¡Dámela toda, mi amor! (11)

Esta vez, en sus aventuras, el boxeador Gallo Méndez y su amiga Helga entrarán en una sombría mansión y presenciarán macabras escenas, sin renunciar previamente a sus dosis de sexo.

¡DÁMELA TODA, MI AMOR!

  1. La mansión del misterio.

Cuando la sombra carmesí del atardecer comenzaba a posarse sobre Budapest, ella me señaló una casa grande de aspecto abandonado, vieja, pero orgullosa. Sus ventanas, con sus vidrios rotos y sus muros de piedras oscuras daban una apariencia siniestra, como un gigante muerto que fuese a cobrar vida inesperadamente.

-Esta mansión pertenecía a un famoso anticuario del siglo XIX -dijo Helga con una extraña seriedad mientras señalaba el edificio-. De hecho esta vivienda no se ha vuelto a habitar desde su repentina y misteriosa muerte. El anciano llamado Ferenc Sarko se dedicaba a coleccionar objetos antiguos, desde armas hasta relojes. A veces los vendía a buen precio y así vivía.

"Un día llegó de China, poco antes de la rebelión de los boxers contra los potencias europeas, un mercader de Pekín. Estaba muy enfermo, a punto de fallecer. Le pidió un favor. Y después de su muerte, el viejo adquirió una enorme caja de madera que transportada hasta el almacén subterráneo de la casa. Cuando la abrió, entre la paja vio la estatua dorada de un flautista y una serpiente que se acercaba a él. La obra tenía el tamaño de una persona.

-Una historia peculiar -añadí.

-¿No te da miedo, oh, boxeador? Ahora te daré motivos. Un día apareció muerto el anciano, las autoridades dijeron que fue la mordedura de una serpiente. Se rumoreó desde entonces que ciertas noches de luna llena, se oía el cántico de una flauta, con unas notas abominables. Y el ofidio cobraba vida y eliminaba a quien se atreviese a entrar en esa casa, pues sigue intacta como hace cien años.

-No cruzaría el umbral de esa mansión aunque...

-¿...Aunque hiciésemos el amor entre valiosas antigüedades? Esa idea siempre me ha excitado enormemente, siempre... En mi adolescencia yo...

Calló. Yo no podía alejar mi mirada de su temeroso rostro.

-Fóllame en esa casa, por favor -insistió ella.

Y a continuación la muchacha deslizó su mano en mi atormentado miembro que buscaba una solución definitiva. Aquello era un provocación para la enigmática leyenda y en lugar de darme pánico, todavía aceleró más mi instinto libidinoso.

-Ahora lo comprobaremos, pequeña -dije mientras pasaba una mano por su ajustada cintura y buscábamos la puerta.

Naturalmente el enorme portal de la casa estaba tapado por un muro de ladrillos y cemento. Sin embargo mi insaciable amiga no se inmutó por ese inesperado obstáculo. Sabía que había otras posibilidades. Quizás ella ya había estado allí antes.

Y localizamos un disimulado boquete en un lado del edificio, cerca de los cimientos.

-¡Aquí! -exclamó la bailarina con la respiración agitada-. Conduce directamente al almacén subterráneo.

Del ciego deseo yo había pasado al miedo. Helga sabía más cosas de ese lugar que un boxeador extranjero ignoraba. Nos deslizamos por el túnel como si fuésemos dos niños traviesos y durante unos instantes avanzamos por la penumbra hasta desembocar en una gigantesca sala llena de figuras de porcelana, algunas representaban campesinos y doncellas sentadas sobre rocas de un campo. Había viejos y polvorientos cuadros de paisajes del país cuando todavía era una pieza más del Imperio Austro-húngaro. En la pared de enfrente colgaban dos pistolas del siglo XVI y dos floretes. Sin embargo, entre las señaladas antigüedades, destacaba una estatua de tamaño humano solamente esculpida por las manos de algún artista atormentado. Se trataba de un pastor chino que tocaba una flauta y por la tierra se acercaba una serpiente de considerables dimensiones.

-¿No es excitante? -comentó ella con una sonrisa-. Hagámoslo aquí. Bajo la amenaza del reptil...

