De cómo una película condicionó mi vida entera (9)
Prometí que empezaría la parte más "cruda" de mi historia, y pensaba que este relato sería bastante más largo que los otros, pero me está resultando tan "costoso" desde el punto de vista emocional ponerla por escrito, que he decidido, poner de momento lo que tengo escrito hasta ahora.
Sofocamos una risa nerviosa. Su pito no está todavía totalmente tieso y él sigue insistiendo con dedicación. Hay momentos en que aquello me parece un ejercicio gimnástico, ya que a veces rota la cabeza en círculo como si hiciera un ejercicio cervical y sacude los hombros como para soltar la musculatura. Eso sí, sin apartar nunca las manos de sus partes. Le miro al rostro; quiero adivinar lo que pasa por su cabeza: a pesar de lo que he vivido estos últimos días, es todavía un acto extraño en cierto modo, algo que me doy cuenta de que no entiendo del todo y cuyos misterios ansío descubrir.
Abre y cierra los ojos; aparta la mano izquierda de sus huevos y se la lleva a la tripa: desliza la punta de sus dedos desde la misma base del pito hasta el ombligo; lo hace con suavidad, como con miedo a posar la mano entera, arrastrando el abundante vello a su paso. Ahora tiene los ojos cerrados; un par de vueltas al ombligo y continúa hacia arriba hasta llegar al pecho: ahora los dedos se mueven alrededor del pezón; la palma empieza a posarse con la misma suavidad, que más que suavidad parece retraimiento. Los músculos del brazo derecho, cuya mano sigue ocupada en maniobrar con el pene, están en completa tensión, y aumentan el grosor de un brazo que ya en reposo es contundente. La mano es también grande y está surcada por multitud de venas que se definen claramente, tan grande que, en sus maniobras, casi oculta el miembro entero, ahora ya completamente enhiesto. Me viene un pensamiento: de cómo se sentirá ese pito al recibir ese tacto áspero y encallecido que yo ya he podido sentir en mi piel cuando me ha cogido de la mano o me ha subido a su espalda (absurdo pensamiento: ¡como si el pito tuviera vida propia!).
En esa posición, con una mano acariciando el pecho y la otra el miembro, abre los ojos de repente y los fija en el espejo: sus labios se mueven en silencio, como si estuvieran rezando; parece entonces renunciar, agacha la cabeza y aparta ambas manos de su cuerpo para posarlas sobre los bordes del lavabo. No comprendo lo que sucede. Sigue murmurando con la cabeza gacha pero sus palabras se hacen ahora levemente audibles: “¡jodidos chavales! ¡Mira tú lo que me han traído a la cabeza! ¡Como se entere la parienta de que he vuelto a mis guarradas, como ella dice! Pero la culpa la tiene ella que nunca está de humor”.
Mi amigo me toca con su codo. Tan absorto estaba yo que no me acordaba de que estaba a mi lado. Le miro, pero la oscuridad es tan densa en este rincón que no percibo más que su silueta. Vuelvo la mirada hacia la ventana: ahora está con la cabeza alta, los hombros ligeramente alzados y los brazos en reposo a lo largo de los costados. Su barriga es algo prominente, pero me consta que muy dura. Su pito continúa más o menos tieso, apuntando por encima del lavabo y componiendo una figura algo incongruente: ahora que he conocido otros penes reales, me doy cuenta de que no es nada grande, pero es el que más me gusta de todos los que visto, el único que he sentido deseos auténticos de tocar; la piel lo cubre por completo, incluso tieso, y una gran vena se marca en todo su recorrido.
Ahora rota los hombros y los brazos como si se preparara para un sprint; se mira detenidamente en el espejo: saca pecho, se atusa la barbilla sin afeitar desde hace días, vuelve a susurrar (“¡ella se lo pierde!”), y se pone de nuevo en acción: forma un anillo con los dedos índice y pulgar de su mano derecha y lo desliza con soltura sobre su pito, mientras que la izquierda vuelve a masajear los huevos. Vuelvo a intentar comprender mirando su rostro: los ojos se cierran y se abren intermitentemente, pero el gesto es inexpresivo. El ritmo se acelera poco a poco; ahora desliza su mano entera por el pene; la nalga que tengo delante, fuerte y redonda, cubierta de un vello muy fino, forma un hoyuelo en su centro; abre un poco las piernas, la mano izquierda se desliza por debajo de los huevos y, aunque no lo puedo apreciar desde donde estoy, da la impresión de que se mete los dedos en el culo; el ritmo es ahora muy alto, la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás y la boca entreabierta, mientras que la parte delantera de los muslos está pegada al lavabo; ahora se agarra con tanta fuerza los testículos que parece que me transfiere una cierta sensación de dolor a los míos; empieza a jadear con fuerza.
