras de la forma más explícita posible). De todas maneras, al ser reservado y serio, esquiva esos deseos y se da por no enterado, no le cuesta desechar las propuestas e insinuaciones. Tiene perfectamente claras sus prioridades y ni se plantea aventuras extramatrimoniales, y ahora mucho menos que van a empezar una nueva andadura.
Se habían mudado en febrero a una zona residencial para dar cabida al nuevo miembro de la familia y, aunque ahora desplazarse al instituto le costaba media hora de trayecto en coche a Carlos y otro tanto a María hasta las oficinas del banco, aquella casa de casi 100 metros cuadrados, con su terraza, su amplio salón, los tres dormitorios y dos baños colmaba los sueños de ambos, aunque en los próximos veinte años se las tendrían que ver con los pagos de la hipoteca. En un par de meses es como si hubieran vivido toda la vida allí, y además María está encantada encargándose de la decoración.
Llegan a finales de junio las vacaciones para Carlos, no así para María, que siempre se burla de los dos meses de vacaciones de su marido. Una envidia sana no evita que cuando le toca madrugar y salir al trabajo no piense en el mes de agosto y las paradisíacas playas de Menorca, adonde van a veranear este año. Carlos, por su parte, aprovecha el tiempo libre para salir a correr por un parquecito, leer y prepararse un poco para el curso que viene, aunque tiene que reconocer que le sobran horas y se aburre un poco. Además, este año no ha llegado aún julio, el calor aprieta (apenas bajan de 25 grados por las noches y no corre el viento: consecuencias del aire subsahariano, dicen por la tele) y siguen negociando la instalación del aire acondicionado con la comunidad. Como mínimo para septiembre no contarán con ello, así que el ventilador es el único refugio contra el sudor.
Dos momentos son clave para que se produzca un cambio en la actitud de Carlos: la ventana del estudio, que da a un pequeño patio interior, lateral al principal, con piscina y zona comunitaria muy cuidada, con su césped, su jardín e incluso una zona de juegos para niños pequeños; e Internet.
La ventanita porque deja muy cerca las ventanas de los vecinos de enfrente, donde descubre de forma casual a una jovencita y escultural negrita con poco pudor que anda la mitad de la mañana medio desnuda: no emplea más que un diminuto pantalón corto y un sujetador (normalmente negro, pero ya ha visto uno amarillo, otro azul, otro fucsia…, todos ellos parece que una talla menor a la que le correspondería porque sus senos a duras penas quedan contenidos) y con ese atuendo lo mismo se sienta a ver la tele en un pequeño butacón, que friega los cacharros, que sale a la terraza o se echa la siesta en su cuarto.
Aunque al principio se refrena y se propone ignorarla, Carlos no puede evitar quedar hipnotizado por los movimientos de su vecinita, que tiene un especial encanto a la hora de caminar y mover las caderas. Una mezcla de miedo de ser pillado fisgando y una punzada de excitación por ser descubierto le hacen cada día más atrevido y en su imaginación juega con la idea de que ella lo vea espiarla, para ver cuál sería la reacción de aquella chica que rondará los veinte años.
El segundo momento clave del cambio de Carlos es Internet y se mezcla con el descubrimiento de su vecina. Y es que Carlos encuentra esta página de relatos eróticos y con ella un mundo inexplorado de sensaciones estimulantes. Lee todo tipo de relatos y los que más le excitan son los que en principio más chocan con su moral y sus creencias: los de infidelidad, los de amor filial, los de maduros y maduras, los de voyerismo, los de no consentido… En estos dos últimos fantasea cada día más y su equilibrio se rompe el día en que una sesión ininterrumpida de relatos y otra a continuación de fotografías y vídeos a su vecina culminan en una sonora paja delante de la ventana, sin importarle que pueda ser visto (deseando ser visto, aunque la chica ni se entera).
Sólo ha pasado una semana de vacaciones y está más salido que el pico de una plancha. Aparte de masturbarse, las sesiones de sexo con María son cada vez más arrebatadas, tanto que hasta la propia María se extraña un poco, pero como el comportamiento de Carlos sólo se excede en lo sexual y lo atribuye a la excitación que le provoca su embarazo (a ella no sólo no le parece degradante hacer el amor en su estado, sino que es muy morboso, le encanta sentirse tan deseada, y no sólo lo ha descubierto con su marido, en la oficina también se respira ese ambiente cargado sexualmente que deja a su paso, en parte porque su ropa no se ha adaptado al cambio de talla y los escotes son más exagerados), ni se imagina las mañanas lujuriosas de su marido, que no para de pensar en la forma de tirarse a su vecina.
