De camping con mi suegro y sus amigos

Durante una acampada con la familia de mi novio, mi suegro y sus amigos me convirtieron en una putita exhibicionista adicta a sus maduros cuerpos.

Los padres de mi novio me habían invitado a una acampada en el Parque Nacional Santa Teresa, al este de Montevideo, un lugar de más de mil hectáreas de naturaleza, bordeado por playas hermosas. Era una actividad ideal y necesaria a todas luces; tocaba conocer más a su familia y desde luego que ellos me conocieran también. Christian y yo estábamos a punto de llegar a nuestro tercer año juntos y sentía que era tiempo de que conocieran otra faceta mía distinta a la que mostraba durante las cenas, cumpleaños y eventos en los que me presentaba.

Su padre, Miguel, era quien conducía el vehículo; un hombre bastante bien conservado pese a sus cincuenta y nueve años. Se mostraba coqueto conmigo, diciendo que en el parque tendría que protegerme de los “buitres” (acosadores); o que no tendría problemas en dejarme dormir en su carpa si tenía miedo de la noche. La madre, Marisa, de edad similar aunque he de confesar que el físico contrastaba con lo cuidado que se mantenía su marido, nunca dejaba de acariciar a su esposo por el hombro, compartiendo un mate, dándole pellizcos reprendedores cada vez que me hacía bromas, tildándolo de un “buitre” más.

Llegado al famoso parque, alquilaron una parcela agreste. El lugar se divide en zonas de ruido y de silencio, para gente joven que viene a farrear por un lado, y para gente mayor o familias que vienen a disfrutar de la naturaleza por el otro. Esta última fue la evidente elección para acampar, un lugar tranquilo en medio del denso bosque.

Ahora, ¿cómo iba a saber yo que algo a priori divertido iba a desmadrarse tanto?

I. Vóley de playa con mi suegro y sus amigos

Todo parecía un paraíso. El aire puro, charlar en grupo sentados en un añejo banco de madera, con el sonido del mar a solo cientos de metros más adelante, con un cielo imponentemente celeste. Sus padres fueron a la playa y nos pidieron que les acompañáramos, pero Christian les dijo que se adelantaran, que primero quería hablar conmigo en privado. Así que al retirarse ellos, me rodeó los hombros con su brazo.

—¿Qué tal lo estás pasando, nena?

—Súper bien. Me encanta tu papá, me está volviendo loquita con tanto piropo.

—Suele ser un completo pesado conmigo y mi hermano, vaya, tenía miedo de que fuera igual contigo. Pero parece que tendré que tener cuidado, que me puede robar a la novia, ¿eh?

—¡Exagerado! Voy a cambiarme, nene.

Así que me puse un bikini negro con lazos anudados, además de un pareo que me cubría desde la cintura hasta abajo.  Fuimos a la playa para buscar a sus papás. Mi chico me decía entre bromas que me quitara el pareo para conquistar a su padre y ganarme su corazón, que es un hombre de “colas”, pero entre risas le respondía que no quería, que me dejara en paz. Para colmo me quería desajustar los lazos de mi bikini, justificándose que a su papá le encantaría verme desnuda.

—En serio, nena, con esa colita de infarto lo vas a volver loco y no te va a dejar en paz.

—Bueno, ¡ya suéltame!, ¿pero tú eres mi novio o un pervertido?, carambas, que me vas a dejar en pelotas si tiras de los lazos, cabrón.

Su padre se acercó trotando, con una pelota de vóley en mano.

—¡Tú, muchacho imberbe! ¿¡Dónde andabas!? ¿Qué tal si jugamos un partido de vóley de playa contra mis colegas? Me falta un hombre, y como no hay uno, pues pensé en ti, hijo.

—¡Qué gracioso eres, viejo! Mira, jugar vóley contra dinosaurios tiene que ser una experiencia alucinante, pero paso.

—¡Ya decía que no tenías pelotas suficiente para jugar con nosotros! ¡Rocío, caramelito!

—¿Señor Miguel?

—¿Quieres jugar al vóley? Mi esposa ha desaparecido junto con las señoras de mis colegas, no tengo a nadie quien me haga compañía.

—¡Ja, déjala en paz! Rocío es más de tenis, no va a jugar al vóley. Normal que mamá se haya pirado a otro lado con las demás señoras, ¿quién carajo quiere mirar a unos viejos jugando vóley a pecho descubierto? No es agradable a la vista, ¿sabes?

Pues lo cierto es que no sé jugar mucho al vóley pero no era plan de rechazar al papá de mi novio. Es decir, ¿habíamos viajado a un extremo de mi país para que el papá pase con sus colegas, la mamá con sus amigas, y yo a solas con mi novio? La idea el viaje era pasar tiempo con sus padres, así que le reprendí a mi chico.

—¡Ya deja de tratar así a tu papá! Si no vas a jugar, yo lo haré.

—¿En serio, Rocío? ¿Estás segura? ¿Con mi papá y sus colegas?

—¡Eso es, mi nuerita ha salvado la tarde! Ven, caramelito, vas a ser mi compañera, jugaremos contra don Rafael y don Gabriel, unos colegas que encontré aquí.

—¡Ja, como los tres arcángeles! ¡Claro que sí, don Miguel!

—Venga, llámame “papá”, que ya eres de la familia. Además nunca tuve hija y me hace ilusión. Y tú, desgraciado imberbe, ¿ya le dijiste a esta preciosa niña que te orinabas en la cama hasta los seis años? Ni te atrevas a venir con nosotros. Ve junto a tu madre, se ha ido a ver el museo del parque con sus amigas.

—¡Ni siquiera pienso acercarme, viejo! ¡Rocío, cuidado con los balonazos, bastones y pastillas! —se mofó mi chico.

—¡Dios santo, ya dejen de pelear! —protesté, mientras su papá me llevaba de la cintura.

En una apartada cancha de arena débilmente delineada, con una pobre y desgastada red que la partía, se encontraban los dos amigos de mi suegro, sentados en un banquillo y charlando amenamente, torsos al desnudo y con shorts solamente. Una pequeña conservadora de hielo repleta de latas de cerveza estaba a un costado. Iba en serio eso de que nadie querría ver a señores de edad jugando al vóley, todos se agrupaban en las inmediaciones para ver otros juegos, de disciplinas como hándbol, fútbol de playa y hasta vóley también, pero practicadas por enérgicos jóvenes.

—¡Madre de dios!, ¿de qué parte del cielo caíste, angelita? —picó su amigo al vernos. Era Gabriel, muy alto, de complexión física bastante agradable para mi vista. De seguro en su juventud fue algún deportista. Piel morena, bien peinado y afeitado, todo un galán que me conquistó con su mirada penetrante y sonrisa cautivadora con hoyuelos.

