De cómo una película condicionó mi vida entera (6)

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Por fin llega mi padre y sube a ducharse, pero no me atrevo a poner en práctica el plan de mi amigo. Después de cenar, mi amigo se marcha. Mi padre ha hablado con los de mi amigo y le parece bien que vaya a su pueblo unos días. Recibo la noticia con entusiasmo.

Los días siguientes pasan sin pena ni gloria. Mis abuelos han llegado y me voy con ellos a su casa, en San Juan, por unos días. Lo paso bien: tengo algunos amigos allí que me hacen olvidar momentáneamente las experiencias de días pasados. Mi padre come con nosotros casi todos los días, pues su despacho está mucho más cerca de aquí que de nuestra casa y le da tiempo a pasar casi una hora con nosotros. Hoy me da una gran alegría: anoche llamaron a la puerta de casa mi amigo y su padre; habían venido a hacer unas compras desde el pueblo y han pasado a ver si por fin me dejan ir unos días al pueblo. Mañana cogeré el coche de línea y ellos me irán a buscar a Sax, porque el autobús no llega hasta a su pueblo. El sábado me irá a buscar mi padre.

El viaje se me hace cortísimo; cuando el coche llega a Sax, están ya esperándome mi amigo y su padre. Subimos a su “cuatro latas” blanco y les cuento todo lo que hecho esos días. “Hoy sí que estás charlatán”. Yo me sonrojo y mi amigo se ríe. Llegamos al pueblo, es muy pequeño, pero me gusta (el único “pueblo” que he tenido en mi vida es San Juan). La casa es muy vieja. En ella viven el abuelo de mi amigo, que casi no habla, y una tía soltera, que es muy agradable conmigo.

Salimos a dar una vuelta antes de cenar. En la plaza nos encontramos con otros chicos y chicas; mi amigo me los presenta a todos pero enseguida se forman grupos; nosotros nos vamos con otros cuatro chicos: dos de ellos serán más o menos de mi edad o la de mi amigo, uno con los ojos claros y otro muy moreno; también está el hermano pequeño del moreno y otro chico más bien rubio que, sin duda, es unos años mayor que nosotros. El pequeño es muy gracioso y el mayor muy agradable, pero los de mi edad me resultan algo antipáticos: no se dirigen a mí para nada, ni siquiera me miran. Mi amigo me cuenta que, aunque les conoce de siempre, ha empezado a ir con ellos este mismo verano, porque con el que andaba siempre se ha marchado a vivir a Suiza con sus padres. Damos una vuelta por entre unas viñas y nos volvemos al pueblo.

Después de la cena volvemos a salir a la plaza. Lo pasamos muy bien: los chicos y chicas mayores cuentan chistes e historias y bromean con asuntos de novios. Volvemos a casa con un chico mayor de Valencia, muy agradable, que nos habla de su vida en la ciudad. Mi amigo me deja atónito con una pregunta que le dirige de pronto: “¿Cómo se hace una paja?”. El chico le mira con una media sonrisa. “¡Vaya pregunta, chaval!”. “A que tiene que ver con follar”. El chico se ríe a carcajadas. “Mira, chaval, eso es algo que aprende uno solo, nadie te lo enseña; a lo mejor tu amigo sabe”. Me mira divertido. Me pongo colorado y no contesto. Mi amigo insiste: “Pero, ¿tiene que ver con follar?”. El chico no puede con la risa. “Tu problema no es cómo se hace, sino que no sabes ni siquiera lo que es, ni eso, ni follar, me parece...”. Me pongo nerviosísimo pensando en que mi amigo pueda hablarle de nuestras actividades. “Pues cuéntanoslo”. El chico sigue riendo. “No me digas que nunca te has meneao la polla”.  “¿Es eso?”. “Claro, pero para correrte y tú todavía no puedes”. “¿Qué significa “correrte”?”. “Mira, chico, eso que te lo explique tu padre, si quiere, o los del pueblo, que seguro que lo saben todo. Tranquilo, que cuando tengas ganas de ordeñarla, ya aprenderás solo sin que nadie te tenga que enseñar. Yo marcho por aquí. Hasta mañana, chavales”. Marcha riendo a carcajadas: “¡Sois la hostia!”

