De criadas y señoras. En casa del marqués.
Clotilde pensó que servir de criada consistía en otra cosa.
1
Clotilde quedó viuda a los cuarenta años. Un conductor borracho se cruzó en el camino de su adorado Anastasio en la nacional 423 y se lo llevó por delante y de su lado.
Hasta entonces habían sobrevivido holgadamente con su paga de funcionario de prisiones pero ahora se quedó sin ingresos y Clotilde tuvo que buscar trabajo. Nunca había trabajado y como solo sabía ser ama de casa pensó que lo más fácil sería ofrecerse como asistenta por horas.
Por suerte, también la dejó sin hijos, peor hubiera sido tener que alimentar a más bocas aparte de la suya. Quizás también por eso seguía teniendo un cuerpo delicioso a sus cuarenta y cinco años. Era recatada en todo y no se vanagloriaba por serlo pero Clotilde era una mujer guapa, muy guapa con sus tímidos ojos azules y su cabello rubio siempre recogido en una coleta. Pero Clotilde era, por encima de todo, una mujer sensual con unas tetas que provocaban suspiros a su paso, unas tetas pluscuamperfectas, ni muy grandes, ni muy pequeñas, que tenían el tamaño justo y la tensión y firmeza de unas tetas de una joven de veinte años. Un culo poderoso e igual de firme y unas piernas largas y bien formadas. Pero todo esto Clotilde no lo sabía porque solo un hombre en su vida lo había disfrutado y lo había festejado. Y ahora él se había quedado en la nacional 423.
Clotilde era la inocencia personificada y ella pensó que servir de asistenta consistía en armarse de una escoba, una fregadera o un trapo y limpiar lo que fuera que estuviera sucio o pareciera estarlo por eso su sorpresa fue mayor cuando la marquesa de Leguimbre le pidió que se desnudara en el mismo salón donde le había recibido para la entrevista de trabajo.
— Debe entender usted —le explicó la dama ante su cara de estupor— que debemos probar si el uniforme le sienta bien.
Ella entendía que la patrona quisiera comprobar como le quedaba el uniforme pero tenía que haber otras maneras y no desnudarse delante de una mujer a la que acababa de conocer. Sintió una vergüenza terrible... no, vergüenza no es la palabra, más bien sintió un tremendo desazón por tener que humillarse delante de aquella bella mujer que podía tener sus años. Nunca antes persona alguna le había visto desnuda, al menos desde niña, salvo Anastasio y al principio le costó bastante superar su timidez natural. Pensó en dar media vuelta y marcharse por donde había venido pero necesitaba una paga y aquella casa que tanto lujo aparentaba parecía que le podría ofrecer un buen sueldo.
— No me sea usted tímida —le dijo—, solo quiero hacerme una idea de cómo le queda.
Probablemente fuera verdad lo que la señora le decía pero la mirada de lasciva con que le observaba mientras se desnudaba le asustó un poco. Ruborizada comenzó a desabrocharse la blusa. Miraba al suelo para que no viera la marquesa lo humillada que se sentía. Pero peor fue cuando se desprendió de ella y quedó con el torso solo cubierto por el fino sujetador de transparente puntilla que tanto le gustaba a su Anastasio. Y la misma mirada de vicio que se le ponía a su marido al verla desnudarse se le puso a la marquesa que se relamía los labios viendo las perfectas y deliciosas tetas de Clotilde que la tela apenas ocultaban más allá de las aureolas de los pezones.
Con un 'siga, siga' se tuvo que obligar a tomar el cierre de la falda, abrírlo y cuidadosamente dejar que resbalara a lo largo de sus delicados muslos. Ahora sí, el rubor le cubría toda la cara porque la discreta braga mostraba las mismas trasparencias que el sostén y los vellos rubios de su entrepierna eran perfectamente visibles. Además la maldita prenda era pequeña, minúscula más bien y por los costados sobresalían los indómitos vellos. Quiso taparse con la mano, encogerse desesperadamente, ponerse al resguardo de su mirada pero la marquesa se lo impidió con una sonrisa mientras le ofrecía el uniforme.
