De cómo una película... (15)

Mi amigo, el perro y el amigo del de Valencia

Como hoy no han estado nuestros amigos (los padres del de los ojos claros les ha llevado a pasar el día en la playa), hemos estado casi todo el tiempo en casa. Mi amigo está jugando con el perro. Yo pienso en el día de ayer y en la obsesión que me ha entrado con el moreno. Después de lo que me contó el otro, sentí el deseo de sustituir al hermano pequeño y ser yo el que le tocara y besara el pito. Incluso estuve a punto de proponérselo, pero no me atreví. Sin embargo ayer hablamos mucho: él vive todo el año en otro pueblo y dice que, aunque es más grande que éste, en invierno resulta bastante aburrido. Me acuerdo de que, por desgracia, mañana es sábado y mi padre vendrá a buscarme. El padre de mi amigo empieza a trabajar el lunes, pero la familia se va a quedar de momento en el pueblo. Yo sé que ya no voy a poder quedarme más y me da mucha pena, ahora que los otros chicos, especialmente el moreno, son cada vez más amigos míos.

“¿Qué hacemos?”. “No sé”. La tía está regando las plantas del patio: “Lo que teníais que hacer es bañaros antes de cenar, que estáis hechos un asco”. “Nooo..., además no está papá”. “¡¿Pero es que te va a tener que bañar tu padre hasta que tengas barba?!”. “Yo no sé lavarme bien la cabeza”. “¡Qué tontería!  ¡Bien que te la lavas cuando tu padre no está! Le voy a decir a tu hermana que prepare el agua”. Ahora me mira a mí: “Como tu padre te vea así mañana va a pensar que te hemos tenido toda la semana en una pocilga”. “¿Nos bañamos juntos?”. “Eso, eso... así os pasáis los piojos”. Me sobresalto; mi amigo se ríe: “Siempre dice lo mismo... ¿podemos subir al perro?”. “¡Ni hablar!”. “Por favoooor... así le bañamos también, que está muy sucio”. “¡Lo que me faltaba!”. Entra en la casa. “Si nos dejan meter al perro, ya verás cómo se pone... y siempre quiere beber el agua sucia...”. Miro al pobre animal: no sé a qué raza pertenece, pero me parece muy bonito; tiene el pelo corto de color marrón claro, las orejas un poco caídas y rabo largo y además casi nunca ladra; el padre lo lleva a veces a cazar, pero la mayor parte del tiempo lo pasa en el patio.

La hermana sale a avisarnos de que el baño ya está listo. Mi amigo llama al perro. “¿Qué haces?”. “Deja que venga con nosotros, por favor. Cuando terminemos lo bañamos a él. Le deja pasar. “¡Que no lo vea tu tía!...¡y no se os ocurra meterlo con vosotros en el agua!”.

Cerramos la puerta del baño; el perro se pone como loco y pone las patas en el borde de la bañera queriendo entrar en el agua, pero mi amigo se lo impide. Nos desnudamos. De repente se abre la puerta: es la hermana; mi amigo le cierra en las narices: “¡¿Qué haces?!”. La hermana se ríe al otro lado de la puerta: “Tranquilos, que no me voy a asustar... sólo venía a deciros que, si queréis os lavo yo la cabeza”. “No hace falta, ¡vete!”. La hermana sigue riéndose: “¡pues laváosla bien y que el perro no rompa nada!”. Entramos en el agua con gran dificultad, pues el perro no para de saltar a nuestro alrededor. Mi amigo me pide que le alcance el champú: “cierra los ojos, que te lavo yo primero”. Se ha puesto de rodillas para frotarme la cabeza, lo que hace con mucha fuerza: “¡Me haces daño!”. Con los ojos cerrados, siento su mano en mi pito: “¿Quieres que te lo ponga tieso?”. Se ríe. Mi mano tapa la nariz y la boca y, por miedo a que me entre jabón en la boca, no contesto. Me está agitando el pito a un lado y a otro. A tientas cojo el cazo y me aclaro yo mismo la cabeza. Abro los ojos y veo que, con la otra mano, se está agitando también el suyo. Cojo el champú y le echo un chorro en la cabeza. Mi venganza es frotarle todavía más fuerte: suelta los dos pitos para taparse la cara: “¡Burro!”. El perro sigue saltando y, cada poco, apoya las patas delanteras en el borde de la bañera con la lengua fuera y jadeante.

