De cómo una película... (16)
Con el moreno y su hermano.
Llegamos a la plaza y el amigo del de Valencia se une a su grupo. Yo me acerco a mis amigos; el moreno me mira sonriente; cuando voy a acercarme a él, mi amigo me agarra por el brazo y me lleva donde las chicas: “aquí lo tenéis”; ellas se ríen de esa forma idiota. “Vamos a ir a su casa”, mi amigo apunta hacia la chica más delgada; “sus padres no están y podemos poner algo de música”. Mi amigo parece entusiasmado, pero a mí el plan no me interesa lo más mínimo me acerco al moreno y me siento a su lado: “¿tú vas a ir?”. El moreno me mira con gesto algo apagado: “no me apetece mucho; además tengo que cuidar de mi hermano: mis padres se van con los de la chica a cenar a Sax”. Permanecemos en silencio hasta que su rostro se ilumina de repente: “¿por qué no vienes a mi casa y te enseño mis colección de coches?”. La idea me parece más atractiva, pero me siento comprometido con mi amigo: “¿y qué le decimos a éstos?”. Se encoge de hombros: está claro que él no ve ningún problema. Le sonrío y nos levantamos para marchar. Mi amigo se acerca a nosotros: “¿dónde vais?”. Le miro con timidez: “vamos a su casa: me quiere enseñar sus coches y, además, tiene que cuidar a su hermano”. “Pues que lo traiga...”. Acerca su boca a mi oído y me susurra: “todas dicen que eres muy guapo y, además, creo que le gustas a una...”. Me siento culpable: “¿y si vamos luego?”. Pone cara de fastidio, pero tiene demasiada prisa en volver a reunirse con el grupo.
Nos vamos a casa del moreno. Sus padres ya le están esperando afuera. Me saludan sonrientes. “No dejes a tu hermano solo... y nada de juegos raros, ¿entendido?”. El moreno se pone colorado. Entramos en la casa: el pequeño está viendo la tele y me saluda alegremente. Subimos a la habitación. Saca todos sus coches y los pone en fila en el suelo. El que más me gusta es un BMW rojo de dos puertas. Jugamos un rato con ellos. Una pregunta lleva rondándome la cabeza hace ya un largo rato. Me atrevo a formularla: “¿Es verdad que tú te puedes correr un poco?”. Su rostro se enciende: “sí, es verdad... Mi amigo dice que no porque le da envidia”. “El otro día me fije en que tienes algo de pelo encima del pito”. Asiente con la cabeza. “Enséñamelo”. En el mismo momento de decirlo, ya estoy arrepentido, pero el chico se levanta y se baja el pantalón: como ya había podido ver el otro día, su pito no es mucho más largo que el mío, pero sí más gordo y sus huevos son claramente más grandes. Se levanta el polo y veo una muy ligera mata de vello sobre su pubis. Su cuerpo está algo más formado que el nuestro y los músculos propios de un hombre adulto ya se empiezan a marcar en su abdomen. “¿Te lo puedo tocar?”. Asiente con la cabeza. Le acaricio el escaso vello y después le acaricio el pito. “¿Es verdad que tu hermano te toca a veces el pito?”. Se pone colorado: “Pero es mentira que le obligo”. Le sigo acariciando el pito y los huevos y enseguida se le pone tieso. Sigue siendo pequeño, pero su forma es diferente a la del mío: se parece más al de un adulto. Lo tiene completamente cubierto por la piel y es muy suave. Le miro a los ojos: “¿quieres tocar el mío?”. Vuelve a asentir. Me desnudo por completo y me pongo de pie delante de él. Me lo coge y me lo acaricia. Le miro sonriente: “¿te vas a correr?”. Se encoge de hombros; luego se quita toda la ropa y me lleva hacia la cama.