—¿Es tu hija, Miguel? —preguntó el señor Rafael. Bajito en comparación a sus amigos, algo peludo, con una tímida pancita cervecera, de risa contagiosa y chispeantes ojos—. ¡Creo que estoy enamorado!

—Compórtense, amigos, es mi nuera. Se llama Rocío. Mira, caramelito, este es Gabriel. El otro es Rafael. No les hagas mucho caso, solo están bromeando contigo.

—¡Buenas tardes, señores!

—¡Ah, pero no pongas esa carita tan linda, que yo cuando entro en la cancha no tengo piedad de nadie! ¡Aquí no hay nueritas ni amigos, solo rivales! ¡Me transformo en la cancha! —amenazó don Rafael.

—Sí, ya veo que te transformas en Moby Dick —se burló su amigo Gabriel, dándole palmadas a su panza—, vamos, ¡desde hace rato que quiero jugar!

Yo y mi suegro íbamos a comenzar, así que me retiré el pareo para ponerlo en el banquillo, iba a estar mucho más cómoda sin él. Cuando entré a la cancha, don Rafael me silbó para sacarme los colores.

—¡Uy! ¡Vaya con la nuerita!

—¡Menudo bombón! —dijo don Gabriel, con una amplia sonrisa—, ¿aún hay posibilidad de que abandones a ese noviecito que tienes?

—Ni caso, quieren ponerte nerviosa, caramelito, ¡vamos a jugar!

Me pidió que sacara, y no puedo encontrar las palabras para describir el cosquilleo intenso que sentía con tanto piropo, era algo que probablemente lo decían para desconcentrarme, sí, pero me agradaba porque no eran groseros. El corazón se quería desbocar; abracé la pelota y sonreí como una tonta mientras los hombres se acomodaban en sus puestos.

—¡Dale, Rocío, saca y muéstrales de qué estás hecha!

—¡Sí, don Mig… papá!

Así que lancé la bola al aire, arqué mi espalda hacia atrás y, dibujando un semicírculo con el brazo, mandé el balón con un poderoso salto. Cuando seguí la trayectoria del balón con la mirada, me di cuenta de que tanto mi suegro como sus dos amigos preferían observarme a mí antes que a la pelota picando en el área contraria.

Estaban boquiabiertos y extrañados. En ese entonces pensé que simplemente fueron buenitos conmigo y me regalaron un punto fácil, para romper el hielo y tal.

—¡Punto, papá!

—Esto… —don Gabriel achinó los ojos.

—¿Pero qué carajo estoy viend… ? —don Rafael me miraba a mí y luego a mi suegro alternativamente.

—B… Buen servicio, Rocío… ¡Buen servicio, comenzamos ganando, eso es… bueno, eso es muy bueno!  —se acercó y me tomó del hombro—. Y ponte el bikini, caramelito, se te ha caído la parte inferior.

Se me congeló la sangre. ¿Que qué había sucedido? Pues el lazo de la parte inferior de mi bañador se había desprendido, revelando mis carnecitas; lo primero que pensé fue que quería matar a mi novio ya que estuvo toda la maldita tarde intentando desprenderlas a modo de broma. Al haberlas aflojado, el cabronazo me sirvió en bandeja de plata a unos cincuentones; su padre y sus dos amigos vieron que la nuerita iba depilada a cero, amén de tener un tatuaje de una pequeña rosa en la cintura que estaba estratégicamente oculta por el bikini. Bueno, ahora ya nada estaba oculta…

Diez minutos después, cuando dejé de llorar a moco tendido en el banquillo de madera, siempre consolada por los tres señores que no paraban de quitarle hierro al asunto, decidí continuar con el vóley de marras. Me sequé las lágrimas y comencé a reír de los chistes que me decían para levantarme el ánimo. Eso sí, me ajusté cinco o seis veces las tiras en mi cintura, no fuera que me volviera a suceder otra debacle.

—Bueno, estamos ganando, caramelito. ¡Sácala!

—¡No te dejaré anotar esta vez, bomboncito! —se rio don Rafael.

Volví a sacar. La lancé muy fuerte, se fue afuera. Pero los señores, los tres arcángeles maduritos, prefirieron volver a verme antes que observar el balón picando hacia la playa. Creí que me iba a desmayar, es decir, no tenía ni idea de qué estaba mostrándoles ahora, tampoco es que estuviera emocionada por saberlo. Volvieron a repetir esos rostros estupefactos mientras yo empezaba a resoplar de manera nerviosa.

—Okey, estoy se pone interesante —dijo don Gabriel, acomodándose el paquete, seguro que se estaba poniendo duro por mi culpa. Me sonrió.

—Caramelito, por favor no vuelvas a llorar… pero ahora la parte superior de tu bikini…

Cuando supe que el lazo del cuello de mi bikini había cedido, también por el intento de afloje de mi novio, me volví a derrumbar. La razón por la que llevé un bikini negro era simplemente para disimular los pequeños piercings en mis pezones… es decir, ocultarlas de sus padres. Pero allí estaban, mostrándose las barritas con bolillas en todo su esplendor, chispeando por el sol mientras la parte superior de mi bikini revoloteaba por la cancha…

Veinte minutos después, tras haberse acabado mis lágrimas y mocos, siempre rodeada y consolada por mis tres arcángeles, decidí volver a jugar el maldito partido de vóley. Esta vez, los tres hombres se prestaron a ayudarme para asegurar cada uno de los lazos de mi bikini. Don Gabriel llegó a bromear de que no me fiara de don Rafael, que seguro los iba a aflojar, pero por suerte eran solo chistes para subirme el ánimo.

Era el turno de que los contrarios sacaran la pelota. Y el juego se puso muy raro porque todos los balones me los mandaban a mí para que pudiera esforzarme y regalarles la vista no solo de frente sino detrás, cada vez que corría, saltaba y me lanzaba a por todos los envíos. Pero era evidente que no jugaba bien al vóley, siempre terminaba fallando mis remates, tropezándome y hasta gimiendo de dolor cada vez que los balones venían muy fuerte.

Por suerte no sucedió nada raro. Cuando terminó el primer set, que por cierto perdimos, nos volvimos para sentarnos en el banquillo. Ya estaba ocultándose el sol en el horizonte, tiñendo la playa de naranja, repletándolo de chispas doradas; las cervecitas empezaron a correr. Don Rafael me pasó una latita.

—Oye, Rocío, en serio eres muy guapa y divertida, el hijo de Miguel es un chico muy afortunado. Por lo general las chicas de hoy van de divas, pero me alegra que no sea tu caso.

—Muchas gracias, señor Rafael. Usted es muy gracioso, me hizo reír mucho con sus chistes.

—Es muy joven ese muchacho que tienes de novio, seguro que disfrutarás de alguien con más experiencia —picó don Gabriel, codeándome.

