De cómo una película condicionó mi vida entera (8)
Con este capítulo termina la parte más "suave" de mi historia.
Hoy nos hemos levantado bastante tarde. El calor es infernal y la madre de mi amigo nos ha prohibido salir de momento por miedo a que cojamos una insolación. Jugamos en el patio con el perro y después con una baraja que nos ha buscado la tía de mi amigo; le damos unas patadas al balón, pero el calor es excesivo hasta para nosotros. No sé lo que hace el padre de mi amigo, pero entra y sale de la casa continuamente, dirigiéndonos de vez en cuando una sonrisa. La hora de la comida llega enseguida; a mí me da pena que el día pase tan desaprovechado, porque mañana va a venir a buscarme mi padre ya; nos dijo que llegaría por la mañana para aprovechar el sábado y llevarme de excursión a algún sitio.
En la comida la madre reitera su decisión de no dejarnos salir hasta que caiga la tarde. El padre nos mira compadecido: “¿Por qué no venís conmigo?”. Un poco antes ha contado en la mesa que un amigo suyo del pueblo, que hace muebles, le ha preguntado si puede hacerle el favor de llevar a Villena en el “cuatro latas” una cómoda que le habían encargado. “Por supuesto me dará una buena propina”. Mi amigo me mira esperanzado: a mí me apetece mucho más que pasar la tarde en el patio. A la madre y a la tía no les hace mucha gracia la idea: “¡Justo un viaje en coche con este calor!”. “¡Déjales, así me ayudan!”. “¿Ayudarte? ¿A qué?”. “Con el mueble, si son mayores para lo bueno, también lo son para lo malo”. Nos mira y nos guiña un ojo.
Después de la siesta, que no dura mucho, vamos en el coche a la casa del carpintero: es un hombre bastante mayor que el padre de mi amigo y anda muy cojo. Nos sonríe cuando salimos del coche. “Le he dicho a mi sobrino que vaya contigo para ayudarte, si cabe en el coche... Así no le veo haraganear por la casa. Es el hijo de mi hermana pequeña, la del médico...”. Le llama a voces para que ayude a cargar el mueble en el coche y, para nuestra sorpresa, sale de la casa el chico de Valencia. Nos saludamos alborozados. Cargamos el mueble entre todos y montamos en el coche: los mayores en el asiento de adelante y nosotros en el suelo de la parte trasera al lado de la cómoda.
El viaje resulta muy entretenido, aunque el calor es asfixiante. El chico le cuenta al padre de mi amigo que empezará la universidad el curso siguiente y que sus padres le han mandado al pueblo para apartarle de unos amigos y una novia que no les parecen recomendables. “Eso es porque no saben la clase de chicas que hay por aquí”. Se ríen los dos. “La verdad es que, por mucho que digan, los de ciudad somos unos pardillos al lado de los del pueblo”. “Pues sí, la verdad”: el padre de mi amigo nos mira de reojo.
Los compradores del mueble son muy amables y nos ponen unos refrescos fríos para reponer fuerzas. Damos una vuelta por el pueblo y, cuando llevamos unos minutos en el coche, el sudor nos empapa de nuevo. El padre de mi amigo mira alternativamente hacia atrás y hacia al otro chico: “¿qué os parece si nos damos un chapuzón?; conozco un sitio, a mitad de camino, no muy lejos de la carretera, donde hay una especie de poza bastante buena... Precisamente me la enseñó tu tío. Me llevó un día a pescar fartonet, que después vendía para acuarios”. La idea nos encanta, pero el chico de Valencia no parece tan entusiasmado. “Es que no he traído bañador”. “Allí no hay nadie nunca, por eso iba tu tío”.
A los pocos minutos, nos desviamos de la carretera principal y un rato después, a la salida de un pueblo muy pequeño nos metemos por un camino de tierra por el que vamos un buen rato. Dudoso del lugar correcto, se detiene un par de veces, pero finalmente dejamos el coche en un lugar lleno de matorrales. No hay camino y el trayecto es tan dificultoso que tenemos que ser ayudados por los mayores; aparte de que el sol nos tiene aplanados. El chico de Valencia no parece de muy buen humor. “¿Está seguro del sitio?”. Nadie le responde, pero en cinco minutos llegamos.
