De cómo isabel vino a mi vida
Isabel, diez-once años más joven que yo, era mi médico de cabecera... Pero yo fui a enamorarme perdidamente de ella...
Que Isabel y yo llegáramos a conocernos, fue una auténtica carambola. Por aquél entonces, 1974, más o menos, yo tenía un médico, por la Seguridad Social, con el que me llevaba como perro y gato a cuenta de mi inveterada afición al “fumete”, que casi me daba miedo ir a la consulta cada vez que agarraba una bronquitis, por las que me armaba con que no dejaba de fumar. La cosa fue que, en una de las veces que tuve que ir a consulta, con todo el dolor de mi corazón y de mi alma, eso sí, resultó que mi famoso médico estaba por ahí, de gira académica, o así, conferencias médicas y
tal, con lo que me asignaron un suplente, que en realidad era “suplenta”, pues era mujer, doctora. Todavía, a los años, cuarenta, año arriba, año abajo, la recuerdo: Bajita, regordeta, carita redonda, más que menos agradable. Y además, para que nada faltara, la mar de simpática, comprensiva y tal
Y qué queréis que hiciera, sino que de inmediato, en saliendo de la consulta, pedí cambio de médico con esa doctora, Dª Isabel Burgos Baena,
que tan bien me tratara y, sobre todo, tan bien me cayera. Yo ahora debo añadir que, aunque todavía no era tan mayor, “trintitanntos”
na más, ya padecía de diabetes melitus, aunque todavía tratándola sólo con pastillas, pero que me obligaba a mantener control médico cada dos, tres semanas máxime, con lo que mis visitas a la consulta, por narices, debían ser frecuentes, con lo que el cambio de médico no veáis cómo me sentó y agradecí.
Y así fueron las cosas durante unos meses, seis/siete al menos, no lo recuerdo ya bien, hasta que, en una de tantas visitas, me encontré con otra médico, también fémina, pero la mar de seria, casi adusta, podría decirse. Y a mí, para arreglar las buenas relaciones con la “galena”, no se me ocurrió nada mejor que comentarle, mientras ya me levantaba de la butaquilla de paciente
¿Sabrá usted si la doctora Burgos tiene todavía para mucho?... Porque, imagino, estará de baja…
Aquí, esa doctora me lanzó una mirada que el hielo, a su lado, resulta hasta tibio de temperatura
Antonio, para su conocimiento le informo que la doctora Isabel Burgos Baena, soy yo; por la que usted pregunta era una suplente, cubriendo mi baja por maternidad… Y, la verdad, ni idea de dónde pueda estar o hacer…
Vamos, que sólo le faltó añadir al comentario, respecto a la que fuera su sustituta, lo de “Y un carajo me importa lo que de ella sea”…
En fin, que “ezte zervió de Dios y uztede vuzotro”, más cortado que si acabara de engullirme bocata “Gillette”, espondí
Ah; usted perdone mi error, doctora Burgos
No hay de qué, Antonio…
Y la mirada con que me despidió, nada tenía que envidiar, en seriedad y frialdad a la anterior.
Salí de la consulta casi persignándome; no, si es que, me pongo, adrede, a meter la pata, y tan hasta el corvejón no la meto como cuando voy al buen tun, tun; esto es a la buena de Dios, sin encomendarme ni a Él ni al Diablo; vamos, que soy un fenómeno equivocándome, haciendo mal
las
cosas.
En fin, que la relación con la definitiva doctora Burgos Baena, según me pareció, “mejor” no pudo empezar. Y a fe que las apariencias abundaban en tal dirección, pues había que ver la cara de la doctora cada vez que asistía a su consulta, más tiesa que un ajo y más seria que juez en su tribunal; vamos, que estaba seguro de que me había tomado una ojeriza de las de alivio. Después, a partir de entones, lo cierto es que la relación, si no mejoró sustancialmente, pues ella seguía con ese aspecto serio, pero sin adustez alguna, con lo que, finalmente, aunque sin amiguismos que valieran, que ella mantenía la distancia médico-paciente cosa fina, la
relación entre ambos fue discurriendo por senderos enteramente normales. Debo, además, admitir, que la atención médica, el interés que ella ponía en su profesionalidad con las afecciones que padecía, en especial la diabetes, porque las afecciones derivadas de mi afición al tabaco, la verdad, que medidas preventivas no tenían, salvo que yo, espontáneamente, decidiera dejar de fumar, cosa que, por entonces, vamos, ni “harto e vino”; pero la diabetes era distinto, y tenerla controlad mediante los diarios perfiles era fundamental para mantenerla en niveles aceptables, luego la doctora Burgos me puso un más que rígido calendario de control de los perfiles, haciendo que acudiera a control semana sí, semana no, sin admitir excusas para saltarme tal calendario, sino que imponiéndomelo a raja tabla, si quería evitar unos rapapolvos nada normales, que menuda era ella puesta en plan borde de verdad, a modo y manera
Y así fue transcurriendo el tiempo, año y pico, puede que hasta dos, cuando sucedió algo que varió esa relación mutua casi, casi, que en redondo. Por entonces, hacia 1979/80, yo estaba en desempleo y sucedía que, la última vez que debí presentarme en la oficina del INEM(1) a sellar, no lo hice, pues se me pasó, me olvidé del día, con lo