Entre medias, Carlos, ya desatado, con unas ganas terribles de pasar a la acción cueste lo que cueste, cae en la cuenta de otro personaje femenino que parece más accesible que la esplendorosa negraza de pelo largo y ondulado que no se digna a mirar al frente: la muchacha de la limpieza, una rumana de unos treinta y tantos, rubia, más bien bajita, algo entrada en carnes (sobre todo en muslos y glúteos) aunque sus movimientos son ágiles; no es demasiado destacable en cuanto a su físico (y menos con la bata que viste para limpiar), pero le da morbo esa cara (sobre todo sus labios, sonrosados y húmedos) que esconde mucho más que simple sumisión ante quien la contrata. Viene por casa las mañanas de los lunes y los jueves y Carlos se ha aprendido sus rutinas para aprovecharse de ellas.
Llega a eso de las diez, con sus propias llaves (normalmente no suele haber nadie en casa durante el año), se cambia en el cuarto de baño pequeño, empieza su labor por ahí, pasa luego a la cocina, y a continuación le toca el comedor, el recibidor, para acabar con los dormitorios. Los jueves cambia algunas rutinas para dedicarse a los espejos y los cristales.
Aunque al principio Carlos evitaba coincidir con ella, ahora se propone todo lo contrario. Fantasea con lo que llevará debajo de la bata y se ha fijado que normalmente viene con un pantalón de chándal ajustado que no habla mal de su parte trasera; y las camisetas que viste dejan una delantera también apetecible. No es la mujer de sus sueños, pero con su calentura le valdría cualquiera. Y Vesna es la que le pilla más a mano.
Los primeros contactos con ella hablan de la torpeza de Carlos, pero poco a poco lucha con su timidez y con la excusa de enseñarle a hablar mejor el castellano, va logrando que le coja más familiaridad y confianza. El verano y la falta de aire acondicionado justifican que sólo lleve el pantalón corto del pijama y aunque al principio se dirigía a ella con la erección dibujada en sus pantalones, ese hecho, lejos de disuadir sus intenciones, le espolea. Está convencido de que Vesna ha bajado la vista en más de una ocasión ahí y eso endurece más su miembro.
Descubre que le excita mucho la posibilidad de ser visto desnudo y se esfuerza por que eso ocurra: deja la puerta abierta del cuarto de baño cuando se ducha y lo mismo hace con la de su dormitorio cuando se cambia, siempre afanándose por coincidir con los movimientos de la muchacha. No está seguro, pero cree que sus afanes dan resultado y de reojo observa que Vesna se ha fijado en esos “descuidos” y los aprovecha. Carlos imagina que no siempre se tiene la oportunidad de ver una verga empalmada. El siguiente paso, decide, será masturbarse y que ella lo vea.
Dos días después de la primera paja frente al espejo observando a su vecina, el jueves, decide que eso pase de forma abierta. Se esconde a la hora de su llegada y prepara la jugada. Mientras ella se viste, se da cuenta de su tremenda erección con sólo pensar en que ella le verá mientras se hace una paja, para lo cual tiene que dirigirse al salón.
Para que no parezca tan premeditado, se lleva el portátil y pone en marcha un vídeo porno donde dos esculturales hembras alternan con el mástil de un maromo de tres por cuatro. Nota que en el glande los líquidos preseminales lo inundan mientras está más al tanto de la puerta del salón que de la peli. Está más cachondo que nunca. Calcula que no faltará más de un par de minutos para que entre Vesna escoba en mano. Se ha colocado de tal modo en el sofá (totalmente desnudo, con las piernas bien abiertas y su polla, dura hasta casi dolerle) que cuando la chica entre no se perderá nada. Tiene preparado el típico discurso de “no te había oído entrar, lo siento” por si las cosas se ponen feas y no piensa más allá, aunque todos los vídeos porno que últimamente ha visto deberían empujarla a que se desnude y follen ahí mismo.