Le aclaro la cabeza. Nos reímos. “¿Hacemos una guerra de pitos?”. Le miro extrañado. Se pone de rodillas, se coge el pene con tres dedos por la base y lo agita como antes contra mi pecho. Le imito y me pongo también de rodillas: entre risas, entrechocamos nuestros pitos con los pechos casi pegados. El perro ladra. Mi amigo le tapa la boca. Seguimos con nuestra lucha. El perro vuelve a ladrar y de un salto se mete en el agua. Nos da la risa: intentamos empujarlo hacia afuera, pero salta, chapotea y salpica tanto que no podemos. Nos rendimos agotados. Me doy cuenta de que el nivel del agua está bajando muy deprisa: el perro ha soltado el tapón con sus patas. Intento taparlo de nuevo, pero el perro, con sus movimientos no me deja; lo consigo por fin, pero ya no queda más que un palmo de agua.

Nos recostamos cada uno en un respaldo de la bañera, mientras el perro, en el medio ya no salta: ahora nos mira como desolado por el fin de la diversión. Mi amigo le coge suavemente por las orejas y le mira a los ojos: “Es por tu culpa”. El animal, como para congraciarse, le pega un lametón en los morros; mi amigo se limpia con el dorso de la mano: “¡Marrano!”. Me río y el perro se vuelve hacia mí, cambiando el objeto de sus lametones. Ahora es mi amigo el que se está riendo. Intento detenerlo, pero no reconoce mi autoridad. En lugar de impedirlo, mi amigo sigue riéndose: “No te digo que le gusta el sabor a jabón”. Por fin, consigo apartarlo de mí. Mi amigo detiene su risa de repente, parece que se le ha ocurrido algo: se pone de rodillas, se agarra el pito con una mano y con la otra conduce el morro del perro hacia su entrepierna. El perro le pega unos lametones en el pito y los huevos; yo le miro: “¡¿Qué haces?!”. Mi amigo me devuelve la mirada sonriente: “Prueba, ya verás que bueno”. Me enseña su pito tieso. Niego con la cabeza. El perro le está lamiendo ahora la cara. Mi amigo le coge por la cabeza y coloca su morro sobre mi pito: yo me pongo las manos para impedirlo, pero no hace falta porque el perro vuelve sobre el pito tieso de mi amigo: parece claro que le gusta lamerlo más ahora que antes. A mí me da miedo: “Ya verás como te muerda”. Pero mi amigo se deja hacer hasta que el perro parece cansarse y se pone a beber agua del fondo. Entonces mi amigo se echa sobre mí de repente arrimando el pito a mi boca. “Así no”. Coge una toalla, se limpia el pito con ella y lo vuelve a poner en mis labios: “No me apetece”. Mi amigo se pone de morros, pero se le pasa en un segundo y, para demostrarlo, mete mi pito en su boca; intento impedírselo, pero me sujeta las manos: mi pito se pone tieso enseguida. Se yergue de nuevo y vuelve a arrimar el suyo a mis labios: con cierto repelús se lo empiezo a chupar. No me está gustando: me parece como si estuviera saboreando la lengua del perro.

Mi amigo parece notar mis reticencias y vuelve a chuparme a mí para animarme. Noto un repentino sobresalto en él; levanta la cabeza un poco y con los ojos me indica que mire a su espalda: el perro le está lamiendo el culo, metiendo con gran dedicación la lengua entre las nalgas. Nos da la risa. Después el animal de dedica a saltar dentro y fuera de la bañera; lo pone todo perdido de agua; cada lametón que nos da es motivo de carcajada. Terminamos saliendo de la bañera ante la imposibilidad de contener la alegría del bicho. Mi amigo abre un poco la puerta y llama discretamente a la hermana: cuando ésta ve el desastre por la rendija su gesto se transfigura: “¡Os mato! ¡Como lo vea tu tía nos crucifica a los tres!”.