Su figura compone una imagen de poder y dominio que me fascina; pero una repentina convulsión descompone de repente la postura: un abundante chorro de semen muy blanco es expulsado de un solo golpe sobre el lavabo, como cuando un grifo largamente inutilizado es abierto por primera vez; a diferencia de lo que sucedió con el rubio o los monjes, la emisión no se proyecta más que unos pocos centímetros; la mano derecha retuerce el pene como si quisiera escurrir su contenido; más convulsiones y jadeos, pero las cantidades expulsadas son mucho más pequeñas, formando un hilo perezoso de desprenderse del prepucio hasta que otro algo más grande lo empuja; ha detenido el movimiento de su mano, aunque todavía se agarra el pito con fuerza; ya no se sujeta los testículos, que ahora reposan sobre el borde del lavabo.
Cuando todo parece terminar, respira hondo; a continuación retrae un poco el sobrante de piel del prepucio, donde parece haber quedado retenida una pequeña parte de la emisión. Se la limpia con un dedo del que ahora pende un fino hilillo; con la mano limpia abre el grifo y con la otra arrastra el líquido derramado hacia el desagüe. Después de aclararse la mano brevemente, se dirige a la taza del báter que está paralela al lavabo todavía más cerca de nosotros, casi debajo de la ventana; el pito cuelga ahora fláccido, pero bastante mayor del tamaño habitual. El pis tarda en salir y se sacude el pene impaciente. La meada es larga y prolongada; finalmente se pone el calzoncillo y el pantalón del pijama, apaga la bombilla tirando de un cordón que cuelga de ella y cierra la puerta tras de sí. La ventana queda abierta.
Me siento excitado y confuso a la vez; creo que todavía no lo entiendo del todo. Mi amigo, del que me había olvidado de nuevo, me agarra del brazo y me empuja por la ventana abierta que es fácil de traspasar al ser baja y grande. Enciende la bombilla, se acerca al lavabo y mira dentro con detenimiento: adivino lo que pretende. Pasa la mano por el seno del lavabo pero no encuentra nada, lo que hace que se encoja de hombros. Oímos pasos en el pasillo, nos precipitamos por la ventana y ocupamos nuestra antigua posición. Es el padre otra vez, ahora con una camiseta sin mangas sobre el torso: se sorprende al ver la luz encendida y parece dudar; enciende una luz más potente, que hay sobre el espejo y mira después hacia la ventana; me da un vuelco al corazón, pero mi amigo me arrastra a gachas hacia el patio; nos escondemos tras la esquina de la galería; el silencio me parece eterno; finalmente oímos cómo se cierra la ventana. Respiramos aliviados y nos vamos sigilosamente a la habitación. Nos tumbamos en la cama; mi amigo me dirige una sonrisa maliciosa, pero yo estoy más perturbado que divertido. Finjo un bostezo y, absorto en mis pensamientos, tardo en dormirme más de lo normal.
Mi padre llega antes de que nos despertemos; la madre de mi amigo entre en la habitación para comunicárnoslo; me siento un poco culpable por la poca alegría que me produce. Después de besarme y saludar a mi amigo es obligado a sentarse y desayunar pese a sus protestas. Le preguntan cuáles son sus planes; la idea es parar en un par de sitios de vuelta a Alicante; a la madre de mi amigo le parece una idea horrible bajo ese espantoso calor e intentan convencerle de que pasen el día en el pueblo; mi padre me mira esperanzado, pero yo le devuelvo una mirada suplicante. Creo que entiende que prefiero quedarme y su gesto es de ligero enfado.