Eso no pasa, claro. Al final ha decidido estar de pie masajeándose la polla y así se lo encuentra Vesna cuando abre. La sorpresa de la muchacha es mayúscula y a poco deja caer el spray y la escoba. Por un segundo, Carlos se alarma tanto que se maldice por haber llegado tan lejos con aquella situación. Cuando se disculpa ante ella, tratando de taparse, está siendo más sincero y vehemente de lo que había imaginado, y se tapa como puede, incluso con el portátil. Nota que hasta está a punto de llorar como la propia Vesna y cuando sale del salón cree que hasta su matrimonio se irá al traste. El corazón le late a mil y se dice que debe parar con aquellos estúpidos juegos.
Al llegar al estudio, cierra la puerta y ante el espejo, se sorprende de que su polla siga dura como una piedra y los líquidos transparentes estén deshilachándose desde la punta de su capullo hasta el suelo. Cuando se gira, ve los ojos de la vecinita clavados en su pene. Cuando levanta sus ojos, le guiña el ojo y le saluda con la mano, despidiéndose. La muchacha no ve cómo su polla, sin necesidad de haberse tocado, expulsa un chorro inmenso y espeso de semen que llega casi hasta la mesa. Expulsa un gemido y todo por la intensidad del espasmo. Está incluso medio mareado y teme que Vesna le haya oído, aunque su principal preocupación es limpiar su corrida antes de que llegue. Si ve toda la leche esparcida así, lo mismo hasta le denuncia.
Para limpiarlo, tiene que salir de nuevo y dirigirse al cuarto de baño, a por papel higiénico. Tiene la prudencia de ponerse un pantaloncito corto, el de deportes, la única prenda que halla a mano. Se retrasa más de la cuenta en el baño para aliviar sus necesidades y cuando vuelve al estudio con un rollo de papel higiénico, se encuentra a Vesna en cuclillas llevando su dedo índice al charco del suelo. La polla se le dispara en ese momento, aunque tiene que darse prisa en pensar algo porque la chica se ha dado la vuelta alarmada y teme que se ponga a gritar o algo por el estilo.
Trata de disculparse torpemente, pero poco a poco su excitación se va apoderando de su prudencia. Le pide otra vez perdón por lo del salón y mientras se justifica (el calor, me he dejado llevar, no me acordaba de que venías, no te he oído llegar) nota que la chica no tiene la misma actitud de antes. Probablemente su mayor miedo sea ser despedida, así que juega con la idea de su complicidad y de su secreto. Y ve en el semen derramado una buena oportunidad para introducir en la conversación temas aparentemente tabús. Dice que limpiará él “eso” (señalando el charco) y le explica que cuando le vio estaba a punto de correrse, y que no pudo aguantarse. Vesna apenas contesta, se la ve nerviosa, alterada, descolocada. Carlos prosigue alegando que con el embarazo de su mujer y ese calor se nota alterado y explica que no puede controlar su “pene”. Al nombrarlo y efectuar un movimiento con la cabeza en dirección a su miembro, ve que ella le sigue con la mirada. El bulto del pantalón corto de deportes es exagerado. “¿Ves?”, le dice, “acabo de correrme y vuelve a ponérseme dura”.
De nuevo observa la diferencia entre la realidad y las películas porno, donde nada más esa mención hubiera bastado para que la chica le hubiese bajado los pantalones y le hubiese prodigado una mamada de campeonato, pero esta vez no le pilla de sorpresa la pasividad de la muchacha y continúa disculpándose y reiterando que por favor no le cuente nada a su esposa. Ahí consigue que ella le afirme que no se preocupe.
Carlos se agacha con la intención de limpiar el suelo y exclama un “Qué vergüenza” totalmente falso, pero que consigue arrancarle a la chica un “No se preocupe, señor” que lo impulsa a, desde el suelo, casi de rodillas, contestarle que no le llame de usted y que por favor le llame Carlos. Otras veces se lo ha pedido, pero esta vez nota que tiene más fuerza. De hecho, Vesna le dice que ella limpiará eso: “Déjame a mí, Carlos”. Y, no sabe por qué, su polla vuelve a dar un respingo. No pasa desapercibido aquel movimiento y Carlos confiesa que le ha excitado mucho la situación. Esta vez la chica no inicia ningún ademán de escándalo o apuro, aunque procura encubrir su inquietud mientras le coge el papel higiénico de la mano a Carlos y se agacha para limpiar.
