Darío y Luis

Continuación de Darío y Esteban (que aconsejo que te leas antes), donde descubrimos a un nuevo personaje y un inesperado placer prohibido para Darío. Que os corráis a gusto.

Darío y Luis

Sonó el despertador, demasiado pronto para Luis, como siempre. No es que le costara madrugar, pero sabía que era viernes, con lo cual su turno de noche se prolongaba varias horas, y encima le tocaba llevar y traer a toda la peña del pueblo que, al contrario que él, tenía la suerte de poder salir de juerga. Luis era conductor de autobús, precisamente la única línea nocturna habilitada el finde para llevar de vuelta a los borrachos felices a sus casas.

Hoy era un día especialmente jodido para Luis, pues empezaba la semana de fiestas en no sé dónde – ni se molestaba en enterarse del lugar; total, él no podía ir. "Al menos mucha gente se quedará hasta que amanezca y tendré el bus medio vacío, para variar", intentó consolarse.

Se incorporó en la cama y dio un buen bostezo. Estiró su torso desnudo, bien fibrado del gimnasio, y se levantó a abrir la persiana. Se quedó un rato mirando afuera, pensando en lo bien que se lo pasarían muchos de sus colegas aquella noche. Probablemente algunos mojarían y todo. Ya le gustaría a él, hacerse con alguno de ellos y desahogarse de todas aquellas veces que no podía disfrutar de sus juergas. Tíos bebiendo, bromeando, pegando botes en los conciertos, cubiertos de sudor… Se llevó la mano a los boxer y se acarició el bulto que crecía por momentos. Se sentía tentado de hacerse una paja allí mismo, frente a la ventana, donde todo el mundo le podía ver; habría sido un buen desquite, meneársela despreocupadamente, correrse en la ventana y dar envidia a la gente que pasara: a las tías porque nunca probarían su lefa, y a los tíos… bueno, al menos a muchos tíos, porque nunca estarían tan buenos como él.

Era uno de los pocos momentos en que Luis realmente daba importancia a su físico; si iba al gimnasio era para estar bien de salud, no para presumir de cuerpo. Pero aun así, era consciente de su propio atractivo, y de vez en cuando se permitía pensar en ello para olvidarse de otras cosas. Había tenido la suerte de crecer con un cuerpo grande y fuerte; vale, no medía dos metros, y ni siquiera era muy corpulento, pero tampoco hacía falta: tenía ese aspecto de hombre joven pero cuerpo maduro, de hombre de anuncio de colonias, recio y flexible al mismo tiempo. Esto, unido a su carisma, su carácter amable, y sus aires de colega de todo el mundo, le hacían irresistible.

Llegó a sacarse la polla frente a la ventana pero cerró inmeditamente la cortina. Luis era un tío cabal. Aun así tenía tiempo para una corrida rápida. Prefería las pajas lentas, excitarse con calma, pero no tenía demasiado tiempo. Se quedó en bolas y, aún de pie, comenzó a sacudírsela con la mano derecha. Se dice que el mundo está muy mal repartido, y Luis era uno de esos casos que lo confirman: además de su cuerpo y personalidad, poseía un rabo envidiable. Largo, aunque no exageradamente, y con un grosor medio y uniforme hasta el capullo, que sobresalía rosado y perfecto en una polla sin circuncidar, curvada en un suave pero notorio arco ascendente.

  • Mmmmh… –Luis jadeaba al tiempo que se deslizaba una mano a lo largo de su tranca, ejerciendo una ligera presión constante, mientras con la otra se pellizcaba suavemente los pezones.

Fue una buena corrida. Solía escupir bastante leche, y además sus huevos nunca tardaban demasiado en volver a llenarse. Ahuecó una mano frente a su miembro para poder recoger cada trallazo de lefa. Estrujó a fondo su pellejo, por donde estaba el agujerillo del capullo, para que no se quedase dentro ni una sola gota.

Aún de pie, pero ahora sudando y jadeando y relajando poco a poco sus músculos, elevó el líquido hasta unos centímetros de su nariz y aspiró profundamente para captar de lleno el olor a macho que acababa de salir de su pene. Sonrió, y acto seguido esparció por su pecho velludo toda la lefa.

