De acampada con los compis de clase.
Pero el que estaba irreconocible era mi amigo. Mientras yo les miraba con disimulo, podía ver que él estaba haciendo esfuerzos por no correrse estando rodeado de cipotes...
Después de contaros las experiencias que tuve el verano pasado durante unas vacaciones por Europa, me apetece hablar de mis primeros recuerdos sexuales. Si habéis leído los otros relatos, sabréis que ahora tengo novia, pero voy a empezar por las historias con tíos, que para eso están estas páginas de guarreo y morbo… ¡Jajaja! Por ejemplo, una de mis primeras experiencias fue durante un campamento al que fui de joven, con compañeros de clase. Todo lo que cuento es real.
El caso es que mis padres me mandaron quince días a un pueblo del norte de la península, de acampada organizada por el colegio. Al llegar, el lugar resultó ser una pradera con algunos árboles alrededor. Las tiendas de campaña estaban puestas en cuadrado. Eran para seis personas y estaban montadas sobre palés de madera. Cada uno teníamos un colchón. Por el día los amontonábamos todos al fondo y nos servían como asiento. No recuerdo cómo elegimos los grupos, pero en mi tienda éramos seis de la misma clase. Entre ellos estaba mi mejor amigo de entonces, dos de la pandilla de los chulitos y otros dos bastante majos, aunque uno de ellos era un poco soso.
Tampoco sé muy bien cuándo empezó la historia interesante, pero creo recordar que, la misma noche que llegamos, el más gilipollas de mis compañeros empezó a decir en plan chulo que menudas pajas que se iba a cascar, mientras se agarraba los huevos y hacía como que se follaba el petate de su saco de dormir. Risas de su colega –que por cierto, era un chaval morenito y pequeñajo que parecía mulato- y de otro de los de la tienda. Mi amigo, el chaval serio y yo poníamos sonrisas incómodas mientras apartábamos la mirada. Yo no había hablado con nadie de que hacía poco, yo solo y por mi cuenta, había descubierto la masturbación. Ni siquiera sabía cómo se llamaba hasta estos días de acampada.
Al segundo día, acababa de terminar un partido de volleyball y me fui para la tienda de campaña. Eran tiendas naranjas, de tipo militar, se cabía de pie y no había cremalleras: se cerraban por la noche con unas cuerdas anudadas a los dos telones que hacían de entrada. Bueno, pues abrí de golpe y… allí me encontré a cuatro de mis compañeros sentados en los colchones, con los pantalones cortos y los calzoncillos bajados hasta los tobillos y haciéndose un pajote. Me quedé helado. Pero lo más extraño de todo es que uno de los que estaban dándole caña ¡era mi mejor amigo!
En un primer momento me quedé embobado e hice una radiografía de lo que tenía delante, sobre los colchones del fondo de la tienda: empezando por la izquierda, el primero era el pijo gilipollas, rubito, de ojos azules y sin pelos por ningún sitio. A su lado, su amigo, el chaval moreno, mulatito, con unos pocos pelos negros por encima de su polla que era ¡enorme! Además de morena y con un buen capullazo; daba gusto verla. A continuación estaba mi amigo. Se le veía súper salido: sudando, con los carrillos rojos y casi babeando, mirando a las pollas de los otros colegas. Era la primera vez que le veía el cipote y tenía un pellejazo que se iba oscureciendo hacia la punta y unos huevos también más oscuros que el resto del cuerpo. No estaba nada mal. Por último, a la derecha del todo, el otro compañero más majete se estaba zurrando la sardina con una sonrisa de oreja a oreja y a toda ostia.
¡Pero ¿qué hacéis?! -dije con una sonrisa de bobo mientras empezaba a rebuscar nervioso en mi mochila. A lo que el rubito pijo y bocazas contestó gritando:
¡PUES NOS ESTAMOS CASCANDO UNAS BUENASSSS PAJASSSS, TÍO! ¡¿NO LO VESSSS?! Mira, mira… Yo ya la tengo a tope… ¿Cómo vais vosotros?
Esto último lo dijo mirando a los rabos de los compañeros. Parecía que tenía ganas de ver pollas… Pero el que estaba irreconocible era mi amigo. Mientras yo les miraba con disimulo, podía ver que él estaba haciendo esfuerzos por no correrse estando rodeado de cipotes. Se agarraba la polla -dura como una piedra- por abajo, donde se une con los huevos, y la meneaba despacio, de lado a lado, haciendo que alguna gota de precum salpicara por sus muslos y su barriguita. Tenía el capullo empapado y yo flipaba mirando de reojo como su piel se iba haciendo más oscura hacia la punta. Él no hacía más que mirar a cada lado mientras sacaba la lengua por la comisura de los labios. Ni siquiera sé si se había dado cuenta de que yo estaba allí.
A ver, él siempre había tenido un poco de pluma, pero nunca habíamos hablado de cuestiones sexuales ni nos habíamos pajeado juntos ni nada de eso… Además, yo tenía fimosis y era la primera vez que veía que un pito se podía descapullar. Sólo una vez habíamos visto la portada de unas revistas porno, en el escaparate de un kiosko cerca de mi casa, y nos habíamos echado unas risas. Pero no hubiera pensado que le iban los rabos.
Aunque, la verdad, tal y como olía dentro de esa tienda de campaña -con cuatro chavales magreándose sus pollas húmedas y bien descapulladas- y con esos sonidos de buena manuela (chop-chop-chop…) era para ponerse bien cerdo. Además, el morenito cogió, se incorporó un poco y soltó un buen lapo en su cipote. Le quedó colgando una baba hasta el capullo y siguió dándole caña. Como tontos, los otros tres le imitaron entre sonrisas, mientras yo miraba desde la barrera. Pero ahí sí que me empecé a poner guarro… Imaginaos el calor de agosto, a eso de las doce de la mañana, cinco adolescentes en una tienda de campaña, oliendo a sudor (cuatro de ellos también a precum y a babas) y jadeando cada vez más mientras se miraban unos a otros los rabos… ¡Demasiado!