que me sancionaron con un mes sin paga; pero lo grande fue que, por cuando debía de haber cobrado y me vi sin blanca, por la sanción, también me tocó ir a consulta y, por estas cosas que pasan, comenté, despotricando del ente Seguridad Social, considerando a todas sus gentes hijos no ya de siete, sino de setenta padres, como
poco, a escote entre ellos(2). Isabel me escuchaba en silencio mientras escribía y escribía en unos papeles; al acabar, alzó la cabeza y alargándome uno me dijo
Toma, Antonio; presenta esto en la oficina del INEM y te levantarán la sanción
A mí, aquello, me cogió de sorpresa, sin en absoluto esperarlo; era un certificado médico oficial, afirmando que, en las fechas que debí presentarme a sellar en la oficina del INEM estaba aquejado de bronquitis, lo que me impedía salir a la calle. Yo, más abrumado que admirado por aquello, intenté negarme a
tomarlo
Por Dios Isabel, (¡ era la primera vez que me dirigía a ella por su nombre de pila
!) no se
moleste
usted por mí…Si, total, no tiene tanta importancia, un mes más o menos… Y de una paguica que, aún percibiéndola entera, aviado iba de no tener otros recursos, mis ahorros de las épocas de vacas gordas, cuando trabajaba… Además, que ya es agua pasada… Me lo han descontado en este mismo mes, así que ya…
Pero no seas tonto Antonio; sean más, sean menos, esas pesetas son tuyas, que bien que te las
ganaste trabajando y cotizando a la Seguridad Social mes tras mes; que “ellos”, el sistema, a nosotros, los que trabajamos y cotizamos, no nos regalan nada,
sino que nos los tenemos que ganar con nuestro trabajo y esfuerzo; y con dinero, cotizando… Luego ¿para qué, tú, yo, cualquiera de nosotros, los que “curramos”, tenemos que regalarles nada a “ellos”, los que “sin dar palo al agua” viven a costa nuestra?... Y opíparamente, además…
Y sí, tomé el papel, el certificado médico, lo llevé a la oficina del paro, como también es conocida la del INEM, y, efectivamente, al mes siguiente tuve paga doble: La del mes finiquitado y la de la sanción, anulada gracias a ella, a Isabel, como ya la comencé a llamar habitualmente, suprimiendo hasta el usted, sino de tú y por tú, como ella, desde un principio, me hablaba. Todavía subsistió y por bastante tiempo, casi años, el buenos días, doctora, al darle mano siempre que accedía a consulta, puede que por degeneración profesional, ya que de siempre he sido agente de ventas, vendedor, ramo ferretería, con un almacén de Madrid, y lo normal, al entrar en la tienda, es saludar al cliente estrechándole la mano.
En fin, que desde ese día, mi forma de mirar a la doctora Burgos Baena, ya mas Isabel que doctora Burgos, vario rotundamente, con esa especie de fila que ante le tuviera devenida en casi perruno agradecimiento. De siempre, en mí, ha pesado mucho más el agradecimiento ante el bien recibido que el rencor por el mal infligid; y si esto
era una especie de tónica general en mí, con la doctora Isabel Burgos mi agradecimiento llegó a
límites, digamos, que casi estratosféricos, generando en mí un corriente de auténtico cariño, un afecto muy, muy enraizado; verdadero cariño de amigo.
Así que, aunque todavía dentro de la mayor formalidad, con el “Buenos días, doctora” y el apretón de manos al entrar en la consulta, lo cierto es que mi trato hacia ella era cada vez, cada día, más y más cordial, más y más afable, lo que a su vez generó que también ella fuera tendiendo lazos, puentes, de afable cordialidad entre nosotros que, según iba pasando el tiempo, meses, año, fuera tejiéndose entre nosotros una red de casi íntima amistad, cuajada de hondo, profundo, cariño mutuo que, paulatinamente, fue aniquilando esa especie de muralla tras la que se parapetaba la formalidad de nuestro trato, pues aunque en mí siempre fuera más marcado el formalismo y en ella más abierto, su mínima seriedad teníala, marcando distancias claras entre ambos; bueno, pues eso, esa mínima formalidad que los dos manteníamos, fuése a hacer gárgaras en año, año y pico, a casi tres de empezar la relación médico-paciente con tan mal pie
Pues eso, que hacia los tres años de conocernos, éramos los dos más que amigos, amiguísimos del alma; fue ella quien entronizó una costumbre entre nosotros que hizo solera
al trocarse en norma generalizada de cada visita que yo hacía a la consuta, y no olvidemos que, eso, acudir a su consulta, se hizo, casi desde nuestro mismo primer día, en algo bisemanal;
vamos, que semana sí, semana no, allí estaba yo, en su consulta, como un pasmarote. También desde el principio, las citas las establecíamos a la última hora de la mañana, para yo poder trabajar lo más posible… Así, hasta que un día me propuso
aparecer por la consulta no a la una-una y media, que era lo habitual, y aún a veces, al acabar conmigo, todavía le quedaban pacientes que atender, sino a las dos, dos de la tarde ya pasadas incluso,
cuando, seguro,
no le quedaba paciente alguno por atender… Vamos, que hasta día hubo que me esperó en consulta, sin orse a casa, hasta más pasadas que por llegar las dos y media de la tarde… Aunque, sin faltar tampoco,
en tales casos, un ligero rapapolvo.