Rauda, Clotilde se puso el vestido metiéndoselo por los pies, deseando acabar con aquella tortura de mostrarse desnuda frente a aquella mujer que seguía lamiéndose los labios como si estuviera dispuesta a devorarla. Sin embargo no fue tarea fácil porque la prenda era, indudablemente, dos o tres tallas menores a las que a Clotilde le correspondía y cuando logró ponerse la prenda, descubrió horrorizada que la estrechez de la prenda resaltaba casi más sus formas que si estuviera desnuda. Le extrañó que, para tratarse de un uniforme de servir, la parte alta tuviera un escote pronunciado y se cerrara con tres o cuatro botones pero que, dada la estrechez del vestido, los superiores eran imposibles de abotonar por lo que sus tetas oprimidas por la tela se mostraban redondas y apretadas y una parte del sostén quedaba a la vista y por lo tanto casi eran visibles la aureola oscura de sus pezones. La marquesa no perdía detalle de sus piernas que se mostraban generosas en una falda tan corta que no le llegaba más allá de medio muslo.
Estaba segura de que la marquesa rechazaría el uniforme por escandaloso pero su sorpresa fue mayúscula cuando la oyó decir:
— Te queda un poco estrecho, se ve que la anterior chica tenía menos pecho que tú —dijo la marquesa dando vueltas alrededor suyo inspeccionándola. Inspección que vino acompañada de algunos toques a lugares de su cuerpo poco acostumbrados a ser tocados por alguien que no fuera Anastasio. Le tocó el pecho como simulando que lo colocaba entre tanta estrechez y sus frotamientos lo único que lograron es que además tuviera los pezones duros y erectos. Hubiera deseado que allí mismo la tierra se hubiera abierto y la tragara por completo. Más aún cuando la señora hizo otro tanto con el trasero que acarició comprobando si la tensión que creaba sobre la tela podía provocar el desgarramiento de ésta—. Si decidimos que te quedes habrá que hacer algo al respecto pero para estos primeros días servirá.
La promesa en la posibilidad de ser elegida como asistenta le hizo prometerse que no se quejaría de nada, ni siquiera del bochorno que sentía solo de pensar que debería pasearse por la casa con aquel vestido mínimo. Y más se convenció aún cuando la señora marquesa le anunció el sueldo que pensaba pagarla: ¡iba a ganar casi tres veces lo que su Anastasio traía a casa!
Pero lo que más le angustiaba es que, sentirse observada con aquella mirada de deseo por la preciosa mujer, le trajo unos chisporroteos desde el bajo vientre que nada bueno auguraban.
Clotilde pensó que todo se debía a que llevaba tres meses viuda, tres meses sin desfogue sexual alguno, ni tan siquiera una masturbación inocente que le hubiera calmado un poco pero pensaba que estaba mal no guardar un tiempo de luto por su marido no solo en el vestir sino también en el satisfacer sus ansias. Y a ésta abstinencia no estaba acostumbrada porque su macho, aunque fuera el único hombre que conoció, no la tenía más de un día sin apagar sus fuegos y en cuanto volvía a la casa, después de darle un beso en la mejilla, lo primero que hacía era meter una mano bajo la falda y luego bajo la braga y se dedicaba a comprobar el estado de su coño. Si estaba húmedo como no podía ser de otra manera sabiendo lo que se avecinaba, en el mismo lugar donde le habían recibido, su polla salía al encuentro de su coño y se volvían a saludar pero de forma más placentera para los dos. Ni siquiera los días que ella estaba en esos días que por decoro e higiene exigía no utilizar el coño se libraba de recibir su ración de sexo. Esos días cuando él intentaba echar mano al coño bajo la braga, ella se lo impedía tomándole de la muñeca y encaminando su mano a otro destino en su retaguardia que, aunque a ella no le complacía tanto, si lograba hacerla olvidar ser follada como dios manda. Esos días él parecía más excitado, la polla se le ponía más dura (o eso le parecía a ella) y terminaba mucho antes en correrse y es que, para su Anastasio, darla por el culo era el mayor de los placeres. En esos días su macho, cuando estaba a punto de explotar, le hacía ponerse de rodillas frente a él y abrir la boca. Luego se masturbaba él mismo cuidando que su explosión de semen cayera dentro de su boca y le rogaba que no lo tragara hasta que hubiera acabado y cuando terminaba observaba fascinado como ella se lo tragaba mirándole fijamente a los ojos. Y Clotilde sonreía porque, pese al asco que le daba tragar su simiente, sabía que a él eso le gustaba lo que más de todo porque le daba morbo verla como una puta trabajando con su cliente.