Un afeitado, una buena ducha y un after-shave perfumado le hicieron sentirse como nuevo y con ganas de comerse el mundo. Lástima que no pudiese ser esa noche. Se puso su camisa azul de conductor, se remangó, y por un momento tuvo deseos de comenzar a masturbarse de nuevo… pero el deber era el deber.

Fue una pesadilla de noche. Ya a eso de las diez, montones de chavales de 15 años para arriba se subían al bus pegando voces y portando bolsas repletas de litronas, güisquis y hielos. Tal y como era lo acostumbrado en una noche como aquella, alborotaban sin parar y algunos comenzaban a beber directamente en el autobús. Luis no tenía demasiado problema en imponer disciplina; poco tenía que hacer: en cuanto le veían los chavales, se les pasaban las ganas de montar bronca con él. Veían a un tío joven, de cierta robustez, con una mirada medio seria que sugería algo así como "no seas gilipollas y espérate a llegar a la fiesta, que tienes toda la noche para hacer el memo". A Luis le molaba ser así; le gustaba no ir jamás avasallando, pero sí tener cierta presencia que impusiera algo de respeto y raciocinio. Con ello había conseguido algunos triunfos personales, como el que nunca se le hubiera ocurrido a nadie llamarle "Luisito", o que su jefe confiara en él incluso hasta el punto de dejarle tomarse ciertas libertades en el curro.

Ida y vuelta, una y otra vez, fue llevando a todos aquellos putos sinvergüenzas a pasárselo en grande, tratando de ignorar el alboroto. Al menos no era un oficio demasiado aburrido, con tanta gente al lado riendo y contando chistes y anécdotas. Pero, y eso sí que era inevitable, hostias… acababa resultando bastante monótono.

Ya pasadas las doce, las idas se habían tranquilizado un poco, y Luis podía disfrutar de unas horas de paz antes de que los menos trasnochadores se cansaran de la fiesta y emprendiesen la retirada. Aun así, seguían llegando a la parada de partida unos cuantos tardones en incorporarse a la fiesta; probablemente ya los últimos. En una de estas, observó que subían ya tan sólo seis o siete pasajeros, y reparó distraídamente en uno de ellos. Tuvo la sensación de que lo conocía, lo cual no debería suponer un hecho siquiera mínimamente relevante dado que, semana tras semana, llevaba y traía a los mismos juerguistas de su pueblo y por tanto muchas caras le resultaban ya familiares. Pero este le sonaba de algo más. Cuando picó el billete, sus ojos se encontraron mutuamente durante un segundo, de pura casualidad, y entonces se acordó. El macarrilla aquel que se quedó dormido en el autobús hace como un mes. Por alguna razón, le había caído simpático aquella vez. Se permitió pensar en ello mientras conducía, a modo de distracción. Incluso le miró un par de veces, disimuladamente, por el retrovisor interior del bus. No estaba mal el cabrón. Parecía un chulo de mierda, un broncas de esos que van a su bola, y que parecen empalmarse por el simple hecho de ir vacilando al personal. Por alguna razón, a Luis le ponían bastante los tipos como aquel.

Y le encantaba follárselos.

Deseó poder quedarse sólo, aunque sólo fuera quince putos minutos, para excitarse y correrse pensando en él.

Las tres de la mañana. Pronto empezaría la avalancha de gente que, ya con dificultades para no vomitar u hostiarse contra cualquier cosa, decidía emprender la recogida. Pero de momento el frente estaba tranquilo. Luis respiró hondo, sentado al volante, esperando en la parada más tiempo del habitual, pues no acababa de llegar ningún pasajero, y le tocaba mucho los huevos comenzar un viaje con el bus vacío. Aprovechó entonces para desabrocharse un par de botones de la camisa y magrearse un poco el pecho. Cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás. Instintivamente, se agarró el paquete con la otra mano, esperando poder disfrutar de un minuto de respiro.