En fin, que cada consulta comenzó a acabar en algo así como tertulia o charla entre amigos que, en verdad, se aprecian y se encuentran a gusto, bien, conversando, hablado y hablando juntos, de nada en particular, naderías, nimiedades que maldito el interés que en sí tenían, pero que nos permitía estar juntos, disfrutando los dos de una compañía que cada día, casi cada minuto, se nos hacía más y más
deseable
Así, hasta fuimos entrando en asuntos mucho más personales, más íntimos: Esos que sólo al amigo más íntimo, leal y fiable, confías. Aquellas, digamos, sobremesas tras la consuta, se iniciaron en el mismo despacho de ella, o sala de consulta, Isabel en su sillón, yo en la butaquilla de paciente, con la mesa de despacho entre medias, pero pronto, y a
iniciativa de ella, tale ratos de mutuo asueto los trasladamos al bar de en frente, algo así como híbrido de taberna de pueblo/barrio y bar-cervecería, con tapas de cocina caliente… En fin que, al través de días y
más días, semanas y más semanas, meses, que alguno pasó, esa caña de cerveza con patatas bravas, oreja a la plancha, callos a la madrileña, etc., etc., etc., y luego cada mochuelo a comer donde Dios le dé a entender, la cosa paso a pedir, en ese mismo bar-taberna-cervecería, el plato del día, comiendo pues juntos tales días bisemanales de consulta
Y con la confianza acrecentándose más y más entre nosotros de las charlas más menos intranscendentes pasamos a conversaciones más serias confiándonos intimidades de nuestras vidas. De mí, poco pude hablarle: Por circunstancias de la vida, sucesivos fallecimientos de mis mayores, paternos y paternos, remedando una canción de hace ya años, diré que estaba “soltero y
solo en la vida”; de ella supe que era una católica, apostólica y romana muy creyente y practicante además, de esas católicas y tal que ni por equivocación se pierden la misa
dominical. También supe que ella había sido, era, mujer de un solo hombre, su Pablo, su marido, el padre de sus dos hijos, chico y chica…Y porque Dios no había querido obsequiarles con más descendencia, que ellos, su marido y ella, bien que ponían su granito de arena al respecto, pero que si quieres arroz… O lo que para ella era, que no estaba de Dios, que con la inicial parejita el Altísimo parecía decir que iban que chutaban, los dos, su marido y
ella. Y aún habría que dar gracias
al Cielo por ello, ya que las cosas, en esta nuestra querida y sufrida España, la verdad es que no van nada bien, sino que hoy peor que ayer pero mejor que mañana… Y que fue madre por primera vez, con veintitrés años todavía sin cumplir, pues los cumplió mes y nada antes de conocerla, cuando se reincorporó al “currele” tras la baja por maternidad
Fue cuando ya
llevábamos siete u ocho años de estrecha amistad, diez/once de conocernos, cuando pasó lo que, antes o después, tenía que pasar. Fue un día cualquiera de una primavera mucho antes
cálida que templada, con temperaturas en torno a los 25º y más bien diría que durante una de tantas visitas que le hacía por mi dichosa bronquitis tabaquística, pues recuerdo, perfectamente que el detonante de todo fue al inclinarse ella sobre el escritorio para extenderme una receta, cosa que, en mis bisemanales visitas por la diabetes, bien podía decirse que nunca pasaba. La cosa fue el llevar Isabel desabrochados dos botones más de lo en ella acostumbrado, ostentando entonces sus senos un “canalillo” tremendamente tentador, que a mí, inadvertido, desde luego que no se me pasó.
Fue como el descubrimiento de la mujer que Isabel era. Pero vayamos por partes; que mi doctora era una mujer, desde el primerísimo momento de verla, desde luego que ningún arcano era; pero era mi doctor, mi gran, queridísima amiga, luego también un ser, una mujer, asexuada
Pero desde que vi ese canalillo que a mí se me hizo divino, las cosas cambiaron y de qué manera, pues desde tal momento ella, Isabel, dejó de ser el ente asexuado que antes yo veía para pasar a ser
una mujer que, para más INRI, cada vez, cada día que acudía a su consuta, me resultaba más y más atrayente,
más y más atractiva, más y más deseable… Sí,
hasta deseable la empecé a ver… Y eso que, en sí, Isabel, francamente, no lo era; una chica de mona, de facciones más agradables que menos, cuerpo muy, pero que muy normalito; con todo lo que debía tener y donde debía tenerlo, a las medidas, digamos, justas, pero de tal manera llevadas, puede que por un exceso de puritanismo, pudor,
en ella, que no llegaban ni a notarse. Vamos, una de tantas, tantísimas, mujeres que a diario nos las cruzamos por la calle y ni nos fijamos en ellas… Pero a mí me traía ya más que frito, sin poder apartar mis ojos de ella desde que accedía a la sala de consulta hasta que, por fin, la
abandonaba.
Los meses iban
pasando hasta llegar un momento en que ya no me cupo duda alguna: Amaba a esa mujer, la quería. La “quería más que a mis ojos, la quería más que a mi vida, más que al aire que respiro y más que
a la madre mía”.
Sí; me había enamorado de esa mujer, Isabel; y perdidamente, además… Como un adolescente de su primer amor… Sí, perdida, desesperadamente enamorado, pero de quien nunca, nunca, debí enamorarme, porque ese amor mío estaba, de
antemano, condenado al fracaso, al desamor de ella,
que hasta por pasiva y activa me lo había dicho, que era mujer de un solo hombre, su marido, su Pablo, de quién estaba, a su vez, enteramente enamorada.
