De cómo los homosexuales salvaron la civilización
Continuación de otro relato que tantos malentendidos produjo. También hay final feliz para los que no les gustó el final trágico del anterior.
Este relato es una continuación de "De cómo los homosexuales hundieron la civilización" [ http://www.todorelatos.com/relato/33159/ ] Espero que ahora no queden malentendidos sobre mis intenciones, que era ridiculizar a tantos moralistas apocalípticos como vemos estos días. Agradeceré sus comentarios. Un saludo.
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Así acabó la fábula del sacerdote [léase el relato ya citado], y toda la Corte calló para meditar sus palabras mientras él alzaba su vista, autoritario, sobre todos ellos.
- Por esto os digo que el orden natural de las cosas no ha de ser trastocado y que, si bien pueden disfrutarse en la intimidad de algunos vicios, y no es éste mi caso porque soy puro tanto en pensamiento como en hechos, en público debemos comportarnos con la máxima virtud y discreción.
Sólo el príncipe le miraba con enfado, como a un enemigo; y es que el joven príncipe y el viejo sacerdote se habían convertido en adversarios. Estaban los dos de pié y delante de la escalinata del trono. Más atrás, custodiado por dos soldados, había un hermoso joven de cabellos rubios que veía todo con temor, el culpable de todo.
El sacerdote saboreó el triunfo dialéctico y habló de nuevo, señalando al príncipe sin ningún temor:
Que el príncipe asuma ahora sus responsabilidades y reniegue de esa unión escandalosa y horrenda a los ojos del Creador. Porque, ¿quién dará un heredero entonces a la Corona si no se une a una mujer?
Os he contestado antes que puedo adoptar a un heredero y con esto quedara resuelto el problema... Y si no quisiera hacerlo, puede mi hermana dar un heredero al trono le interrumpió el príncipe.
Hubo murmullos de indignación. ¡El príncipe pretendía casarse con un mozo de cuadras, con un plebeyo, con alguien de su mismo sexo! ¡Y además hablaba de adoptar! Las damas suspiraban y se abanicaban para evitar sofocarse. Sólo los aristócratas más ambiciosos parecían contentos: era la ocasión para rebelarse y luchar por el trono si el rey no ponía fin al escándalo.
- Hijo mío, esto que he oído es justo y tú sabes que es cierto. Sólo te pido que reniegues de ese mozo de cuadra y aceptes como esposa a la hija de un rey, como acordamos cuando tenías cinco años. ¡Disfruta en privado, si quieres, de cualquier capricho! Pero tú me darás un heredero.
Lo cierto es que el príncipe parecía perdido. Su madre y su hermana le miraban con los ojos húmedos y angustiadas. Entonces su hermana se colocó delante de él y habló al rey:
- ¡Perdónale, padre, porque mi pecado es mucho más horrendo! ¡Me castigarás a mí si le castigas a él!
Todos la miraron con curiosidad. El sacerdote movió una ceja inquisitivamente.
- Sí, padre mío, sabe que el culpable de mi pecado es Trueno. Me regalaste ese magnífico animal cuando apenas tenía nueve años y no me he separado de él desde entonces. Ese hermosísimo pura sangre blanco me ha robado el corazón hasta el punto de que sólo soy feliz cuando estoy sobre él... y bajo él.
Hubo gritos de horror, murmullos. ¡La princesa era una zoofílica! Jamás se había visto semejante desvergüenza. ¡Adónde iríamos a parar!
Hija, tú me mientes de forma horrible. Di que eso no es verdad.
Padre, mi prima Fiorona tomó a un ogro por esposo y todos hemos aceptado su zoofilia...
¡Tu prima es una perdida! ¡Me encargaré de que hoy mismo seas recluida en el monasterio más severo que se pueda encontrar! le respondió su furioso padre.
El viejo consejero real sintió piedad por ella y su hermano, y tomó la palabra:
- Mi señor, no castiguéis a los dos porque no podría soportar la muerte de mis dos nietos.
El rey enarcó las cejas por extrañeza. ¿Qué le estaba contando ese buen hombre?
- Mi señor, yo soy tu padre. Sabed que vuestra madre, que en paz descansé y a la que tanto amé, fue una mujer liberal y con grandes apetitos que el anterior rey no supo resolver. Y entre sus muchos amantes yo tuve la fortuna de... Puedo aportar pruebas de lo que digo.
No acabó de hablar porque ahora no se levantaron murmullos sino un clamor. Las maduras y honorables damas pedían a sus sirvientas que las abanicaran para no desmayarse de vergüenza.
