De cómo una película... (12bis)
El eslabón perdido
Se lo acaricio suavemente. Me gusta el tacto suave de la piel; con mi dedo índice acaricio la vena que lo recorre; noto que va engrosando poco a poco, pero no quiero que se le ponga tieso: me gusta la flexibilidad que tiene ahora y que ceda bajo mi puño. “¿Jugáis a esto con vuestros amigos?”. “No”. “¿Y entre vosotros?”. Dudo en decir la verdad, pero su gesto es dulce e invita a la confianza: “A veces...”. Sigo jugando con su pito mientras respondo; ahora está gordo, pero no duro. Me mira sin sonreír y su gesto tiene algo como de inocencia. “¿Quieres que yo... que... hago algo?”. Sin contestar, le cojo su mano y la pongo sobre mi pito: él me lo agarra y lo mueve suavemente. Su mano es muy grande para mi pequeño miembro y casi no sabe cómo cogerlo. Lo agarra con dos dedos que desliza con lentitud: “prefiero con el puño”, me gusta sentir su palma callosa y áspera sobre mi piel. Obedece: sus movimientos son tan tímidos que parece que el niño es él y yo el adulto que debe guiarle. Mi pito se pone tieso; el suyo sigue blando, aunque cada vez más gordo. El agua se ha ido yendo y la bañera está casi vacía. Me da la impresión de que mis maniobras son torpes. Aparto la mano de su pene y empiezo a acariciarle los huevos, colgantes y peludos. Le agarro la piel que cuelga entre sus pito y sus huevos: todo me fascina en su anatomía; ahora sí que se ha puesto tieso: se lo agarro, está duro como una barra de hierro, más todavía que el de mi padre aquella noche. Agacho la cabeza y meto en mi boca la punta; él da un respingo: “¡¿qué haces?!”. No respondo, me da la impresión de que es una simple exclamación de sorpresa. Mordisqueo el trozo de piel que sobra por encima de su glande. Se me ocurre meter el dedo por ella... y lo hago. Después con mis manos separo los pliegues del prepucio y meto la lengua por allí, como había visto hacer en la película. Miro su rostro: tiene los ojos cerrados y la boca entreabierta, respirando con un ligero jadeo. Hace un rato que su mano está parada sobre mi pito sin moverse. Vuelvo a mamarle, pero su pito es tan gordo que sólo alcanzo a chupar la punta y poco más.
Entonces me aparta bruscamente y se pone de pie; me mira como suplicante: “¿sabes lo que va a pasar si sigues?”. Me acuerdo de mi padre, pero decido no contar nada: “No sé... supongo... no sé...”. “¿Has hecho esto alguna otra vez?”. “No”. Mi mentira me hace sonrojar y también me pongo de pie. Siento el impulso de abrazarlo y lo hago. Se queda quieto, con su pito duro a la altura de mi pecho obstaculizando el abrazo. Pienso que los pitos tiesos resultan incongruentes con el resto del cuerpo cuando nadie los toca. Entonces acaricia mi cabeza y se une al abrazo; mi mejilla se apoya sobe su abdomen sintiendo la caricia de su abundante vello: su pito ahora se apoya, tieso como una rama, sobre mi pecho, llegando casi hasta el cuello. Entonces toma la iniciativa y, arrodillándose, comienza a chupar mi miembro. Su barba sin afeitar raspa mi pubis inmaculado. Es mucho mejor que cuando la hace mi amigo, pero no dura mucho; se levanta y con gesto resoluto me habla.