¿Qué hacer, Señor, qué hacer? Más claro que el agua era que estar con ella, en su consulta; para mí era algo así como aguantar y aguantar y aguantar una
especie de “bota china”, horas y horas de suplicio… El famoso tormento de Tántalo, realmente, tenerla tan cerca y, a la vez, tan lejos. Consideré, incluso, el cambio de médico, hasta de ambulatorio,
pero tampoco eso era viable, factible, pues yo, por incongruente que parecezca, también necesitaba verla, oler su aroma, sentirla…; era algo así como “No Quererlo” y, al propio tiempo, “No poder vivir sin ello” Había, antiguamente una canción, en cuya autoría, letra se entiende, D. Antonio Machado muy lejano no estuvo: “Ni contigo ni sin ti/ Tienen mis males remedio/ Contigo, porque me matas/ Sin ti, porque yo me muero”
En fin, que seguí asistiendo a su consulta, pero ya de forma más mensual y hasta con cinco-seis semanas de por medio, lo que hizo que ella, Isabel, me protestara y de lo lindo, aunque más como amiga que como médico, que también; pero ya digo, más como amia, echando de menos aquellas charlas que ante sucedían a la consulta bisemanal. Hasta llegó a preguntarme si me había ofendido en algo, para que así, tan de repente,
cortar esa relación de amistad que manteníamos… Ni sé cómo pude reprimirme para no soltarle la verdad, la realidad: Que la amaba, la quería y andaba más que loco por ella; que la deseaba con toda mi alma, sí, pero con todo mi cuerpo también; que la vida misma daría por hacerla mía, mía del todo, en cuerpo y alma, una sola vez… Pero, cómo le decía eso; cómo decirle “te quiero más
que
a mis ojos, te quiero más que a mi vida, más que al aire que respiro y más que a la madre mía”... Así que me refugié en una mentirijilla piadosa: El trabajo; el dichoso trabajo que, de la noche a mañana, también, no me dejaba en paz ni a sol ni a sombra
Ella, ni por un instante, un “pugnetero” instante, se tragó lo de la tremenda acumulación de trabajo, así, sin comerlo ni beberlo, pensando siempre que, sencillamente, por la razón que fuera, que yo sólo sabría, no deseaba seguir viéndola, seguir manteniendo esa tan buena amistad que teníamos…. Aunque, ¡ay!, con la tan famosa intuición femenina, que lo que a una mujer se le escape… Y menos,
si un simple y mortal “hijo de Adán” se
fija un tanto en ella…
En fin, que todo aquello, por finales, fue resolviéndose de una forma muy normal, muy civilizada; ni gritos, ni malas formas en modo alguno, sino dentro de la más acendrada educación y mejores formas: Yo acabé por no aparecer por la consulta más que cuando no tenía más narices, por mis problemas respiratorios, gracias al tabaco, y ella siempre me recibía en consulta con su mejor sonrisa… Y aquí Paz y después Gloria, que por esta hispana tierra, a veces, se decía, en esta España mía que un día fuera “Camisa banca de mi esperanza”… O, en Román Paladino, acabó con cada cual en su casa y Dios en la de todos, como también, “in illo témpore” solía, a veces, decirse por estos lares… O, lo que es lo mismo, que aquella estrecha, sólida, amistad que entre nosotros hubo y que tanto, tantísimo, en un tiempo nos uniera, se acabó, finalizó, se fue al garete…
Y así es como el tiempo, semanas, meses, años, transcurría en casi absoluta monotonía, sin ya, como quien dice, haber nada, pero lo que se dice nada, entre Isabel y yo, salvo la más que insulsa relación médico-paciente. Y fue entonces, dieciséis-diecisiete años de conocernos, que de nuevo todo varió, cambió, más radialmente que otra coa. Fue en una de esas mañanas de de otoño que yo acudía a consulta afectado de una de mis típicas bronquitis tabaquísticas; entré en la consulta tan campante, pero al punto la sorpresa, pues Isabel no estaba allí, sino una especie de Valquiria, eso sí, rubia y fornida cosa mala, pero sin trenzas, y una cara de mal “yogurt” que tiraba de espaldas… En fin, que la consulta pasó sin mayores daños y cuando ya me recetaba los imprescindibles antibióticos se me ocurrió preguntar
Y la doctora Burgos… ¿De baja, verdad?... ¿Sabe qué le pasa?... No será nada
grave, ¿verdad?
Ah, pero… ¿No lo sabe usted?... ¡Pobrecilla, y qué golpe tan terrible!... ¡Tan joven!
En fin, y acotando tiempo, decir que a mi querida amiga Isabel se le acababa de morir el marido, ese Pablo del que tanto, tanto, me hablara y del que tan enamorada estaba, estuvo siempre… Fue, según me dijeron, uno de esos infartos de miocardio fulminantes, que en automático, te rompen el corazón, te lo seccionan, digamos, que por la mitad. Y yo pues qué queréis, sino que andaba desalado con esa persona a la que tanto quería, mi querida amiga Isabel, deseando sobre todas las cosas estar a su lado para asistirla en lo que dado me fuera…consolarla… Todo eso que ansiamos hacer cuando alguien que, en verdad, nos importa, sabemos que está pasando muy, pero que muy malos momentos… Pero ni sabía qué, cómo hacer, para entrar en contacto con ella, pues ni su dirección, teléfono o correo electrónico tenía, y pensar que el ambulatorio, la Seguridad Social, en suma, me facilitara nada al efecto, era algo así como creer en el Ratoncito Pérez, los Reyes Magos, Papá Noel, Santa Claus, El País de Jauja, o el de
las Maravillas de Alicia…
Así que me devanaba y volvía a devanar la cabeza, buscando solución al tema, pero “que si quieres arroz”… Hasta
que, de
pronto, una mañana tempranito, al salir de casa para trabajar, conduciendo, se me encendió la popular bombilla en la “cocota”, al acordarme de que ella, según alguna vez me confesara, solía escuchar una muy popular onda de radio mientras conducía de su casa, en la madrileña Sierra de Guadarrama, al trabajo, en esa ciudad-dormitorio del extrarradio de Madrid, al suroeste de la capital de las Españas, y donde yo mismo vivía. El programa, uno de esos de “Peticiones del Oyente” y Canciones Dedicadas” a Tal y Cual personas, en una emisora de radio que, pongamos, fuera, por ejemplo,
“Radio Olé”
Aquella misma mañana, aparcado en el arcén de la carretera hice el encargo a la emisora de marras: Una Canción del “Dúo Dinámico”, “Resistiré”, que sabía a ella le gustaba mucho, y para la ocasión, pintiparada, con ese “Resistiré para seguir viviendo/Soportaré los golpes, y