Él, que se ha incorporado, no puede evitar llevarse la mano por encima del pantalón. Vesna está con el culo en pompa limpiando su semen y siente la necesidad de masturbarse de nuevo. “Vas a pensar que soy un enfermo”. Ella niega, acalorada, notando que el rubor sube por sus orejas, tratando de ignorar el hecho de que el marido de quien la ha contratado está tocándose delante de ella. “Perdona, Vesna, voy a ir al cuarto de baño, que esto me está poniendo muy cachondo y no quiero incomodarte más”.
Llega a duras penas al cuarto de baño pequeño. Se quita el pantalón corto y se observa en el espejo con el manubrio enrojecido en la mano. Por supuesto, no cierra la puerta y emite unos gemidos exagerados. Quiere que Vesna se dé cuenta de lo mucho que le pone. Al poco tiempo, una sombra aparece en el campo de visión del espejo y se da la vuelta. Es Vesna, con la cara algo desfigurada por el deseo y la duda, el miedo y el morbo. Su jefe está tocándose un pollón tremendo por su culpa.
Quítate la bata, le ordena, con la voz ronca.
Ella obedece, sabiendo que su cabeza le dice que salga de allí disparada. Desabotona los botones de aquella horrible bata azul lentamente, mientras Carlos no deja de sacar y esconder el glande con movimientos lentos y provocativos. Ella no puede dejar de mirarle la polla. No había visto un miembro igual salvo en las películas porno que su marido le hacía ver de vez en cuando.
El próximo día debajo de la bata no te vas a poner nada, le vuelve a ordenar él, cuando la bata ya está en el suelo y ella ya está en sujetador y bragas, ambas prendas blancas, pero no demasiado provocativas: el sujetador tiene unas copas excesivas y las bragas son muy altas. Sin duda es la ropa más cómoda para trabajar, pero no para seducir. Ella siente vergüenza de su cuerpo rollizo, pero pronto eso se olvida cuando ve que Carlos está redoblando la intensidad de sus movimientos y le pide que se acerque más.
Cuando está a un palmo de él, su voz ronca y apremiante le pide que se quite el sujetador. Ella lleva las manos por detrás y aprieta el cierre, dejando desprender de forma sensual las tiras por sus hombros, sosteniendo por delante la prenda para hacerse la interesante. Al dejar caer el sostén, sus pezones claros, pequeños y algo caídos parecen dos lanzas. El comentario elogioso de Carlos “vaya par de bufas tienes, Vesna”, hace que sus bragas queden aún más mojadas.
Dame tus bragas ahora.
Poniéndose deliberadamente de espaldas a él, ofreciéndole sus jugosas nalgas en una posición que llama a la penetración inmediata, deja resbalar sus bragas hasta las rodillas. Levanta el pie izquierdo y luego el derecho, con el que levanta la prenda hasta su mano. Al darse la vuelta, lleva la mano izquierda a su coño, tapándoselo, en un absurdo gesto de pudor. Carlos se abalanza contra la braga y se la lleva a la cara. Más que olerla parece que se la vaya a tragar.
Estás empapada, putón.
Y, a continuación, otra orden:
Ponte de rodillas, que me voy a correr en tu cara.
A pesar de la vejatoria orden, una oleada de calor recorre todo el cuerpo de Vesna, que no duda en obedecer. Tiene la polla de su jefe a escasos centímetros y es espléndida, brilla a causa de los jugos y el glande tiene un grosor hasta excesivo. No piensa en nada cuando alarga su lengua, endurecida, hasta rozarle. Los bruscos movimientos de la mano de Carlos hacen que el glande le golpee la mejilla y los labios. En otra acción impremeditada, Vesna agarra la polla de Carlos por encima de su mano y se la dirige a la boca. Necesita comérsela y eso hace y no le incomodan (todo lo contrario) los comentarios de Carlos: “Sí que tienes ganas de comer pollas”. Succiona los jugos, pero no puede evitar que la impaciencia de Carlos impida que la pueda tener más tiempo dentro.
Me voy a correr, anuncia él casi gritando. Se ha soltado de la mano de Vesna y se aprieta frenéticamente, hasta que un chorro espeso y caliente de semen impacta en su tabique nasal. A continuación, varios chorros más aterrizan en su mejilla, en su frente, en su pelo, en la comisura de su labio, en el cuello, en las tetas. Carlos grita casi descompuesto y Vesna reacciona antes que él después de que una gota caiga al suelo: se lleva aquella verga aún tiesa a la boca y se relame de gusto con los restos que aún segrega el glande de Carlos. Descubre entonces que una mano suya está posada en el muslo de Carlos y la otra se aferra con desesperación en su coño. Tres dedos tiene metidos ahí y nota que una oleada de placer le sobreviene. Un poco por pudor, reprime sus convulsiones y aborta sus gritos.