“O sea, que hacerse una paja es menearse la polla para correrte”.  “Ya te dije que tenía algo que ver con tocarse”. Llegamos a casa y nos mandan directamente a dormir. Antes miramos en un diccionario viejo de la tía de mi amigo la palabra “correrte”, pero no la encontramos.

Dormimos en la misma cama, una de matrimonio en una habitación en la planta baja a la que llega el olor a humedad de la bodega colindante. Yo me pongo el pijama, mi amigo se acuesta en calzoncillos. Hace calor, mi amigo aparta la sábana y se baja un poco el calzoncillo, empieza a menear su pito con poca convicción, balanceándolo y agitándolo. “¿Será algo así?”. Habla muy bajito. Me pongo de lado a mirarle. De repente se detiene, me mira y susurra: “¡Ya lo tengo! Dijo algo de ordeñar. Lo que echan los adultos es como leche, por eso les gustaba tanto; chupar y mamar es casi lo mismo”. “No sé...”. “Las mujeres echan leche por las tetas y los hombres por el pito”. “No se parecía mucho a la leche y nunca he oído que los hombres den de mamar a los bebés...”. “Una especie de leche... solo para mayores”. “¿Tú sabes ordeñar?”. “No”. “Pero mamar sí”. Nos reímos. Se pone a ordeñar su pito con las dos manos; se cansa enseguida. “Mámame un poco, anda”. Le obedezco. Mientras, él sigue susurrando: “lo que no sé es por qué echan la leche por el culo”. Me gusta mamar su pito y tocarle mientras sus huevos, aunque ahora los tiene casi escondidos del todo. “A lo mejor la leche es para alimentar al niño dentro de la madre y por eso hay que follar para tener niños”. Se queda callado y, al poco, me doy cuenta de que se ha dormido. Yo sigo jugando con su pito, me gusta hacerlo mientras él duerme, siento que así me pertenece del todo y que puedo hacer lo que quiera con él sin dar explicaciones. Se lo balanceo, lo ordeño, lo lamo, lo beso, lo vuelvo a mamar, lo mordisqueo, estiro su piel...

Se me ocurre de repente intentar bajar la piel a ver si queda descubierta la punta como los monjes de la película. Cuando lo hago, mi amigo se revuelve un poco, pero sigo. Lo estoy consiguiendo: ya veo la rajita, como la de los monjes. Pienso que yo no sabía ni que tenemos una rajita ahí. La piel parece ceder, pero cuanto más intento retirarla, más se revuelve mi amigo. Me detengo por miedo a despertarlo; la sujeto en ese punto asomando un poco la cabezita rosada y con la rajita bien visible, de la que se escapa una gota transparente; no sé si será pis o líquido; la recojo con mi lengua, la saboreo, pero no me sabe a nada. Dejo que la piel vuelva a su sitio, acaricio el pito una vez más, lo beso y le subo el calzoncillo; su pito sigue tieso, él mío también lo está, me lo acaricio despacio por debajo de la ropa y, sin darme cuenta, me quedo dormido.