jamás me
rendiré/ Y, aunque los vientos de la vida soplen fuertes/seré cual junco, que se dobla, pero siempre sigue en pie”
Así que a la “Doctora Más Guapa, Simpática y Dicharachera” de toda la Sanidad Española, en esos momentos de dolor y “crujir de dientes”, le dedicaba esa canción con estas palabras: “Resiste, mi querida amiga, el tirón del momento; aguanta, templa el ánimo,
y tira p’alante, aunque el dolor te “envenene el corazón”,(3) pues tienes contigo dos joyitas, los hijos que él te dejó, que te necesitan y por los que debes de vivir, si es que en ti misma, por ti misma, no encuentras suficientes razones para seguir luchando”
Pasaron dos días con más pena que gloria y al tercero, al regresar a casa ya a la
noche, entre las once y las doce, como acostumbraba, tras tomar algún vino con el último cliente del día y
cenar en cualquier sitio, me encontré sonando a todo sonar el
teléfono; sí, era ella, Isabel…. Esa misma mañana había sintonizado la emisora, el programa de radio, y escuchado mi mensaje y
el
disco dedicado
Te lo prometo, Antonio; de verdad que te lo prometo… Me has hecho un bien inmenso…
Me decía;
y yo
le rebatía que no tenía tanta importancia lo que yo había hecho… Que más importante para ella debía haber sido el tener con ella a su familia, padres, tíos, primos, etc, amén de la de su Pablo. En fin que, por
finales, el asunto fue que, de verdad, yo para ella era de la mayor importancia; claro que
su
familia, padres y hermanos, eran tremendamente importantes para ella, que los lazos de la sangre siempre pesan de lo lindo, pero los unos, sus padres, eran ya bastante mayores y bien podría decirse que, ya, “ni pinchaban ni cortaban”, en tanto los otros, hermanos y hermanas, tenían sus propias vidas, hijos, marido/esposa, con lo que su apoyo a Isabel era más testimonial que efectivo… Y de sus suegros, cuñados y tal, pues bastante tenían con consolarse a sí mismos por la pérdida del hijo,
el hermano… Y
de amigos, mejor ni hablar, pues verdaderos no tenía, sólo conocidos, conocidas… En fin que, a la postre, parecía ser que sólo a mí me tenía; sólo en mí podía apoyarse para superar los tremendos momentos por los
que pasaba… Sólo yo, mi compañía, aunque fuera en la distancia, para no caer en la más absoluta, inmisericorde, soledad
Aquella noche hablamos largo y tendido, pues el palique se prolongó hasta
casi las dos de la madrugada, sin que, realmente, tocáramos temas importantes, sino baladíes y tontunas… Era, sencillamente, el deseo de comunicarnos, hablarnos, sabernos cercanos, yo a ella, ella a mí…
Y desde entonces se instituyó una muy arraigada costumbre entre nosotros: Por las mañanas, a eso de las ocho, ocho menos casi nada, ocho y casi nada, nada más levantarme yo, a punto de entrar en la consulta ella, si es que no estaba ya sentada en su mesa, yo la telefoneaba, deseándole un buen día y luego, ser las diez de la noche las máas veces, hasta casi las doce, si no casi la una de la madrugada, era ella la que me llamaba a mí… Y entonces, en esas comunicaciones ya decididamente nocturnas, sí que nos despachábamos a gusto, “rajando y rajando”, hablando y hablando, que era una vida nuestra
Como entonces, cuando nuestra primera comunicación nocturna, los temas eran de lo más trivial e insignificante, llegando, a veces, a ser insustancial, infantiloide, incluso, pero que, como antes señalara, para nosotros, Isabel y yo mismo, resultaban tales ratos más que menos imprescindibles, y digo esto aún a riesgo de exagerar cosa fina, filipina, como decíamos en aquellos “Madriles” de los años 50/60. Y así, en esa forma nuestra de vivir, que no rutina, pues lo rutinario implica, también, monotonía, aburrimiento, hastío, y nada de eso se conjugaba con nuestras charlas a la luz de la luna
Así, en ese día a día, el tiempo, días, semanas, meses, fueron transcurriendo hasta poder contar los quince-dieciséis meses desde la muerte de Pablo, el difunto marido de Isabel. Fue por entonces que ella misma, Isabel, me propuso salir algún fin de semana que otro, sábados, domingos, algún festivo, a tomar el aperitivo, unas cañas de cerveza con algo de picar, gambas a la plancha en forma más bien excepcional, que tampoco
permitía Isabel que me “rascara” demasiado el bolsillo, luego las más humildes paratas bravas o alioli, oreja de cerdo a la plancha, boquerones fritos o en vinagre etc. eran el pincho más habitual… Y luego, a comer en cualquier restaurante, aunque con preferencia por el viejo Madrid, el de los Austrias, pues quedábamos en la capital, equidistante, o casi, de ambos domicilios, el suyo y el mío. Luego, en la tarde, a veces, a pasear por el Retiro, remar en su estanque etc., a veces al cine, sesión de las siete de la tarde con despedida y cada mochuelo a su olivo a eso de las nueve, nueve y media de la noche
Y así, otra tanda de meses, hasta superar los dos años de viudedad de mi dama, cuando me atreví a proponerle ir a cenar y luego bailar alguna que otra noche de sábado…o viernes,
si se terciaba… La “Pica en Flandes” la hinqué con más miedo que vergüenza, y mira que me daba vergüenza proponérselo, pero Isabel acogió mi propuesta hasta contenta, con alegría, diciéndome que hacía siglos que no iba de bailoteo, pues a su finado Pablo eso mucho no le gustaba, y es que, el hombre, debía tener una alpargata por oído, ya que, según ella me contaba, riéndose, el finado Pablo desentonaba “mazo” al
cantar, pegándole “ca patá” (
cada patada
) a la escala musical, lo del “do, re, mi, fa, sol”, que la dejaba tiritando…
En fin, que desde entonces empezamos a salir a cenar y bailar sábado sí y al otro también, más los viernes que
empezaron a terciarse, que en nada si no eran casi todos es porque eran todos, sin perdonar uno, vamos… Fue por entonces cuando una noche sabatina empieza ella a decirme
¿Sabes lo que me dicen los
capullos de mis hijos cuando te ven esperándome ante el portal?... ¡Que ya está ahí mi novio, esperándome!... Ja, ja, ja… ¡Si serán
cabroncetes los
muy puñeteros!