Aún siendo su marido un hombre muy dispuesto al sexo, si la hubiera visto vestida de esa guisa, con una pinta indecorosa de puta, seguro que estaría, como la marquesa, frotándose las palmas de las manos contra los costados para evitar echar mano bajo su falda. Avergonzada de sí misma tuvo que reconocer, que si eso ocurría, no tendría fuerzas para defenderse y es que la señora marquesa le estaba poniendo cachonda y los chisporroteos de su bajo vientre empezaban a ser auténticos rayos de una tormenta que le estaban dejando una flojera en las piernas que peligraban su estabilidad. Por suerte para su decencia en ese momento sonó el teléfono y la marquesa tuvo que salir deprisa y corriendo porque la que llamaba era una amiga suya que le esperaba desde hacía media hora en la cafetería de un centro comercial.
Antes de salir presurosa por la puerta y mientras tomaba el bolso y la rebeca, le indicó lo que esperaba de ella. Clotilde tuvo tiempo entonces de analizar esos sentimientos que le avergonzaban y allí mismo, de pie en el mismo sitio donde se había desarrollado la escena rememoró lo acontecido pero ésta vez imaginó que la señora marquesa le echaba mano bajo la falda y le sobaba el coño por encima de la liviana tela de la braga. Nuevamente se ruborizó pensando que tanta exhibición de la que acababa de ser protagonista le había dejado en la entrepierna una calentura imposible de enfriar con una simple paja.
Agitando la cabeza volvió a la cruda realidad y se dirigió a la cocina al armario donde le dijo la patrona que se guardaban los utensilios de limpieza. Armada con el trapo y el líquido para limpiar la plata volvió al salón de la entrevista y, cuando estaba a punto de comenzar la tarea encomendado por la patrona, apareció él.
El marqués era un caballero en el amplio sentido de la palabra, vestido elegantemente en un traje de chaqueta azul oscuro, camisa blanca y corbata de un llamativo azul turquesa, la recibió con una sonrisa que le parecía hacer brillar la cara. Nada más verla su mirada quedó fija en sus tetas y Clotilde pensó abochornada que menuda pareja de cerdos eran los marqueses, una atraída por el coño y el otro por las tetas.
Tanta mirada fija del cincuentón a sus tetas le incomodó pero no supo hacer nada por evitarlo. El marqués la siguió las dos horas que la marquesa estuvo fuera indicándola donde estaba la plata que debía limpiar. Luego se quedaba a su lado haciendo comentarios sobre como limpiar los objetos (como si limpiar la plata necesitara de los consejos de un experto) pero ella comprendió que, más que una ayuda, era una excusa para estar cerca de ella, bueno, de ella no, de la abertura generosa de su escote más bien. Pero la cosa no pasó de ahí y Clotilde nuevamente lamentó que fuera así porque, salvo su Anastasio, ningún hombre le había prodigado tanta atracción. Hasta el punto de sentirse vanagloriada y había vuelto la extraña comezón en el bajo vientre, tanta que le hubiera permitido al marqués algo más que mirarla.
Aquel día abandonó la casa en un estado de calentura como hacía tiempo que no tenía y al llegar a casa, lo primero que hizo fue encerrarse en el baño y, pensando que tres meses de luto eran suficientes, se hizo una paja imaginando a la marquesa comiéndole el coño y al marqués devorando sus pezones.
2
Al día siguiente, preocupada porque la marquesa quisiera verle las bragas, eligió con cuidado la ropa interior aunque en realidad no tenía mucho donde elegir.
