¡Dámela toda, mi amor!

Un boxeador llega a Hungría para competir en un torneo, pero acaba convirtiéndose en portero y empleado de seguridad de un prostíbulo de lujo de Budapest. Allí conocerá a Helga, una muchacha. Es un amor que finalizará en una tragedia. Se trata de una serie erótica que narra esas desdichas y alegrías. Hoy se ofrece el primer capítulo.

¡DÁMELA TODA, MI AMOR!

  1. Una sorpresa agradable.

El timbre sonó. En realidad no esperaba que en aquella lluviosa tarde de otoño acudiese ella a mi apartamento, pero cuando atravesó el umbral de la puerta con su arrollador cuerpo de voluptuosos pechos y largas piernas, la agradable visión no era un sueño.

Dejó su chaqueta de cuero negro y yo me fijé en sus cimbreantes formas. Solamente eran curvas. Se llamaba Yovana.

Era mulata y no se trataba de ninguna casualidad el hecho de estar ella allí conmigo y que yo posteriormente contase esta historia. Su piel de color chocolate estaba en armonía con sus ojos oscuros, su cabello largo y rizado. Sus hombros, pechos, caderas, bien marcados a través de unas ajustadas mallas, eran unos detalles que no podía trazar cualquier dibujante.

Cuando se sentó, me dirigí al mueble bar para preparar un vaso de ron, su punto débil. Yo también me serví otro y tomé asiento a su lado. ¡Oh! Mi corazón se aceleraba otra vez.

-Pensaba que no ibas a venir -dije para romper el incómodo silencio.

-¿Por el mal tiempo o por qué estoy a punto de casarme? -

preguntó ella con ironía.

-Quizás por ambas cosas.

-En mi país de origen, no estamos regidos por esos convencionalismos sociales. Me apetecía estar contigo y así es. ¿O acaso te doy miedo?

-No, te conocí precisamente en una región llena de leyendas macabras y espectros. ¿Por qué debería tener miedo ahora?

Yovana sonrió y tomó un sorbo de ron.

-Quería verte a solas antes de la boda, pues ya sabes que será dentro de un mes -dijo la mulata-. ¿Por qué no vienes?

-Sabes de sobra porque no acudiré -contesté toscamente.

-¡Oh, mi amor, no te pongas así! Sé que estos meses han sido muy duros desde la muerte de tu novia Helga, pero debes superar ese momento.

-No me digas qué debo hacer. Tú bien te casas con ese empresario, el dueño de ese restaurante, por su dinero y para tener más seguridad en mi país. ¡Por favor!¡No me vengas con el cuento del amor! No le has amado nunca. Y durante vuestra relación has tenido a otros hombres, sin que él se enterase por supuesto.

-Sí, y tú eres uno de ellos. No lo niegues.

Sí, amigos, sí. Era cierto. ¿Por qué iba a negarlo? Yovana dejó su vaso sobre la pequeña mesa de roble y seguidamente sus brazos me rodearon. Intentaba escapar al hechizo de sus ojos y al encanto de su escurridiza lengua que ya torturaba dulcemente mis oídos. Después me desabrochó los botones de mi camisa y deslizó sus manos sobre mi pecho. Antes de quitarme los pantalones mi miembro estaba duro. Y yo inicié también mi contraataque.

¿Porque lo planteo como un combate? Es sencillo. Soy un boxeador y siempre he vivido de los golpes para ganar mi dinero.

Pero con Yovana la lucha cuerpo a cuerpo debía ser más sutil, era una pelea que consistía en derribar al contrario, vencido por el placer.

La muchacha me bajó los pantalones y yo intentaba quitar con cierta dificultad sus atrevidas mallas.

-Déjame, mi amor -decía ella mientras se despojaba de su indumentaria-. No te pongas nervioso.

Sin embargo debía reanudar mi ataque. Desnudos en el sofá, empezamos a besarnos. ¡Oh, dulce néctar de sus carnosos labios!

Nuestras lenguas se deslizaban en una lucha sin piedad y nuestras manos se dirigían de las rodillas a las respectivas entrepiernas. Sus dedos finos de largas uñas cogieron mi pene y empezó a frotar. Y mis dedos entraron con su permiso en su húmeda raja y después iniciaron la tarea de atacar su clítoris.

Sus gemidos se hacían más fuertes, como sus jadeos.

-Sigue, sigue así, papito -repetía la mulata constantemente-.

No pares.

Y yo continué con mi labor. Entonces me susurraba palabras incomprensibles en mis oídos mientras pasaba otra vez su lengua.