Nos tumbamos y empieza a abrazarme y besarme en la cara y en el cuello. Me acaricia todo el cuerpo de forma algo tosca. Yo estoy sorprendido: con mi amigo no actuamos así, pero me gusta mucho. Yo también lo acaricio. Sus brazos son ostensiblemente más fuertes que los míos y sus nalgas y muslos son casi tan duros como los del padre de mi amigo. Me besa en la boca; al sentir su saliva, se me escapa un ligero movimiento de rechazo: “¿habías hecho esto antes?”. Niega con la cabeza. “¿Y tú hermano?”. Él sólo me toca un poco el pito... a veces”. Sin responder, me deslizo hacia abajo y meto su pito en mi boca. Da un respingo: “¿Y tú?”. Prefiero no responder y seguir chupando. Pone sus manos sobre mi cabeza como para animarme a seguir; a diferencia de la de mi padre y de la del padre de mi amigo, su pito entra fácilmente en mi boca. Sus movimientos se detienen de repente; levanto la cabeza; está mirando hacia la puerta: el pequeño está en el umbral mirándonos fijamente. Su hermano le dice que se marche, pero el pequeño no se mueve: “yo también quiero jugar”. “¡No!”. “Pues entonces se lo cuento a mamá”. El moreno se sienta en la cama y mira enfadado a su hermano: “no estamos jugando”. El pequeño tiene la boca fruncida en un puchero y los brazos cruzados con determinación: “me da igual”. El moreno se tumba resignado: “¡haz lo que te dé la gana!”. El pequeño se ríe entonces y, sin pensárselo, se quita la ropa y se tumba sobre nosotros y empieza a saltar. El moreno parece haber perdido todas las ganas de seguir. Me siento algo mal, porque a mí me resulta divertida la actitud del pequeñajo. Le agarro por la cintura y le susurro al oído: “hazle a tu hermano lo que decías el otro día”. Entonces coge con tres deditos la punta del pito del moreno y los desliza arriba y abajo; me mira divertido; el mayor no dice nada y se deja hacer. Después posa el pene sobre su palma y lo besa por toda la superficie. El pito del moreno se pone tieso de nuevo. “Házmelo a mí ahora”. Tras un dudar un momento, repite sus acciones sobre mi propio pito. El moreno me está mirando: parece que está molesto porque a mí aquello me esté resultando divertido. Aparto al pequeño suavemente y me pongo a chupar el pito del moreno como antes; éste vuelve a estremecerse. El pequeño está mirando con curiosidad: “¿por qué haces eso?”. “Es como los terneros cuando les maman a las vacas”. “Ten cuidado: mi hermano a veces se mea un poco cuando se estira el pito”. El moreno parece ajeno a todo y no hace más que empujarme la cabeza para que siga chupando. Me libero de sus manos y pongo mi propio pito sobre su boca: se pone a chuparme; lo hace muy fuerte apretando mucho los labios... y me gusta, me gusta mucho. El pequeño está a un lado de rodillas, mirándonos, pero entonces acerca su pito a mi boca, para que le haga lo mismo; su pito es tan pequeño que se me escapa de los labios: “me haces cosquillas”. El moreno chupa cada vez más fuerte, siento un fuerte cosquilleo en la punta y unas fuertes ganas de mear; por miedo a que se me escape, saco el pito de su boca: un hilillo de baba transparente me cuelga del prepucio; el moreno se está pajeando con fuerza. Vuelvo a meter su pito en mi boca. El pequeño está sentado a horcajadas sobre nuestras piernas, mirando con interés; el moreno se retuerce. Siento que me ahogo y que necesito un descanso. Se me ocurre algo; me pongo boca abajo y me abro las nalgas: “fóllame por el culo”. Lo intenta, pero mis esfínteres se lo impiden. “Creo que tienes que lamerlo, para que se abra”. Pero en lugar de hacer eso, intenta empujar su pito con fuerza; siento un ligero dolor, aunque sólo ha entrado ligeramente la punta que es rechazada de inmediato por mi ano contraído. El pequeño está tumbado a mi lado con gesto serio. Siento una ligera humedad entre mis nalgas. Me doy la vuelta de prisa: quiero ver si se está corriendo; se incorpora de rodillas, a horcajadas por encima nuestro. Entonces unas gotas de líquido viscoso se desperdigan sobre nuestros cuerpos, mientras sigue sacudiéndose el pito con fuerza. Un de ellas cae en mi ojo abierto, produciéndome un ligero escozor. El pequeño intenta zafarse y lo consigue. Está claro que se ha corrido, aunque su semen es escaso y casi transparente.
Finalmente se deja caer sobre mí y empieza a besarme y acariciarme de nuevo; el pequeño se introduce entre nosotros, como en un sándwich; los tres nos abrazamos en un revoltijo de pieles y miembros que me encanta; a veces siento entre nuestros cuerpos la textura pegajosa de la eyaculación. Mi pito todavía está tieso y disfruto frotándolo contra la piel de los otros. De repente, el pequeño se escabulle y sale corriendo. Yo siento unas ganas tremendas de orinar, pero me da miedo levantarme y que aquello termine. Para no pensar en ello le vuelvo a chupar el pito al moreno. Siento en mis labios la humedad de su reciente eyaculación y todavía algunas gotas se desprenden en el interior de mi boca: no saben a nada, ni siquiera tienen el sabor acre que ya he conocido en los adultos.
Mis ganas de orinar son ya insoportables y se lo digo al moreno; “pues tenemos que bajar al huerto; está estropeada la cisterna”. El pequeño está saltando por el pasillo: “¿dónde vais?”. “A mear”. Nos sigue. Cuando nos disponemos a soltar la vejiga, el pequeño se pone a uno de sus juegos favoritos: se sube a un poyo de piedra y empieza a apuntarnos con su pis que salpica nuestras espaldas; su hermano reacciona dándose la vuelta y lanzando un chorro en arco que impacta un instante sobre el pecho del pequeño. Me uno al juego; sin bandos definidos, nos apuntamos uno a otro, mientras, en medio de grandes carcajadas, corremos por el huerto y el patio, tratando de hurtar nuestras pieles desnudas a las salpicaduras enemigas. Rendidos nos dejamos caer sobre el suelo, donde nuestros cuerpos mojados se vuelven a abrazar en un amago de pelea, mientras se embarran al contacto con la tierra seca.