De cómo una película... (12)
Continuación
Sus ojos siguen cerrados y su boca muy abierta. Suda abundantemente y parece que su cabeza se ha hundido más en la almohada, pero son los únicos signos visibles de haberse enterado de algo. Me tumbo en mi lado de la cama y me quedo mirándolo. Su pito sigue gordo y grande pero ahora está blando y reposa sobre su vientre apuntando, como antes, ligeramente a la derecha de su ombligo. Siento cierta inquietud que no sé explicarme. Me doy cuenta de que no termino de entender esto del sexo, ni siquiera me entiendo a mí mismo: por qué el espiar la desnudez de otros, o tocarlos, o manosear mi propio cuerpo, me produce esa sensación de excitación, parecida a cuando vas a explorar un lugar prohibido. Tengo la sensación de que a los adultos el sexo les produce una mezcla de placer y angustia, mientras que a los jóvenes, como el rubio o el de Valencia o su amigo, les parece algo divertido.
Me despierto; no sé qué hora es: la luz de la mesilla sigue encendida; mi padre está ahora tumbado sobre su costado dándome la espalda; me doy cuenta de que yo también sigo desnudo: me pongo el calzoncillo y, cuando lo hago, siento en algunas partes de mi piel una sensación de tirantez (en la comisura de los labios y encima de mi ombligo) <> ; apago la luz y me acuesto de nuevo, nos tapo con la sábana y abrazo a mi padre por la espalda: se mueve un poco, acomodándose a mí...
Las ganas de hacer pis, mezcladas con la luz que se cuela por las rendijas de los cuarterones me han despertado. Mi padre está ahora boca arriba; mi mano se apoya en su brazo; su pito levanta la sábana con un bulto bien visible: parece seguir dormido; estudio la mejor maniobra para levantarme a mear sin despertarlo, pero antes de lograrlo, abre los ojos; me mira y me sonríe dulcemente; le devuelvo la sonrisa y le abrazo; se vuelve sobre su costado para recibir mi abrazo; su pito tieso me roza la barriga; se da cuenta y se aparta; se toca debajo de la sábana y se sienta en la cama; mira a su alrededor; después a mí; su gesto es ahora más serio: “¿Dónde está mi ropa?”. “Se la llevaron las mujeres por la noche”. Se queda pensativo, me mira y se pone colorado: “¿Quién... me quitó la ropa?”. “Las mujeres el polo y los zapatos y yo los pantalones”. Parece preocupado: “Siento... lo de anoche... no suelo beber y me afectó más de la cuenta”. “No importa”. “No debiste verme así y esta familia... ¡qué vergüenza!”. “No importa; las mujeres dicen que tú no tuviste la culpa”. “Sí, sí, claro que la tuve...”. No quiero que esté preocupado: “Fue divertido...”. “Para los demás... Nunca te emborraches, se pasa francamente mal”.
Mira otra vez ansioso a su alrededor: “Tengo que ir al baño”. <>. “Alcánzame ese toalla, por favor”. Lo hago y se la pone alrededor de la cintura. Su pito sigue formando un bulto evidente bajo la tela. Mira la hora en su reloj que está depositado en la mesilla. Abre la puerta muy despacio y antes de salir, echa una ojeada al pasillo y se dirige de puntillas al baño; yo voy detrás de él; me hace un gesto para que vuelva a la habitación. Protesto en voz muy baja: “Yo también tengo muchas ganas”. Me hace una señal de silencio. Entramos en la baño muy despacio. Deja que yo haga pis primero. Después me ordena con un gesto retirarme a su espalda y, colocado frente a la taza, se quita la toalla, la cual sujeta en la mano izquierda. Yo me pongo en ángulo y, de refilón, puedo ver su pito, todavía bastante gordo. Puedo ver cómo, de repente, se toca el vello púbico y observa algunas marañas de vello pegado; pasa los dedos por su vientre hasta el ombligo y se los lleva a la nariz; vuelve al pubis. Cuando termina de mear, se enrolla de nuevo la toalla y se vuelve con un gesto extraño: me mira fijamente con el ceño fruncido como esforzándose en recordar algo.