—¡Eh, eh! ¡Piratas! Si está con mi hijo es porque le gusta él, y ahora que Rocío está pasando tiempo conmigo, verá que yo multiplico todas esas cualidades que ese muchacho imberbe heredó de mí. ¡Ja, aquí el suegro tiene la potestad!

—Maldita sea, yo tengo hijas, no hijos —don Gabriel se pasó la mano por su blanca cabellera, antes de rodearme la cintura con su brazo para apretarme contra su moreno cuerpo—. ¡Cómo quiero una nuerita como tú, bombón! ¿Cuánto tiempo más vas a estar por aquí?

—Hasta mañana, señor Gabriel —bebí la cervecita.

—Miguel, sé buen amigo e invítala a ese lugarcito “especial”, ¿qué me dices? Mañana por la mañana.

—¡Jo! Rocío —mi suegro rodeó mis hombros con su brazo. Estaba atrapada entre dos maduritos; había más chispas entre nosotros que en el mar—. Mi esposa ya tiene planeado visitar mañana los humedales, seguramente irán las señoras de Gabriel y Rafael. ¿Quieres pasarla con ellas o con nosotros? No iremos a los humedales, sino a un lugar muy especial y secreto. Prometo que te va a encantar.

—Uf, lo cierto es que tengo que aprovechar y pasar tiempo con su esposa también, que para eso he venido…

—Entiendo, Rocío. Es comprensible. Total, solo somos unos viejos venidos a menos.

—No… ¡No diga eso! Y no ponga esa carita, don Mig… quiero decir, papá —le dije acariciándole la pierna—. ¡Claro que les voy a hacer compañía, me haría mucha ilusión pasarla con ustedes!

—¿En serio? —don Gabriel, que seguía abrazando mi cinturita, apretó con fuerza—. Rocío, en serio caíste del cielo, ¿dónde están tus alitas? ¡Confiesa!

—¡Ya, exagerado!

Luego de un rato más bebiendo y riendo, volvimos mi suegro y yo a la finca porque ya estaba anocheciendo. Tomados de la mano como si fuéramos una pareja. Él súper sonriente y yo muy pegadita a su cuerpo, lo cierto es que me estaba encantando ese lado coqueto y picarón de ese hombre, ya ni decir de sus amigos. Los accidentes durante nuestro juego de vóley quedaron allí en la playa, como un secreto enterrado bajo la gruesa arena y las chispas del atardecer. Es más, las ganas de asesinar a mi novio se esfumaron y solo quería verlo cuanto antes.

Don Miguel preparó una fogata mientras yo me bañaba; luego se nos unieron mi novio con su mamá, que volvieron del museo del parque. Tras la cena, sus padres fueron a su carpa, mientras que yo contaba los segundos para que mi chico me tirara de la mano y me llevara a su tienda o a la mía, ¡pero ya! Y así fue. Dentro de su carpa, dibujando chispas sobre su pecho, maquillé un poco los sucesos de esa tarde.

—¡Así que les ganaste a los amigos de papá! ¡Vaya campeona!

—Uf, nene, ¿te parece si hacemos algo?

En ese momento escuchamos unos tímidos gemidos provenientes de la carpa de sus padres. Era evidente que ellos también, por la pinta, estaban queriendo “hacer algo”. Yo me reí pero mi chico quedó con la cara espantada. Le peiné con mis dedos:

—Christian, ¿te asquea que tus papás lo hagan o qué?

—Claro. Son mis padres, nena. ¡Qué incómodo! ¿Te parece si nos dormimos y continuamos mañana? —preguntó arropándose con una manta y cerrando los ojos. Ya no me hizo caso pese a que lo zarandeaba. Incluso metí mano para acariciarle el vientre pero no hubo caso, parecía que saber que sus padres tenían sexo le cortaba todo el rollo.

Así que salí de su tienda, bastante cabreada, y miré de reojo la carpa donde sus padres estaban haciéndolo. Gracias al brillo de una farola tras los árboles podía ver la silueta oscura de ambos allí adentro. Iba a irme a mi carpa, pero escuché a don Miguel rogándole a su señora:

—Mira, querida, mira cómo estoy, no me dejes así.

Descubrí, al acercarme silenciosamente, que no estaban teniendo sexo. Por la sombra que proyectaba, entendía que él estaba sobre su esposa, animándole a que tuvieran relaciones, pero la señora no quería saber nada.

—¿Pero qué te pasa, Miguel? Déjame dormir, me duele la cabeza.

—¿Pero estás viendo este pedazo de erección que tengo, Marisa?

Cuando dijo aquello, el señor se puso de rodillas, de perfil, y pude ver boquiabierta la polla de mi suegro (mejor dicho, la sombra). ¡Era enorme! ¡Pues claro, era una maldita sombra, normal que pareciera titánica, engañando mi percepción! Pero, ¿y si no? Madre mía, ¿por qué el hijo no heredó esa lanza? Empezó a estrujársela, parecía que buscaba la mano de su esposa para que ella comprobara su estado pero la mujer no quería saber nada de nada.

Me calenté tanto viendo aquella espada que no dudé en meter mano bajo mi short de algodón y tocarme. No lo podía creer, ese señor rogaba por sexo y su señora no lo quería contentar. Y yo le había implorado a mi novio que aplacara el calor que me tenía en ascuas.

Disfruté de las dos vertientes del voyerismo aquella vez. De tarde, exhibiéndome a unos señores que triplicaban mi edad. De noche, espiando a mi suegro masturbándose. Pensé, mientras mis finos dedos entraban y salían de mi húmeda gruta, que seguramente don Miguel estaba empalmado gracias a mí y mis accidentes durante el juego de vóley. Seguramente se tocaba imaginando mi cola, mi sexo, mis pezones anillados, recordando mis gemidos…

Me mordí un puño para no gemir porque el orgasmo que tuve fue inolvidable. Caí allí, en el suelo, retorciéndome y tensando mis dedos dentro de mí. Mientras recuperaba mi vista, que se había nublado durante el clímax, volví a mirar la tienda; el pobre hombre, por lo pinta, también se estaba corriendo en un pañuelo o camiseta que se acercó él mismo.

“Don Miguel…”, susurré con mis finos dedos haciendo ganchos en mi húmeda cueva, viendo chispas doradas en el cielo negro.

II. Exhibida, pervertida y follada por mi suegro y sus amigos

Al día siguiente, cuando mi suegro salió de su tienda para desperezarse, prácticamente me abalancé sobre él para darle los buenos días y llenarle la cara a besos. Me dijo, tomándome de los hombros, que desayunáramos rápido y nos escapáramos, que luego él llamaría a su esposa para decirles que hicimos un cambio de planes, que no iríamos con ella a los humedales.