Y nos reímos los dos a modo, comenzando ella a informarme del trajín que sus dos hijos se traían, a cuenta mía, las casi noches en que
pasaba a
buscarla para llevarla a cenar y bailar… En especial, la chica, que, en cuanto empezaba a oscurecer, ya estaba pendiente del balcón o la ventana, oteando la calle, esperando mi
llegada,
hasta que me veía aparecer y aparcar frente a su portal, cuando la muchacha salía disparada en busca de su madre, diciéndole: “Ya lo tienes abajo, mamá; a tu novio… Esperándote, como un clavo… Venga, tonta; date prisa y no le hagas esperar más”
Reímos, sí; ya lo creo que reímos… Hasta que dejamos de reír para mirarnos, fijamente, a los ojos… Y todo vino por sus propios pasos, sin provocarlo, sin esperarlo siquiera… Simplemente, nuestros labios, nuestras bocas, se unieron en un beso que lo era todo de amor, dulzura, ternura…pero también, pasión, deseo…ansia de amar, de ser amado/amada… Los labios se unieron y las lenguas se buscaron gustosas de acariciarse, saborearse, degustarse, mezclando salivas Al fin, labios y bocas se separaron; volvimos a mirarnos, con el cariño, el amor, la pasión, el deseo, brillándonos en los ojos, en los míos, en los de ella… No pude contenerme ya y se lo solté
Te quiero, Isabel; te amo… Sí, te amo… Con pasión, con locura… Con toda mi alma, pero, también, con todo mi cuerpo… Y si este amor mío por ti, te ofende, sólo puedo sólo puedo decirte
que lo siento, lo lamento de corazón, pero nada puedo hacer por evitarlo, salvo dejarte… Alejarme de ti…
Antonio, mi amado amigo, en nada me ofendes con tu amor; antes bien, me
haces dichosa al saberme amada por ti…por el hombre que yo también amo… Porque yo también te quiero, ¿sabes, querido mío?... Te quiero mucho, muchísimo, como amiga tuya que soy; pero infinitamente más como la mujer que también soy
Y qué queréis que hiciéramos sino besarnos, acariciarnos, más y más y mucho, muchísimo más, subiendo la pasional temperatura en ambos a cotas de estratosfera casi, con lo que el mutuo deseo de poseernos creció en ni se sabe cuántos enteros, comenzando a meternos mano los dos allí mismo, en la pista de baile para, enseguida, buscar el refugio de la mesa que nos asignaron al llegar al local, como lugar más discreto, menos expuesto a miradas indeseables. Entonces, y allí, en la mesa, con ella entregada, entre mis brazos, supe, al
fin, de la dulce, suave, tersa turgencia de su desnudez, al apoderarme de sus senos, desnudos ya de vestido y sujetador… El momento de la verdad, el sexual punto de “No Retorno” estaba ya, prácticamente, rebasado, cuando ella tuvo el valor de tomar ese bravo toro por los cuernos.
¿Qué hacemos, amor; dónde vamos? Lo suyo sería irnos a mi casa, que está aquí mismo, a un paso, cual se dice, pero, ¿sabes, amor?...me da “palo” que los chicos,
mis hijos, me vean amanecer desnuda, contigo en la cama… Claro que, ya que me están pasando tanto por las narices que si eres mi novio, y que si mi novio por aquí, que si mi novio por allá, pues eso, que mi novio y yo vamos a vivir juntos…como matrimonio, y que salga el sol por Antequera,(4) si así lo quieren!…
Tranquila, cariño; tranquila… Que no creas que tampoco para mí sería tan fácil entrar en tu casa…en la intimidad de tu domicilio y hasta la trastienda, el “Sancta Sanctorum” de tu dormitorio…donde dormías con su padre…el dormitorio que también era de él… Y, digo yo, que entre zamparnos (5) los dos en tu casa o
desplazarnos casi una hora hasta la mía, hay una opción intermedia: Una cómoda habitación de hotel…
Finalmente,
el nidito de amor de nuestra “Primera Vez”, “Noche Nupcial” o “Noche de Bodas” fue una muy cómoda y amplia habitación de hotel a tiro de piedra del domicilio de Isabel, local que en el mismo restaurante-espectáculo donde estábamos nos recomendaron como de verdadero ensueño y, la verdad, es que no nos defraudó. Ni que decir tiene que, cuando me vi solo con ella, ante la puerta de la habitación, recién abierta por el botones, alcé
en vilo a mi dama y, con ella en brazos, como mandan los cánones para tan especial “Noche”, crucé el
dintel de la puerta, cerrándola tras de mí de algo así como un taconazo a la virulé, vamos, dado de lado con el tacón del zapato, como Dios me dio a entender, arrullado el acto con en coro de carcajadas, risotadas y otras yerbas por el estilo con que mi amada me obsequió en tan álgido momento.
