De cómo una película... (10)
Continúa la parte anterior.
Siento deseos de tenerlo más cerca, de sentir su proximidad de forma más física. Me atrevo a acercarme un poco más y a posar mi mano sobre su hombro y bajarla por su brazo, pero el sudor que lo cubre impide un deslizamiento suave. Se remueve; temeroso de despertarle, le doy la espalda. Pone el brazo sobre mí hombro; sonrío satisfecho.
Entro en un estado de duermevela, del que me saca un ruido cerca de mi oreja; siento su fuerte respiración, que no llega a ser ronquido, en mi nuca; ahora está muy cerca, casi reposando su pecho sobre mi espalda; su sueño es ahora ligeramente más inquieto, parece querer ponerse boca abajo y se apoya casi de lleno sobre mí, me siento sofocado y muy pequeño a su lado y, aunque su peso ejerce una presión casi dolorosa sobre mi pequeño cuerpo, es una sensación que me resulta muy gratificante. De repente me percato de que algo duro está apoyado en la parte baja de mi espalda: al principio dudo de si se trata de lo que imagino o de alguna parte de la pierna; muevo despacio la espalda para intentar averiguarlo, pero no consigo una percepción clara; me arrepiento de no haberme desvestido. No quiero moverme; estoy así unos segundos sudando de manera copiosa; intento liberar ligeramente mi brazo de la presión ejercida por el suyo; consigo llevar mi mano a la espalda e intento introducirla cuidadosamente entre los dos cuerpos, toco su pierna y la costura inferior del calzoncillo; subo la mano muy despacio hasta que se topa con un obstáculo; ahora no tengo duda alguna, lo que mi mano está acariciando a través de la tela es su pene tieso y duro. Intento percibir su forma con mi palma, pero la extraña postura me hace dudar de la dirección correcta; me siento tan excitado que no presto atención a sus leves movimientos; me doy cuenta de que mi propio pito está tieso dentro de mi ropa; de repente, siento un movimiento brusco. Vuelvo la mano a su sitio; mi padre se separa completamente de mí.
Espero unos minutos; finjo dormir y cuando, pasados unos minutos, sigo sin notar movimeinto alguno, me doy la vuelta: ahora está boca arriba y el bulto es evidente; sin embargo, la tela suelta de la prenda que lo cubre hace difícil definir una forma concreta; me gustaría tocar pero no me atrevo. Mi visión es interrumpida abruptamente por las manos de mi padre que cubren de repente el bulto; levanto la vista, mi padre me está mirando; yo me sonrojo y él me sonríe, pero con poca connvicción: “¡vamos arriba!, tenemos que pensar en ir marchando”. Se levanta, tratando en todo momento de darme la espalda; se viste; yo espero a levantarme a que salga de la habitación.
Cuando llego a la sala, mi padre está protestando a la madre y a la tía de mi amigo: “No, por Dios, no me es posible y además no queremos causar más molestias”. “Pero si mañana es domingo”. La madre se dirige a mí: “¿A qué tú quieres quedarte hasta mañana?”. Me vuelvo a mi padre con un ademán de súplica. Su cara expresa cierto fastidio. “Además no he traído equipaje”. “Pero si para una noche no lo necesita”. El padre entra entonces por la puerta; la madre le informa de sus intenciones. El padre se une a la petición: “esta noche tenemos una cena de hombres en la bodega de un amigo; no te vas a aburrir, hay gente de tu categoría... hasta un médico”. Mi padre se sonroja: “si no es eso, hombre”. Mi amigo le suplica también. Entra su hermana de la calle: “dicen vuestros amigos que si vais a salir”. Mi amigo y yo miramos a mi padre; duda, pero al final hace un ademán de resignación; mi amigo y yo saltamos de alegría.
En el jardín delantero nos esperan nuestros amigos; los dos padres salen y se sienten en la mesa con un café en la mano. Cuando el de mi amigo ve al rubio, murmura algo en el oído del mío. Esto me altera ligeramente. Mi padre pone gesto interrogador, el otro le pide paciencia con un gesto de la mano. Vamos al patio de atrás porque el pequeño quiere ver el perro. Cuando volvemos a salir, mi padre mira al rubio y después me llama: “A ver lo que hacéis, dedicaos a jugar, que es lo vuestro”. Lo dice en alto para que los otros lo oigan.
