De doncella a princesa

La historia de vida real de una joven y humilde sirvienta que se convierte en princesa.

De doncella a princesa (1)

La historia que les narraré a continuación constituye parte de mi devenir personal. No me esforzaré en intentar convencerlos de la veracidad de la misma. Quienquiera creerla, bien; quien la cuestione, bien también.

Siendo muy jovencita me trasladé desde mi pueblecito natal al Distrito Federal de Ciudad de México con el propósito de trabajar, juntar dinero y dejar de ser una carga para mis padres.

Gracias a algunas personas conocidas que dieron buenas recomendaciones de mí, ingresé a trabajar de sirviente en una mansión de unas personas muy acaudaladas. Era una pareja, relativamente joven, con dos niños: un hombrecito y una mujercita preciosos. La patrona —dueña de casa— era una encantadora señora, muy refinada, que desde un comienzo me trató con mucha amabilidad y consideración. Él también era un hombre gentil y respetuoso, aunque mucho más distante que su esposa con el personal de servicio. Era un empresario muy ocupado, líder de un conglomerado o holding de empresas muy importantes en México.

La cosa es que trabajé y viví como tres o cuatro años como una empleada más del servicio. Eso sí que yo además de trabajar, estudiaba para completar la secundaria. La señora me pagó un colegio privado vespertino, cercano a la casa, especializado en alumnos que trabajaban. Ella me decía que para ella pagarme aquel colegio no representaba un gran gasto, pero que para mí completar la secundaria significaría un horizonte de posibilidades y oportunidades sin par. A mí me encantaba asistir a aquel magnífico colegio, aprender muchas cosas nuevas para mí y socializar con chicas y chicos de mi edad.

Yo me afanaba mucho en mi trabajo y, poco a poco, no solo me encariñé con mi patrona y mecenas, sino que también lo hice con sus hijos. A ellos los entretenía y cuidaba con suma dedicación, esmero y dulzura ya que encontraba que sus institutrices los trataban con demasiada frialdad, al borde del despotismo.

Un día de verano el ama de llaves de la mansión me mandó a llamar para señalarme que me arreglara el cabello y el vestido porque la patrona quería verme. Me arreglé con esmero y fui de prisa a la suite de la señora de la casa.

— ¡Ah, Lupita! ¡Qué bueno que has venido prontamente, mijita! He observado que los niños te han tomado mucho afecto y que tú los cuidas y juegas con ellos de manera muy amorosa. Por tal razón deseaba preguntarte si me harías el favor de mudarte desde los dormitorios del personal a un cuarto de la casa para que puedas estar más cerca de ellos durante las noches y las mañanas. Quiero que te acerques emocionalmente mucho más a ellos. ¿Qué me dices?

—Por supuesto que sí, doña Carmencita. Estaré encantada de hacerlo no solo porque usted me lo pide, sino porque yo adoro a sus hijos y nada me gusta más que cuidar de ellos.

—Gracias Lupita. Estaba segura que no me fallarías. Daré instrucciones a madame Dufau para que te acondicionen una habitación con baño privado próxima a las dependencias de los niños. También le informaré de tu nueva condición en esta casa.

— ¿nueva condición?

—Sí, a partir de hoy dejas de ser una sirvienta y debes enfocarte exclusivamente en el cuidado de los niños y en tus estudios. Recibirás un aumento de sueldo muy sustancioso y tendrás el trato correspondiente a una amiga de la casa. Podrás dar órdenes al personal de servicio y relacionarte directamente conmigo y con mi esposo. Comerás en el comedor de los niños y te asignaré un fondo de dinero para que salgas a pasear con mis hijos y los mimes todo lo que quieras. También te asignaré un vehículo con chofer para esas salidas. Asimismo quiero que obtengas licencia de conducir para que te muevas con mayor independencia en el futuro cercano.

—Pero ¿a qué se deben tantas granjerías?

—Seguramente te has dado cuenta que mi salud ha estado mal desde un tiempo hasta acá. Me han hecho muchísimos análisis de laboratorio y de imágenes. El equipo médico que me atiende en México y sus colegas en centros especializados de Estados Unidos y Canadá, han concluido en que tengo un cáncer al páncreas en fase terminal. Mi situación es grave y prácticamente irreversible. Prevén que moriré en un tiempo indeterminado, pero muy próximo.

—Pero doña Carmencita ¡qué me está diciendo! ¡no puede ser! ¡No mame!...perdón, no me haga bromas con eso.

—Es cierto, Lupita. Mi esposo quiere que intente un tratamiento muy agresivo que me hará estar ausente de mis deberes de madre y esposa por largo tiempo, probablemente para siempre. En cuanto a esto último, mis deberes de esposa, me gustaría que me apoyaras también en este aspecto. Prefiero mil veces que Javier satisfaga sus necesidades sexuales aquí en casa, con alguien conocida, a que lo haga fuera de casa con varias mujeres desconocidas que no lo aprecian de verdad a él ni mucho menos a nuestros hijos.

— ¿Quiere acaso que sea la amante de su esposo, don Javier?

