De cómo una película cambió mi vida entera (7)
Continúo adquiriendo nuevas experiencias en el pueblo de mi amigo, con sus amigos y más...
Se nota que el rubio se siente muy seguro de lo que va a mostrar. Está de pié, con sonrisa de suficiencia, mientras los demás parecen amilanarse y se encogen más en sus asientos. Él abandona de pronto su bragueta. “Todos de pié delante de mí”. Divertidos, nos ponemos en formación como soldados ante su sargento. “Haced todos lo que yo”. Se descalza y nos descalzamos. Se quita el pantalón y nos lo quitamos. Risas sofocadas. Se quita el calzoncillo y se tapa los genitales con la mano. Hacemos lo mismo, tapándonos lo que hasta hace un momento estábamos enseñando con poco pudor. Se calla por un rato. Nos miramos entre risas, desnudos de la cintura para abajo. “¿Quién se atreve a tocármela?”. El chico de los ojos claros le hace un corte de mangas y se ríe estentóreamente. El moreno nos mira esperanzados. Mi amigo se encoge de hombros con gesto divertido. El rubio nos mira con suficiencia. Nadie da un paso adelante.
“Sois unos cobardes, soldados”. “Espera”: el moreno llama a voces a su hermano pequeño que anda trasteando entre los árboles y éste se acerca remolón. Cuando nos ve a todos de esa guisa, sofoca una carcajada con una mano y con la otra apunta divertido hacia nosotros. Su hermano se acerca a él y le dice algo al oído. El pequeño niega con la cabeza: “No, yo no voy con él; voy con vosotros”. Se quita el pantalón en un santiamén y se coloca a nuestro lado. Nos reímos más todavía. El rubio se impacienta. “O me la tocáis o me voy”. El moreno mira a su hermano. Éste niega con la cabeza. El de los ojos claros interviene: “yo lo hago si lo hacen los demás”. Mi amigo se adelanta y se dirige al rubio. Se la debe estar tocando pero sólo veo la espalda de mi amigo. “¡El siguiente!”. El rubio se tapa de nuevo con la mano. Se adelanta el de los ojos claros; tampoco veo nada. El moreno y yo damos un paso a la vez; después de unos segundos de confusión, se adelanta el otro. Se entretiene unos segundos solamente.
Voy yo, bastante excitado; cuando llego se quita la mano: su pene es ostensiblemente más grande que el nuestro, sobre todo, grueso, pero lo que más me llama la atención es que, a pesar de estar fláccido, tiene la punta completamente descubierta. No sé muy bien qué hacer; finalmente se lo cojo y lo acaricio con mi mano; entre los dedos, se me engancha el vello rubio. Está muy blando, pero el tacto de la parte descubierta me parece más áspero de lo que me hubiera gustado. Detrás de mí está ya el pequeño. Le dejo sitio. Le coge el pito y desliza su mano sobre él con mucha profesionalidad y durante un buen rato; noto que el pito engorda ligeramente. Para sorpresa de todos se lo besa. El rubio da un respingo hacia atrás: “pero, ¿qué haces?”. Nos reímos. El pobre chaval nos mira compungido. “¿Qué pasa? mi hermano me dice que se lo bese”. “¡Calla, tonto!”. El moreno nos mira con las mejillas encendidas. Mi amigo y yo nos miramos de refilón. El pequeño vuelve a la fila con un puchero. El rubio vuelve a su sitio. “¡Ahora, haced lo que yo!” y se acerca hasta quedar a un metro escaso de nosotros. Empieza deslizar su mano sobre el pito y éste se engrosa rápidamente. Yo estoy tan concentrado mirando que apenas me ocupo de mi mismo. La piel del pito del de los ojos claros cubre y descubre el glande a la par del movimiento manual. Al moreno no se lo veo, su mano lo cubre por completo; mi amigo mira al rubio muy concentrado; éste último tiene ya el pito completamente tieso: es bastante grande aunque no llega al tamaño del de los monjes. El pequeño se lo estira con las dos manos: me llama la atención el contraste de tamaño, este es tan pequeño que no se sabe si está tieso o no. El rubio cierra los ojos e inclina su cabeza hacia atrás. El pequeño nos mira a todos: “Me aburro”. No le hacemos caso; de repente se pone a mear en abanico y apunta con el chorro a nuestros pies y piernas. Nos apartamos protestando, aunque recibimos alguna salpicadura. El pequeño huye riendo a carcajadas y se queda mirándonos detrás de un árbol. Le insultamos y se ríe de nosotros.
