Daniela y Claudio
Aunque de a dos, un agradable hormigueo y pequeños estremecimientos se expandieron por su cuerpo al contacto de su mano.
Daniela y Claudio
Aunque de a dos, un agradable hormigueo y pequeños estremecimientos se expandieron por su cuerpo al contacto de su mano.
El calor subtropical se hacía notar por todas partes.
El estaba en la cama, semi desnudo, cubierto solo por el slip y con vestigios de la noche pasada.
Ella le contemplaba con ojos inquisitivos y dulces.
Las gotas de transpiración, aún suaves, brillaban como caireles sobre el cuerpo abandonado.
Contempló su fina cara, sus cabellos lacios enredados en los pliegues del sueño.
Bajó su mirada estudiando su talla de cuello alargado, hombros finos, tronco estrecho y plano. La cintura varonil se engrosaba para abarcar su cadera que se adelgazaba en fuertes muslos y piernas hasta desaparecer en finos pies.
En el naciente de las piernas resaltaba el sexo viril, un vergajo considerable para su edad, aún dormido, apilado en dos grandes testículos que, en conjunto, levantaban una pirámide cubierta de pendejos a modo de vegetación pubiana.
Como si tuvieran vida, los vellos se colaban bajo los elásticos del calzón comunicando un dejo de desprolijidad al conjunto, realzando la gruesa y larga estaca ahora presa de una semi erección matinal.
De los ojos de Daniela brotaba un fuego especial al contemplar a su amigo alertagado, en proceso de leve reanimación de un pesado sueño.
Sintió la presión de sus pantalones rojos ajustados como una segunda piel, en especial la tela que se metía y marcaba su raja y, al estar sentada, le comprimía y friccionaba el sexo, mientras débiles y agradables descargas le endurecían los pezones.
Sentada al borde de la cama, contemplándolo en su plácido descanso, notaba como ella se mojaba más y más. Se introdujo un dedo por dentro de los pantalones para sentir lo humedecido de sus bragas y, no pudo resistirse, metió el dedo por dentro de la tanga palpándose densamente la ardiente e inundada concha.
Una agradable hormigueo y pequeños estremecimientos se difundieron por su cuerpo al contacto de su mano. Sus ojos no podían dejar de recorrer los detalles de la piel de Claudio y, casi sin darse cuenta, movió la manos y los dedos adquirieron vida propia: arriba y abajo, muy suave, casi resbalando, sentía prologarse los estertores sobre las líneas de sus genitales, ofrendando sus más ocultas intimidades al placer de aquellas caricias mientras su pantalón se bajaba aún más, al ritmo de sus jadeos que llenaban la habitación y su cuerpo arqueándose hacia atrás, volviendo los ojos sobre sí mismos como contemplando el universo.
Absorta del lugar en que se encontraba, la mano libre sucesivamente desabrochó la transparente blusa y el brasier, desgranando del encierro sus jóvenes senos que se expandieron en su pujanza al son de la suelta, y a los que se abocaron sus dedos como tentáculos sedientos de satisfacer sus enrarecidos pezones.
Allá, su vista perdida en su interior viajaba por mundos eróticos de táctiles sensaciones que la encendían más allá del límite hasta entonces conocido, con una mano abocada a rozar su clítoris y la otra a pellizcar y endurecer sus pezones.
Podía sentir los acelerados latidos de su corazón lo mismo que la humedad que nacía de sus poros en una transpiración aromatizada de deseo y sexo, sensaciones que burbujeaban en su carne y que le causaban un éxtasis singular e intenso.
Sus manos habían dejado atrás la estrecha contención de sus carnes de sus piernas, asaltaron las nalgas, el ano y su vientre, hasta tomarse los pechos y apretarlos, además de chupar su propio índice saboreando sus jugos íntimos, madurados por el calor del verano y la cercanía del varón adherido a su par, y volver a meterse la mano abajo y acariciarse el clítoris en movimientos ora circulares, ora rectos, combinados, más y más fuertes y rápidos.
Desenfrenada intentaba llegar a la entrada de su sexo con algún dedo y metérselo, al tiempo que temblaba de deseo y pasión.
Desbocada, su tensión aumentaba entre caricias y, como un volcán, sintió nacer en el interior de sus entrañas la corriente orgásmica que le explotó en oleadas sucesivas, llenándola por dentro, meneos que fueron acompañados por coligados jadeos que expresaban la intensidad de su llegada.
Con los últimos estertores volvió la conciencia de sí misma y del lugar en que se encontraba. Casi sin aliento por el desgaste de su orgasmo, abrió los ojos, sin comprender las primeras imágenes que se alojaban en su cerebro.
En algún momento Claudio se había despertado y allí estaba casi sentado, mirándola con sus ojos abiertos como dos luceros, su verga tan grande como nunca había imaginado y su mano derecha ciñendo el tronco mientras, despacio, agitaba su piel de arriba a abajo.
"Perdóname" dijo al volver en sí. "Nada, ahora me toca a mí", fue la respuesta al punto que aumentó el ritmo de su masaje.
Mientras su cuerpo se tensaba su mano subía y bajaba la piel de la verga. Su capullo rosado aparecía y desaparecía al compás de sus movimientos, en tanto el líquido preseminal dada un brillo especial a la piel de su cabeza
Ella dejó de cubrirse púdicamente sus pechos y se concentró en los meneos en el sexo de Claudio, hipnotizada por el órgano viril ahora desplegado. Después de todo era la primera vez que observaba de cerca y en detalle la espina de un hombre, tan potente en el concepto y tan frágil a la vista.
La observaba fascinada, recorriendo cada uno de los pliegues de la piel y de la carne hinchada hasta que Claudio en un rápido, incontrolable e irresistible movimiento, la tomó del cuello y llevó su boca a la endurecida pija, presionando lo suficiente como para vencer toda resistencia y alojar su caliente estaca en el tragadero que cedió con facilidad a sus embates.
A pesar de las arcadas y las nauseas, la vehemencia y la decisión de Claudio pudieron más y el falo su incrustó en la humedad ardiente del paladar, siendo recibido por la acojinada lengua de ella, ya entregada a la felatio.
Cuando cayeron las barricadas, ella pudo concentrarse en el sabor singular de la verga, en las caricias que él le indicaba y en las sensaciones desconocidas y enloquecedoras que le brotaban de sus labios al sentir el ardor viril de la carne apasionada.
El pingo de Claudio, salado por el sudor de calor y sexo, había llegado a su punto máximo y el enorme capullo rosado y suave, estaba afuera, mientras su lengua tallaba los recovecos de esa carne.
Mamaba esa pija con la pasión de primeriza y, en actos largamente estudiados, como había aprendido de las mujeres que relamían las gigantescas vergas en las innúmeras películas, arrancole a él, también, sensaciones increíbles. Lo sabía por la intensidad de sus jadeos.
Claudio la cogía por la boca y la excitación del hombre era tremenda, según intuyó al percibir la tensión extrema de sus músculos, momento tras del cual su verga comenzó a latir como un quásar y un chorro de semen, el primero de varios, inundó su boca deslizó el líquido viscoso y blanco por su garganta.
Cuando estuvo seguro que había tragado toda su leche, Claudio atemperó la presión de sus manos sobre la cabeza de ella, dejando que la lengua le limpie la poronga en largas lengüeteadas desde el escroto hasta el meato.
Después la acurrucó en su hombro para reponerse juntos en ese sopor de sexualidad y verano.