Cuando llega la hora de la cena, hemos recorrido ya media comarca. Al no verlos, me acuerdo de que los hombres han ido a la cena en la bodega. Al terminar, vamos a la plaza. Hoy volvemos más tarde que de costumbre. Nuestros padres no han llegado aún. Mi amigo tiene que dormir en la habitación de sus padres, por lo que retrasamos la hora de ir a la cama. Sentados en el patio, oímos voces y jaleo en la parte delantera; al llegar allí, vemos lo que sucede: nuestros padres han llegado y están muy borrachos, especialmente el mío. La madre de mi amigo, en bata, recrimina fuertemente a su marido. La tía y la hermana, también en bata, miran muy serias. A mi amigo le da la risa, pero yo estoy un poco asustado; nunca había visto a mi padre así: apenas se sostiene y tiene que sujetarse del hombro de su nuevo amigo para no caerse.
Entre las tres mujeres meten a los hombres en la casa. Nos hacen un gesto para que las sigamos. Mi amigo y su hermana acompañan a su padre y las otras dos se encargan de llevar a mi padre a la habitación; yo las sigo, todavía asustado. Dejan caer a mi padre en la cama boca arriba. La tía marcha y la madre le quita las sandalias y el polo, que está muy sucio, como de restos de comida. El pantalón tiene una gran mancha de humedad que le baja desde la entrepierna. La mujer se dirige a mí: “No te preocupes, hijo. Está bien, sólo tiene que dormir y mañana estará como nuevo. La culpa es del bruto de mi marido. ¡Y yo que le pedí que se quedara!”. La tía aparece con un par de toallas mojadas, le pone una en la frente y con la otra le lava la cara y el torso. Él se remueve y abre un poco los ojos, pero parece ajeno a todo lo que sucede a su alrededor. Murmura algo que no entendemos. Hace ademán de incorporarse, pero las mujeres le empujan hacia atrás suavemente, sin que él ponga especial oposición. La tía me mira con una sonrisa comprensiva: “¿Ves? Está perfectamente, no te preocupes nada”.
La palabras de la mujer, juntos a estos signos de consciencia, me han tranquilizado bastante. La madre parece dudar y le dice algo a su cuñada al oído. La tía se ausenta de nuevo; vuelve con otra toalla mojada y me mira: “Termina tú de desnudarle, nos das la ropa y le limpias bien con esta toalla. ¿Quieres que llame a tu amigo para que te ayude?”. “Vale”. Vuelven los dos. Mi padre está como un tronco, respirando estentóreamente. Ahora la madre se dirige a su hijo: “saca tú la ropa cuando se la quitéis”. Después a mí: “tú le lavas bien y dejas la toalla en la silla por si la vuelves a necesitar. Si se pone mal durante la noche, nos llamas sin miedo... pero no te preocupes, que no va a pasar: es una borrachera sin más". Me da un beso en la cabeza y cierran la puerta tras de sí. Aunque me siento un poco cohibido, le desabrocho el cinturón y el pantalón, mi amigo, divertido, tira de una pernera y yo de la otra, el pantalón al bajar arrastra un poco el calzoncillo, dejando al descubierto todo el vello púbico. Mi padre refunfuña algo mientras mueve la cabeza a los lados. A mi amigo la da la risa, esta vez le acompaña la mía. Nos quedamos mirando el calzoncillo: está tan mojado como el pantalón. Mi amigo se encoge de hombros: “Habrá que quitárselo, ¿no?”. Curiosamente no deseo hacerlo, no en estas circunstancias. Miro suplicante a mi amigo: “Hazlo tú, por favor”. Se vuelve a encoger de hombros y se pone a la tarea. No entiendo por qué, pero aparto la mirada. Le ayudo a sacarlo por los pies, siempre sin mirar. Cojo la toalla mojada y se la alcanzo a mi amigo: "Pónsela ahí". Mi amigo me susurra al oído: "¿pero no querías vérselo?". Me encojo de hombros. Cuando mi amigo posa la toalla donde le he dicho, el pobre hombre da un respingo y con la mano parece querer apartarla sin acertar siquiera a encontrarla, finalmente renuncia y queda quieto de nuevo. Sofocamos una risa. Alguien da un golpe en la puerta: “¿Termináis?”. Es la voz imperiosa de su tía. Mi amigo recoge la ropa y me habla de nuevo al oído: "Lo tiene parecido a mi padre" y sale tapándose la boca con la mano para sofocar su risa.
Quedo a solas con mi padre. Ahora está quieto y parece completamente dormido; tiene los brazos ligeramente abiertos, lo que combinado con la toalla colocada tan estratégicamente me hace pensar en el cristo yacente de un cuadro que adorna el comedor de mi colegio. Tengo que limpiarlo como me han ordenado. Me acerco y toco la toalla con mis manos: está muy mojada y fresca; nervioso la retiro poco a poco...