Con camiseta holgada, short y sandalias, me adentré al bosque rumbo a una nueva aventura, siempre tomada de su cálida mano, siempre pegadita a su cuerpo.

La zona que quería enseñarme era una hermosa piscina natural por donde flotaban flores de loto; el lugar se alimenta de una pequeña pero alta cascada cuyo sonido era celestial; todo ese pequeño paraíso estaba escondido en medio de la espesura del bosque. Para mi sorpresa, ya estaban esperándonos don Gabriel y don Rafael, sentados en sillas plegadizas, pegados al agua prácticamente. Discutían entre bromas, no nos vieron llegar.

—¡Buen día, señores! Tal como prometí, vine para pasarla con ustedes.

—¡Ah, Rocío, ven, siéntate sobre mi regazo! —dijo el guaperas de don Gabriel, mostrándome su sonrisa con hoyuelos—. Es el castigo por haber perdido ayer el partido de vóley.

—Caramelito —mi suegro me tomó del hombro—. No quiero que te sientas incómoda o que pienses mal de nosotros. Sabes cómo somos, nos gusta bromear y picar, pero quiero que sepas que cuando sientas que algo no te gusta, puedes decirlo y te lo vamos a respetar.

—No pasa nada, “papá”, es lo que me toca por haber perdido.

Así que entre risas y aplausos me senté sobre el regazo de don Gabriel; rodeé sus hombros con mi brazo. Mi suegro repartió unos habanos, preguntándome antes si me iba a molestar que fumaran. Lo cierto es que no estoy acostumbrada a ello pero no iba a ser aguafiestas, les dije que no me importaba en lo más mínimo.

—Ahora es mi turno —dijo don Rafael, levantándose con unos trapitos blancos en mano, mordiendo su habano—. Mi castigo para Rocío, por haber perdido ayer, es que se ponga esto.

O me estaba gastando una broma o en serio pensaba que iba a ponerme esa tanga hilo de licra. ¡Era pequeñísima! Suelo usar tanga, pero para disfrute de mi chico, no para goce de unos cincuentones. Y no es que yo sea acomplejada, pero tengo cintura algo ancha, que… ¡sí, me acompleja a veces! Mostró luego un sujetador de media copa, a juego. La risita que solté evidenció mi nerviosismo.

—Se lo robé a mi nieta antes de venir aquí.

—¡Ya! ¡La llevan claro si piensan que voy a ponerme eso!

—Pero si eres tan guapa, ¿no nos vas a dar un alegrón? —preguntó don Gabriel, abrazándome para apretarme contra su moreno y fornido pecho, besándome toda la carita.

—Uf, ¡basta! No sé… No me gusta llevar bikinis tan… pequeños. Verán, tengo senos grandes… y luego está mi cintura, que es… bueno…

—¿Pero qué te sucede? —don Rafael se acercó con sus trapitos en mano—. No me digas que estás acomplejada, ¡si estás hecha un vicio! ¡Míranos, niña! ¡Nosotros no somos modelos precisamente!

—Hazle caso a Moby Dick —me dijo el señor Gabriel, besándome la nariz—. Si lo haces, te prometo que te llevará a un paseo por el Shopping, ¿qué me dices? Te compraré todas las ropitas que quieras.

—Suficiente, amigos, si mi nuera no quiere, pues ya está dicho… —mi suegro ahora se pasaba la mano por la cabellera, resoplando, visiblemente triste.

—¡Ya, ya! Al carajo con ustedes…

Así que me dirigí tras la cascada para cambiarme conforme me aplaudían y vitoreaban entre el denso humo de habano que les rodeaba. Me desnudé; short, blusita, sujetador y braguitas afuera. No podía ver bien a los señores ya que el agua de la cascada deformaba la visión, pero más o menos imaginé que podrían percibir mi desnudez, lo cual hacía que mi corazón apresurara latidos incontrolablemente.

Comencé a subirme el tanga por mis piernas; era estrecha, no era mi talla, pero luché y conseguí ponérmela. Al acomodarme los bordes delanteros que cubrían mi sexo y acomodármela bien entre mis nalgas, no pude evitar un estremecimiento que me corrió desde mi vaginita hasta los hombros. Sentía cómo aquella tira se clavaba entre mis glúteos; la tela entre las piernas se hundía, metiéndose en medio de mi cuerpo, provocándome una sensación riquísima. Por delante, debido a lo ajustado que era, mis labios íntimos se delineaban groseramente debajo del pequeño triangulito de tela.

“Creo que lo mejor será quitármelo, es demasiado ajustado”, pensé, tratando de mirarme la cola. Veía como el hilito desparecía entre mis nalgas regordetas. En ese momento, sin esperármelo, alguien se adentró tras la cascada y se robó no solo mis ropas, sino el sostén que hacía juego con mi hilito. Salí inmediatamente, tapándome los grandes senos con un brazo.

—¡Don Rafael! ¡Es un mentiroso y además tramposo! ¡No me queda bien!

—¡Uy, madre mía! —dijo poniendo mis ropas sobre su hombro, retrocediendo hasta su asiento, riéndose en todo momento—. ¡Rocío, si te queda de puta madre!

Avancé hasta donde ellos estaban, ya sentados, riéndose cómodamente en esa espiral de humo gris que forjaron con sus habanos; mirándome de arriba para abajo sin ningún tipo de disimulo. A mí no me parecía nada gracioso, es más, mi ceño era bastante serio. Don Gabriel expelió el humo de su cigarro:

—No ha terminado el castigo. Vuelve sobre mi regazo.

—Quiero que me devuelvan mis ropas —dije sentándome donde me había ordenado, siempre tapando mis senos. Tosiendo también.

—Rocío, realmente eres una chica muy coqueta —dijo don Gabriel, abrazándome por la cintura, jugando con mi hilito.

—Nosotros cuando teníamos tu edad solíamos venir por acá —dijo mi suegro, habano en mano—, y traíamos a nuestras chicas para desnudarnos y disfrutar de la naturaleza. Viste que aquí no hay playa nudista, así que nos rebuscamos por un lugar especial. Ayer quisimos invitarlas pero prefirieron otros planes, como ves.

—Niña —dijo don Rafael, dándole una calada fuerte a su habano—. Lo de ayer fue muy especial, jugando al vóley, digo. Me encanta cuando una mujer exhibe su cuerpo con total naturalidad, cuando se muestra sin vergüenza. Dime, ayer, ¿lo hiciste adrede? ¿Te sentiste cómoda así, aunque sea por breves segundos, mostrándote naturalmente?

—No mencionen lo de ayer, por favor, no soy una exhibicionista ni nada de eso… —Los brazos se cansaban de sostener mis senos.