No es un lugar muy bonito, hay vegetación en la orilla, pero el resto es casi un descampado. Sin embargo el agua está muy apetecible después de la caminata. El padre de mi amigo es el primero en desvestirse y en entrar en el agua en calzoncillos hasta que el agua le cubre por la cintura. “En primavera estaba más hondo”. Se deja caer y nada un poco. Nosotros vamos detrás, muy despacio: el agua está fresca y en el fondo hay muchas piedras. Yo miro hacia atrás y veo al otro quitándose con desgana el polo. Mi amigo y yo llegamos hasta donde está su padre y nos zambullimos. El chico de Valencia ha metido los pies en la orilla sin quitarse los pantalones. El padre de mi amigo lo mira. “¿Qué pasa? ¿Te da vergüenza que te veamos los calzones?”. El chico se azora. “Es que... no sé si meterme”. Le miramos los tres extrañados. El chico hace un gesto extraño. “Es que no llevo...”. El padre de mi amigo se ríe: “¡Vaya problema! ¡Eso tiene fácil solución!”. Ni corto ni perezoso se quita sus calzoncillos debajo del agua y los voltea en el aire. Mi amigo le imita y yos hago lo propio. El chico de Valencia parece animarse, se quita el pantalón, lo deja en seco y avanza despacio hacia donde estamos nosotros con sus manos tapándole los genitales. Me doy cuenta de que sigo bastante obsesionado con ver los genitales de los adultos. El padre de mi amigo nos arrebata los calzoncillos de las manos y los saca hasta la orilla. Él, desde luego, no tiene ningún pudor y se muestra abiertamente.
El chico ya está a nuestro lado. También el padre de mi amigo. “¿Y qué moda es esa de ir por ahí sin calzoncillos?”. “No lo sé, me gusta ir cómodo”. El agua está estupenda. Nadamos y jugamos. En un momento determinado los mayores nos ponen sobres sus hombros; a mí me coge el padre de mi amigo; me gusta sentir mi pito y mis huevos sobre su cuello desnudo. Nos hacemos aguadillas; hago lo posible para juntar mi piel con la piel desnuda de los otros.
Cuando salimos del agua, no hay sitio para tumbarse pero buscamos ramas o piedras en las que apoyarnos para secar un poco. Es mi oportunidad de mirar más detenidamente. El chico de Valencia es alto y bien formado. Su pene es largo y delgado y, al igual que el del rubio, tiene la punta descubierta. Me llama la atención el triángulo perfecto que forma el vello, que acaba en una línea muy recta. Sin embargo, por alguna razón que no entiendo, su cuerpo no me produce el mismo deseo de mirarlo que el del padre de mi amigo. Sus formas contundentes, su vello moreno, su pito más corto, pero cubierto totalmente por la piel, sus huevos redondos y peludos producen en mí una atracción que no consigo explicarme.
Es hora de marchar, decidimos hacer un tramo desnudos para terminar de secar; nos calzamos y llevamos nuestra ropa en la mano o debajo del brazo. Tengo una grata sensación de libertad que me produce una euforia inusitada. Los mayores nos ayudan a superar las partes más difíciles del camino: el chico de Valencia se ocupa de mí e, imitando al padre de mi amigo, para protegerme del roce de unas ramas, me rodea con un brazo por la espalda, mientras que con el otro aparta la maleza; durante esos minutos, siento con placer cómo su pene se balancea golpeando suavemente mi espalda. Llegamos al coche y nos vestimos. Cuando llegamos a casa es ya de noche.
La mesa de la cena está dispuesta en el exterior, en el jardín delantero de la casa. Después de cenar aparecen el carpintero y su mujer; viene a pagar el transporte. Con ellos vienen su sobrino y el amigo bromista de éste último. Nos guiña un ojo. Les invitan a sentarse y beber algo; como no cabemos en la mesa, los más jóvenes nos vamos al patio de atrás con nuestras bebidas.
