Darío y Esteban

Dos tíos muy distintos, una violación consentida y dos puntos de vista... Que lo disfrutes.

Darío y Esteban

Darío se despertó con desgana, empalmado, como siempre. Se tuvo que incorporar porque el puto sol le daba en la cara. Se quedó sentado en la cama, moviendo sus músculos lentamente para irlos despertando. Dormía tan sólo con un slip. Lo levantó y su polla emergió de su escondite pidiendo guerra. Le gustaba pajearse con calma: comenzó a descapullársela con dos dedos, voy a empezar el día como dios, pensó.

Darío era un malote, uno de esos macarrillas de pueblo periférico de Madrid, a los que les mola vacilar, jugar al fútbol, pasar la tarde con los colegas hablando de coches, y la noche de discotequeo y si puede ser mojando el nabo varias veces para fardar al día siguiente. Y que, por norma general, suelen tener un cuerpo bien currado a base de hacer deporte por su barrio, bajo el sol y sudando a saco, y de buscarse trabajos de carga y descarga o de similar exigencia física. Darío lo tenía: un torso delgadillo pero fibrado, no de gimnasio sino más natural, se le marcaban levemente los músculos de los brazos, las abdominales, los hombros… Las tías le miraban al pasar; vale, miraban a toda su peña, pero a él le molaba pensar que muchas veces se fijaban sobre todo en su cuerpo y al llegar a casa se metían el dedo en el coño pensando en él.

Le gustaba verse como el puto amo. Se había labrado su apodo; no solían llamarle por su nombre, más bien le conocían como "el Jefe", no porque mostrase cualidades de liderazgo en la banda, ni gilipolleces similares, sino porque se lo montaba bien, hacía las cosas a su bola, y a veces iba un poco por libre, pero siempre triunfaba.

El Jefe se meneó bien el rabo mientras trataba de desperezarse. Aún sentado en la cama, apoyó sobre ella una mano para echarse un poco hacia atrás, miró hacia arriba cerrando los ojos y sintió cómo toda su mano recorría el cilindro duro y venoso de su miembro.

Cuando el asunto empezaba a prometer, sonó el móvil. Darío lo ignoró: nadie le interrumpía a él un buen pajote mañanero. Siguió masturbándose hasta que el aparato dejó de sonar; notaba arder sus huevos y comenzó a jadear, iba a ser un buen día

Y el móvil sonó otra vez. El Jefe se incorporó, cabreado, y miró el reloj.

  • ¡¡Ostiá!!

Llegaba bastante tarde al curro. Pero eso no le importaba: ya emplearía su labia con el encargado para que no se lo tuvieran en cuenta. Lo que realmente le jodió, en cambio, fue que se había quedado a media paja. Tendría que resarcirse más tarde, de algún modo

Fue un día duro, no tuvo un momento de descanso, y no salió antes de las nueve. Quedaba tiempo para tomar unas cañas con la gente, pero hoy se les había ocurrido ir al quinto culo, y como ya era tarde le tocó ir solo. Para cuando llegó el autobús, ya había oscurecido. Se subió y pilló sitio; eran diez minutos de viaje por descampado, y entre la monotonía y la oscuridad del paisaje y lo derrotado que estaba se sobó.

Le despertó el conductor con un zarandeo.

  • Tío, que esta es la última, ¿te has quedao sobao?

Darío se cagó en todo, pero afortunadamente el conductor era jovencillo y le brindó un gesto de colegueo:

  • Venga, te llevo de vuelta, que seguro que te ibas de farra y jode perdérsela por algo así… Pero si te vuelves a sobar te bajas, ¿entendido?.

  • Sí, tío –el Jefe luchaba por desperezarse–. Gracias tronco

El autobús arrancó de nuevo, ahora era ya media hora lo que tardaría. Darío se levantó y esperó distraído un rato. Pensó en la paja de por la mañana. Estaba solo en el autobús, y notó que se le ponía dura de nuevo. Se puso de espaldas al conductor y comenzó a sobarse el paquete. Tengo que sacármela, pensó, y fue a sentarse en uno de los asientos traseros. Se bajó la bragueta y se acarició el slip vigilando disimuladamente al conductor, que seguía a lo suyo. Se sacó el rabo y los huevos y comenzó a darse gusto. El autobús se sacudía bruscamente una y otra vez, de modo que estaba complicado llevar un buen ritmo. Dejó caer un lapazo en su polla y lo embadurnó con la mano. Los pasajeros del día siguiente se iban a encontrar con una sorpresita entre los asientos

O tal vez no. Darío vio llegar su parada, había calculado mal, y le pegó una voz al conductor. Éste paró y vio cómo el tipo se levantaba incómodamente y se acercaba a la puerta para salir.