—Nuestras señoras ya hace rato que se acomplejaron, no sé si de nosotros o de ellas mismas. Por eso no quisieron venir aquí. Pero al verte ayer tan coqueta, jugando con nosotros y mostrándote tan natural, mostrando esa colita preciosa que tienes… pues nos volvió la nostalgia, ¿qué quieres que te diga? ¿No te importaría que nos desnudemos, verdad?

—¿En serio, señores? ¿Se van a desnudar aquí?

—Míralo de esta forma, caramelito. Así emparejamos lo de ayer. Te vimos toda, ¿eh?

Don Rafael me besó el hombro y me volvió a traer contra su pecho. Por otro lado, mi suegro y don Rafael se levantaron para quitarse las ropas. Tenían sus sexos dormidos, aunque la del señor Gabriel se sentía palpitando bajo mis muslos. No voy a mentir, rodeada de maduritos, mi cuerpo se calentó, se mareó, se vio sobrepasado por la situación y el humo del habano. No sabía qué decir o hacer; la razón se me perdió en un tumulto avasallador.

—No tengas vergüenza, Rocío, baja tu brazo —me susurró mientras los otros dos señores entraban al agua, esperándome. Varios besos ruidosos volvieron a caerme. Mejilla, nariz, mentón, oreja, entre los ojos.

—Don Gabriel… Uf, ¡está bien, ya basta con los besitos!, pero a la mínima que se burlen voy a cortar con esto.

Así que cerré los ojos, resoplé y bajé el brazo, dejando que mis tetas cayeran lentamente y se mostraran en toda su plenitud, adornadas con aquellos piercings que destellaban al sol. Me levanté del regazo que me acobijaba. Estaba prácticamente desnuda, con ese hilito que nada hacía sino relucir mis vergüenzas, casi temblando ante señores que triplicaban mi edad. Mi suegro extendió la mano y me invitó para acompañarlos en esa piscina natural repleta de flores de loto. Destellos dorados por todos lados.

Estaba tan ensimismada al entrar que ni me di cuenta que pisé algún desnivel. Terminé resbalándome pero logré sostenerme de las piernas de mi suegro. Su sexo estaba despertando frente a mis ojos. Disimuladamente miré otro lado, pero allí donde observaba solo habían más vergas, y más duras incluso. Don Rafael me ayudó a reponerme, tomándome de la mano y tirándome contra su velludo pecho, pegándome contra su pancita de cervecero. La punta de su verga me golpeó el vientre.

—¡Ahh! —chillé, arañando su pecho.

—Ups… Lo siento, niña, es que… ¡Mírate nada más, qué rica estás! Normal que levantes el ánimo.

—N-no pasa nada, don Rafael.

Le salpiqué agua a la cara para destensar el asunto. Los dos hombres detrás de mí se acercaron para rodearme, apartando las flores de loto a su paso, con sus mástiles completamente armados y apuntándome.

—Tenemos visita —susurró mi suegro—. Sobre nosotros, tras las rocas y arbustos, hay unos chicos observándonos. Vaya buitres, ¡ja!

Los miré de reojo, ocultos tras unos matojos, eran seis chicos. Evidentemente me pillaron viéndoles así que me sonrieron. Me alarmé y me volví a cubrir los senos. Les di la espalda y casi grité del susto antes de que los tres maduritos me rodearan para tranquilizarme. Miré a mi suegro.

—¡Don Miguel! ¡Espántelos, por dios! ¿No le asusta que nos estén mirando?

—Para nada, caramelito. Es más, me gusta que nos vean con una chica tan linda como tú.

—Pues a mí me parece incómodo… Madre mía, ¿y siguen mirando?

Roja como un tomate, recibí el abrazo de mi suegro. Iba a seguir rogando que les mandara a tomar por viento porque yo no les conocía. Pero antes de que dijera algo, me dio una fuerte nalgada que me hizo dar un respingo; apretó con sus dedos, fuerte, hundiéndolas en mis nalgas. Mi corazón empezó a desbocarse, ¡mi suegro estaba tocándome!… Y no me sentía mal. Confundida, sí, ¡montón!, pero no asqueada ni nada de eso.

—¡Auch! ¡Don Miguel!

—Tres.

—¿Qué?

—Tres chicos se están tocando.

—¿Se están tocando? Auch, me está apretando fuerte, don Miguel… mi cola… ¡la está apretando muy fuerte!

—Caramelito, es que en serio, tienes un culito fuera de serie, ¡uf! Excesivo, te van a multar un día de estos.

Estaba prácticamente sintiendo los latidos de su verga reposando contra mi vientre, pero lejos de sentirme indignada, sentía algo distinto, algo rico, especial, tabú, morboso, ¡algo! Pero no era plan de derretirme tan fácilmente. Quería salirme pero el señor me apretaba muy fuerte contra él.

—Se van a pajear esta noche pensando en tu cola. En… esta… jugosa… colita…

—¡Ahhh!

La cabeza se me arremolinaba en una amalgama de sensaciones contradictorias. Por un momento me imaginé en la situación. Seis completos desconocidos tocándose en la privacidad, o incluso en grupo, en la cala, en el bosque o cerca de algún humedal. Pensando en mí, dedicándome, ¿cuánto? ¿Cinco, diez minutos de sus vidas para descargarse? Yo, al menos durante un breve instante de sus vidas, sería la protagonista de las fantasías de unos completos anónimos. Mejor dicho, mi cola sería la protagonista… algo así revoluciona aún más una autoestima como la mía.

Destellos dorados cabrilleaban por la piscina natural, entre las flores de loto de errático andar. Todo comenzaba a vibrar, ¿o era solamente yo?

—¿Se van a… pajear… pensando en mí?

Desearía decir que seguí resistiendo, pero sinceramente me estaba gustando la idea de… mostrar mi colita a unos completos desconocidos mientras mi suegro me trataba así, como si fuera una zorrita. Ni sus nombres, ni sus edades, ni de dónde venían, ¡no sabía nada de ellos! Pero mi cuerpo sería foco de sus más oscuras fantasías. ¡Madre!

Estaba tan excitada, prácticamente me estaba restregando contra mi señor y sacando demasiado la cola. Sus dos manos agarraron, cada una, una nalga. Me susurró “Démosle algo especial”. No sabía qué iba a hacer, pero no me importaba, me estaba encantando ser guiada, ser pervertida por mi suegro. “¿Qué va a hacer, don Miguel?”, pregunté en otro susurro.

No sabría describir el placer que me recorrió todo el cuerpo cuando separó descaradamente mis nalgas, mostrando mis vergüenzas. Mi conejito asomando abajo, seguramente abultadito; depilado y húmedo, mi cola también. Abrí la boca y casi tuve un orgasmo descontrolado cuando me tocó el ano con uno de sus dedos, acariciando el anillo. Le mordí un hombro con el rostro arrugado de placer.

—Qué linda, ¿estás teniendo un orgasmo sabiendo que unos desconocidos te miran?