Corremos a la habitación, muertos de risa, con las toallas empapadas. De rodillas en la cama, mi amigo esgrime el pito de nuevo; respondo al reto. El perro se vuelve loco: salta sobre nosotros; me huele el culo durante unos segundos e intenta meter la lengua entre las nalgas; nos reímos a carcajadas. Mi amigo se tumba boca arriba; el perro se coloca sobre él y le lame, sobre todo la cara y, curiosamente, debajo de los huevos; me sorprende la atracción que nuestro culo ejerce sobre el animal.

Cansado, mi amigo consigue calmarlo. Una curiosidad me ronda la cabeza: “¿A los perros se les pone el pito tieso?”. “Esto que se ve no es el pito; el pito lo llevan escondido dentro y solo lo sacan a veces, pero ni siquiera para mear”. Miro intrigado su protuberancia peluda. “Cuando montan a otros perros lo sacan; cuando era un cachorro quería montar  también nuestras piernas”. “¿Qué es “montar”?”. Se ríe y se calla de repente pensativo: “¡...Ahora ya lo entiendo: cuando montan es que están follando...!”. Le miro interrogativo; “¡Claro! Es porque quieren meter el pito por el culo de los otros perros... ¿Nunca lo has visto?”. Niego con la cabeza. “Primero les huelen el culo y se lo lamen, como los monjes de la peli”. Me estremece pensar que, cuando nos lo hizo a mí y a mi amigo, lo que quería era meternos el pito. “Y ¿cómo es su pito? ¿Tiene pelo o piel?”. “¡Qué va! Es rosa y bastante asqueroso”. Sufro un nuevo estremecimiento.

Llaman a la puerta; la voz de la hermana, desde el otro lado, nos pide las toallas. Mi amigo entreabre ligeramente para dárselas y el perro escapa por la rendija. “Ya lo saco yo afuera. En media hora estará la cena lista”. Nos tumbamos bocarriba, exhaustos. Mi amigo me mira: “Si no quieres chupar, podemos hacernos una paja”. Me pongo de lado y le agarro el pito que ya está tieso; se lo acaricio y también los huevos. El agarra el mío y me lo pone tieso en un santiamén. Me lo masajea, alternando dedos y puño de la mano; me está mirando a los ojos: “¿Probamos otra vez a meterlo por el culo?”. Niego con la cabeza: después del primer intento aquel día ya lejano, es algo que me da cierto miedo. “Pues, entonces, no debemos estar follando de verdad”. Me encojo de hombros. Siento el irrefrenable impulso de besarle en los labios.  Él me mira sonriente pero no parece ser algo que le guste especialmente; me doy cuenta también de que cada vez nos abrazamos menos. Me vuelve a mirar, esta vez con rostro suplicante: “Déjame probar, por favor”. Cedo a regañadientes y me pongo a cuatro patas de cara al cabecero de la cama; mi amigo se coloca detrás, de rodillas, y me abre las nalgas con ambas manos: suelta una para cogerse el pito e intenta introducirlo en el ano, pero mis esfínteres reaccionan, impidiéndolo: “Es que está cerrado del todo”. Prueba a meter un dedo y lo consigue. Pero, cuando la inminencia del dolor me sobreviene, me aparto y me doy la vuelta: “Prefiero chuparlo”. Mi amigo no abandona su postura: “Vamos a hacerlo así, como si yo fuera una vaca que da de mamar al ternero”. La idea me parece divertida: meto la cabeza bajo su vientre y empiezo a mamar; me gusta la sensación: como el pito está seco, el recuerdo de la lengua del perro se desvanece. Mi amigo muge: nos reímos. En esta postura parece que puedo chuparlo mejor y en mi boca se desliza casi el pito entero.