  • Tómate una a mi salud, y a ver si mojas –le soltó en plan majete. Darío se sorprendió, mola este conductor. Le dio las gracias y se bajó.

A ver si arreglamos esto, se dijo: ya es la segunda paja que me dejo a medias hoy.

El Jefe llegó al bareto a eso de las once y media. La peña le abucheó amistosamente por la tardanza; era un día entre semana y el sitio cerraría pronto, así que le quedaban menos de dos horas para intentar meter el churro en algún coño o algún culo. Se las pasó en cambio bebiendo cerveza y bromeando con los colegas, no tenía ganas de currárselo, aunque sí muchas de correrse de una puta vez.

Chaparon el local y Darío y los suyos emprendieron la vuelta. Uno tenía coche y le ofreció llevarle medio camino, aunque le quedarían unos diez minutos a pata para llegar a casa. El Jefe aceptó.

Le dejaron no lejos de su casa, en una zona del pueblo que delimitaba ya con campo. No había un alma, aunque las farolas alumbraban eficazmente el lugar con una luz tenue. Pese a lo tarde que era, el Jefe no se dio prisa: se apoyó distraídamente en una valla y empezó a liarse un peta. Había bebido lo suyo pero tenía buen aguante; de todas formas, ahora era cuestión de relajarse, pues llevaba todo el día con ganas de bronca. A medio porro le pareció oír unos pasos. Se acabó las últimas caladas mientras trataba de enfocar al tío que se acercaba. Cuando lo vio claro se plantó en medio de la calle, con las piernas separadas en plan desafío, los pulgares en los bolsillos y cara de chulo. Era un puto pijo.

Y se lo iba a follar allí mismo.

Camisa rosa con el logo de Polo Ralph Lauren, pulcramente planchada y con dos vueltas de manga. Pantacas claritos, lisos, de sport, y zapatos marrones. Flequillo levantado con gomina en plan informal, y carita de bueno. Todos los pijos eran iguales. El desconocido hizo como que no veía a Darío, y trató de no detenerse, rodeándole, pero el Jefe se recolocó rápidamente cerrándole el paso. No dijo una palabra. El otro le miró, un poco inquieto, aunque no parecía tener miedo. No estaba mal el cabrón, se notaba que su papá le pagaba sus horas de gimnasio. Tendría unos treinta. Era guapo. Aunque a Darío, claro está, sólo le interesaba su culo.

El pijo hizo un gesto para esquivar una vez más a Darío pero éste alargó un brazo y le cogió rápidamente por la nuca. No apretó, no le quería hacer daño, al menos no gratuitamente. Nunca había violado a nadie, y de momento sólo le apetecía tantear al chico, ver cómo reaccionaba. Notó que se quedaba cortado, sin saber hacia dónde moverse, y mirándole levemente asustado, y con cierto aire de curiosidad que descolocó también un poco al Jefe. En cualquier caso, le moló que su nuevo coleguilla no se pusiese a chillar como una nena; tenía huevos el chaval. Le mantuvo la mirada de chulo cabrón unos segundos, y acto seguido le escupió en la cara.

  • ¿Tienes miedo, nenita?

El otro no supo qué contestar, se limitó a dejar que el lapo resbalara por su nariz y pareció incluso querer atraparlo disimuladamente con la lengua. Darío se acercó a su oído y le susurró:

  • ¿Quieres que te folle?

El pijo no contestó. Está claro, pensó Darío, cualquier otro se habría cagado en los pantalones y habría dicho "no" temblando de miedo. A éste le apetece.

Le llevó la mano al paquete y le habló claro y rápido:

  • Si se te ocurre chillar te doy dos hostias y te dejo aquí tirado, ¿de acuerdo?

  • Vale… –susurró el pijo–. No me hagas daño tío

  • Qué va, si te va a gustar, ya verás.

Darío le fue empujando por la espalda hacia la valla que delimitaba con el campo, obligándole después a saltarla; él también lo hizo y caminaron unos pasos, quedándose medio iluminados por la penumbra de las farolas pero algo alejados de la calle. Aun así, el Jefe decidió no alejarse más. Si pasaba alguien por la calle podría casi verles y oírles, y eso le daba morbo.