—N-no… —mordí más fuerte.

Tras una sonora nalgada que rebotó por todo el bosque, me apartó de él. Estaba excitadísima, y colorada, y avergonzada, y muy curiosa, y, y, y… Pero no podía ni hablar. Don Miguel me tomó de los hombros y me giró para mostrarme a esos chicos voyeristas. “Míralos, allá arriba”, susurró. “Y baja tu brazo, muéstrales lo que tienes”.

—Que vean tu carita repleta de gozo —dijo don Gabriel, a mi lado derecho, agarrando mi manita y llevándola hasta su verga. Di un respingo al sentir su carne y él se rio de mí. Era caliente, durísima pero de piel suave. Era tan grande que mi manita ni siquiera se cerraba al agarrarla por el tronco.

—Que vean tus preciosos senos —susurró don Rafael, tomando mi otra mano para que le agarrara su tranca, casi toda escondida bajo su pancita de cervecero. Se sentía más grande aún, venosa y palpitante. La acaricié con dulzura—. Que miren tu hermoso coñito depilado… que se mueran de envidia de estos supuestos viejos y acabados de los que tanto se burlan cuando nos ven jugar en la playa.

Y les vi. Los seis chicos seguían sonriéndome, tocándose también… y yo les devolví mi sonrisa más sucia, repleta de vicio, pajeando la polla de Gabriel a mi derecha y la de Rafael a mi izquierda. Por accidente casi saqué toda la lengua para afuera mientras blanqueaba mis ojos cuando mi suegro me abrazó por detrás, pegando su poderosa erección contra mi colita, su fuerte pecho contra mi espalda, restregándose contra mí. Ladeando el triangulito que cubría mi vaginita, metió un par de sus gruesos y rugosos dedos dentro de mi gruta.

Me decía que le encantaba que tuviera una vagina tan abultadita, pues se podía pasar horas y horas entre mis carnosos labios rebuscando por mi agujerito. Me quería desmayar de placer, pero de algún lugar quité fuerzas para seguir allí, parada, masturbándole a dos viejos, siendo vaginalmente estimulada por otro.

—¿Te gusta que te vean, caramelito?

No respondí. Solo gemía y gemía ante la maestría de ese catedrático del sexo metiéndome dedos.

—A nosotros nos gusta verte, ¿ves cómo nos estás poniendo con tu cuerpito? Y tú tan acomplejada por nada…

Estaba que no podía creerlo, si la cosa seguía así, no iba a tomar mucho tiempo para que ellos estuvieran metiéndome carne. Don Miguel me tomó de la mano que pajeaba a uno de sus colegas, y me apartó de ellos. “Voy a robarte de mis amigos un momento. Potestad del suegro”, dijo con una sonrisa, llevándome consigo. Atontada como estaba, me dejé llevar hasta la orilla.

Nos acostamos sobre la arena, un par de flores de loto estaban pegadas a mis muslos; me acosté encima del señor, lamiéndole la cara y arañándole ese pecho peludo mientras él me magreaba la cola. Él apretaba fuerte mis nalgas, las movía de forma circular y las separaba para mostrarle no solo a sus amigos sino a esos chicos curiosos. Yo me restregaba contra él, masajeándole su anhelante sexo como mejor podía, restregándola por mi vulva.

—¿Qué te pasa? ¿La quieres adentro, caramelito? —preguntó acomodando su cipote en la punta de mi húmeda almeja.

Gemí, afirmando ligeramente con mi cabeza pues mi voz estaba rota de placer. Acomodó la puntita de su polla, mojándose de mis juguitos, y lo sacó al verme la carita roja y boquiabierta. Le abracé con fuerza, rogándole por su carne. Volvió a meter, un poco más profundo, pero la sacó de nuevo. El cabrón estaba jugando conmigo, se divertía viéndome temblando de gusto sobre él.

Le rogué que me hiciera suya, restregándome fuerte contra su cuerpo; me apretó contra su cara y metió lengua hasta el fondo al tiempo que su espada se abría paso en mi interior, de manera lenta porque yo la tengo bien estrechita. Su gruesa lengua sabía a perverso habano; cuando dejó de besarme dijo que jamás en su vida había estado dentro de una chica tan apretadita como yo, tan calentita y jugosa por dentro. Mi panochita estaba contrayéndose del placer engullendo aquella verga.

Lamentablemente me volví a correr, una vez más en mi vida, sin siquiera durar más de un minuto. Me retorcí y arrugué grotescamente mi rostro, encharcando su verga de mis juguitos. Se me nubló la visión y los demás sentidos mientras él seguía dándome rico. Cuando volví en mí, por poco no lloré sobre su pecho, pidiéndole una y otra vez mil disculpas porque me llegué de manera tan apresurada.

—¡Perdón, don Miguel!, ¡soy una estúpida sin experiencia!

—¿Cómo vas a decir eso, mi niña? A mí me pareces adorable, estás como casi sin estrenar, me encanta, mi hijo es el pendejo más afortunado que pueda existir.

Me acarició la caballera y empezó a salirse de adentro de mí. Ni siquiera tuve oportunidad de hacerle correr, otra vez en mi vida tenía que sentir cómo un hombre mayor se salía sin siquiera tener un orgasmo. La idea del sexo es reciprocidad, cosa que hasta ese día los hombres no solían encontrarlo conmigo.

—¡No!, ¡no se salga de adentro! ¡Por fa, no me lo voy a perdonar! Deme otra oportunidad, le juro que lo haré mejor.

Me sequé las lágrimas disimuladamente, viéndole levantarse. Me puse de rodillas ante él, abrazándole las piernas, esperando que pudiera darse cuenta de que yo aún tenía mucho que ofrecerle. Besé su imponente verga, sus gruesos huevos luego, lamiendo por otra oportunidad. Cuando levanté la mirada, vi que Rafael le dio su habano. Me miró, expeliendo el humo hacia mí.

—¿Quieres otra oportunidad? Depende. ¿Amas a mi hijo?

Se estrujó la verga y la restregó fuertemente por mis labios. Conseguí decirle que “sí” entre el líquido preseminal que se le escurría y ponía pegajosa mi boca. Y la mirada que le clavé; confianzuda, repleta de vicio y con promesas de vicio, terminaron por convencerle de seguir jugando conmigo.

—Bien, caramelito. Ponte de cuatro patas. La colita en pompa.

Dio un cabeceo afirmativo a uno de sus amigos cuando adopté la pose que ordenó. Otro, no supe quién, se acercó para lamerme la espalda. Desde entre los hombros, trazando una línea de saliva por todo mi cuerpo hasta llegar hasta mi cola. Aquella lengua era calentita y gruesa; cerró la faena besándome el ano; fuerte, pervertido, muy ruidoso. Otro, o tal vez el mismo, metió dedos en mi grutita que la sentía muy hinchada.