“¡Hala! Ya hemos jugado bastante. Vámonos ya. Esto no está bien”. A estas alturas no sé lo que está bien y lo que está mal, pero en ese momento no me preocupa; sólo siento un deseo irreprimible de sacarle su leche. Intenta salir de la bañera e intento retenerle: “¡No, por favor, quiero más!”. Él se detiene dubitativo: “pero, sólo un poco, ¿eh?”. Me agarra el pito y lo menea durante un rato. Yo agarro el suyo: está blando de nuevo. “Quiero ver cómo echas tu semen”. Me mira con un gesto algo aprensivo, aparta mi mano y se lo agarra con la suya, empieza a hacerse una paja, mientras menea mi pito con la mano libre. Los movimientos sobre su propio pene son cada vez más furiosos, mientras que la mano que tiene sobre el mío detiene todo movimiento, pero apretando con tal fuerza que me lastima un poco; de repente la suelta y me agarra los huevos con firmeza; mi reacción es agarrarle lo suyos; jadea; suelta mis testículos y con esa mano agarra la que yo tengo sobre los suyos y la empuja hacia la entrepierna; yo, imitando lo que le vi hacer a los frailes de la peli y a él mismo en el baño, deslizo mis dedos entre su nalgas y, al encontrar su ano, introduzco el dedo índice ligeramente en el agujero. Sus jadeos son cada vez más intensos; entonces desliza su mano por mi espalda y la baja hasta mis nalgas; apretándolas con una enorme fuerza, me aprieta contra su cuerpo; siento sobre mi piel los nudillos de su mano bajando y subiendo; de repente la suelta y la pone sobre mi cabeza, que empuja furiosamente contra su abdomen, tenso y duro: cierro los ojos, el vello de su vientre se mete por mi boca y mi nariz; tengo miedo de ahogarme. Está deslizando su pito con violencia contra mi pecho; su esfínter aprisiona con fuerza mi dedo: sus jadeos se vuelven rápidos y, de repente, siento un chorro de líquido cálido, deslizándose muy lentamente sobre mi cuello; para mi gran alivio, la presión se relaja entonces, aunque todavía siento los espasmos de su pito sobre mi piel y el semen chorreante que se mezcla en un batiburrillo pegajoso con su pelo.
Todavía jadeante se separa de mí; lo miro: de su prepucio, con el pito formando ya un ángulo ya algo más bajo, cuelga un hilo espeso de leche: su semen es mucho más blanco y, desde luego, más espeso y abundante que el de mi padre o que el del rubio.
Me mira como aturdido, como no creyéndose lo que acaba de pasar; suspira fuertemente. Me mira de nuevo: frunce la boca y sus cejas convergen hacia el ceño. Sale de la bañera, agarra una toalla, y, se queda inmóvil; entonces se vuelve a mí y se me queda mirando con el ceño todavía fruncido: “¿Y tú?”. Le miro interrogante. “¿Quieres que haga algo...?”. No le entiendo. Entonces me agarra el pito, con gesto interrogante. Ahora entiendo. “No, tranquilo, yo todavía no puedo correrme”. Me suelta y vuelve a fruncir el ceño; se limpia con la toalla y después me la alcanza con gesto conmiserativo: “lo siento, pero... es que tienes unas ideas...”. Odio que los adultos se disculpen siempre, pero está dejando de preocuparme. Se pone el calzoncillo y el pantalón y vuelve a mirarme: “¡me has obligado a hacer algo que ni se me había pasado por la cabeza!”. “No entiendo qué quieres decir”. “Da igual”, su tono era ahora algo malhumorado; esto sí me preocupa un poco. Me mira furioso: “¡yo no soy un pervertido! Y esto no lo va a saber nadie nunca... ¿entendido?”. Asustado, asiento con la cabeza. Su gesto se dulcifica de repente: “¡qué culpa tendrás tú, si no eres más que un niño!”. Vuelve a mirarme: “al fin y al cabo, esto no ha sido más que una paja, ¿entendido?... Y la culpa la tiene mi mujer, que ya no quiere hacer nada nunca...”. Levanta un dedo: “nada más que una paja, ¿entendido?”. Asiento con la cabeza. “Límpiate bien y baja”.
Sale de la habitación y me quedo pensativo si entender mucho. Me empiezo a limpiar y me asalta la curisidad: cojo un dedo uno de los pegotes blancos que ha quedado sobre mi piel y me lo llevo a la boca: tampoco está rico, su textura es más viscosa que el de mi padre, su sabor es poco intenso y algo acre. Me limpio.