En esto, oyó un ruido a su derecha: llegaba un pasajero. Rápidamente dejó de tocarse, pero muy probablemente el chaval le habría visto darse el gusto. Luis no solía avergonzarse por estas cosas: todos somos humanos; pero se quedó levemente cortado al comprobar que su pasajero no era otro que el malote de antes. De todas formas, no pareció haber reparado mucho en el conductor, ya que a todas luces estaba de mala hostia. Picó el billete y se dejó caer pesadamente en uno de los asientos delanteros. Pasado un minuto, Luis arrancó el autobús con su único pasajero.

  • Perdona, ¿me dejas fumarme un porro, colega?

El conductor le miró de reojo, algo sorprendido por esa repentina amabilidad (generalmente los fumetas fiesteros no le preguntaban: se liaban el porro directamente). La pregunta sonó casi con un tono de suplica.

  • Sírvete anda. –Luis miró el reloj. Ese tío no parecía de los que se iban a casa antes de las seis– ¿Mala noche, tío?

El pasajero le miró, un poco con cara de póquer, mientras se liaba el peta.

  • Joder tronco. Ya te digo. Una puta mierda de noche.

  • Pues ya somos dos.

Luis observó cómo el macarrilla se levantaba y se fumaba su canuto de pie, a su lado, en plan solidaridad entre camaradas. No decía nada, pero se notaba que no era precisamente un insociable, y que no se había retirado de la fiesta por tener sueño.

El autobús llegó a una parada intermedia, y Luis tomó una decisión. Dejó la puerta cerrada, miró a su pasajero y le dijo.

  • Oye, ¿te molaría un momento de relax en ninguna parte? Se te nota hecho una mierda, tronco.

El desconocido le devolvió la mirada y asintió.

  • No me vendría mal un rato de fumeteo en compañía de alguien legal. –Pensó un momento y añadió: – Pero tú estás de servicio, ¿no?

Luis sonrió. Le moló que el macarrilla entendiese que le estaba ofreciendo, precisamente, estar a solas con él.

  • No por mucho tiempo. –Respondió, y acto seguido arrancó, dejando a dos o tres pibes con un palmo de narices en la parada. Apagó el cartel luminoso para dar a entender que no recogía pasajeros, y llamó a un colega que tenía su mismo turno.

  • Marcos… Sí, ¿te acuerdas de que me debías un favor? Pues lo siento tronco, pero esta noche me retiro… Sí… De acuerdo tío, que te sea leve y no te poten mucho en el bus, jeje… Venga chao. –Miró a su pasajero– Conozco un descampado de puta madre por aquí cerca.

  • Cómo te enrollas tío. Te debo una.

"No tardaré en cobrarte", pensó Luis con malicia, un rasgo muy impropio de él.

Pararon en un pequeño terreno, al borde de la carretera, que Luis había descubierto una vez y donde solía ir para evadirse y descansar un rato con el bus. Era el sitio perfecto, pues el vehículo entraba perfectamente y quedaba aparcado de modo que, por la noche, resultaba muy difícil notar que estaba allí, dado que se encontraba prácticamente sin iluminar.

El macarra no hacía preguntas, parecía que le molaba el plan. O en todo caso era uno de esos tíos seguro de sí mismos, que no se achantan ante una situación así porque el malo, en el caso de que hubiera uno, sería en todo caso él mismo. Aun así, a Luis le fue dando la sensación de que al chaval le gustaban las pollas y se había olido el rollete.

El autobús se detuvo. Las luces interiores se encontraban al mínimo. Y el malote se terminaba tranquilamente su porro mientras Luis se desabrochaba el cinturón de seguridad y se estiraba dando un sonoro resoplo de alivio.

En cuanto la débil luz del canuto se hubo apagado, su dueño lo tiró al suelo, lo pisó, y rápidamente agarró al conductor por la nuca, doblando al tiempo su cuerpo para colocar su cara frente a la de él, y se puso a comerle la boca en un morreo especialmente rico en lametones y violentos salivazos.

A Luis se le puso dura al instante.

Se magrearon en plan macho durante un buen rato. Aunque el pasajero había llevado la iniciativa, pronto Luis se puso tan burro que comenzó a dejarle las cosas claras; primero, poniéndose de pie y demostrándole que era él quien tenía que agacharse un poco para llegar a su boca, y luego empujándole con cierta brusquedad hasta la mampara del asiento delantero, dejándole así contra la pared mientras le devolvía el morreo con no menos saliva y morbo con que había comenzado.