El amigo del de Valencia empieza a bromear otra vez a nuestra costa, pero de forma más simpática que la noche anterior. Nos dice que le preguntemos lo que queramos: que él nos resuelve todas nuestras dudas. Hay algo que me da vueltas en la cabeza desde ayer: “¿Por qué unos tiene el pito cubierto de piel y otros no?”. El chico nos explica qué es la fimosis y la circuncisión. “¿Pero y los que unas veces lo tienen cubierto y otras no?”. “Es que no tenemos fimosis”. Espía a su alrededor para ver si hay moros en la costa: “Mirad”. Se saca su pito por la bragueta. Su amigo le da un codazo: “¡Será posible!”. Tiene el pito grande y gordo: el más grande que he visto en la realidad hasta ahora. Con dos dedos se desliza la piel repetidas veces, cubriendo y descubriendo el glande. Después lo guarda de nuevo en el pantalón. “Tu amigo lo tiene siempre descubierto”. Suelta una carcajada. “No sé, nunca se lo he visto”. Se vuelve hacia él riendo: “¿Cuándo se lo has enseñado?”. Le da otro codazo y le cuenta lo del baño. “Y vosotros, si preguntáis eso es porque no estáis circundados, supongo”. Nos encogemos de hombros. Se dirige a mí. “Enséñamelo a ver”. Nuevo codazo de su amigo. Yo no sé si hacerlo. “¡Venga! Si soy yo el único que no lo ha visto todavía”. Me bajo un poco el pantalón y lo enseño. “Acércate”. Me acerco a él con el pito fuera. Me lo coge con dos dedos y empieza a bajar la piel. Me hace algo de daño, pero, para mi gran sorpresa, lo consigue: mi glande está completamente al descubierto. Miro al chico con regocijo. Él mismo me sube el pantalón. “Ahora ya sabes que no tienes fimosis”.
Se dirige ahora a mi amigo. “¿Y tú?”. Mi amigo se levanta, y el chico le hace la misma prueba, pero el dolor es mucho más fuerte que el mío y lo deja estar. “Me parece que tú sí la tienes, pero intenta retirarlo tú mismo todos los días: a veces al final se consigue y no hace falta la circuncisión”. El rostro de mi amigo refleja cierta preocupación. Interviene ahora el chico de Valencia: “no te angusties, chaval; esa operación no es nada y, además, de momento no te hace falta, ya lo harás cuando seas mayor si quieres”. El clima de confianza creado incita a hacer más preguntas: “¿es normal que los hombres follen con otros hombres?”. Los chicos se miran estupefactos. Pero la aparición de la hermana de mi amigo a ofrecernos más bebidas aborta bruscamente la conversación. Responde el chico de Valencia: “nosotros nos vamos ya”. Se levantan. El otro chico se acerca a mí y me susurra al oído: “eso depende de lo que te guste”. Se despiden.
Le cuento a mi amigo lo que me susurró al oído. Nos quedamos pensativos. Es tarde ya y no nos dejan ir a la plaza. Nos vamos todos a la cama menos el padre de mi amigo que se queda fumando en el jardín. Mi amigo y yo no tenemos sueño: yo estoy algo melancólico al pensar que es mi última noche allí. Mi amigo le ha robado un cigarrillo a su padre; salimos en silencio al patio de atrás y lo fumamos en la oscuridad. No hablamos. Para entrar de nuevo en la casa sin que nadie se entere tenemos que atravesar una especie de galería descubierta a la que dan las ventanas de la cocina y el baño; de ésta última sale una luz tenue. Nos deslizamos sigilosamente por la zona más oscura para evitar que nos vean; al pasar por delante, vemos al padre de mi amigo: aunque la bombilla encendida arroja poca luz, percibimos claramente que está desnudo.
La ventana es grande y está abierta casi de par en par. Está frente al espejo, las manos apoyadas sobre el lavabo; nos detenemos agazapados en la oscuridad pero con una visión plena de lo que sucede al otro lado de la ventana, a escasos metros de nosotros. De pronto la mano derecha, la que está más cerca de nosotros, se coloca sobre el pito y empieza a masajearlo; la izquierda se desliza por los huevos y empieza a acariciarlos. Estos movimientos consiguen que muy poco a poco el pito vaya engordando y creciendo; me doy cuenta de que, a pesar de ello, la piel no se retira. El pito está ya grande y gordo, pero todavía está flexible. A estas alturas ya podemos estar seguros de que se está haciendo una paja...