Y así, tras el famoso “¡Al
fin, solos!”, llegó el momento” de la verdad, de la plena intimidad hombre-mujer. En tal instante no es que “mi” Isabel se me rilara, que de ninguna manera, en modo alguno, pero sí que me percaté de lo nerviosa que estaba, con lo que me dije: “Paciencia, Toñico, que todo llegará en su oportuno momento” y me apliqué a rodearla de cariño, de suavidad, de ternura, aunque sin tampoco faltar su mijita de picante erótico al amoroso guiso, con lo que también logré que, poco a poco, mi amada entrara más y más en “calor”, hasta llegar el momento oportuno para iniciar el “asalto a la plaza”, cuando dejando a un lado los prolegómenos al amoroso combate “cuerpo a cuerpo”, me subí encima de ella, presionando en sus muslos para que me los abriera de par en par, cosa que, al instante, hizo, abriéndose para mí todo cuanto
sus muslos, sus piernas, daban de sí. Fue también entonces cuando cas me susurró al oído
Antonio, amor... Estoy muy nerviosa… Es como si enfrentara, nuevamente, mi “Primera Vez”, mi “Noche Nupcial”… Y tengo un poco de miedo…
Te haces cargo, ¿verdad?
Tranquila cariño, que todo irá bien…seré tremendamente gentil contigo… Pero, si prefieres dejarlo para más adelante, cuando te encuentres mejor, más tranquil…
No amor; sigamos…
¿Sabes?... Sí, tengo algo de miedo, pero también ganitas… Muchas, muchas ganitas…Es como entonces, cuando mi pobre Pablo me desfloró; tenía miedo, sí, pero también lo deseaba…le deseaba… Ahora, también lo temo, pero, ¡Dios!, y cómo lo deseo… Te deseo, amor… Venga, cariño, bien mío, hazlo, penétrame… ¡Métemela, cariño mío!... ¡Hazme tuya…tu mujer!
Y desde ese momento la noche se hizo larga, muy, muy larga “
Que no se rompa la noche,/ por favor, que no se rompa./ Que tengo que amarte mucho,/ que tengo que amarte tanto/ que si la noche no acaba/ yo te voy a enloquecer./… Y no; la noche no se rompió
, sino que permaneció impoluta hasta que ni Isabel, y menos, aún, yo, no podíamos ya ni con el pelo, derrengados ambos, desjarretados ambos, desfondaos ambos… Pero, debo decir, en honor a la verdad, que yo a ella, a mi Isabel, no la enloquecí, ni muchísimo menos, sino que fue ella quien me dejó a mí bastante más que turulato perdido, pues… ¡Dios, y
en qué pedazo de mujer, de hembra humana, que se me reveló a nada de empezar a amarnos en la dulce “danza de Venus”!
No era una mujer lo que entonces surgió, sino una tigresa devoradora de machos… Ella, tan religiosa, tan católica, apostólica y romana, devenida en mujer/hembra insaciable, queriendo siempre más, y más, y más y mucho, muchísimo más, exprimiéndome al máximo, como a un limón, hasta conseguir escurrirme hasta la última gota de mi viril esencia… Sí, así me resultó, por finales, mi Isabel: Religiosa hasta la médula, casi, casi, que fanáticamente cristiana católica, apostólica y romana, al tiempo que mujer, hembra, más que ardiente… Y, realmente, no es incongruente lo uno con lo otro, la religiosidad con el ardor amoroso/sexual, que lo cortés nunca impidió lo valiente, como solemos, solíamos, al menos, decir por estos hispánicos lares. (6)
Ni qu decir tiene que, al día siguiente, despertamos tarde, pues muy, muy tarde, o muy pronto, según se mire, acabamos por entregarnos en brazos de Morfeo los dos, Isabel y yo, abrazados ambos y con mi “cosota” todavía dentro de ella, pues mi mujer… Sí, mi mujer, quiso retenerla dentro de ella, con lo que me obligó a hacer equilibrios para mantenerme encima de ella y, al tiempo, poder descansar la cabeza, al menos, en la
almohada. En fin, que cuando al
fin nos dormimos serían ya entre las seis y las siete de la mañana, despertando pasadas ya, y bien pasadas, las tres de la tarde, tras ocho-nueve horas de reparador sueño, lo que devino en que abriéramos los ojos con las de Alberi(7), en especial este servidor de Dios y “uztede vozotro”, que despertó de un bravío… Pero es que, tampoco mi Isabel se quedó atrás, ni muchísimo menos, que no sé bien quien de los dos estaba más aguerrido, si ella o yo… Y qué diablos “quirís” que pasara más que “eso” “mesmo”, lo que estáis pensando ahora “mesmico”, mis queridísimos/as
“salidillos/as. Y no estoy ahora muy seguro si no fue por duplicado o por triplicado… Y, que conste, que la cosa se quedó ahí porque, de pronto, tras duplicar o triplicar el asunto, nos apercibimos que teníamos un hambre de lobo, que si no… Vamos, que lo de “Y aquí murió Sansón con toos los filisteos” juego de niños, vamos
En fin, que por fin nos decidimos a salir de la cama, ducharnos…sí, y tal… Y, finalmente, vestirnos y salir a buscar dónde atemperar la gazuza que nos martirizaba. Fue entonces, más calmados, más sensatos ya también los dos, que enfrentamos el problema de lo de los hijos de ella, decirles lo nuestro… Que sí, que su madre tiene novio y muy, pero que muy formal, como antes se decía… Para compartir la vida mientras Dios nos la mantenga a ambos ¡Y hasta más allá de la muerte!… “Serán ceniza, mas tendrán sentido/ Polvo serán, mas polvo enamorado”(8)
Serían ya bastante pasadas las seis de la tarde cuando llegamos a la casa de mi dulce tormento, afrontando, finalmente, a sus nenes. Fue ella, Isabel, su madre, quien corrió con todo el “gasto”, pues yo apenas abrí la boca salvo con el consabido “Gusto en conoceros” cuando, oficialmente, me presentó a ellos. La locución materna, más concisa tampoco pudo ser, pues nada de andarse por las ramas, sino que directa al “turrón”, vamos que “en costo y por derecho”, como los buenos toreros, se los estoqueó a los dos. La cosa fue sencilla y muy, muy breve, sin aspavientos, escenas, nada, lo más normal, lo más natural del mundo: Que, efectivamente, éramos novios, ella y yo, y muy, muy formales; que nuestro deseo de franca y conyuga convivencia era más que firme y activa desde la noche precedente
Y entonces salió por los “Cerros de Úbeda” cuando enfrentando a sus hijos les planteó, abiertamente, la posibilidad de que se quedaran ellos solos en casa, pues ella, tras pensárselo bien, quería “independizarse” de ellos para venirse a vivir conmigo en mi casa… Y a nada del Ambulatorio donde cada mañana trabajaba…y no allí, en Las Rozas, a más de una hora de viaje del trabajo
Desde luego, fue una tremenda sorpresa para todos, os chicos y yo mismo, tal salida de pata de banco, pero resultó que los muchachos, chico de caso veinte años ya, choca con diecisiete recién estrenados, la acogieron del mejor grado… Y del mejor modo a mí, como actual compañero de su
madre…
Y la monda cundo la muchacha, Maribel por María Isabel, echándole los brazos al cuello a su madre le espetó
Una cosa, mami; ¿nos traeréis algún hermanito?
