¡Dámela toda, mi amor! (10)

La relación amorosa entre el boxeador Gallo Méndez y la bailarina de strep-tease Helga continúa de una manera morbosa.

¡Dámela toda, mi amor! (10)

  1. Exhibicionistas en el puente.

Nos adentramos en el barrio antiguo y miramos en los escaparates de unas conocidas tiendas de la ciudad que ella visitaba con frecuencia. Mi... exigente amiga no encontró lo que deseaba y nos metimos en el enorme hipermercado del centro de la capital, que había abierto hacía poco tiempo, cuando cayeron los últimos resquicios del comunismo.

Allí vio las ropas que buscaba, y de hecho, ya salió con un modelo puesto, una minifalda negra, zapatos de talón de aguja, medias negras, y una blusa blanca que resaltaba más sus generosos senos y un abrigo. Abandonamos el establecimiento con dos bolsas que contenían más vestidos caros. Luego se detuvo en una famosa joyería, allí se compró una gruesa cadena de oro y un reloj. Sus honorarios, entre favores a destacados clientes y su trabajo de bailarina, eran altos.

Sin embargo la comida en el restaurante fue sufragada con mi cartera. Pero os aseguro que no me importó demasiado, pues mi primitivo instinto -nunca hemos dejado de ser animales- esperaba esa compensación...

-Sándor te matará cuando regresemos esta noche al club y no hayas traído lo que te han encargado -dijo ella con visible preocupación mientras comíamos.

Me limité a sonreír después de escuchar sus palabras. En realidad, amigos, no podía apartar mis ojos de su cuerpo que rezumaba solamente sexo. Podría permitirse el lujo de cobrar tarifas altas, muy altas...

-No te atormentes por ello. Cuando nos marchemos de aquí, pasaremos por cualquier tienda y compraré lo que necesitan -contesté-. Mmm... Me encanta este vino. Me hace... me hace entrar en calor.

-Si sigues tomando mucho, luego no te podrás levantar de la silla -prosiguió ella.

-¿Es muy fuerte?

-¡Y muy traidor! Se llama Tokay.

-Debo beber mucho, este pollo con especias me quema la boca.

-Es el típico plato de Hungría. Y no has probado el queso que sirven aquí.

Después del café, abandonamos el restaurante. El camarero que nos atendió se despidió de nosotros con una irónica sonrisa. Helga y yo debíamos ser una buena pareja...

Todavía algunas tiendas de electrodomésticos estaban cerradas y con los vapores del buen vino nos convenía pasear antes. Caminamos por el puente y, al apoyarnos en la ancha barandilla de piedra, recuerdo que empezamos a reír como niños y a decir sandeces. No sé cuáles eran, pero entre comentario y comentario, había un largo y fogoso beso en los labios, y nuestras manos buscaban mutuamente sitios conflictivos del cuerpo.

Y entonces hice un pequeño descubrimento.

-¡No llevas bragas! -exclamé después de sacar la mano de sus mojados labios.

-¡Oh! ¡Otra vez! ¡Qué estúpida! -siguió ella con cinismo-. Se me olvidó comprarlas en la tienda.

-No importa. Para el tiempo que las llevas puestas...

Y mi acelarada mano se volvió a abrir camino en su velloso coño y sus dedos se introdujeron entre sus labios de nuevo. Mi amiga solamente reía. Y acaricié su clítoris. Inicié los rítmicos movimientos que sabía. Gimió y por fin sus temblores se hicieron convulsivos. Pero continué torturándola de placer, ese placer que ella conocía. Se dobló y se apoyó en mis brazos. Para ahogar sus gritos se abrazó a mi cuello y pegó sus labios en mi oreja. Y yo permanecía sonriente en mi insistente tarea. Dejó caer a la enlosada acera las bolsas de ropa.

¡Imaginad la escena! A las cuatro de la tarde, en el puente. Luego ella con su mano retiró la mía. Ya había alcanzado su deseado clímax. Mis dedos estaban mojados por sus fluidos. Me confesó que con mis dulces caricias había tenido dos orgasmos. A continuación se rió, sin embargo sabía que no mentía.

Algunos transeúntes que pasaban por allí nos miraban con asombro. Y ahora añado que tuvimos buena suerte, pues en aquel instante no pasó la policía y no nos detuvo por escándalo público.

-Vas caliente también, mi boxeador -susurró ella-. Te voy a llevar a un lugar donde me follarás, pero hazlo con furia, como si quisieses...

No acabó la frase. Me cogió de la mano y, semejantes a una iniciada pareja de novios jóvenes, nos volvimos a adentrar en el barrio antiguo. Las estrechas y húmedas calles estaban poco transitadas. Las losas mojadas de ciertas aceras convertían el desgastado pavimento en una pista de patinaje. Debíamos ir con cuidado.

Francisco