De cómo una película condicionó mi vida entera (4)
Continúa mi confesión
Mientras nos vestimos, miramos fijamente hacia las manchas de la alfombra, que resultan muy evidentes sobre el color beige del estampado. “¿Qué hacemos?”. “Yo no sé como limpiarla. Dejaremos que se seque y ya está”. “Si tu padre se da cuenta le podemos decir que metimos a mi perro y se meó”. “Buena idea”.
Saco la película del vídeo, de nuevo sin darme cuenta de rebobinarla, y la escondo en su sitio.
Mi amigo y yo salimos con el balón al patio y damos unas patadas. En esos momentos no pensábamos para nada en lo que había pasado. Llega mi padre, nos revuelve el pelo de la cabeza y da un par de patadas al balón, pero se cansa enseguida. “Me voy a la ducha y cenamos”. Por supuesto, invita a mi amigo, pero éste no recibe la invitación con tanto entusiasmo como ayer. Me doy cuenta de que tiene miedo de que mi padre se dé cuenta de lo de la alfombra. Yo estoy tranquilo, la escusa que se le ha ocurrido a mi amigo me parece perfecta. Desde que mi padre mencionó la palabra “ducha”, no puedo dejar de tratar de imaginarlo desnudo, pero no consigo fijar una imagen (en mi mente se me mezclan su torso real con los penes de los monjes). Abstraído dejo pasar un balón. Ninguno de los dos estamos ahora demasiado concentrados en el juego.
Entramos dentro. Mi padre debe de haber subido. Nos sentamos en el sofá a ver la tele mientras esperamos. Al fin baja. “Vamos a cenar”. Mientras pone la mesa nos mira con curiosidad. “Estáis hoy un poco serios”. No sabemos qué decir. “No será por lo de la alfombra...”. Las mejillas de mi amigo se encienden. Le cuento lo del perro. Mi padre dirige una mirada sonriente a mi amigo: “No pasa nada, pero no lo volváis a meter en casa”. “Perdón”. El alivio de mi amigo es evidente.
Cuando se va para su casa, mi padre y yo nos sentamos en el sofá a ver la tele. Él está en pantalón de pijama corto y camiseta interior, y de reojo miro hacia su entrepierna: poder ver su pene o el de cualquier otro adulto real se está convirtiendo en una verdadera obsesión para mí. Los pliegues que forman el pijama al sentarse confunden el contenido. Me vence el sueño y mi padre recuesta mi cabeza sobre su regazo; me doy cuenta de que mi mejilla está sobre su entrepierna, pero no consigo percibir ninguna forma concreta. Me duermo.
El día siguiente pasa sin pena ni gloria hasta la hora de la comida. Mi amigo se ha ido al centro con su madre y yo, algo aburrido, salgo a la calle para ver si encuentro a alguien con quien jugar. Después de dar unas vueltas con unos chicos que ni siquiera me caen muy bien, me vuelvo a casa. Llaman a la puerta; es la hermana mayor de mi amigo que viene a buscarme para comer. “Comeremos dentro de un rato, porque primero tiene que bañarse, pero si quieres venir ya, que sepas que ya estamos en casa”. “Gracias, ahora voy”. Pongo la tele, pero no hay nada y me voy a casa de mi amigo. Siempre tienen la puerta abierta; entro hasta la cocina y las dos mujeres me sonríen. “En nada está la comida, si quieres ir a la tele o al patio con el perro”. La mención del perro me hace sonreír. Cuando salgo oigo la conversación de la cocina: “¡Qué guapo es el chiquet! Es como su padre”. “Y fíjate el pobre ¡qué mala suerte!”. “Si no se casa otra vez será porque no quiere, porque bien guapo que es ese hombre y además con estudios”. Me halagan los comentarios, pero, no sé por qué, me producen también cierta melancolía.