No tarda mucho en levantarse después de su orgasmo. Empieza a arrepentirse de lo sucedido, pero entonces él la besa. Siente su lengua recorriendo su paladar, su lengua, y sabe que está probando su propio semen. Al mismo tiempo, su mano recorre con ansia sus pechos, del izquierdo al derecho, de un pezón a otro. Ahora es él quien se agacha un poco para llevarse aquellas mamas algo fláccidas a la boca. Se topa con un chorro de semen y no sólo no lo esquiva, sino que lo succiona también.
A Vesna se le escapa un “Estás bien caliente, en verdad”, que espolean aún más a Carlos, que le coge de la mano y la arrastra hasta su habitación. La tumba en la cama de matrimonio y no piensa en la infidelidad que está llevando a cabo, en la propia cama donde ha sido tan feliz junto a María. Pero ahora desea con necesidad meter la cabeza en el chocho de su chacha.
Con sorpresa, porque se esperaba un matojo de pelos, se encuentra con un coño rasurado por completo. Una raja estrechita, carnosa y bien lubricada se abre paso ante su dedo.
Joder, estás bien mojada, puta.
Vesna sólo gime, excitada por aquel dedo y las palabras cada vez más rudas de su jefe (porque le gusta pensar en Carlos como su jefe).
¿Para quién te depilas, Vesna?, pregunta mientras introduce otro dedo y acerca su boca a aquel agujero húmedo y caliente. Ella, entre jadeos, le dice que a su marido le gusta depilado. Carlos le pregunta cuánto tiempo lleva casada con él. Casi diez años, contesta ella, cerrando los ojos y dejándose llevar por las caricias del dedo pulgar sobre su clítoris.
¿Alguien aparte de él te ha comido el coño así?, y a la vez hunde su lengua, endurecida para la primera arremetida, en su vagina. Siente un placer tan intenso que aúlla. A duras penas balbucea que no, que siempre le ha sido fiel.
Como yo, entonces, dice sacando su lengua de su raja. Y a continuación, pregunta: “¿Te come el coño tu marido a menudo?” Y vuelve a hundir su lengua, esta vez dando círculos, sorbiendo, punzando por toda aquella zona sensibilizada. Vesna se lleva las manos a los pechos y, entre gemidos, vuelve a contestar que no. La lengua de Carlos no es la única que está activa: mientras esta estimula el botoncito abultado del clítoris, los labios succionan sus propios labios, un dedo se introduce en su vagina y alterna con otro, una vez que lo ha humedecido, en su ano.
Vesna anuncia que se va a correr: arquea su espalda y esta vez no reprime un agudo grito que sucede a otros menos sonoros, pero igual de intensos. Varias oleadas supremas de placer la recorren de una manera descontrolada. Su orgasmo dura tanto que hasta sorprende a Carlos: “Veo que no soy el único necesitado aquí”, y se ríe. La broma le hace gracia, pero está tan exhausta que no puede demostrarlo ni con una sonrisa.
“Mira cómo me la has puesto otra vez”, le anuncia Carlos. Ella eleva el cuello y vuelve a ver la polla de su jefe dura. “Si te has corrido ya dos veces”, dice maravillada. “Y la tercera va a ser en tu coño”. Joder, vuelve a ponerse cachonda y ahora cuando él alcanza su boca, ella remueve su lengua en la lengua de él para saborear sus jugos. Ella está boca abajo y es él quien mueve su pelvis para encajarla con la suya. Se tiene que ayudar de su mano para dirigir bien su nabo. El glande entra sin apenas oposición, pero friccionando la zona sensible de tal modo que ella vuelve a jadear, apretando sus uñas en la espalda de Carlos, que hunde un poco más su espada dentro de ella. Siente que su interior se expande y que su polla la tiene embelesada.
“Joder, cabrón, cómo la tienes de gorda”. Y es que en otra arremetida nota sus huevos sobre su monte de venus y le cuesta hasta respirar. Nunca antes se había sentido tan llena. Él, entre jadeos, le dice que cómo se puede ser tan puta y estar tan mojada. Inicia un vaivén lento que va adquiriendo mayor velocidad. Está tan sensibilizada que cada arremetida le arranca un gritito. Fóllame bien, métemela hasta el fondo, le jalea ella, fuera de sí. Carlos obedece e incrementa el ritmo. “Me vas a romper”, le dice ella, ansiosa de que él aumente más el ritmo. “Te estoy follando a pelo, Vesna, ¿no te pone eso?”. Mucho, dice entre gemidos.