El rubio, que no ha prestado mucha atención a las gotas de pis que se deslizan por su pierna, empieza a jadear y su mano se desliza ahora con asombrosa fuerza y rapidez. Los otros chicos intentan imitar su ritmo, pero mi amigo y yo nos concentramos fundamentalmente en mirar al mayor. Veo salir un chorro fino que se proyecta hacia delante y unas cuantas gotas terminan en la camiseta amarilla de mi amigo, pero éste no se ha dado cuenta. El rubio sigue meneándoselo con fuerza levemente inclinado sobre sí mismo. Intento fijar mi mirada pero solo veo una sustancia pringosa que se desliza por su puño. Deja de mover su mano pero no la aparta de su pito. Su respiración es fuerte y jadeante. Por fin aparta su mano, su pito ya está otra vez blando y colgante, pero muy grande todavía, un hilo finísimo de leche cuelga de él sin decidirse a desprenderse; de sus dedos cuelgan también hilos muy finos. De repente, en un rápido amago, acerca su mano a la cara del chico de los ojos claros como si fuera a pringársela. Éste se aparta hacia atrás y se ríen los dos.
El rubio coge su calzoncillo y con él se limpia la mano y el pito, después se lo pone y a continuación el pantalón. Todos lo imitamos excepto el moreno que sigue meneándoselo. El rubio lo mira: “¿qué haces?, ya hemos terminado”. “Quiero correrme”. Mi amigo y yo nos miramos: "correrte" es un verbo y no un sustantivo. “Es imposible, chaval. A tu edad nadie puede todavía”. El moreno ha renunciado y empieza a vestirse. “Pues yo a veces me he corrido un poco”. “Seguro, cuando te la besa tu hermano”. Se pone colorado y los demás nos reímos. “Pues te juro que es verdad”. El pequeño juguetea alrededor, todavía con el culo al aire. Su hermano le ordena vestirse, pero en lugar de obedecer, coge su ropa y la lleva en un rebujo debajo de la axila. Yo, con mi mirada, dirijo la vista de mi amigo hacia su camiseta. Éste descubre las manchas y me mira intrigado. Me acerco y le digo que son restos de la leche del rubio. Mi amigo las mira, las toca y se encoge de hombros.
Durante el camino el moreno va enfurruñado. Mi amigo decide salir en su defensa. “Pues éste tiene razón; yo también me he corrido un poco”. Los otros le miran. “Pero no es leche como la tuya; es muy poca y es transparente”. Me mira pidiendo mi apoyo. “Sí, yo también”. El moreno nos mira con agradecimiento. Habla el de los ojos claros: “ya, pero no es lo mismo, eso lo echa hasta tu hermano pequeño si se pone”. “¿Qué es lo que hago yo?”. Nos reímos. “Me canso”. El rubio le coge y le pone sobre sus hombros todavía con el culo al aire. El pequeño se coge el pito y lo mete entre el pelo del chico. “Deja de jugar con la pilila o te bajo de ahí”. Todos nos reímos. “Como se te ocurra contar a nadie lo de hoy, te la corto”. El pequeño se la tapa con la mano en un rapidísimo ademán. Más risas.
Durante la cena, el padre de mi amigo nos pregunta sobre lo que hemos hecho por la tarde. Le contamos lo de la acequia. “¿De qué te has manchado la camiseta?”. “No sé”. Nuestros rostros se encienden. Su padre lo percibe y nos mira extrañados. Las manchas están secas y duras, frunciendo la tela a su alrededor. “Quítatela y échala a lavar”. Desaparece y en un momento reaparece en chichas.
Después de cenar nos preparamos para ir a la plaza. Mi amigo va a coger otra camiseta. Voy a hacer pis y antes de entrar, veo por la puerta entreabierta al padre de mi amigo con la camiseta amarilla en la mano: está tocando y oliendo las manchas.
Cuando viene mi amigo, no sé por qué, no me atrevo a decirle lo que he visto.
En la plaza lo pasamos muy bien como de costumbre. El rubio nos está esperando sentado en la fuente algo separado del grupo de chicos y chicas mayores; a pesar de sus habilidades sexuales, todavía no es tan mayor como para que se le permita participar en sus escarceos. No sé por qué, las chicas de nuestra edad y de la del rubio forman un grupo aparte que se coloca al otro lado de la plaza; de vez en cuando nos miran y se ríen. El chico mayor de Valencia nos mira, nos guiña un ojo y dice algo al oído del chico que se sienta a su lado; éste último nos mira y los dos echan unas buenas carcajadas. Las chicas les preguntan por el motivo de las risas, pero éstos niegan la respuesta con la cabeza. Entonces nos llama: “¿Queréis venir? Ésta nos va a contar una historia de fantasmas”. Nos sentamos entre ellos y pasamos otra noche estupenda.