No parecía desagradarle al extraño ese repentino cambio de papeles. Ahora era Luis quien, habiendo dejado atrás de golpe esa afabilidad que le caracterizaba, hacía las veces de malote. Y sus brazos y su cuerpo eran suficientemente fuertes para doblegar sin problemas a aquel cabrón.

Luis estiró los brazos y apoyó las manos por encima del chaval, oprimiendo a continuación todo su torso y su cintura contra él. Se frotó contra su paquete en un movimiento amplio, sin dejar de comerle la boca, y notó cómo su polla comenzaba a babear por debajo del slip. Era hora de pasar a mayores.

Iba a acabar siendo una buena noche, al fin y al cabo.


Para el Jefe, aquella noche había comenzado también sin prometer demasiado, y de hecho había sido una puta mierda de fiesta, como él mismo había reconocido minutos antes de encontrarse con un macho tan acojonantemente morboso. Sus colegas le habían dejado medio plantao para irse con un grupillo de pibas con cinturón estrecho en vez de falda, y aunque Darío no le hacía ascos a un buen coño de una de esas guarrillas, sabía que de ese modo la noche acababa pronto, y aún tenía demasiadas ganas de farra. Ya prácticamente apartado del grupo, decidió montárselo por su cuenta, pero el panorama no era muy prometedor: la fies se caracterizaba por el hecho de ser para todos los públicos, viéndose invadida por un montón de niñatos, incluso alguno acompañado de su papá. Todo esto le cortó el rollo a Darío, se puso de mala hostia y decidió irse a casa a pajearse ante alguna mierda de peli porno.

El plan que le ofrecía el busero era, sin lugar a dudas, mucho más jugoso. Tampoco sabía muy bien de qué rollo iba, pero en cualquier caso siempre sería mejor que sobarse ante la tele con la polla en la mano.

Y, cuando decidió atacarle la boca sin más miramientos, no tenía la seguridad de que el hombretón aquel fuera marica, pero estaba tan hasta los huevos que ya le daba igual. Para su sorpresa, el hombre había respondido de puta madre: no sólo entendía sino que además era de los que le molaba el sexo agitado, violento, avasallador. Probablemente aquel desgraciado tenía tantas ganas como él de descargar sus cojones.

  • Hijo de puta… –susurraba Darío entre lengüetazos, con voz de chulo– Cabrón de mierda… ¡Te voy a follar como nunca te han follado, maricón!

Pero, poco a poco, sus mismas palabras parecían menos amenazadoras, menos convincentes… Al conductor no le hacía falta decir nada para dar a entender que a él no le dominaban fácilmente. Y el Jefe empezó a tener claro que, si se lo acababa follando, sería única y exclusivamente porque el busero lo deseara y se dejara follar de forma expresa.

Súbitamente, el impetuoso desconocido separó su boca y agarró con una mano la camiseta de Darío, a la altura del pecho, tirando violentamente hacia sí mientras se dirigía a la puerta del vehículo, obligándole a bajarse del autobús con él.

  • Ven, puto macarra –le dijo fríamente. Y Darío se dejó hacer; porque le encantaba hacerse el chulo y dominar, pero también le ponía de la hostia que tratasen de hacer lo mismo con él. De hecho, pocos se atrevían a plantarle cara así, y estaba dispuesto a disfrutarlo a tope.

Tan sólo la tenue luz que salía del interior del bus permitía ver lo suficiente como para seguir enrollándose; ahora eran dos masas negras que se revolcaban de pie contra la pared del vehículo. En un momento dado, el conductor se detuvo, miró fijamente al Jefe a los ojos (aunque se veía muy poco, Darío captó perfectamente la seria mirada de provocación y vicio con que el extraño le obsequió), y acto seguido acercó su boca al oído del macarra, susurrándole algo que, a esas alturas, no debería haber resultado muy inesperado:

  • Soy yo el que te va a follar, mamoncete… Ya puedes ir preparando bien tu coño porque no voy a esperar a que dilates, guarra.

El conductor parecía saborear cada una de esas palabras, como si tuviese pocas oportunidades para decirlas. Y muy probablemente era así.