Date la vuelta, dice de pronto Carlos, que se ha desacoplado tan bruscamente que Vesna se queda como huérfana de rabo. Ponte a cuatro patas. Y ella, sin rechistar, obedece. “Poco a poco”, le pide, entre asustada y deseosa. Carlos se agarra su erecto mástil y lo incrusta de un golpe hasta la mitad. Vesna chilla de dolor y de placer. “¡Cabrón, me vas a partir en dos!”. “Eso te gusta, ¿no, puta?”. “Síiiiiiiiiiiiii”, dice ella con el segundo arreón, con el que nota los huevos de Carlos golpea su culo. En esa postura nota aún más la fricción, en parte porque Carlos se vuelve loco y saca y mete su tranca con fuerza, primero muy rápidamente, luego sacando más de la mitad de su palo y metiéndosela de golpe dentro.
“Me voy a correr”, le anuncia ella. “Córrete con mi rabo dentro, putón, córrete”. Ella vuelve a gritar, dejándose llevar. Cuando termina, a duras penas puede mantenerse sobre sus codos como hasta en ese momento. “Yo todavía no he acabado, puta”. Saca entonces su polla y se levanta de la cama. “Ponte este cojín debajo de la tripa”. Efectúa unos movimientos rozando sus muslos, y le dice que se ponga otro. Ella obedece al tiempo que recobra las fuerzas. La lleva hasta el borde y la agarra de los muslos por detrás mientras que mete sus dedos en el coño y los lleva al ano. Cada vez lo introduce más dentro, y mete más dedos. Escupe directamente sobre su agujero y remueve su saliva con la lengua.
Vesna, asustada, le dice que por el culo no, que nunca lo ha hecho por ahí. Carlos está demasiado cachondo como para una negativa y lleva su enrojecido y palpitante glande a la entrada, empujando con fuerzas. Una fuerte presión produce un efecto contrario en ambos: gran placer en él, fuerte dolor en ella, que le pide que pare. Otro golpe de cadera introduce un poco más de su polla dentro de su culo. Vesna grita más y le asusta, por lo que para.
Espérame aquí, le dice Carlos, y no grites tanto, que se va a enterar todo el barrio de los cuernos de mi esposa. Vuelve a los dos minutos con un tarro. Es vaselina, le dice. Unta de nuevo su agujero y le dice que con esto no le va a doler tanto. De hecho, los movimientos que realiza en su interior con eso relajan su esfínter y empieza a sentir un cosquilleo por esa zona. Carlos la embadurna de lo lindo y de pronto le pregunta cuántos dedos cree que tiene dentro. ¿Dos?, pregunta dubitativa, en medio de un quejido de placer? “Medio rabo”, le contesta él. La respuesta y la sensación de ocupación le arrancan un grito, esta vez con poco dolor, aunque el siguiente golpe vuelve a provocarle mucho daño. Esta vez Carlos no se detiene y aunque Vesna vuelve a pedirle que pare, a la quinta sacudida sus gritos son de otro tipo.
Carlos, de pie, aunque un poco flexionado, goza como un energúmeno con la presión que ejerce aquel agujero. Se aferra a las inmensas nalgas de aquella mujer y el fuerte olor que suelta por detrás le estimulan para sacudir unas arremetidas muy violentas. Vesna, mientras tanto, alucina de las intensas sensaciones que siente y cuando se roza el clítoris, nota que su placer se incrementa. No dura ni treinta segundos en correrse. “Me estoy corriendo, síiiiiiiiii”. Carlos nota que también se está viniendo y explota dentro de aquel inmenso culo. “Te estoy llenando de leche el culo”, grita también él.
Cuando termina, se tumba desfallecido, no sin antes comprobar la dilatación del ojete de su criada, por el que salen grumos amarillos tras el “glop” efectuado al sacársela. La follada ha sido tan tremenda que ambos tardan más de la cuenta en pensar en las consecuencias y en sentir la culpabilidad de aquello, aunque el sentimiento de culpa sobre todo llega por la tarde, cuando María llega a casa y le besa y le pregunta qué tal el día.