—Todavía está mojadita, eso es bueno. ¿Quieres contentar a tu suegro, no? Pues a ver qué tal este otro agujerito que tienes…

Era don Gabriel. Me quitó la flor de loto adherida en un muslo y me abrió la cola; chupó mi culo de manera magistral, arrancándome fuertes berridos. Su gruesa lengua entraba y salía de mi ano, hacía ganchitos retorcidos dentro de mí. Arañé la arena, poniendo en pompa la cola para que siguiera metiendo más de aquella cálida carnecita.

—¡Uf! ¡Delicioso! Su culo es un ojo de aguja, pero yo creo que lo podrás penetrar sin dramas, Miguel.

Mi suegro por su parte se arrodilló frente a mí. Su gloriosa polla estaba apuntándome la boca. Estaban planeando hacerme la cola; me asustaba la idea de practicar sexo anal, no todos saben hacerlo. Pero de nuevo, lo último que quería era dejar a esos tres señores insatisfechos, de evidenciarme como una maldita e inexperta cría.

—Aquí tienes tu nueva oportunidad, caramelito. ¿Quieres hacerlo? —preguntó mi suegro, masajeándose la polla frente a mi cara desencajada de placer.

Ni dudé, con lo viciosa que estaba ya no sabía ni cómo harían para apartarme la boca de esa verga. Tuve que abrir muchísimo, eso sí, para que me cupiera su gigantesco aparato. Una vez que metió el glande, me sujetó de la quijada y me pidió que lo mirara a los ojos; empezó a follarme la boca de manera lenta, siempre tratando de humedecerse bien, teniendo cuidado de no hacerme dar arcadas.

Tras largo rato en donde mamé y me dejé besar por la cola por su colega, don Miguel se acostó en la arena, dejando su lanza apuntando al cielo. Don Rafael fue hasta las sillas, de donde trajo una cajita de condones; me la lanzó al suelo para que forrara a mi señor. “Tamaño grande, sabor frambuesa”.

Luego de colocarle el condón con sumo respeto y cuidado, mi suegro me pidió que me sentara sobre su verga, y que yo quedara de espaldas a él. Me coloqué en cuclillas, sujetándome firmemente de sus flexionadas rodillas. Sus amigos, parados a mis lados, empezaban a estrujarse sus vergas de manera demencial. Los chicos de arriba, más de lo mismo.

El señor reposó la punta de su tranca en mi colita, presta a empujar. Yo estaba desesperadísima, aunque disimulaba bravamente mis miedos. Tomó de mi cintura y empezó a tirar hacia sí.

Me quería morir de dolor, su glande era enorme y me forzaba el esfínter. Lagrimeé, enterrando mis uñas en sus rodillas, encorvando la espalda. Parecía que iba a partirme en dos, pensaba en rogarle que desistiera, pero seguí aunando fuerzas para aguantar. Como premio a mi valor, la presión cedió y la punta entró.

Empezó a bufar como un animal, me decía que mi cola estaba tan apretada que su polla iba a reventar. Sus colegas le animaban, pedían que aprovechara mi culito estrecho antes de que yo estuviera más acostumbradita a tragar vergas. Uno me tomó de la barbilla y me preguntó si yo me encontraba bien, pues las lágrimas corrían por mis mejillas de manera evidente.

—¡A-aguantaré, aguantaré!

—Qué linda, una campeona —dijo don Rafael, metiendo su grueso dedo corazón en mi boquita.

—Esperaré un poco a que se dilate la cabecita dentro de tu cola.

Me dejó así, resoplando y lagrimeando mientras su glande palpitaba en mi culo, dejándome con la cara desencajada de dolor. Yo temblaba, realmente no quería continuar pero yo misma no me lo iba a perdonar si abortaba aquello, deseaba fuertemente que ese hombre tuviera un orgasmo dentro de mí. De repente, mi suegro tiró con más fuerza y su verga consiguió meter otra porción más que me arrancó un chillido terrible. Rafael se anticipó y sacó su dedo antes de que fuera cercenado por mis dientes. Botearon mis senos, saltaban lágrimas de mis ojos. Destellos dorados otra vez.

—¡Ay! ¡Madre…! Uf, ¡no la s-saque, no la saque, puedo aguantar!

—Tranquila, se nota que tu culito no está acostumbrado a comer vergas. Mejor lo dejo hasta aquí.

—Ahhh… ¡Mierda! ¡No se rinda, señor! ¡Sé que pue… ay, mierda, sé que puedo resistir!

—Está muy apretado, sí, realmente no es muy tragón tu culo.

Llegó la parte más gruesa de su polla y pensé que ya no iba a caber ni un centímetro más. Según mi suegro, era solo la mitad de su verga y desde luego la desesperación y el dolor hicieron que prácticamente llorara allí como una niña a moco tendido. Pero también me dijo que la parte más ancha ya había entrado por lo que lo peor había terminado. Entonces me volvió a sujetar; me mordí los dientes, cerré fuerte los ojos; tiró con fuerza hacia sí para que todo entrara de una vez, abriéndose paso de manera terrible.

Encorvé tanto la espalda que creía que iba a romperme una vértebra. Grité tanto que las palomas alrededor levantaron vuelo. No pude contenerme y meé descontroladamente sobre él, pero no pareció importarle, o simplemente no quiso sacarlo a colación para que no me sintiera más mal de lo que ya estaba.

—¡Ay! ¡Dios! ¡P-perdón, no pude aguantarme!

—¡Listo, pequeña guarrilla!… Ni un centímetro afuera. Miren cómo quedó, amigos.

Creí que iba a desfallecer, estaba llorando, temblando, seguía orinando, sudaba a mares; la saliva se me desbordaba de la comisura de los labios. Miré arriba y los chicos curiosos se tapaban la boca, uno incluso hizo la señal de la cruz. Los señores hicieron que me recostara sobre mi suegro, lentamente para que su verga dentro de mí no me dañara. Quedé con mi espalda contra su velludo pecho, ahora ambos mirábamos el imponente cielo celeste, aunque yo veía borroso debido a mis lágrimas.

—Caramelito, ¿estás bien? —preguntó, besándome el lóbulo. Empezó a masajearme las tetas, jugando con mis piercings.

—Perdón por orinarme toda, señor… soy una puerquita… pero me… encanta tenerlo adentro… le puedo sentir todo… cómo palpita adentro de mi cola… Uf, me quiero quedar así para siempre… —mentí. Realmente quería desmayarme, pero por nada del mundo dejaría ir esa verga hasta exprimirle todo.

—¿Te excita que te vean, caramelito? ¿Te excita que mis amigos y además unos extraños se pajeen viéndote cómo te parto el culito?