Antes de que Darío pudiera reaccionar, el hombretón le agarró de la cintura y sintió cómo sus poderosos brazos le obligaban a darse la vuelta, con la cara aplastada contra la pared del bus y aquel maromo desgraciao a sus espaldas. De inmediato, una mano se posó en su hombro y empujó hacia abajo obligándole a agacharse. Darío se apoyó rápidamente en la pared con ambas manos para no caerse, y se quedó unos segundos así colocado, jadeando por la excitación.

Durante ese breve momento, notó que el conductor no le sujetaba. Se había separado de él, probablemente para comprobar si verdaderamente quería ser follado: no tenía pinta de ser un puto violador, sólo le molaba el juego de la dominación, y se tomaba la libertad de dar a su víctima una oportunidad para darse la vuelta y mirarle asustado, dando así a entender que realmente no le molaba que se la metieran.

Darío pudo haber hecho esto, si no estuviera tan caliente como para desear que el tipo aquel hiciese lo que le diese la real gana. Se quedó por tanto quieto mientras el otro le bajaba los pantalones y los boxer, dejándolo con el culo al aire. Miró de reojo hacia atrás: la sombra negra del conductor ya se había sacado la polla, una buena polla que de seguro le dolería. Aun así, el dominador no cumplió su promesa, pues dedicó unos minutos a escupirle lapazos en el ojete y extenderlos con el dedo largo. Cuando hubo dilatado lo suficiente como para recibir dos dedazos del extraño hasta el fondo, sintió cómo una salchicha dura y gruesa, algo curvada, comenzaba a restregarse arriba y abajo a lo largo de la raja de su culo.

El ojete del Jefe se abrió más y más, lo que institivamente le hizo poner el culo en pompa y esperar que ese cipote se decidiera a follárselo de verdad.

El nabo entró hasta la mitad de golpe, sin contemplaciones; volvió a salir, y a los dos segundos se introdujo hasta el puto fondo, provocando que una ráfaga de fuego recorriera el cuerpo de Darío, al mismo tiempo que le venía un inevitable flashback.


El Jefe era activo, activazo, dominante y un hijo de puta, pero no era la primera vez que algo recorría los interiores de su culo. Un día, estando en su habitación, tuvo curiosidad y probó a meterse un dedo. No le excitó tanto como para repetirlo en cada paja, pero era algo que le daba cierto morbo, como traspasar una barrera prohibida para él (tan sólo apta para las mariconas blandengues y viciosas, después de todo…). La experiencia llegó al extremo de comprarse un consolador; uno de esos que imitan perfectamente una polla, con las venillas y todo, aunque, claro está, no demasiado grande. Si hasta acabó follándose al vendedor –una marica que estuvo encantada de recibir su pollón y tragarse su lefa–, a modo de compensación por haberse dejado las pelas en algo tan de pasivazo.

Tardó en utilizarlo un par de semanas. Mientras tanto, se metía de vez en cuando el dedo para aprender a dilatar. La noche que se decidió a probarlo, esperó a estar realmente excitado antes de proceder. Se encontraba en su habitación, de pie, desnudo de cintura para abajo, y viendo una peli porno en el ordenata. Colocó el consolador en su ojete y fue metiéndolo poco a poco. Pensó que aquello no se contradecía en absoluto con su rol de macho dominante: después de todo, no había nadie allí que le estuviera follando, no se estaba dejando doblegar por nadie. Bien pensado, se estaba follando a sí mismo, por así decirlo.

Cuando el objeto ya había entrado hasta la mitad, se abrió la puerta de su habitación; por aquellas fechas vivía con su padre. Darío se quedó inmóvil, jadeando, mirando a su viejo. De nada servía disimular o cambiar rápidamente de postura. Entonces el hombre se acercó lentamente a su hijo, le miró seriamente pero con cierta complicidad, y agarró el consolador que sobresalía de su culo, empujándolo poco a poco para ir metiéndolo más. Darío lo flipaba y quiso sonreír, pero estaba tan excitado que no lo consiguió. Se corrió en ese mismo momento, sin siquiera tocarse, escupiendo numerosos trallazos de lefa contra la mesa del ordenador. Su viejo le sacó entonces el consolador con mucha suavidad, y lo dejó en la mesa no sin antes acercárselo brevemente a la nariz para olerlo. Dedicó a su hijo una sonrisa, de esas que se hacen entre camaradas machos, y echando un vistazo al monitor dijo:

  • Buena peli, ya me la pasarás. Espero que hayas disfrutado del pajote, chaval.