No se hizo esperar. Agarró por los hombros a su amiguito, que obedecía a todo dócilmente, y le empujó hacia abajo. Luego le puso la mano por detrás de la cabeza y le restregó la cara contra su paquete, para que notara la salchicha que ya había endurecido por debajo de sus vaqueros. Sin soltarle, se bajó la bragueta con la otra mano y con un movimiento más su polla estaba fuera, apuntando al cielo nocturno, casi descapullada por la erección, dura, palpitante.

Darío saboreó las palabras: - Cómemela, pijo de mierda.

El aludido puso boca de tragapollas y engulló, lentamente, hasta llegar a la base de su nabo. El chaval sabía hacerlo. No se limitó a meterse ese rabazo en su boca: también se entretuvo lamiéndolo y salivándolo bien, descapullándolo con la mano, tragándose palmo a palmo hasta notar los cojones del Jefe en su barbilla. Darío le ayudaba con la mano en su cabeza, le marcaba el ritmo, cerraba los ojos… Le escupió en la cara un par de veces; el pijo parecía seguir disimulando que le gustaba, pues le miraba con ojos de cachorrito y gemía levemente, sin quedar claro si era de miedo o de placer.

  • Te aconsejo que me la ensalives bien, zorra.

El chico obedecía, soltaba buenos lapazos espumosos y se los extendía por su polla con la lengua. Ese palo deslizaba ya bien entre sus labios, y amenazaba con soltar el chorro. El momento perfecto, pensó el Jefe. Separó la cara del otro y le empujó levemente, haciéndole perder el equilibrio ya que estaba en cuclillas. Se agachó y le dio la vuelta, poniéndole boca abajo entre la hierba.

  • A cuatro patas. ¡Venga!

Despacio pero sin rechistar, el pibe se puso a cuatro patas e incluso a Darío le pareció que ponía el culo en pompa. Le agarró por la cintura y le restregó la polla por donde estaría su ojete, dejándole un regalito en forma de mancha gris en sus pantalones blancos. Después llevó sus manos hacia abajo y le desabrochó el cinturón, la bragueta y el botón, y tiró de sus pantalones violentamente hacia abajo, dejando a la vista un culito rosado y un ojete que se dilataba y contraía, expectante.

El Jefe pensó en su día de mierda y en las dos pajas que se había dejado a medias. Sonrió de gusto y le ensartó su herramienta en el ojete hasta el puto fondo.


Esteban notó que su culo ardía cuando recibió aquel miembro duro y grueso. Ahogó un fuerte gemido: no quería gritar, más que nada por no llamar la atención de cualquiera que pasara por la calle. Pues, si así ocurriese, podría acercarse y cortarles el rollo; el machote que le estaba follando se pondría nervioso y quizá le dejara a medias, sin poder saborear su leche y esa mirada de chulo prepotente que le ponía a mil.

El cabrón le daba duro por culo, embestía cada vez más fuerte, agarrándole por las caderas con sus manazas calientes y probablemente disfrutando a tope de haber encontrado una puta como ella. En ocasiones apretaba su ojete para percibir mejor cómo deslizaba la carne de aquella polla; después dilataba dejándole vía libre para que acelerara. No le habían penetrado muchas veces, aunque ya había jugado anteriormente al rollo amo-esclavo, y fantaseaba muy a menudo con ello. Le molaban los tipos duros, sobre todo malotes, chulos, buenorros y cabrones; aquel era perfecto, un chaval de poco más de veinte años, con vaqueros y camiseta blanca de manga muy corta, ajustada. Que por alguna razón se encontraba en la calle mientras él volvía de una tranquila quedada en casa de un amigo. Parecía que le esperaba intencionadamente para darle marcha. Sólo de pensar en la situación que se encontraba, su camisa se empapaba de sudor.

Se permitió gemir un poco más alto, e hizo todo lo posible por que pareciesen gemidos de puta, de nenaza que no puede evitar sacar su lado de zorra cuando le meten una buena polla por el culo. Surtió efecto: el pibe se puso burro y le folló más deprisa; se oía cómo en cada metida chocaban sus cojones rítmicamente por debajo de su agujero. El cabrón no podía evitar jadear a su vez, jadeos de macho, de chulo a punto de correrse.

De improviso notó cómo su ojete dejaba de recibir, lo que le produjo un intenso escalofrío por el interior. Miró hacia atrás y observó cómo el chulo le soltaba una sonora hostia en una nalga.