¡YO YA CASI ESTOY! ¡MIRAD COMO LA TENGO! ¡VAMOS A VER QUIÉN LA TIENE MÁS LARGA…! -chilló el rubito, agarrándose su pollita y separando el culo del asiento. Y entonces flipé en colores: mi amigo se levantó y dijo:
Vamos a verlo… -mientras se arrodillaba entre los demás.
Yo ya no sabía dónde meterme, porque siempre he sido muy vergonzoso. Así que solo podía estar ahí sentado en el suelo, detrás de él, con las piernas cruzadas, escondiendo que se me había puesto la polla bien dura y disimulando mis miradas con un libro entre las manos. Pero lo que veía me estaba haciendo sudar demasiado.
Mi amigo estaba de rodillas, con el culazo al aire, blanco y sin un pelo. No se llegaba a ver del todo, pero se intuía su agujerito. Aunque la rajita oscura ya era deliciosa… y creo que de allí empezaba a manar otro olor diferente y mareante. Mi colega siempre había sido un poco cerdo, así que tenía un olor muy característico y parecía que estaba concentrado todo en su ojete. Buffff…
Yo echaba un vistazo al libro y otro vistazo al culazo, al libro y a la rajita, libro y pollas de los colegas, libro y… de repente mi amigo empezó a hacer de juez. A cuatro patas y jodidamente cachondo como estaba, empezó a acercarse a las pollas de los otros con cara de observador imparcial. Se hacía el interesante mientras sudaba como un cerdo por la excitación, tenía la cara roja y le escurrían gotas de precum por el capullo que iba arrastrando como un perro. Se le veía en la cara que tenía ganas de comerse los rabos de sus colegas. Se notaba como -entre comentario del tipo “la tuya no está mal” o “la suya es más grande”- estaba aspirando el olor a pajote del nabo de nuestros compañeros. Y lo disfrutaba. Cada vez pegaba más la cara a los huevazos que colgaban de esas pollas. Miraba con más curiosidad insana las rajitas de esos culos. Y se pajeaba extendiendo el precum por todo su nardo.
- Esta es la más grande, la verdad -dijo con tranquilidad, aunque le temblaba la voz. Y, por fin, agarró con la mano la polla gorda del chaval moreno. Éste se asustó un poco y dio un respingo, pero pronto se recostó y dejó que mi amigo hiciera lo que quisiera entre risas. La verdad es que era un cipote de la ostia. No tenía nada que ver con la proporción del cuerpo: por arriba, le sobrepasaba de sobra el ombligo y por abajo, le colgaban unos buenos cojonazos que ahora mi amigo masajeaba con la otra mano para “pesarlos”. ¡Parece que el muy cerdo se había inventado otra competición! Y cada vez miraba más de cerca los paquetes mientras no dejaba de ordeñar su rabo, que goteaba hasta el suelo.
Al poco, los jadeos del compi de la derecha indicaron que algo iba a pasar. Con su sonrisa por delante dijo algo así como “yo ya no puedo más” mientras se ponía de pie y, sin avisar, se puso al lado de mi amigo arrodillado, le agarró la cabeza y le enchufó la polla en la boca después de echarle un chorretón de lefa casi transparente por el pelo. Este chorro había salpicado mucho y casi me da en la pierna, cayó al lado.
¡Cabrón! -le dije yo, haciéndome el ofendido.
Jajajaja… -se reía el muy perro.
Después se levantó el rubio e hizo lo mismo, pero con más rudeza y sin lefa (se ve que todavía no le salía leche, al muy machito). Eso sí, se pringó toda la mano con el chorro del pelo y, además, el rabo y los cojones con la corrida del otro, que le escurría aún por la barbilla al “juez” de la competición.
Por último, el morenito ni se levantó. Fue mi amigo el que se acercó y empezó a restregarse la cara con sus huevazos. Los dos sacaban la lengua, gemían… hasta que el que estaba arrodillado se metió él solo el cipote moreno en la boca, mientras lo pajeaba. Al poco, le empezaron a salir borbotones de corrida por las comisuras -ésta era espesa y blanca, de macho, no como la del primero- casi a la vez que de la polla de mi amigo salían a presión churretones más líquidos que fueron a dar contra los colchones y las maderas del suelo. Yo no sé la corrida que pudo echar, parecía que la meaba el muy cabrón, mientras su culito se abría y se cerraba por las contracciones.
- Jajaja…
Risas, sonrisas, pañuelos de papel y allí no había pasado nada. Salvo que, cuando miré otra vez hacia abajo, hacia mi libro, resultó que tenía mi “tienda de campaña” particular en mis pantalones de deporte, encharcados de precum con una mancha muy grande. Creo que mi amigo se estaba dando cuenta de esto pero, justo cuando nuestras miradas se cruzaban, el sexto habitante de la tienda entró tan de repente como había entrado yo antes. Así que me dio tiempo a disimular y a coger el bañador y la toalla para irme a la piscina.
- ¿Qué os pasa, porque estáis todos tan contentos? -oí que decía, mientras yo salía de allí con la toalla a la cintura. Todos se rieron. Pronto sabría de qué iba la película. Y yo tendría que tener una charla con mi amigo…
Pero eso es otra historia. Si os ha gustado este relato o alguno de los anteriores y queréis que siga escribiendo más recuerdos, mandadme algún mail, ¿ok? Gracias a todos los que me habéis escrito anteriormente.
¡A disfrutar del pajote!