A esto le siguió un guiño y un par de palmaditas en el hombro. Darío consiguió al fin devolverle la sonrisa, y vio como se daba la vuelta sin más y salía por la puerta, cerrándola tras su paso. No volvió a hablar con él del tema, ni a tener encuentro sexual alguno, pero el Jefe siempre recordó secretamente aquel detalle de su padre.

Y este recuerdo de su viejo en plan colega despreocupado le ponía a mil, porque se sentía aún más macho sabiendo que era su propio hijo, la descendencia de un salido cabrón mucho más hombre que él.


Hasta el momento en que recibió la polla del conductor en su culo, el Jefe se sabía más macho que cualquiera –excepto, por supuesto, su padre–, pero ahora tendría que añadir a la lista inaugurada por su viejo a aquel cabronazo del bus que iba de bueno pero que en realidad era un auténtico vicioso hijo de puta.

El maricón le folló con ganas. Las primeras metidas fueron deliberadamente cuidadosas, pero el ojete de Darío reaccionó rápido y se abrió dándole vía libre para recibir embestidas cada vez más fuertes.

No pasó mucho rato hasta que se corrió, de nuevo sin tocarse, y esta vez descargando su líquido contra la pared del bus. Fue un orgasmo brutal. La polla que, al principio, le había quemado de la hostia por dentro, se había convertido en un palo de placer manejado por un cabrón que sabía dar palos. Era, por descontado, la única forma en que Darío, en que el Jefazo machote y macarrilla, se dejaría dar por culo, y aunque tenía claro que no volvería a repetir la experiencia a menos que se encontrara en una situación realmente especial (como esta), en el momento de su corrida no tuvo duda alguna de que había valido la pena.

Tan pronto como se vaciaron sus huevos, el conductor, que debía de haberlo notado, dejó de follarle y le dio una palmada en el culo, dándole a entender que se diera la vuelta.

  • Siéntate.

Darío se sentó en el suelo –su culo desnudo y recién follado notó la fría hierba, y tuvo la misma sensación de placer doloroso que cuando uno se pone hielo en un chichón–, apoyando su espalda en la rueda del vehículo y mirando expectante hacia el macho que tenía delante. Sus ojos se habían acostumbrado ya a la oscuridad, y veía claramente marcados todos los músculos de aquel pedazo hombre, todos los contornos de su cuerpo, desde la cara sudorosa, aún con mirada de vicio perverso, hasta el miembro palpitante y grueso que el maromo masturbaba con energía.

Le cayó lefa en el pecho, en el vientre, en un hombro, en la barbilla. La parte más espumosa fue a parar a su propia polla, aùn dura, y se deslizó con rapidez hasta sumergirse en su vello púbico y mojar sus cojones. No dijo nada, sólo disfrutó mirándolo correrse mientras recuperaba con calma el aliento. Cuando no quedó más leche que salir, Darío se levantó y se encaró con él, recuperando su aire chulesco pero esta vez sin violencia alguna. El hombretón lo estrechó firmemente entre sus brazos y se dieron un suave morreo, lento, largo, polla con polla, dos machorros fibrados compartiendo un momento de absoluta complicidad.

De vuelta en el autobús, el conductor había recobrado, como por arte de magia, su talante amistoso y su aire inocentón.

  • Te llevo a casa.

Darío lo miró, tratando de disimular que lo hacía con admiración, algo que se permitía el lujo de hacer con muy poca gente.

  • Eres un hijo de puta… –dijo, con toda la seriedad que pudo. Esto hizo sonreír al conductor, que le guiñó un ojo y se dispuso a arrancar el vehículo.

El autobús se alejó en la noche, con su conductor y su pasajero charlando despreocupadamente, como si se conocieran de toda la vida.

Por Falazo

31/1/08