Al volver a casa hacemos otra vez parte del camino con el chico de Valencia y su amigo. Éste nos mira sonriente: “¿Qué? ¿Anoche estuvisteis practicando?”. El chico de Valencia le da un codazo. “Déjame, los chavales tienen que aprender”. “Mirad, os la cogéis así y le dais hasta que salga lo que tiene que salir”. Se ha puesto la mano hueca justo sobre su bragueta y la mueve arriba y abajo. “Pero, eso sí, si mañana por la mañana todavía no ha salido nada, es mejor que lo dejéis”. Se parten de la risa. Mi amigo está algo molesto. “No, anoche no practicamos, pero esta tarde sí”. Se miran y se doblan de la risa. Mi amigo me coge del brazo y empieza a andar deprisa intentando alejarse de ellos. “¡Esperad, hombre, que no pasa nada!; es una broma”. Ralentizamos el paso y nos dan alcance. El chico quiere ahora congraciarse. “Eso es una cosa muy normal, no pasa nada”. En la esquina nos paramos un rato, nos cuentan cosas sobre las chicas del grupo y nos dan algunos consejos para ligar en el futuro.
Cuando llegamos a casa, el padre de mi amigo está en el patio y su gesto es de preocupación. Nos dice que nos sentemos con él, que quiere hablar con nosotros. Yo me pongo muy nervioso. “¿Con quién habéis estado esta tarde?”. Se nota alarma en su tono. “Con los otros chicos”. “¿Qué edad tienen esos chicos?”. Se lo decimos. “¿Y qué estuvisteis haciendo?”. “Ya te lo dije, nos bañamos en el río”. “¿Toda la tarde?”. Mi amigo se encoge de hombros: “y dimos una vuelta”. “¿No estuvo nadie más con vosotros?”. “No”. Para nuestra sorpresa, su padre saca de debajo de la mesa la camiseta amarilla y la extiende sobre la mesa. “¿De qué son estas manchas?”. “No lo sé”. El tono del padre se vuelve autoritario: “Sí, sí lo sabes”. Mi amigo está a punto de llorar. El padre me mira a mí. “Son de leche, se le cayó del vaso”. El padre se relaja un poco y le revuelve el pelo a mi amigo: “venga, dime la verdad, no me voy enfadar..., me cuentes lo que me cuentes, te lo prometo”. Mi amigo me señala: “es lo que dice él”. Su padre se impacienta, pero intenta tranquilizarse y mostrarse amable. “¿En ningún momento estuvo un adulto con vosotros?”. “No, te lo prometo”.
El padre coge la camiseta despacio y la acerca a su nariz. Mi amigo me mira furtivamente. Los nervios me están haciendo temblar a pesar del calor de la noche. “¿Qué edad decís que tienen esos chicos?”. Se lo repetimos. Él respira hondo: “sé perfectamente de qué son esas manchas e imagino lo que estabais haciendo o, al menos, lo que estaba haciendo uno de esos chicos”. Su tono es ahora muy amable y cariñoso y nos miramos algo más aliviados. “¿Pero tengo que saber cómo llegaron las manchas hasta la camiseta?”. Dudamos, pero su mirada comprensiva incita a la confesión. “Es que... el rubio estaba justo enfrente de mí y se le escapó”. “Os obligó a hacer algo... raro”. Negamos con la cabeza. “¿Os obligó a... tocarle o algo así?”. Volvemos a negar, esta vez con algo de mala conciencia. “¿Lo hacía él solo o... participabais todos?”. “Todos”. “¿Fue idea suya?”. “No, los demás ya lo habían hecho otras veces; nosotros dos fue la primera vez”. Se percibe cierto alivio en su voz. “¿Pero vosotros... ya...? Imagino que todavía no...”. Le miramos sin saber qué contestar. Señala la camiseta: “vamos, que eso no podría ser vuestro”. Negamos con la cabeza. “Bueno, eso que hicisteis es, digamos, normal, pero es mejor que no lo hagáis más así... eso es mejor hacerlo solo, sin testigos, es más sano”.
Pasamos un rato en silencio, que finalmente es roto por mi amigo: “¿papá, tú te haces pajas?”. Su padre le mira con los ojos muy abiertos. “Bueno..., eso es algo personal; esas preguntas no se hacen a nadie nunca”. “¿Te puedo hacer otra?”. “Depende si es como la otra”. “¿Lo que echan los hombres por el pito es algún tipo de leche?”. El padre resopla: “no, no, lo llaman así, pero su nombre de verdad es semen”. “¿Y eso es lo que hace que los bebés crezcan en las barrigas de las madres?”. “Sí, eso sí... Por eso, es mejor no tener relaciones con las mujeres hasta ser un verdadero adulto para poder cuidar de los niños”. Nos mira con cierto regocijo. “Ahora, ¡a la cama!”. Cuando estamos a punto de entrar en la casa, nos detiene de nuevo. “Escuchad, no habléis de esto con nadie más, especialmente con tu madre o tu hermana. Esto son cosas de hombres que las mujeres no terminan de entender”. Mi amigo mira ansioso a la camiseta y su padre se da cuenta de lo que pasa por su cabeza: “no te preocupes, de esto me encargo yo... y recordad que esas cosas es mejor hacerlas en la intimidad. Si vuestros amigos os lo proponen otra vez, podéis decírselo”.
El alivio que siento es enorme. Nos acostamos y esa noche no se nos ocurre hacer otra cosa que no sea dormir.