Alguien grita mi nombre desde arriba. Es mi amigo, está asomado a una ventana. “¡Nos vamos a bañar un momento!”. Alguien le habla desde el interior. “Dice mi padre que subas si te aburres y nos das conversación”. Mi amigo me guiña un ojo (creo que sabe en lo que estoy pensando). Mezcla de entusiasmo y vergüenza. Entro y subo; no los encuentro. Se abre una puerta y aparece mi amigo con el torso desnudo. “Aquí”. Voy corriendo. Mi amigo se está quitando el pantalón. Su padre, todavía vestido, me sonríe; está sentado en el borde de la bañera comprobando la temperatura del agua. “Puedes sentarte en la taza del báter si quieres”. Mi amigo ya está desnudo esperando a que su padre le dé la indicación de meterse. El padre se levanta y mi amigo se mete en la bañera; parece muy antigua, colocada sobre lo que parecen unas baldosas y no veo alcachofa para la ducha; está llena hasta menos de la mitad. Mi amigo, reclinado y dejando flotar su cuerpo, me mira sonriente. Su padre me da la espalda, se quita el pantalón y el calzoncillo de un solo gesto y sus nalgas, peludas como las del monje, quedan casi a la altura de mi rostro. Inmediatamente, cubriendo sus genitales con la mano izquierda cuelga su ropa con la derecha en una percha que está justo a mi lado. En un gesto rápido utiliza las dos manos para quitarse la camiseta y, antes de que se dé la vuelta de nuevo, tengo una fugaz visión de sus partes, tan fugaz que no me permiten concluir nada (veo más vello que otra cosa).
Mi amigo le hace sitio en la bañera. El agua está de un color gris casi transparente (pero desde mi posición no alcanzo a ver lo que deseo). “Cuéntanos algo”. No sé qué decir. “Trabaja mucho tu padre, ¿verdad?”. “Sí”. “Yo también, pero por suerte esta obra de ahora está cerca y me da tiempo a venir a comer al mediodía”. Ni siquiera sabía que trabajara en las obras. “Mis maestros decían que yo era muy inteligente, pero no había dinero para estudiar y no quise ir al seminario”. “La bañera está así porque la voy a cambiar yo mismo, en eso no gasto nada; voy a poner una ducha. Seguro que vosotros tenéis una buena ducha, ¿verdad?”. “Sí”. Mi amigo interviene: “y vídeo”. Él sonríe, pero yo me pongo rojo. “No eres muy hablador, ¿verdad?”. Mi amigo señala el borde de la bañera con un gesto: “Siéntate aquí, más cerca”. “Déjale, estará ahí más cómodo”. No sé qué hacer. “Venga, acércate”.
Obedezco a mí amigo y me siento en el borde, justo al lado de su cabeza; ahora todo es visible pero no me atrevo a mirar directamente. El padre coge un bote grande de champú y se enjabona la cabeza con los ojos cerrados; aprovecho la circunstancia y miro directamente a su entrepierna. Su pito y sus huevos casi flotan en la superficie: su pene es bastante más pequeño que el de los monjes, pero es casi tan gordo; sus huevos son grandes y muy velludos. Me doy cuenta de que mi amigo me mira y sonríe; con una mirada dirige mi vista hacia su propio pito: lo tiene tieso; mira a su padre para ver si tiene los ojos cerrados y entonces se menea un poco el pito. Nos reímos hacia dentro. Con un cazo el padre se aclara la cabeza, abre los ojos y se pone a enjabonar a su hijo. Al ver tieso el pito de su hijo le salpica, sonriendo, con unas palmetadas en el agua. “Marranete, que eres un marranete”. Mi amigo se ríe. Le aclara el pelo. “Ya puedes salir”. “Déjame lavarte”. “¡Qué manías!”. El padre se reclina hacia atrás con los ojos cerrados y le deja hacer. Mi amigo le pasa la esponja por el pecho y las piernas. Yo observo mientras: su cuerpo es fuerte y tiene bastante vello negro; le pasa la esponja por los genitales; creo percibir un leve aumento en el tamaño de su pito; mi amigo se entretiene allí, mientras me mira divertido. El pito crece un poco más, ahora de forma clara, pero el hombre se incorpora y empuja a mi amigo hacia afuera. “Sécate en la habitación”. Mi amigo coge una toalla y salimos del baño. En el pasillo me amigo me agarra del brazo y me detiene; desde un punto estratégico miramos por la puerta entreabierta del baño: el padre se levanta y coge su toalla; su pito está ahora mucho más grande que cuando entró en el agua, aunque no llega a estar tieso. De repente empieza a estirárselo con la mano izquierda. Nos miramos sorprendidos y aguantamos la risa. El padre parece percibir algo, sale de la bañera y corremos hacia la habitación. Sentimos que se cierra la puerta del baño. Damos rienda suelta a la risa. Mi amigo imita, riéndose, el gesto de su padre en su propio pito...