—Quiero que, en la medida que lo desees y te lo permitas, si Javier te busca para saciar su apetito sexual, no le seas esquiva y le complazcas todo lo que te sea posible, todo lo que te nazca hacerlo. No me traicionarás, pues soy yo misma quien te lo pide como favor personal y no en pago de nada. Si puedes hacerlo, amiga, santo y bueno. Si no, ya veré cómo resuelvo esto. Javier nunca sabrá nada de esto. Sé que no me asiste derecho alguno para pedirte algo así, pero lo hago porque te tengo gran aprecio, sé que me tienes cariño, quieres a mis hijos, estimas y respetas a mi esposo. Además, Javier, desde siempre, me ha comentado que eres una chava muy bella, amorosa, inteligente, deseable para cualquier hombre y con deseos de superarte permanentemente, algo muy valioso para él. Yo pienso exactamente igual que mi esposo. No estoy queriendo decir que mostrarte un tanto accesible a Javier sea un signo de superación. No, lo digo en términos generales. Lo otro es un favor que te pido que me hagas si es que está en ti poder realizarlo.

—Tendré que meditarlo. Todo esto, mi señora Carmencita, ha sido muy fuerte para mí y me ha tomado por sorpresa.

—Por supuesto, tómate el tiempo que encuentres necesario. Pero si decides aceptar, ya sabes que cuentas con mi total aprobación. Y ahora dame un beso, amiga, para que sellemos nuestro pacto.

Aquella noche, instalada en un lujoso cuarto, no podía parar de pensar en todo lo que mi querida patrona me había revelado y solicitado. Después de mucho darle vueltas y vueltas al asunto, decidí ir de a poco, tanteando el terreno y estudiando las actitudes de don Javier para conmigo, mas siempre con una predisposición positiva, pero sin llegar a ofrecerme ni aceptarle cualquier cosa que se le ocurriese porque eso sería convertirme en su prostituta privada. Yo era pobre, pero digna. Si se daba algo entre nosotros, tendría que ser dentro del ámbito de una querencia real.

En cuanto a los niños, haría todo el esfuerzo necesario para acercarme más a ellos, ganarme toda su confianza y afecto, así como cuidarlos, enseñarles todo lo que estuviese a mi alcance y mimarlos como si fueran mis propios retoños. Sería su madre sustituta, entregándoles todo el cariño y la dedicación que requiriesen, aún a costa de un gran sacrificio y de la negación de parte de mi propio bienestar. Me nacía del corazón hacerlo y se lo debía a mi patrona.

Así fue como los niños se apoyaron mucho en mí y nació entre nosotros una relación muy especial y bonita. Esa misma relación hizo que mi trato con don Javier fuese mucho más estrecho que antes; me saludaba y se despedía de mí con un beso en la mejilla y lo hacía delante de los niños, entre otros gestos de cariño. Ya no me trataba como sirvienta, pero tampoco me miraba lúbricamente, con ojos de deseo sexual.

Mas yo sí había empezado a mirarlo como hombre, a apreciar en gran manera sus virtudes y a minimizar sus defectos. Poco a poco germinó en mí una fuerte admiración y afecto hacia él, al punto que una noche me descubrí masturbándome pensando en él. Mas no me retuve y dejé que mis sentimientos y deseos fluyeran libremente. A diario visitaba a mi jefa y le contaba, en detalle, las transformaciones que iba sufriendo y los deseos que cansinamente estaba experimentando. Muchas veces ella solo me dedicaba una sonrisa cómplice ya que su estado de salud, cada día más deteriorado, no le permitía otra cosa.

Una noche calurosa de verano, estaba pasando unos días de descanso, junto a los niños, en una majestuosa casa de veraneo que la familia poseía en la ciudad de Acapulco. Como ya se había hecho habitual, me estaba masturbando pensando en don Javier. Pero aquella noche en particular estaba mucho más excitada que de costumbre. Don Javier había llegado al atardecer de ese día para pasar con nosotros el fin de semana; aquella vez lucía especialmente guapo y seductor. Como las sucesivas masturbaciones no habían logrado calmar mi excitación, decidí darme un baño en el jacuzzi de mi dormitorio con agua casi completamente fría. Aún así mi calentura no cedía y, estando en el jacuzzi, debí recurrir a mi mano para aplacar mi deseo sexual. En eso estaba, con mi mano en la vagina, mi cabeza apoyada en el borde de la bañera, los ojos cerrados y la mente divagando por los senderos de la lujuria, cuando de pronto sentí los labios de alguien posarse suavemente sobre los míos. Abrí los ojos y vi a don Javier inclinado sobre mí, ataviado solo con unos ajustados bóxers que dejaban ver, con toda claridad, una enorme erección. Mi primer intento de reacción fue salirme del jacuzzi y taparme con una toalla. Sin embargo, de inmediato recordé el pedido de mi patrona en cuanto a no serle esquiva a mi patrón si él me buscaba con fines sexuales. Eso unido a mi líbido exacerbada, y al sentimiento amoroso que había florecido en mi corazón hacia él, hizo que dejase que los hechos fluyeran sin cortapisas, permitiéndome dar rienda suelta a mi deseo carnal.