Mis gemidos también se hicieron notar. Yo besaba su cuello con desesperación. Sus uñas pintadas eran tan largas que se clavaban en mi miembro. Era un extraño dolor, pero el placer era más intenso, por tanto callé. Su actividad en mi pene estaba a punto de llegar a su debida compensación, sin embargo no quería en aquel momento descargar. Prefería estar más cómodo en la cama.

-Venga, papito. -exclamaba ella con vehemencia-. Méteme ese dedo tan rico que tienes.

Mi cansada mano siguió su tarea y tuvimos que parar. Dije que quería estar en el lecho donde habría más calma. Y en silencio, cogidos de la mano nos tumbamos sobre el colchón. En pocos segundos el sudor nos volvió a empapar y se reanudó nuestro agradable combate. Entonces yo deslicé mi lengua desde su cuello hasta sus pechos. ¡Oh! ¡Con qué osadía los acaricaba después! Mi lengua se detuvo en sus pezones, los cuales se habían disparado hacia arriba.

Yovana no se contenía en el momento de exhalar sus gemidos. ¿Para qué debía hacerlo? Era salvaje. Venía de una tierra donde el amor y la libertad era dos constantes vitales que no se podían negar. Pero sus gritos aumentaron de tono y sus temblores también cuando mi lengua trabajó su vientre y, especialmente, su ombligo.

-Sí, papito. Tu sí sabes moverla bien -musitaba la mujer.

Y empecé a lamer su coño. Mi lengua se adentró en aquel pequeño montículo rodeado de vello y, antes de torturar su clítoris, la pasé en la cara interior de los muslos para preparar más ese momento que ella deseaba.

Ya no hablaba, respiraba hondo, cerrraba los ojos y yo proseguía la sutil invasión.

Levantó las piernas y dobló las rodillas. Movimientos más convulsivos. Mis manos se apoyaron en su vientre, el cual todavía permanecía húmedo por la saliva que previamente había dejado en mi recorrido.

Su clítoris se había disparado, como sus pezones. Aceleré el ritmo de los golpes de mi lengua. Y llegó para Yovana el orgasmo.

Después del temblor y un empalagoso alarido, sus manos tocaron mi cabeza. Era la señal. Debía parar por unos instantes.

Pero ahora era yo quien me sentía como un extraño vencedor.

Mi pene estaba erecto y debía hacer el amor. La mulata cogió mi miembro y ella misma se lo introdujo en su sonrosada raja.

-¡Así, así, mi amor! -exclamó ella entre mutuas embestidas.

La excitación adelantó el orgasmo. Y pronto salió mi semen como en el surtidor de una fuente.

-Sí, dámela toda, mi amor -dijo ella-, dame tu leche tan rica.

Y después me quedé unos segundos débil, aturdido. Besé su cuello y me puse a un lado para descansar unos minutos. Yovana estaba radiante. De su coño salía parte de su deseada leche.

-Eso ha sido bueno -añadió ella mientras se levantaba para irse a la ducha.

Yo debía quedarme acostado. No podía incorporarme.

Cuando ella salió del baño y se secaba en una toalla, conseguí moverme. A pesar de los minutos de placer que había tenido con aquella insaciable mujer, la tristeza volvió a apoderarse de mí y mis recuerdos se centraron en Helga.

-¿En qué piensas? -preguntó ella-. ¿No te los has pasado bien conmigo? A veces me digo que debería romper mi compromiso con Fabricio e irme contigo. Tú sabes tratar a una muchacha.

Sin embargo callaba y así permanecí unos minutos. Incluso ella se asustó ante mi repentino silencio. Pensaba que era el momento adecuado para empezar a contar la extraña histora de amor entre Helga y un boxeador y el concurso de unas irónicas circunstancias...

Francisco       ¡Dámela toda, mi amor! (2) 2. Encuentro en el tren.

Invoco, antes de escribir estas líneas a las musas, mis musas particulares. Pero no se trata de mujeres de la Grecia clásica, hablo de las actrices que se dedican al cine pornográfico. Así, invoco a Olivia del Río. ¡Oh, dulce brasileña, de piel morena y cabello oscuro! Tus ojos claros como las aguas de un límpido lago me arrastran por el mundo de la lujuria. Grandes son tus interpretaciones y ójala hubiese sido yo Marco Antonio en la versión X de Cleopatra. Desgraciadamente la realidad decide más que los sueños.

Permitidme que me presente con el nombre de Gallo Méndez, pues así me conocen en el mundo del boxeo. Amigos, sabéis que no tenía deseos de escribir mis largas aventuras y amoríos por África, Oriente y otros ignotos parajes, sin embargo ante la insistencia de mi propia conciencia, me vi obligado a sentarme con el teclado del ordenador y la pantalla para explicar mis inquietas andanzas.