—Ahhh… Ahhh… no. No es verdad, no invente cosas… ¡Auch, no tan fuerte, por fa!

—Chilla fuerte, pequeña exhibicionista, chilla para que te oigan. Mira cómo mis amigos también se están masturbando, se van a correr encima de ti… —sus gruesas y rugosas manos me acariciaban el vientre, calentándome a tope.

—¿No lo quieres admitir? —preguntó don Gabriel, siempre estrujándose el sexo—. Creo que te gusta, la forma que llamaste la atención de esos chicos, sonriéndoles mientras te tocábamos. Andar así con las tetas y tu panocha al aire sin pudor, siempre coqueta.

—Ahhh… No, no muestro todo, tengo un hilo p-puesto —me costaba hablar con una gigantesca verga pulsando en mis intestinos. Mi cara seguramente estaba toda deformada de dolor.

—Bueno —don Gabriel también seguía tocándose fuerte, viéndome sufrir—, pero es como si no lo tienes, se te ve todo, el hilo está metido entre esos enormes labios de tu vagina.

—¡N-no se burle de mí!

—Bombón, ¡es verdad! —don Gabriel se arrodilló y metió su mano entre mis piernas; dos de sus dedos se metieron en mi chochito, llevando consigo el hilito de mi bikini más adentro de mi cueva. Gemí de placer al sentir sus dedos entrando, y casi como un acto reflejo levanté mi cintura para que metiera más.

—Admítelo, caramelito —dijo mi suegro, arremetiendo para partirme en dos.

Y me sobrevino una visión cristalina de las cosas, como el segundo previo a un orgasmo. Las chispas doradas dando saltitos alrededor de un mar naranja, el cabrilleo del agua de una piscina natural repleta de flores de loto de errático andar. Toda mi aventura se agolpó en mis llorosos ojos, y la putita dentro de mí salió para bramar:

—¡Ahhh! ¡S-s-sí!  ¡Lo admito, me e-encanta… que me miren!

Y don Miguel tuvo un orgasmo, ¡un hombre mayor tuvo por fin un orgasmo dentro de mí! Podía sentir el calorcito de su semen contenido en el condón. Me abrazaba con fuerza contra su peludo cuerpo, bufaba, empujaba su polla, me chupaba el lóbulo, me apretaba las tetas mientras sus amigos apuraban sus pajas para correrse sobre mí, sobre mis senos, mi vientre y mi entrepierna. Me dejaron bañada de semen, cosa que para mí fue el pistoletazo para que la alegría se me desbordara: por primera vez estaba siendo recíproca antes hombres tan expertos.

Cuando la verga flácida salió de mí, el condón se quedó colgando desde adentro de mi cola. Lo señores felicitaron a mi suegro pues la cantidad de leche que caía desde ese forro era increíble, como si hubiera sido un jovencito quien se corrió allí. Lo quitaron lentamente y me lo mostraron. Prefiero no describir cómo estaba el forrito… pero ya no olía a frambuesas.

Me pidieron que me volviera a poner de cuatro patas porque querían mostrarle a esos chicos allá arriba cómo me habían dejado el culo; húmedo, enrojecido, totalmente abierto, roto, irreconocible ya de lo magullado. Tuve otro orgasmo demoledor sabiéndome observada, repleta de leche, temblando como posesa, de cuatro patitas mientras tres señores fumaban a mi alrededor, felicitándose entre ellos, viéndome tan putita y entregada, casi destruida ante la evidente experiencia de su madurez. Fue tan avasallador que me desmayé allí, sobre el charco de orín y semen, a los pies de mis tres arcángeles…

III. Adiós Santa Teresa

Cuando abrí los ojos, sin saber cuánto tiempo estuve inconsciente, me encontré ahora sí totalmente desnuda, sobre el regazo de mi suegro que fumaba su habano. No estábamos más que nosotros dos. La cola ya no me dolía tanto pero se sentía muy pringosa adentro. Varios días después descubrí, viendo las fotos que tomaron con sus móviles, que don Rafael aún tenía mucha carga, tanto así que se pajeó sobre mi cola mientras que don Gabriel abría mis nalgas, retándolo a jugar “Tiro al blanco”.

Lo primero que hizo mi adorado suegro, al verme despertar, fue invitarme a probar su habano. Tosí como una tonta, nunca me voy a acostumbrar a ese olor, sinceramente.

—Caramelito, ya es casi mediodía. Creo que tenemos que volver, seguro que mi esposa y mi hijo estarán de camino al campamento también. Tus ropas están aquí, desperézate un poco y ve poniéndotelas.

—Uf… ¿Y el señor Gabriel? ¿Y Rafael?

—Me ayudaron a bañarte, pero luego se fueron por el mismo motivo por el que debemos volver nosotros. No pongas esa carita, prometimos quedar de nuevo, pero en Montevideo, en un Shopping, para pasar un lindo domingo contigo. Eso sí, Gabriel llevó tu braguita, Rafael tu sostén. Y tu tanga hilo… pues ese sí que no sé dónde fue a parar… —silbó, revoloteando sus ojos.

—¡Ya! ¡Qué vivos!

—¡Ja! ¿Estás mejor ahora, caramelito?

—Sí… no veo la hora de encontrarnos nuevamente. Ojalá mi novio me tratara como ustedes, como a una reina —dije acariciándole la blanca cabellera, antes de darle un largo y tendido beso. Su lengua sabía a habano; a algo de whisky también; por lo visto bebieron para cerrar con broche de oro mi total entrega. Pero no me importaba, es más, me encantaba chupar esa lengua, mordérsela también; podría quedarme así toda la vida.

Concluí más tarde que lo mejor sería… maquillar los hechos y decirle a mi novio que simplemente su papá y yo nos la pasamos recorriendo el bosque, que conseguí ganarme su corazón. Aunque no sé si algo habrá sospechado debido a mi alientito a habano.

Cuando don Miguel conducía el coche que nos llevaba de nuevo a casa, sucedió algo llamativo. Yo estaba reposando mi cabeza en el hombro de mi chico, en el asiento de atrás, cuando su madre, adelante, se indignó por algo que vio en la ruta. Cuando yo y Christian observamos, notamos que un coche pasó a nuestro lado a gran velocidad, ocupado por seis jóvenes que cantaban y vitoreaban. El vehículo tenía un pedacito de tela ataviada a la antena de radio.

Era un tanga hilito de licra, color blanco. Sospechosamente similar a la que me puse en aquella piscina natural, y cuya desaparición estaba cobrando sentido.

Mi suegro se unió a la indignación de su esposa, comentando que la juventud de hoy día “está muy degenerada”. Se giró brevemente para decirme con un guiño cómplice.

—Me alegra haberte alejado de esos buitres, caramelito.

Muchas gracias a los que llegaron hasta aquí.