Me coge de la mano y con el mismo sigilo volvemos a la habitación. Se sienta en el borde de la cama y se pone el reloj, consultando de nuevo la hora: “Acuéstate, es muy pronto todavía”. Su tono es serio. Sin acostarse, escudriña la sábana bajera con la vista y con la mano: sus dedos se detienen donde la tela forma círculos resecos y arrugados; me mira con aprehensión; parece ir a decir algo, pero duda; finalmente se decide: “¿Anoche... pasó algo... raro?”. La alarma de su voz me dice que es mejor callar: me encojo de hombros. “¿Hice algo raro... en sueños?”. “No, que yo sepa...”. Se queda callado; se acuesta muy despacio, sin quitarse la toalla y sin apartar la vista de mí. Su rostro está ahora muy serio y pensativo, con la mirada fija, como cuando uno escudriña sus propios pensamientos. Dirijo una mirada, furtiva y preocupada, a los restos que él antes inspeccionaba <>; él sorprende esa mirada y se dirige a mí: “¿Estás seguro de que no pasó nada... que no te...?”. Su voz muestra tal alarma que me asusto. Tengo la angustiosa sensación de que lo sabe todo y de que no le gusta, de que debo buscar una excusa: “Es que creo que se van a dar cuenta de lo de la sábana”. Sus ojos se abren y se incorpora bruscamente: “¿Por qué dices eso? ¿Qué pasó anoche?”. Su tono es tan imperioso que me entran ganas de llorar. Se alarma todavía más, parece que él también vaya a llorar: “¿Qué hice, hijo, por Dios, qué hice?”. “Nada... de verdad”. Me aprieta el brazo con fuerza y su mirada es tan apremiante que siento que tengo que decir algo convincente de forma inemdiata: “Te hiciste una paja... creo que mientras estabas dormido...”. Cierra los ojos con un gesto extraño: “¿estás seguro que fue eso?”. “Sí, yo sé perfectamente lo que es...”. “No, no me refería a..., vale, sí. Sí, su padre me contó lo de la camiseta y vuestros amigos...”.
Se deja caer en la cama, parece levemente aliviado. Se lleva el brazo a la frente; me mira: “Lo siento”. Este comentario, que no entiendo, me hace romper a llorar definitivamente. No entiendo nada. Él me coge por la barbilla: “Lo siento, hijo, lo siento”. Le rechazo con enfado: “¡no digas eso, no lo digas!”. Me mira sorprendido. “¡No entiendo nada! todo el mundo dice que hacerse pajas es normal, pero tú te disculpas como si no lo fuera. ¿Es normal o no es normal?”. Me mira ahora con gesto amable; se ha sonrojado: “sí, en cierto modo, es normal, pero... es algo íntimo... que no se hace delante de otros”. “Pero eso no es verdad, porque la gente tiene sexo unos con otros”. Me mira, mientras ordena sus pensamientos: “En esos casos es también algo íntimo, pero entre dos... tampoco se hace delante de otros”. Me quedo pensativo: las ideas parecen aclararse un poco y empiezo a entender algo <>. Su voz me saca de mi ensimismamiento: “escucha, tú... todavía... eres demasiado joven para... tener sexo con una chica”. Le miro. “¿Me has entendido?”. Asiento con la cabeza. Me gustaría contarle que sólo he tenido sexo con mi amigo y con él, pero ahora sé que no debo, que es algo que no se cuenta... Vuelve a mirar la hora y se tumba de nuevo boca arriba, echándome una sonrisa de vez en cuando.
Al rato, empezamos a oír ruido en la casa. Alguien llama a la puerta. Mi padre se levanta con la toalla a la cintura y abre sólo un poco: es el padre de mi amigo con la ropa del mío en las manos, lavada, planchada y cuidadosamente doblada. Abre la puerta del todo; el hombre le sonríe al entregarle la ropa y le da una palmada amistosa en el hombro desnudo; la sonrisa de mi padre es algo forzada: “¡Qué vergüenza!”. “¡Bah, bah, bah!, aquí nadie se sorprende de estas cosas”. “Hay algo más...”. Baja mucho la voz, pero consigo oír algo: “tuve... un sueño... de esos... ya sabes... las sábanas...”; el padre de mi amigo mira hacia la cama sonriente y, al verme, saluda con la mano. Mi padre tiene las mejillas encendidas. “¡No te preocupes, hombre! ¿A quién no le ha pasado algo así? ¡Ya te contaría yo...! De eso me encargo yo... pero ¿el chaval...?”. “No, no creo que se enterara”. “Mejor”. Se sonroja de nuevo. El otro le da una nueva palmada en el hombro y cierra la puerta tras de sí.
Mi padre me mira y yo le sonrío. Me da la espalda para vestirse. Antes de quitarse la toalla, entresaca los calzoncillos de la ropa doblada. “Papá, ¿por qué no te gusta que te vea desnudo? Mi amigo se mete con su padre en la bañera y el otro día todos nos bañamos desnudos en el río...”. Se da la vuelta: “no, hijo, no es que no me guste, es que...” Parece no saber qué decir. “Tienes razón... y ¡después de lo que has visto ya!”. Me da la risa; él también se ríe, con ganas; se quita la toalla y empieza a vestirse frente a mí.
Mientras yo me pongo mi ropa, nuevas dudas invaden mi pensamiento: pienso que, si es algo íntimo, no deberíamos haber espiado al padre de mi amigo. Pero pienso que mi padre también espía, en cierto modo, a los monjes de la película: aunque sea una película, sigue siendo íntimo. Pienso en el rubio... y esto me lleva a pensar en los curas de mi colegio, pero mi propio padre me ha dicho varias veces que no les haga mucho caso...Sé que no debo contarle a mi padre lo que le hice anoche, pero no entiendo muy bien por qué; al fin y al cabo, fue algo íntimo...