Y la madre rompió a reír a carcajada limpia ante la salida de su hija
¿Te gustaría?- le respondió directamente a la muchacha para, al punto, abarcar con la vista primero a mí, luego a su hijo
-¿Os gustaría?
Sus hijos, ante todo la chica, Maribel, pero también su hermano, luego, respondieron, más alborozados que menos, con un “¡SÍ!”
más que rotundo que de pocas no atruena la estancia, y yo pues, simplemente, enrojecí hasta la raíz del
pelo… Luego, ya en la calle, camino del coche para enfilar la carretera rumbo a “mi” pueblo, “nuestro” pueblo desde esa noche, me dijo
- No te he visto yo muy animado con lo de traerle hermanitos a mis hijos… ¿No quieres, acaso, tener hijos conmigo… Porque, a lo mejor, ya vas listo, que anoche no tomamos precaución alguna y, no sé yo, no sé yo, cómo irá lo de ovular este mes, aunque, diría, que por estas fechas… Más o menos, vamos
Y yo, a esa franca pregunta, respondí inquiriéndole a mi vez
- ¿Y a ti?... ¿Te incomodaría que yo engendrara vida en ti?
Nos miramos, ya a la franca luz de la luna, nos besamos
enseguida y rompimos los dos a reír, alegres, gozosos, con lo que nuestros ojos, mutuamente, se respondieron a nuestras cuestiones
Por finales, no hubo casorio formal, sino vil, libidinoso, contubernio macho-hembra, que diría un muy purista católico, apostólico y romano, y es que por muy católica apostólica y tal y tal y tal que mi “santa” fuera, también estaba la pensión de viudedad que por su fenecido esposo cobraba y que, “moco de pavo”, la verdad, es que no era, que buenos euros, una cifra no tan baja seguida de tres ceros, ni más ni menos, y, si
mi Isa volvía a casarse, dejaba de ser una pobre viuda para pasar a señora con marido y
todo, la pensioncica, pues, “volaverunt, volaverunt”, y como ella misma decía: “Con las cosas de comer, no se juega”… Ahora, a la misma mañana siguiente, segunda que amanecíamos como oficiosos marido y mujer, los dos estábamos en la iglesia parroquial del pueblo, oyendo misa, y allí, humillados, de rodillas ambos ante Dios, renovamos aquellos votos que cruzáramos en nuestra “Noche Nupcial”
- Ante Dios Nuestro Señor yo, Antonio, te tomo a ti, Isabel, por mi esposa y mujer y me otorgo a ti por tu esposo y marido, para amarte, honrarte y respetarte, en lo buen y en lo malo, en la salud y en la enfermedad, en la pobreza y en la riqueza, hasta el fin de mis días, jurando, además, serte fiel mientras viva
- Y yo, Isabel, postrada ante Dios, te tomo y acepto a ti, Antonio, por mi esposo y marido, otorgándome, dándome, a ti por tu esposa y mujer, para amarte, honrarte y respetarte, en lo buen y en lo malo, en la salud y en la enfermedad, en la pobreza y en la riqueza, hasta el fin de mis días, jurando, además, serte fiel mientras viva
Y, como de otra forma tampoco podía ser, seguidamente a los nuevos votos nupciales,
nos besamos como lo que, para nosotros, desde luego, pero también, estábamos de ello seguros, para Dios, ante Dios éramos, marido y mujer, esposo y esposa… Y sí,
unos diez meses y poquísimas semanas después mi amadísima Isa me ofrendó el primer fruto de nuestro amor, una niña que ella se empeñó en llamarla María en homenaje a mi difunta madre… Y allende trece, catorce, meses más tarde mi Isa me regaló un Antoñín más bonito que un San Luis seguido, dos años y pico más tarde, de un pequeño Marcos, en recuerdo de su padre, fallecido unis siete meses antes de alumbrar a nuestro tercer hijo, el quinto qque ella ponía enn este "Valle de Lágrimas"... "In hac lacrimarum valle"...
Y, colorín, colorado, esta historia se ha acabado
FIN DEL RELATO