Cuando llegó, sonrió aliviada porque la marquesa había salido y la posibilidad de pecar se alejaba y fue el marqués quien le recibió sonriente y cortés. Una vez más el marqués asedió a Clotilde y la seguía por toda la casa interesándose por ella. Pero bien sabía Clotilde que no era por ella por quién se interesaba si no más bien por los secretos que guardaba bajo los botones del escote que seguía sin poder cerrar. Se ve que al buen hombre le gustaba verla mover la escoba porque con la agitación se le movían las tetas produciéndole un morbo malsano.
Al principio la cosa no pasó de ahí y Clotilde aguantó como buenamente pudo. Se sentía incómoda y avergonzada sintiéndose observada por aquel elegante mirón pero a la par, como ocurrió el día anterior, le gustaba exhibirse para el patrón que no parecía tener malas intenciones. Por un momento pensó en cómo debería actuar si el marqués se sobrepasaba y, aunque sabía que no iba a ocurrir, se convenció de que debía consentir porque aquel sueldo no lo encontraría en otro lugar.
Cuando las manos sustituyeron a los ojos, Clotilde mantuvo el tipo pensando en la paga y además un toquecito inocente o menos inocente a sus nalgas le producía un chisporroteo que solo la viudedad podía justificar. Cuando el marqués le tocaba el culo sin disimulo, ella se defendía con una sonrisa inocente que lo único que hacía era aumentar las expectativas del marqués. Cuando le empezó a pedir que le enseñara las piernas, Clotilde pensó que había llegado al punto crucial de su decisión y no se sorprendió comprobar que, aunque con la cara roja por la vergüenza, consintió en subir un poco la falda prieta del uniforme. Lo que más vergüenza le daba es que el marqués se sentó en un sofá del salón frente a ella como si de un espectador de un espectáculo guarro se tratara.
Es verdad que se moría de vergüenza pero tuvo que reconocer que los chisporroteos del bajo vientre le llevaron a un mundo de fantasía ya olvidado y además, ¡que coño! más cómodo era enseñar las piernas que fregar el suelo. Por eso cuando el marqués le hizo señas de que se subiera un poco más la falda mientras alababa la forma de sus piernas, Clotilde no lo dudó y siguió subiendo la falda hasta casi mostrar el comienzo de la braga. Seguía roja como un tomate pero sabía que el marqués no se daba cuenta porque no perdía detalle de sus piernas.
— Me podía usted poner un sherry —dijo el marqués señalando con la barbilla el bar que estaba detrás de ella.
Clotilde no tenía ni idea de qué era un sherry pero supuso que sería la manzanilla que tomaba todas las mañanas. Era un poco pronto para beber alcohol pero ella sabía que no lo hacía por la bebida sino por verle las piernas desde otra perspectiva, así que, sin necesidad de sujetar la falda porque las preturas ya lo hacían por ella, se dio la vuelta y se encaminó hacia el bar. Darle la espalda le dio una especie de protección al acoso a su intimidad en que se sentía imbuida por lo que, decidida, se levantó la falda por completo hasta mostrarle las bragas. Le satisfizo mucho oír el suspiro de satisfacción del hombre y dejó la falda enrollada alrededor de su cadera mientras le servía el sherry.
Cuando tomó el vaso se dio cuenta aterrada que caminando hacia el marqués iba este a poder ver sus bragas de frente. Asustada miró su entrepierna intentando recordar qué modelito había elegido aquel día y avergonzada se dio cuenta que no eran las más idóneas para ocultar su pelambrera del coño, eran casi un calco de las que el día anterior mostró a la marquesa, es decir casi transparentes y tan pequeñas que los pelos le sobresalían de la tela por los lados. Ya era tarde para echarse atrás y aunque se sentía un poco agredida en su intimidad dado que era ella la única que mostraba sus interioridades, se dio media vuelta y se encaminó hacia el sofá donde le esperaba un marqués anhelante. Por el camino, pese a su humillación, decidió que si el marqués se sacaba la polla estaba dispuesta a arrodillarse a sus pies y hacerle una mamada que nunca olvidaría pero el marqués no hizo el menor gesto. Permitió que Clotilde llegara hasta él y con una mano tomó la copa que le servía y con la otra le acarició el coño por encima de la braga. Clotilde sintió como si un rayo le naciera del mismísimo coño y le entró un tembleque en las piernas que le hizo dudar si podría seguir de pie sin caerse. Peor fue cuando el marqués, haciendo a un lado la braga, la empezó a masturbar directamente el clítoris. Parecía que se sentía atraído en particular por las humedades de su interior y metía uno, dos y tres dedos comprobando la elasticidad de sus labios vaginales. En el silencio del salón el sonido de los dedos entrando en su coño sonaba obsceno y Clotilde se dio cuenta humillada que la trataba como un objeto aunque ella quisiera ser tratada como tal.