-No me gusta demasiado este sitio -dije con cierto respeto-. Esta casa debe tener muebles, sofás, camas...

-Yo quiero hacerlo aquí -insistió ella con su cara de esperado enfado-. Quizás Sándor no sea tan miedoso...

En ese tema me hirió profundamente, sin embargo de momento no quería dar muestras de mi orgullo. Por tanto me callé e intenté buscar una solución.

-De acuerdo -aclaré de un modo diplomático-. Probemos de ver las otras estancias. Vamos arriba. Sí, por esas escaleras... Estaremos más cómodos en otra habitación.

Mi extraña amiga continuó con su cara de disgusto, pero accedió. No sé si fue la salida adecuada. Subimos por unos escalones de madera, con una carcomida baranda y llegamos del salón del primer piso. La débil luz aún se filtraba por las ventanas. Debíamos ir deprisa y sin demasiados preámbulos... ¡Ja! Reconozco que a veces esos encuentros furtivos son los que dejan buen sabor.

En una ancha habitación cogí los polvorientos cojines de un destartalado sofá para dejarlos caer en el suelo e inmediatamente iniciamos una tarea que mi cuerpo pedía hacía horas.

He dicho antes que no hacía falta muchos juegos y era cierto. Con frecuencia pienso que ella también se excitaba con la posible presencia de un peligro como parejas que disfrutan del amor en cementerios a medianoche.

Su coño estaba mojado otra vez y mi pene, erecto. Se subió la falda y se abrió de piernas. Ni se dignó a quitarse la blusa. Yo solamente me despojé de los pantalones. Con desesperación abracé su cuerpo. Mis manos palparon sus voluminosos senos, besaba con ardor su cuello, ahora bellamente adornado por la cadena dorada que se había comprado por la mañana en la joyería. Helga me cogía con fuerza, como si tuviese miedo de que me marchase para siempre.

Sus gemidos se volvieron más dulces, cerró los ojos...

-Sí, boxeador, así.... Sigue, cabrón -susurraba ella entrecortadamente-. ¡Rómpeme el coño!

Presionó de nuevo sus músculos vaginales alrededor de mi pene e intensificó más nuestro placer. Luego, mi semen largamente contenido salió...

Continué rodeándola con mis brazos. Respiración jadeante. Bese otra vez su cuello. Sudábamos. Su falda negra estaba manchada por los fluidos y su blusa, rasgada.

-¡Mierda! -exclamó ella mientras yo me tumbaba a un lado, todavía cansado.

Se incorporó y miró en la bolsa de la tienda para sacar otro modelo.

-Afortunadamente compré más ropa para este tipo de emergencias -prosiguió con una sonrisa al levantarse de los cojines-. Voy a buscar lo que antes era un lavabo.

-No esperes que funcione después de cien años, cariño -dije con cierta sorna.

-Pues entonces vendré aquí y me orinaré. Hace unos meses tuve como cliente a un orondo político del municipio que nunca llegaba a una relación sexual completa y me pagaba cuantiosas sumas de florines para que solamente me orinase en su cara y en su cuerpo.

-¿La lluvia dorada? ¿No es así?

-Sí -concluyó ella antes de desaparecer por la puerta.

Fue tan rápido su comentario que no la advertí de los peligros que podrían reinar en esa casa. Me levanté y con torpes movimentos y lentitud me puse los pantalones. Todavía aturdido por el breve pero intenso coito, contemplé los cojines... su tapizado azul estaba salpicado de mis blanquecinos restos. Me senté pesadamente sobre una silla vieja, delante de un escritorio. Debía ser aquella habitación el despacho particular del anciano. Sobre la mesa destacaba un libro lujosamente encuadernado con una señal. Abrí por ese lugar y me dio por leer unos párrafos. Se trataba de un libro de Historia Antigua.

Decía así:

"...Sobre el origen del flautista y la serpiente se cuentan muchas leyendas. La primera noción que se tiene de esa escultura y su siniestra maldición hace referencia al imperio romano. Un antiguo cántico asegura que el emperador Calígula recibió en su palacio a un comerciante de la remota Katay y le vendió la estatua."