El día siguiente lo pasamos casi entero en la calle y en el campo. Sus amigos me caen algo mejor, ya me hablan y cuentan chistes y cosas del pueblo (ellos viven allí todo el año). Vamos por las viñas y cazan pájaros; a mí me da pena, pero no lo digo. Al pequeño también y sí lo dice, pero nadie le hace caso. Por la tarde, después de una caminata bastante larga llegamos a un riachuelo, lo seguimos un rato y llegamos a una especie de alberca que forma el riachuelo. Todos menos yo sabían que íbamos allí a bañarnos. Se quitan la ropa y se meten al agua en calzoncillos; yo les imito. Cubre poco y tiene algo de barro en el fondo, pero después de la caminata se agradece el agua fresca. Nunca me había bañado en un río, siempre en la playa o en la piscina. Jugamos en el agua durante un buen rato. Al salir, todos se tumban en la orilla a secar menos yo, que me quedo sentado porque me da apuro tumbarme sobre tierra y hierba. Todos tienen los ojos cerrados como si se tratara de un ritual; les miro a la entrepierna; mi mirada se detiene en la del chico mayor y rubio: la tela mojada permite adivinar un pene que triplica en tamaño el de todos los demás. Como si adivinara mis pensamientos, introduce su mano en el calzoncillo para colocárselo apuntando hacia arriba. Aparto la mirada sobresaltado, la vuelvo otra vez: ahora parece todavía más grande; no logro percibir si lo tiene duro o no. Abre los ojos y me mira unos segundos, pero inmediatamente los vuelve a cerrar. Al rato nos vestimos.

Mientras volvemos al pueblo, mi amigo suelta la pregunta que le rondaba en la cabeza: “¿Vosotros os hacéis pajas?”. “Hombre, claro”; el que contesta es el moreno. “¿Y echáis leche?”. “Un poco”. Su amigo se ríe: “Qué mentiroso”. “Tú que sabes”. “Eso es mentira, que lo he visto. Éste sí”. Apunta hacia el rubio mayor. Éste no dice nada. Interviene el pequeño: “¿De qué habláis?”, pero, como de costumbre, nadie le hace caso. “El otro día nos hicimos una paja en la cueva y echó un buen chorro”. El rubio nos mira sonriente, pero se ha puesto colorado. “Podemos ir hoy”. “Es que hoy está mi hermano”. “Sólo para que éstos vean la cueva”.

Nos desviamos del camino y subimos por una ladera pedregosa; atravesamos una viña que está muy en cuesta. Seguimos andando por una zona con mucha maleza hasta que, después de un rato, llegamos a un rincón entre árboles en el que se abre una oquedad bastante profunda en la pared de la colina. “Ésta es nuestra cueva”. Bajo ella hay una serie de piedras a modo de asientos dispuestas alrededor de otra más grande que hace las veces de mesa. Nos sentamos en ellas. “Es nuestro lugar favorito”. Mi amigo mira alrededor. “Está muy bien”. A mí me decepciona un poco, pues apenas puede llamársele cueva. El chico de los ojos claros nos mira: “¿Vosotros os hacéis pajas?”. Temo la respuesta de mi amigo: a estas alturas ya he intuido que no es muy normal que unos chicos de nuestra edad se dediquen a follar entre ellos. Pero, por su respuesta, me doy cuenta de que él debe sentir los mismo. “Sí, claro”. “A ver si es verdad”. Entonces se mete la mano por el pantalón y empieza a acariciarse. El moreno le da un codazo. “¡Qué está mi hermano!”. “Pero si no se ve”. El pequeño interviene sorpresivamente: “yo le toco el pito a mi hermano por las noches”. El hermano se levanta y le empuja: “¡Calla, imbécil!”. El pequeño pone gesto de enfado y se marcha a sentarse entre los árboles. Todos nos reímos. El moreno se ha puesto rojo: “es mentira”. El de los ojos claros se dirige al rubio: “venga, enséñanosla”.  “Ahora no”. El rubio se baja el pantalón y nos enseña riendo su pito enhiesto. “Venga, rubio”. El moreno mira hacia donde está su hermano y, al ver que no presta atención, se baja el pantalón a su vez. Los dos empiezan a menearse el pito. “Venga, rubio”. “Cuando lo hagan éstos”. Mi amigo me mira y se baja su pantalón y empieza a imitar los movimientos de los otros. Todos miran hacia mí. Les imito, pero mi pito es el único que no está tieso todavía. Entonces el rubio se levanta y se baja la cremallera de su pantalón. Todos miramos expectantes...