Sin embargo no hizo nada por evitarlo, bien al contrario, abrió ligeramente los muslos para que el marqués pudiera continuar con su labor cómodamente.
Se había corrido dos veces o, más bien, se había corrido una sola vez pero tan largo y como con dos explosiones de placer que parecía que lo había hecho una, cuando el marqués le ordenó colocarse de espaldas a él y luego la hizo inclinar ligeramente el torso para que sobresaliera su grupa. Humillada sintió que en ésta postura perdía la poca dignidad que le quedaba y le hacía mostrar como una puta el culo. Le bajó las bragas a medio muslo y le hizo abrirse ella misma las nalgas. Esto fue lo peor de todo y se sintió despojada de su posesión más íntima teniendo que mostrarle el ano. Además, como ocurrió con la marquesa el día anterior, el hecho de que el marqués siguiera correctamente vestido le daba, por un lado, un mayor sentido de su propia desnudez y, a la par, le alejaba de la posibilidad de que el patrón sacara su mango y apagara los fuegos que seguían ardiendo en su coño. Y es que Clotilde ya estaba dispuesta a permitirle que hiciera con ella lo que quisiera.
Colocada con la grupa en pompa con la cara vuelta hacia la entrada del salón y cuando empezaba a sentir que se derretía al notar los dedos del patrón jugando con los pliegues de su ano, fue cuando vio entrar a la marquesa.
3
Clotilde vio aterrorizada que la marquesa entraba en el salón y quiso ponerse en pie y bajarse la falda pero la propia marquesa se lo impidió.
— No te preocupes por mí, guarrilla, me gusta ver que satisfaces al marqués.
Luego se encaminó al sofá donde discurría la escena y también ella se puso a su grupa para admirar su culo abierto. Ahora la humillación era total porque mostrar su culo a un hombre era una cosa pero mostrárselo a una pareja, otra bien distinta. Sintió que un dedo jugaba alrededor de su ano y luego la penetraba suave pero firmemente. A la visto de su culo parecían haber olvidado su coño y Clotilde sentía que necesitaba que alguien le masturbara pero no le pareció adecuado solicitar tal servicio a sus patrones por lo que se contenté con frotarse los muslos intentando dar gustirrinín a su coño.
Una vez más se corrió a la vista de aquellos dos depravados y los flujos mojaron el interior de sus muslos. Sintió que la cara de uno de ellos se acercaba a su culo, no supo quien era hasta que sintió el cabello largo de la marquesa metido entre sus muslos. Por un momento pensó que lo que pretendía era una guarrada como olerle el culo pero satisfecha sintió la lengua invasora que empezó a recorrer su coño y el interior de sus muslos y la boca que bebía de su coño los jugos de su corrida.
Resultó que el marqués, pese a solo contar con cincuenta años, era impotente y solo escenas como las vividas en el salón lograban poner su arma algo dura para follar. Hicieron pues que Clotilde se arrodillara en el suelo y apoyara la cabeza en el suelo y, mientras la marquesa siguió comiéndole los bajos arrodillada tras de ella, el marqués se puso detrás de su esposa y tras remangarle la falda y bajarle la braga, se la endilgó con firmeza por el coño. No duró mucho la efervescencia del marido que se corrió a las primeras de cambio y quedó la marquesa insatisfecha.