Paré de leer por unos instantes el ensayo que estaba a caballo entre la parcial crónica de un historiador y la rigidez científica. Y como un ser humano me detuve en unos grabados delicada y exquisitamente dibujados de hombres y mujeres haciendo el amor en diferentes posturas en las numerosas estancias del palacio de la capital. Sobresalía siempre -por la repetición- la clásica postura del misionero. Parecía un tratado del mundo íntimo de la pareja por el realismo de las escenas.

Las mujeres esbozaban una sonrisa ante el creciente placer y los hombres se esforzaban en su ardiente tarea. Así lo demostraban sus cansados rostros y los difíciles ángulos que mantenían por segundos. También un detalle no me pasó desapercibido, todas las muchachas tenían el cabello largo y negro y destacaban por unos pechos muy desarrollados.

Sin embargo pasé la amarillenta página y proseguí con la interesante lectura:

"Por tanto, los intentos de matar al emperador eran continuos. Dicen los soldados que en un atentado, de repente, en una tarde que el pueblo romano siempre recordaría con creciente temor, se escuchó el desagradable sonido de una flauta en el palacio y la serpiente dorada adquirió vida propia por un antiquísimo ritual de magia negra que no se empleaba desde la aparición de los fenicios y se deslizó por el suelo. Se proponía morder al emperador, pero éste desenvainó su daga y el ofidio desapareció entre una extraña neblina. Seguidamente Calígula ordenó que se deshicieran de la escultura. Después se enteró que había sido el regalo de un círculo de hechiceros de un templo oriental, que querían asesinarle y poner en su lugar a un brujo que admitiese sus ideales... Antes de la caída de Roma, otro mercader devolvió la citada estatua a Katay."

Me quedé perplejo ante esa fragmentada visión de nuestro pasado -nuestro horrendo pasado. Pero pronto dejé esa época para regresar a mi realidad, es decir aquel objeto de perdición estaba otra vez en Europa y nadie lo quería. Con esa lectura, me había entretenido demasiado tiempo y... ¡Helga no había vuelto! Abandoné precipitadamente la habitación mientras la llamaba a gritos por el pasillo. No contestaba nadie. Y entonces un desgarrador sonido me causó un indecible pavor como una respuesta macabra. Una flauta... Aceleré mis pasos para buscar a mi amiga.

La bailarina apareció con el rostro blanquecino y con su nueva indumentaria puesta. Me abrazó con verdadera histeria.

-No, no vayamos a almacén. ¡Piedad! -suplicó entre sollozos.

-No necesitas convencerme, pequeña -dije con rápida decisión mientras la cogía en brazos como si fuese una niña-. No sé qué habrás visto, pero no debes justificarme nada.

Subimos por la escalera hasta llegar al último piso. Allí vimos, a través de una ventana, que nos hallábamos a la misma altura del tejado de la próxima casa. Cogí una silla. No era el momento para perder tiempo. Además...iParecía oírse por el pasillo la torturante melodía! Como si la estatua caminase a escasos metros.

Golpeé con la citada silla una puerta de madera que llevaba a una amplia terraza. Se convirtió aquel obstáculo en astillas y en pocas zancadas saltamos de un tejado a otro. No nos preguntéis cómo lo hicimos, solamente recuerdo que no era el momento de detenerse. Preferíamos estrellarnos en el suelo que enfrentarnos al misterioso flautista y su fiel serpiente. Helga había dudado por unos instantes antes de cruzar aquel abismo, pero mis gritos la disuadieron.

Descansamos durante unos segundos en el inclinado techo, sin perder el equilibrio, pues todavía podíamos resbalar por la humedad para caer sobre la acera. Luego bajamos con prisa por las escaleras del nuevo edificio y salimos a la calle, cuando las farolas empezaban a iluminar el sucio barrio.

Regresamos por la noche al Club Lastritza y no penséis que me había olvidado del recado. Llegué con los bártulos que me habían encargado. Respecto a Helga, se fue a su apartamento y estuvo dos días sin salir de él. Esperaba que hubiese aprendido la lección y que no se debían desafiar las leyendas macabras.

Francisco