¡Vive Dios que no se había visto cosa así! exclamó el sorprendido rey, que había descubierto a un padre de la forma más increíble. Luego se volvió a su esposa:
Vivo entre perversos. Dime tú, amada esposa, que me eres fiel y que al menos mis hijos son legítimos.
La mujer, madura pero hermosa, dudó antes de contestar:
- ¡Os juró por mi vida que vuestros hijos son legítimos! Y también os digo que ningún otro hombre que vos me ha gozado... porque mis apetitos se inclinan por las de mi sexo. Si me he acostado con vos ha sido por miedo y por obligación pero comprendo a mi hijo porque...
Un duque, poderoso aristócrata y con ansias de ocupar el trono, se atrevió a intervenir.
- ¡Esto es una infamia que no se puede tolerar! ¡La familia real ha caído en el vicio más horrendo y ni siquiera se atreve a negarlo ya! Si el rey no puede gobernar a su familia, ¿cómo nos gobernará a nosotros?
La mayoría de los aristócratas le vitorearon porque opinaban igual. Pero no se atrevieron a más porque allí estaba el capitán de la Guardia Real y general del ejército. Llevaba una brillante armadura y los aristócratas rebeldes se callaron cuando se adelantó para poner orden.
¡No habrá aquí rebeldía alguna si nosotros podemos evitarlo! Sabed que la Guardia Real es siempre fiel a su señor y que también simpatiza con nuestro príncipe; porque nuestros hombres siempre han sido los más viriles del reino y, con el perdón de las damas aquí presentes, prefieren la compañía de los camaradas a la de cualquier mujer. Y dicho esto, mostró el escudo con los siete colores del arco-iris, emblema de la Guardia Real, y abrazó al teniente que había junto a él.
¡Tampoco yo callaré! Y ahora fue el verdugo el que habló. Llevaba la cabeza oculta por un capuchón negro y su único vestido eran correas de cuero y un taparrabos. Yo no derramaré más sangre porque estoy harto de ello. Me conformo con dar unos azotes, o a lo sumo, con algunos latigazos o pequeños castigos. Porque siempre me ha gustado el sadomaso pero abomino la muerte...
Imposible describir el desorden que se organizó entonces. Todos hablaban en voz alta y a la vez, y aunque las honorables matronas y algunos puritanos se dignos se escandalizaban, otros empezaron a revelar sus propios vicios. Y se sintieron mejor haciéndolo e incluso descubrieron que tenían mucho en común y que podían dejar de ocultarse y tapar sus miedos. Al final, fueron unos pocos los que no quedaron contentos, principalmente el sumo sacerdote:
- ¡Estáis todos perdidos! ¡Habéis abandonado el temor a Dios y lo pagaréis con creces! ¡Cómo suplicaréis piedad cuando os llegue la hora, porque yo os digo, como en ocurrió en mi fábula, que Dios os castigará antes de dos meses si no volvéis a él! Y dicho esto, se marchó con los pocos fieles en la Corte.
Recorrió el reino y juntó a muchos leales con él antes de regresar a la capital con ellos. Se manifestaron todos y después acudieron al gran templo para rezar por los descarriados y esperar el castigo de Dios: sólo ellos se salvarían.
Pasaron los dos meses... y no ocurrió nada. Esperaron otro más y tampoco pasó nada. El reino seguía igual de próspero, tan sólo que sus habitantes se sentían más libres, ahora que podían hablar de sus deseos. Empezó a cundir el desánimo y los fieles fueron abandonando el templo. Sólo quedó el sumo sacerdote, que vociferaba rabioso, suplicando una tormenta de fuego con que castigar tanta perversión.
No hubo tal y una noche acabó por coger una de las antorchas que iluminaba el templo y provocar un incendio. No pudieron rescatarle porque había atrancado las puertas del templo, y murió sólo y resentido. El templo ardió hasta sus cimientos en un fuego fantasmagórico.
En cuanto al príncipe, no mucho después hubo la deseada boda y todo el reino lo festejó. Hubo banquetes, bailes... y besos, por supuesto. Se sirvió vino y cerveza en abundancia y todos participaron en alegres orgías y diversiones variadas. Un año después adoptaría a una princesita traída de un lejano reino de Oriente.
También se amoldó el rey al nuevo orden. Confesó ser un gran lector de literatura erótica e hizo llamar a Alexius, el archivero real, para levantar una biblioteca sobre el mismo lugar en que había ardido el templo. Allí todos los ciudadanos del reino podían leer y escribir sus propias historias sobre sus deseos más íntimos.
Y todos fueron felices; y a vivir, que son dos días.