Él me besó de nuevo, pero esta vez muy apasionadamente. Yo le respondí su beso; nuestras lenguas se entrelazaron y sus manos acariciaron mis pechos henchidos de pasión. Sin dejar de besarme, él se sacó el bóxer y se metió al jacuzzi conmigo. Sus manos recorrían mi cuerpo sin cesar y, al llegar a mi sexo y frotarlo suavemente, brotó de mi laringe un gemido de intenso placer. De ahí en adelante todas mis defensas y miedos cedieron al deseo, la lujuria y la pasión; mi cuerpo y mente se entregaron a él sin límites. Él me besó por todas partes, sobó mi sexo con una pericia sin igual y cuando me tenía totalmente a su merced, gimiendo como una posesa, se salió de la bañera, tomó una toalla, me levantó en sus brazos, me envolvió en la toalla y me llevó a mi cama.

Una vez al borde de la cama, me depositó suavemente sobre ella, descubrió mi desnudez extendiendo la toalla sobre las sábanas de seda y comenzó a cubrir de delicados y lascivos besos toda mi piel. Mi respiración se agitaba más con cada beso hasta que terminé jadeando y sujetando su cabeza para que no se desprendiera su boca de mí. Entonces él abrió mis muslos todo lo que pudo, se hincó y comenzó a darme sexo oral. Mamó mi vulva, los labios mayores y menores, el clítoris y penetró mi intimidad con su lengua repetidas veces. En esos momentos yo ya gemía fuera de control y le suplicaba que no se detuviese. No lo hizo y, momentos más tarde, explotaban en mí una seguidilla de orgasmos de intensidad creciente. Yo me estremecía de placer infinito y daba agudos grititos que surgían espontáneos de mi garganta, al tiempo que no paraba de acariciar la cabeza de mi furtivo amante.

Mis manos, como movidas por un poderoso imán, se dirigieron a su enorme pene enhiesto y comenzaron a frotarlo. Luego de un rato, él se colocó a horcajadas sobre mí, penetró mi boca con su falo y comenzó a follarla furibundamente hasta acabar y llenar de caliente y espesa leche mi cavidad bucal. Luego que tragué toda su esperma y limpié su glande, él se recostó a mi lado sin dejar de abrazarme, acariciar mi trasero y besar mi cuello.

Estuvimos así una media hora, mirándonos a los ojos, sin intercambiar palabra, y, de un momento a otro, él se levantó, me besó en la boca y salió de mi habitación sin decir nada. Esperé que regresara, pero el sueño me venció. Él no retornó.

Al día siguiente todo transcurrió como de costumbre: yo vigilando y jugando con los niños y él acompañándonos a ratos y ocupándose del estado de salud de su esposa en otras ocasiones. No mostró signo alguno del deseo y pasión de la noche previa. Ello me desconcertó un poco.

Al anochecer de aquel día, tras bañar, acostar y hacer dormir a los niños, me retiré a mi alcoba. Me di una ducha y me acosté, cansada con el ajetreo del día y la falta de sueño de la noche anterior.

Alrededor de las tres de la madrugada un ardiente beso en mi boca me despertó de sopetón. Era Javier, mi amante nocturno, quien de nuevo se presentaba ante mí en calzoncillos y empalmado a más no poder. Actuó con desenfreno: echó hacia atrás la ropa de cama, desnudó mi pecho, subió mi camisón a mi cintura y empezó a chupar mis pezones y a frotar mi clítoris. Me dejé hacer movida por el anhelo de repetir la deleitante experiencia de la noche precedente.

Tal era su experticia con los dedos, las manos, la boca y la lengua que al poco rato mi vagina estaba anegada de flujos íntimos, mis pechos inflamados y mis pezones erectos y pétreos. Una pasión desbordada me inundaba cuando él volteó mi cuerpo y me pidió que me pusiera a gatas sobre la cama. Él comenzó a besar mi boca con deseo ardiente al tiempo que hacía ingresar, con lentitud, su pene erecto en mi intimidad. Mis aullidos de regocijo y deleite se ahogaban en su boca sedienta de lujuria. Poco rato después, su gran miembro entraba y salía de mi estrecha vulva a ritmo cansino y parejo. Mis chillidos eran aplacados en mi almohada, a pesar de saber que los dormitorios contaban con gran aislamiento acústica a causa del grosor de los muros y puertas.

Entonces él comenzó a someter a mi vagina a veloces ráfagas de penetración que me provocaron una placentera ristra de orgasmos sin igual. Segundos antes de eyacular, Javier sacó su daga de mi sexo y la depositó en la parte alta de mi trasero. Entonces sentí un grueso hilo de semen ardiente deslizarse por el eje de mi espalda lo que hizo vibrar todo mi cuerpo y estallar en un grito incontenible de gozo lascivo a la vez que me derrumbaba casi desfalleciente sobre la cama.