Cuando llegamos a la cocina, mi padre empieza a disculparse por lo de anoche, pero todo el mundo le quita importancia y no le dejan hablar. Cuando habla de sus planes de marcha, la madre le pide que nos quedemos a comer. Mi amigo suplica entonces que me deje quedarme unos días más. A todos les parece una excelente idea. Yo callo: después de la nueva complicidad que ha surgido entre nosotros, parece que me apetece estar con mi padre en casa, los dos solos. Sin embargo, las palabras de mi padre arruinan esta ilusión: “No sé... les había dicho a sus abuelos que se lo dejaría en San Juan”. Todos me miran, yo me dirijo a mi padre: “puedo ir a San Juan después, tengo todo el verano para ir...”. La madre da por zanjada la cuestión: “Tiene razón el xiquet; no hay nada más que hablar; cuando se canse, se lo lleva mi marido a Alicante... Mejor todavía, viene usted el viernes, pasa aquí el fin de semana con nosotros y se marchan el domingo; y no me diga que no, que entonces voy a pensar que le hemos tratado mal... y hoy se queda a comer, que vamos a hacer arroz de pueblo”. Mi padre protesta, pero no le queda más remedio que aceptar la invitación.
Cuando mi amigo y yo volvemos a casa a la hora de la comida, los dos hombres están afuera, como ayer, con una botella de vino en la mesa; charlan en voz baja y, de vez en cuando, sueltan una carcajada. Mi amigo y yo les miramos divertidos: de algún modo nos gustaría ser partícipes de esa conversación que parece tan divertida.
Antes de subirse al coche para marchar ya, mi padre besa a todas las mujeres; su nuevo amigo y él se dan unas palmadas en la espalda; y a mí me da un abrazo muy apretado y me besa varias veces en la mejilla; está más cariñoso de lo normal; no se olvida de mi amigo al que también besa en la mejilla y revuelve el pelo.
El día resulta muy divertido: jugamos al balón con nuestros amigos y a muchos juegos más; por la noche los chicos mayores han organizado una fiesta en la plaza, con refrescos, patatas fritas y chucherías. Cuando llega la hora de acostarse, me fijo en las sábanas: son nuevas. La euforia del día me incita a traicionar la supuesta “intimidad” y le cuento a mi amigo algo de lo sucedido, sin entrar en demasiados detalles. Me mira con los ojos muy abiertos: “¿Y qué tal?”. “No sé...”. Se baja el calzoncillo: “hazme a mí lo que le hiciste a él”. Me da la risa. Coge mi mano y la pone sobre su pito. Se lo acaricio; mientras, le cuento las conclusiones que he sacado sobre el sexo. Él me escucha atento. Después me quita el calzoncillo y nos revolcamos desnudos en la cama. Jugamos a lucha: gana el que consiga meter su pito en la boca del otro. Ninguno lo consigue; al final nos rendimos fatigados y nos tumbamos uno al lado del otro, con los hombros pegados.
Por la mañana, me despierto casi abrazado a mi amigo, desnudos todavía; él sigue dormido y, siguiendo un irresistible impulso, le beso en los labios.
El día se desarrolla como el anterior, divertido y feliz. El rubio ya no viene con nosotros: pasa casi todo su tiempo en la plaza con un chico nuevo que llegó el sábado y con las chicas de su edad, que les han aceptado en su grupo. Por la tarde, antes de marchar, el padre nos advierte que tenemos que volver pronto: hoy hay que bañarse y lavarse la cabeza antes de cenar: “los dos”. Me pregunto si se bañará con nosotros.
Al volver a casa, la madre de mi amigo nos avisa de que el padre ya está preparando el agua de la bañera. Vamos hasta el cuarto de baño; el padre ya está metido dentro del agua; mi amigo se desnuda rápidamente y entra en el agua chapoteando. El padre le riñe y me mira: “tú también”. Me desnudo; mi amigo me hace sitio a su espalda, quedando él en el medio. El padre se queja: “esto es muy pequeño para tres”. Enjabona el pelo a mi amigo mientras éste empuja el agua hacia atrás para salpicarme; su padre se ríe y nos cuenta que cuando era pequeño se bañaba en un balde: “y en verano en el jardín, a la vista de todo el mundo que pasaba”; nos reímos los tres. Tampoco esta bañera tiene ducha y le aclara el pelo con un cazo. Cuando termina, le manda salir; mi amigo protesta, pero su padre le empuja hacia afuera: “a la habitación a vestirte, que ahora le toca a tu amigo y después me la tengo que lavar yo”. Mi amigo sale protestando, coge una toalla y, enfadado, cierra de un portazo.
Ahora me enjabona a mí; con la cabeza gacha, mis ojos, semicerrados por el picor del champú, están justo encima de su pito que flota bajo el agua; en un impulso que no sé de donde me viene levanto ligeramente la cabeza: “¿Puedo tocarte el pito?”. Sus manos se detienen sobre mi cabeza: “¿Qué?”. Repito mi pregunta. “¿Por qué?”. “Por curiosidad, nunca he tocado el de un adulto; a tu hijo le dejaste el otro día”. Me asombro de mi propia capacidad para mentir. No contesta y sus manos renuevan el masaje de mi pelo, pero ahora muy despacio. Interpreto esto como una señal de consentimiento y se lo agarro con mi mano derecha. El ritmo de sus manos se ralentiza más todavía...