Se levantó la mujer, elegante hasta con las bragas a medio muslo, y a tirones se fue desprendiendo de toda su ropa. Por fin, pensó Clotilde, alguien más se desnudaba y ya no se sintió tan abandonada siendo la única. La marquesa se sentó en uno de los butacones y puso una pierna en cada uno de los brazos del mismo. Luego le hizo señas a la asistenta señalando su entrepierna. Clotilde no necesitó de más indicaciones y se arrodilló entre sus muslos para hacerle la misma labor que poco antes la señora había hecho en su coño.
4
Cuando llegó a la casa al día siguiente, venía con la ilusión de repetir la escenita del día anterior y es que, tres meses de viudedaz, le hacía añorar muchas dedicaciones a su chocho que se habían enterrado junto a su marido.
— A partir de ahora, cariño —le dijo la marquesa mientras le comía la boca—, no hace falta que lleves uniforme en la casa, es evidente que te queda pequeño y habría que comprarte otro pero no están los tiempos para gastos superfluos.
¿Gastos superfluos?, pensó Clotilde sin dejar de mirar los cuadros de las paredes, la plata en las vitrinas y las caras alfombras de la Real Fábrica en los suelos pero no dijo nada porque en el fondo le gustaba la perspectiva que suponía andar medio desnuda delante de aquellos dos depravados.
Para uniformes no había dinero pero sí para lencería y le compraron toda una colección de bragas, sujetadores, medias y ligueros que parecía ella la marquesa. Incluso en alguna ocasión, después de una de las orgías habituales con la señora, se intercambiaban las bragas porque no sabían cual era de cual, eran tan iguales que ni oliéndolas acertaban a conocer a su dueña y es que las bragas de las dos mujeres olían a corridas femeninas por igual.
Apenas hacía las faenas propias para la que la habían contratado salvo poner en orden este o aquel almohadón que hubiera caído al suelo pero en realidad era lógico porque vestida con ropa interior, medias y ligueros, con unos zapatos de largo y fino tacón, hubiera quedado un poco fuera de lugar. Sin embargo, la casa relucía como los chorros del oro y supuso que habría otras asistentas que si harían su trabajo vestidas de chachas a unas horas que no coincidían con su presencia en la casa.
Nunca consiguió que el marqués se la follara porque cada vez que éste lograba una erección, la marquesa no andaba lejos y se llevaba los frutos de su trabajo pero si fue follada en varias ocasiones por otros visitantes a la casa y es que la marquesa le gustaba lucirla vestida con su nuevo uniforme. Clotilde pensaba con pena en su Anastasio, el único hombre que había conocido hasta que murió y como ahora, por su chocho pasaba el primer quisqui que llegaba a la casa.
La primera vez que le hizo abrir la puerta casi desnuda Clotilde creyó morir de vergüenza (por aquella época aún seguía poniéndose colorada a las primeras de cambio) y rogó porque no le obligaran a hacer semejante cosa. Muerta de vergüenza abrió la puerta del domicilio procurando que solo asomara la cabeza tras la puerta al visitante inesperado. El inesperado visitante resultó ser una pareja de la edad de los marqueses que no se extrañaron nada de verla en ropa interior, es más, el hombre le acarició las tetas como comprobando su peso y tersura, mientras la mujer metía la mano en la braga y un par de dedos en su coño comprobando, a su vez, si la criada estaba receptiva. Luego la hicieron guiarles hasta el salón y Clotilde tuvo que mostrar el movimiento de sus nalgas sabiendo que aquellos viciosos no le quitaban ojo de encima pero su sorpresa fue mayúscula cuando, al entrar en el salón, salió a recibir a la pareja la propia marquesa desnuda como vino al mundo.
Aquel día fueron cuatro los que le comieron el culo y el coño y ella bebió de los coños de las dos mujeres pero, por primera vez en casi cuatro meses, un hombre la penetró. Y lo hizo con tal maestría y firmeza que ni pudo contar las veces que se corrió. Lo malo fue que el hombre, no queriendo descargar en su coño, decidió probar a hacerlo en su ano y la pobre Clotilde, olvidada como tenía esta costumbre, tuvo que resistir estoicamente a la dolorosa penetración. Al final hasta retornó el gustillo a ser enculada.