Muchas historias murmuraban en la ciudad sobre mi repentina y misteriosa marcha, semejante a la huida de un cobarde. No era sí.

Unos comentaban en voz baja que golpeé a un influyente personaje de la provincia porque éste me había insultado, aprovechando su poder. Otros prefieren alegar que me estaba recuperando de una ruptura amorosa con una joven novia que tuve antes. Me buscaba siempre problemas. En el país era conocido por mis espectaculares combates y mis poderosos puños. Mis músculos en mis acerados brazos habían tumbado a importantes antagonistas.

Mi entrenador repetía constantemente:

-Muchacho, debes pegar bien desde el comienzo, pues ni la vida, ni el enemigo te perdonarán, ni te darán una segunda oportunidad.

¡Cuánta razón tenía !

Un tren recorría unos densos bosques de Hungría. Aquí nos volvemos a encontrar, amigo lector. Había un decisivo torneo en Budapest y allí acudía con el fin de ganar algún dinero, pues la cantidad que tenía, empezaba a escasear. Caía el lánguido atardecer sobre las enfiladas copas de los abedules. Cierto desasosiego se apoderó de mí, quizás se debía a que llevaba dos aburridos días de viaje.

El ferrocarril paró en una pequeña localidad.

La misma escena, unos se apean y otros suben.

Entonces entró en mi solitario compartimento una muchacha de cabellera frondosa y negra, piel lechosa, piernas largas, acabadas en zapatos de tacón con punta de aguja. Su edad no debería sobrepasar los veinte años. Llevaba una pequeña mochila.

Se sentó delante mío, sin apartar sus ojos castaños de mi severo rostro.

La muchacha abrió sus piernas en una descarada posición, aunque su minifalda roja no permitía ver sus bragas. Y yo reaccioné como cualquier hombre primitivo ante dos estímulos, violencia y sexo. Me levanté de mi asiento y me acerqué a la chica, la cual alargó sus brazos para acariciar mis marcados bíceps. A continuación deslizó su mano para tocar también mi abultado miembro. No lo pude evitar. Se me escaparon unos débiles gemidos mientras ella me ofrecía lascivamente sus rojos labios. La besé varias veces con una exasperante pasión y luego hice lo mismo en su cuello.

Helga, pues así se llamaba, sintió un agradable calor, un calor que lentamente dominaba su voluptuoso cuerpo. Desvié mi mano a su coño y tuve una sorpresa.

-¡No llevas bragas! –exclamé.

-¿Para qué? -me preguntaba ella con una irónica carcajada-.

En estos viajes, cuando voy a reunirme con mi novio en Lastritz, ya no las llevo puestas.

-¿Tienes novio?

-Sí, es un frío e irracional médico de la ciudad. No sabe follar, ni acariciar a las mujeres. Pero tú sí. ¡Hazme el amor, salvaje extranjero, hazme el amor! ¡Córrete para tu putita!

No necesité que me repitiese esa orden y metí dos dedos entre los labios de su coño y también atormenté con delicadeza su clítoris. Sus gemidos eran más frecuentes e intensos. Helga no pudo aguantar más y me desabrochó los pantalones. A continuación introdujo mi erecto pene en su húmeda vagina. Los movimientos se volvieron más salvajes.

-¡Sigue, sigue! –exclamaba ella-. Métemela con fuerza.

Y llegó el orgasmo. Yo estaba tan sudado y cansado como si hubiese subido al ring. Abracé a la atrevida muchacha que me había brindado aquellos momentos de placer...

En aquel instante se oía el ruido de pasos. Nos pusimos la ropa inmediatamente. ¡Tiempo justo! Entraba el revisor, el cual pidió los billetes. No se podían disimular ciertos detalles. El compartimiento olía a sudor y los cristales de la ventanilla se habían empañado.

El revisor observó la situación por unos instantes. Sonrió y vio unas gotas de semen sobre el tapizado sillón de la chica.

-¡Helga! -exclamó el hombre-. ¡Pequeña zorra! Siempre te encuentro así...

-¡Cállate!- vociferó la muchacha-. Tienes envidia porque no te dejo que me folles. Por eso estás tan amargado. Si se enterase tu fiel mujer...

El individuo cerró de un fuerte golpe el compartimiento y sus pasos se perdieron en el estrecho pasillo mientras mi amorío del momento y yo nos reíamos silenciosamente.

Francisco