Un ruido repentino nos detiene: ha sido sin duda la puerta que se ha cerrado suavemente. Los crujidos de la madera en el pasillo nos lo confirman; se oye otra puerta: parece la del baño. Nos miramos: “¿Quién era?”. Encojo los hombros. “Vamos a ver: ¡como haya sido mi madre... o mi tía!”. Asustados, nos vestimos rápidamente y salimos al pasillo. Mi amigo pega el oído a la puerta del baño, pero el rumor lejano de las conversaciones en la cocina, nos impide oír. “Vamos por la ventana”. Salimos a la galería, pero la ventana del baño está cerrada y cada batiente está cubierto por sendas cortinas que penden de unos alambres sujetos a los respectivos marcos. Sin embargo, mi amigo señala el espacio diáfano que el alambre, curvado, forma con respecto al marco superior. Para poder espiar por allí, mi amigo tiene que subirse al poyete de la galería. Me subo a su lado. El que está en el baño es el padre; parece estar desnudo, pero solo vemos la parte superior del cuerpo: mira pensativo al espejo, mientras los dedos de su mano peinan con un movimiento monótono la pelambrera del pecho. Mi amigo me mira: “Menos mal que era él”. Sin embargo, no sé por qué, yo no me siento tan aliviado.

En la cena, cuando alguien comenta lo del baño, el padre de mi amigo nos mira: “Me parece muy bien: ya es hora de que vayáis haciendo esas cosas solos, que ya tenéis edad”. Su comentario me da cierta pena: parece como si no quisiera que se repitiera lo del otro día. Después frunce el ceño y nos vuelve a mirar: “Y cuando digo solos, quiero decir solos...”. Está claro que el comentario va con segundas, pero no termino de captar el mensaje.

Nos levantamos de la mesa para marchar a la plaza; el padre nos llama aparte: “Me parece que estáis algo obsesionados con... ciertas cosas. Hay una edad para todo... y vosotros... lo que tenéis que hacer es jugar... y no pensar tanto en... eso...”. Está evitando mirarme, parece que sólo habla con su hijo. “Y están las chicas... tenéis que andar más con las chicas...”. Mi amigo le mira fijamente: “¿Estás enfadado?”. Me mira de reojo: “No, no es eso... Es que... Bueno... ya hablaremos más despacio...”. Es verdad que no parece enfadado, pero está más serio de lo normal. Nos vamos. No entiendo bien lo que quiso decir. Mi amigo parece preocupado: “Seguro que no le gustó lo que hacíamos”. Me gustaría decirle a mi amigo que eso no es posible, después de lo que pasó el otro día en el baño, pero no puedo contarle nada. Llegamos a la plaza. Nuestros amigos están charlando con el rubio; nos acercamos a ellos: “Les decía a estos que, si queréis, podéis venir con nosotros”. En su grupo hay otro chico de su edad y otras tres chicas; entre ellas, la que dicen que es su novia. Vamos con él. Me estoy aburriendo; prefiero el grupo de los mayores: son más divertidos. Estas tres chicas no me caen nada bien: casi no hablan, se arreglan el pelo continuamente y, de vez en cuando, cuchichean entre ellas y se ríen.

Estoy sentado algo separado de ellos. Una mano se posa sobre mi hombro: es el amigo del de Valencia: “¿Te aburres?”. Me encojo de hombros. “Yo también: mi amigo se ha enamorado”. Al otro lado de la plaza, el de Valencia está charlando muy animadamente con una pelirroja. “¿Y los demás?”. “Se han ido todos a jugar a las cartas a casa de una, pero a mí no me apetecía... ¿Quieres dar una vuelta?”.