  • Venga, date la vuelta perra, que gimes como la zorra que eres y vas a recibir tu premio.

Esteban se medio incorporó quedándose de nuevo en cuclillas, con su nariz a la altura de esa polla babeante y a punto de estallar. Notó en su nuca una mano que le obligó a comerse de nuevo y hasta el fondo toda la longitud de aquel jugoso miembro, y cuando ya estaba a punto de ponerse a toser un trallazo de líquido caliente le inundó la garganta.

  • ¡Ahhhhh…. Joderrr! –exclamaba de gusto el tío, parecía que no se había corrido en días, disfrutaba como un cabrón.

Y Esteban también. Recibió al menos cinco chorros abundantes de lefa, uno en la garganta, otros dos en la nariz, más en la lengua… A estos les sucedieron otros más pequeños, bastantes de hecho, que terminaron por llenarle la cara de espuma chorreante, las mejillas, la nariz, las cejas. Un buen lapazo que colgaba de la boca de su macho se unió a la fiesta fundiéndose con aquella lechecita caliente.

Miró hacia arriba. El machote se encontraba erguido, desafiante, casi serio, pero con una mirada evidente de satisfacción. A Esteban le molaba encontrarse en la situación opuesta: a sus pies, en cuclillas y con el culo ardiendo, mirándole sumiso mientras las gotas de lefa resbalaban por su cara y le manchaban la camisa. Ha merecido la pena arriesgarse, pensó. En esto su mano detectó algo en la hierba, algo de goma, un condón, largo y arrugado, húmedo. Ni se había dado cuenta de que el cabrón se lo había puesto antes de follarle; le excitó aún más pensar que, aparte de ser un tío dominante y un machote atractivo, además era de los que no meten la polla en cualquier lado.

Ostiá, ¡vaya si ha merecido la pena!

Esteban se puso en pie, y ambos se subieron los pantalones en silencio. Acto seguido regresaron a la calle, tranquilamente, sin soltar palabra, como si no hubiera pasado nada; saltaron la valla y se quedaron mirándose unos segundos. El desconocido hizo un gesto rápido enganchándole de la barbilla con una mano, y tiró de ella hacia sí obligando a Esteban a acercarse a su cara. No fue un beso tierno, sino más bien vicioso: el macho abría bien la boca y le insertaba la lengua violentamente. Esteban recibía su saliva con gran placer; sabía a alcohol y a tabaco, le volvía loco. Se había limpiado la lefa de la cara con la manga de la camisa pero aún le quedaban restos, y un rico saborcillo que compartió con su hombre, mientras éste le agarraba el paquete apretando bien la dureza de su polla por encima del pantalón.

Con la misma brusquedad le separó y le escupió una vez más en la cara.

  • Te has portado bien, puta. Me has alegrado el día.

Esteban pensó en decir algo, cualquier cosa, mas el desconocido ya se había dado la vuelta, alejándose con paso tranquilo pero firme. Él en cambio se quedó allí un minuto, pensando en aquel beso que no tenía por qué haberle dado. Vale, había sido un beso guarro pero, uau, realmente no se esperaba aquel regalo.

Caminó hacia su casa, impaciente por poder tocarse un rato. Cuando llegó, puso el máximo cuidado al abrir la puerta para no despertar a nadie. Estaba todo oscuro y en silencio. Se apresuró a entrar en su habitación, cerró con pestillo y encendió la luz. Se quitó la camisa y olisqueó los medallones de lefa, incluso lamió alguno; qué pena que para el día siguiente ya estén secos. Estaba excitadísimo, se quitó los pantalones y observó una mancha oscura y circular en sus boxer, provocada por la prelefa que le llevaba saliendo desde la primera chupada de polla. Se acostó boca arriba en su cama, pellizcándose un pezón y machacándosela a saco. Pensó en meterse un dedo pero su agujero aún estaba bastante grande, su dedo no habría sido nada comparado con aquella polla, aquel macho, aquel cabrón que me hizo su puta….

  • ¡¡Aahhhh…..!! –trató de no gritar muy fuerte cuando se corrió. Le llegó un chorro hasta la barbilla, y varios más empaparon su pecho y abdomen.

Esteban se quedó así, jadeando, flipándolo, saboreando distraídamente un poco de lefa que recogía de su barbilla con dos dedos y paladeaba después con su lengua. Para qué limpiarse. Sin poder dejar de pensar en la cara de chulo de aquel macho, se quedó dormido.