Llega entonces el padre de mi amigo. Los dos hombres se saludan pero mi padre resulta un poco frío. El otro no parece notarlo e intenta iniciar tímidamente una conversación: le pregunta sobre su trabajo de aparejador; aunque al principio mi padre se muestra lacónico en sus respuestas, la conversación se anima poco a poco. Mi amigo y yo vamos a asearnos: cuando estamos sobre el lavabo, nos miramos, cómplices y sonrientes, recordando lo sucedido la noche anterior.
Volvemos a la cocina. Para mi gozo, la conversación entre los dos hombres parece ahora muy animada, incluso cuajada con alguna risa; contra todo pronóstico, el haber encontrado un tema de común interés, ha hecho que se entiendan bien. Les miro: son muy diferentes; el padre de mi amigo, rudo y algo descuidado en su aspecto, parece mayor que el mío, elegante incluso con ropa de sport y con la mandíbula perfectamente rasurada; el padre de mi amigo tiene el pelo bastante oscuro y unas patillas largas y pobladas; mi padre es algo más alto y estilizado, aunque no está especialmente delgado, y su pelo castaño luce un corte moderno y juvenil.
Les pedimos permiso para marchar a la calle; la madre vuelve a esgrimir el calor excesivo, pero el padre protesta en nuestra defensa. Mi padre calla; se nota que prefiere marchar, pero empieza a resignarse.
Durante toda la mañana estoy pendiente de que mi padre venga a buscarme, pero llega la hora de la comida sin que sepa nada de él y volvemos a la casa; los dos hombres están en el patio, charlan animadamente y beben vino. Ambos nos sonríen; en sus ojos hay un brillo especial, que ya había visto antes en el padre de mi amigo, pero nunca en el mío propio; sé que es el resultado de beber algo más de la cuenta.
Mi padre ha aceptado la invitación a comer. Aunque no es un hombre precisamente tímido, creo que pocas veces le había visto tan charlatán y eufórico; sus comentarios ingeniosos hacen reír a toda la familia, menos al abuelo que, como de costumbre, no presta atención. Después del postre, el padre de mi amigo se disculpa para ir a dormir su siesta habitual; mi padre expresa su deseo de marchar lo antes posible. Todos protestan: el calor es excesivo a esta hora del día; la tía de mi amigo se atreve a más: “¡Mare de Deu!, no está usted en condiciones de conducir; ¡lo que tiene que hacer es dormir la siesta y espantar la bufa!”. Todos nos reímos y mi padre se sonroja. Protesta, pero no le queda otra opción que ceder. Le acompañan hasta nuestra habitación.
Mi amigo y yo salimos a buscar la sombre del patio: jugamos con el perro; después la baraja. La corta noche anterior empieza a pasar factura: mis párpados se cierran sobre las cartas. La tía de mi amigo, que es la única que no duerme la siesta, cose cerca de nosotros y, de vez en cuando, nos mira: “¡Pobret! Vete a acostarte a un poco ahora mismo”. Protesto, pero sus recomendaciones son demasiado enérgicas como para contradecirla. De mala gana me levanto y ella ocupa mi lugar en la partida: “Vete con cuidado, no despiertes a tu padre”.
Abro la puerta muy despacio; mi padre está tumbado de lado sobre la colcha, vestido solo con los calzones: es el único hombre que conozco que usa calzoncillos de pernera, del tipo pantalón de deporte. Doy la vuelta a la cama y me acuesto vestido muy despacio mirando hacia él. Abre ligeramente los ojos y me sonríe como ausente. Me disculpo en un susurro: “Es que me han mandado acostarme”. Sus ojos ya están de nuevo cerrados. Le miro: su cuerpo es diferente al del padre de mi amigo; desde luego, no es tan contundente, aunque se aprecia bien la musculatura de los brazos y, sobre todo, de las piernas; también su barriga es un poco prominente, pero, sin duda, algo más fofa; las extremidades son muy peludas, pero, el vello no está tan extendido por el torso como en el padre de mi amigo. Por supuesto mis ojos se dirigen a la entrepierna; sin embargo, la posición encogida impide cualquier apreciación: me pregunto una vez más que ocultara en su seno.