Caminamos en silencio. Me ofrece una calada de su cigarrillo. “¿Hoy no tienes preguntas que hacerme?”. “Siempre te ríes de mí”. “Te prometo que hoy no”. Dudo: “¿Te vas a reír?”. “No, te lo prometo”. Le miro a los ojos: parece sincero. “Es que no sé bien... no sé... ¿Qué es follar exactamente?”. Se queda callado unos segundos: “¿Por qué lo preguntas? El otro día...”. “Quiero decir, por ejemplo, ¿chupar el pito de alguien es follar o no es follar?”. Se queda callado un momento: “Depende... sí y no”. Le miro, él alza las cejas: “Quiero decir... follar es meterle la polla a una chica, pero una mamada también es sexo... practicar sexo...”. “¿Y entre chicos... follar es entonces meterla por el culo?”. Me mira con cara de extrañeza: “Pues... sí, se podría decir... pero el sexo es sexo, da igual lo que hagas...”. “¿Tú crees que nosotros... que yo no tengo edad para practicar sexo...”. Sonríe, pero no me molesta. “Depende... hacerse pajas es normal a tu edad... Otras cosas... no sé... Depende”. Su tono da tanta confianza que me gustaría contarle todo, pero no me atrevo a traicionar la tan traída y llevada intimidad. “¿Tú ya te corres?”. “No... a veces... me sale un líquido transparente... como baba”. “Es lo normal... pero no te falta mucho, créeme... Las primeras veces... que te corres... son increíbles: no se olvidan...”.

Seguimos andando en silencio. De pronto me coge del hombro: “A tí te gustan los chicos, ¿verdad?... Más que las chicas, quiero decir... por la pregunta del otro día... y por lo que me preguntabas antes...”. No sé qué contestar, nunca me lo había planteado; pienso que las chicas casi ni siquiera existen para mí. “Tranquilo, no sabes lo bien que te entiendo...”. Le miro: su rostro es muy agradable; tiene el pelo muy negro, como el del padre de mi amigo; casi no tiene barba, solo una sombra suave en la barbilla y el bigote; pienso en el pito tan gordo que nos enseñó el otro día.

“Sabes mucho para tu edad. Cuando yo era como tú me hacía pajas muchas veces, pero no sabía ni la mitad... sobre todo, de... del sexo entre hombres”. Le miro, antes de contestar, su gesto amable me anima a seguir: “Lo vi en una película de unos monjes medievales que hacían de todo entre ellos... de sexo, quiero decir...”. Me mira intrigado: “¿Dónde viste tú esa película?”. “En mi casa: tengo un vídeo...”. “¡Qué suerte!... Pero, de donde la sacaste... la película...”. “Mi padre la tenía guardada en un cajón... Mi amigo y yo buscábamos un cigarrillo y la encontramos y la pusimos”. Se queda pensativo. “¿Y estás seguro de que es de tu padre... la película...?”. “Claro”. Percibo en él un interés que no entiendo del todo. “¿Y tú madre...?”. “Mi madre murió hace dos años”. “Lo siento mucho, chaval”. Me aprieta el hombro con cariño.

Estamos llegando a la plaza. “Tu padre era el que estaba el otro día cenando en casa de tu amigo, ¿verdad?... El del polo verde...”. “No me acuerdo qué llevaba”. “¿Sigue aquí con vosotros?”. “No, mañana viene a buscarme y volvemos a casa el domingo”. Vuelve el silencio. Ya puedo ver a mis amigos: las chicas están sentadas en un portal;  los chicos, de pié, las rodean... todos menos el moreno, que está sentado algo aparte dibujando en la tierra con un palo, parece aburrido... El chico me detiene un momento, poniéndose frente a mí: “Sé que te lo he preguntado ya, pero ¿estás seguro de que la película esa es de tu padre?”. “Claro, está en el cajón de su ropa interior”. “¿Y de qué dices que iba?”. “No sé, no está en español”. “¿Pero qué hacían los monjes exactamente?”. “Pues se chupaban los pitos... que eran enormes... y follaban... por el culo, claro, y se comían el semen de los otros... Oye, por cierto, antes de meter el pito por el culo, ¿hay que lamer el ano?”. Me mira con las cejas alzadas: “¡Joder, chaval, vaya película vistéis!”. Mete las manos en los bolsillos del pantalón: al seguir con mis ojos su gesto, veo que un bulto evidente levanta la tela fina de tergal. “¿Y dices que tu padre se va a quedar hasta el domingo?”. “Sí”. No entiendo ese repentino interés por mi padre, pero me está empezando a intrigar...