Dame tus braguitas (5): La puta que llevo dentro
Posa su zapato en mi nuca, mientras comienza a empujar... Noto que mi cara se acerca al piso, así que ladeo la cara hasta que es mi mejilla la que llega al frío y mojado suelo. Pero él sigue empujando con la puntera hacia la otra mejilla, para que mi boca llegue al orín... saco la lengua...
Este relato comienza al final del primer y del tercer capítulo de esta serie.
Mi mejilla está a escasos dos centímetros del suelo del ascensor. Puedo oler el pipí de Andrea, y cada vez me noto más caliente. Sin embargo, no me atrevo. El suelo parece limpio, como si alguien lo hubiera limpiado antes de que Andrea se meara, pero… joder, es un ascensor. A saber qué coño había en esa superficie. Lucho contra mi deseo de lamer todo ese oro líquido, por sentirme posiblemente más guarra de lo que me he sentido en la vida. Pero en el fondo, sé que lo voy a hacer. Levanto la mirada, y Héctor me mira, con expresión grave. Evalúa mi duda. Durante unos segundos intento recordar cómo coño he llegado hasta aquí, pero mis recuerdos se nublan, como si la última hora de mi vida estuviera borrosa. Deben ser los orgasmos. Demasiado seguidos. Demasiado intensos. Demasiados.
- Me impaciento, perra. – Oigo la voz de Héctor lejana, difusa, como si yo estuviera dentro de una burbuja. – ¿A qué esperas? – Continua. – Los dos sabemos que lo deseas, y que lo vas a hacer. Cuanto más rato esperes, más posibilidades de que te encuentre alguien así. – Su mirada es seria, llena de deseo. Acabo de darme cuenta de que lleva un buen rato manoseando mi coño desnudo, y que mis mejillas vuelven a encenderse. – ¿Necesitas “ayuda”? – Me dice con una sonrisa sarcástica y enigmática. Lo vuelvo a mirar, cerca de un nuevo orgasmo por su culpa, y asiento con la boca abierta. Él saca la mano de mi coño, y deja de sonreír. – Si te meas o te corres otra vez antes de que te de permiso te arrepentirás.
Está muy serio. Sé que es una pose, pero consigue darme miedo, y mi coño vuelve a inundarse. Acerco de nuevo la cara, y la dejo a un palmo del charco de pipí, hasta que vuelvo a notar ese olor ocre que hace que el deseo me haga tambalear. No sé como Héctor piensa ayudarme, pero lo aguardo casi con desesperación. Veo que se mueve, levanta un pie y posa su zapato en mi nuca, mientras comienza a empujar. No es violento, pero sí constante y firme. Noto que mi cara se acerca al suelo, e instintivamente intento resistirme. No tengo ninguna voluntad de hacerlo, en mi interior hace rato que he aceptado que lo haría, pero la resistencia me pone aún más perra. Héctor aprieta más, y ladeo la cara hasta que es mi mejilla la que llega al frío y mojado suelo. Pero él sigue empujando con la puntera hacia la otra mejilla, para que mi boca llegue al orín.
- ¿A quién quieres engañar, Carmen? – Me dice sonriente. Siento un flash, y después otro. Sé que me está fotografiando, aunque no puedo verlo por culpa de su zapato. – Vas a comenzar a lamer ya, que se está haciendo tarde, o te voy a obligar a chupar también mi zapato. – Un escalofrío me recorre, y explota en mi sexo, dejándome al borde del colapso de nuevo. – En cuanto lo hagas, me pondré a grabar, y entonces y solo entonces dejaré que te corras y te mees de nuevo. Pero… Será cuándo y cómo yo te lo diga. ¿Está claro, puta? – Asiento con la cabeza, aunque apenas puedo moverme por la presión de su pie. Noto como una luz dirigida se enciende, y sé que ha comenzado a grabar. Cierro los ojos… y saco la lengua. Ese sabor salado y amargo comienza a subir por mi apéndice, llenándome de sensaciones. Lamo como una perrita, hasta que comienzo a dar pequeños sorbos. Me siento tan puta… Si no es por la prohibición y por el temor a las consecuencias, ya me habría corrido. Sigo sorbiendo, mientras vuelvo a notar la mano de Héctor en mi coño, y en mi culo. No me he dado cuenta de cuándo ha retirado su zapato de mi cara, de que ya no me empuja, pero tampoco es necesario. Estoy desatada, como una perra en celo. Ya no me importa nada, me siento liberada, increíblemente pura, y extrañamente feliz.
- Vale, putita. – Me dice. – Ahora vas a sentarte en medio del charco, y vas a masturbarte para mí, mirando directamente a la cámara. Y te vas a correr en menos de un minuto, o habrá consecuencias. Así que no me vengas con tonterías. Quiero que te tortures, joder. – Asentí, me di la vuelta y me senté.
Notaba que mis flujos salían a borbotones por mi coño. No iba a tener ningún problema en cumplir aquello. Me senté, notando el frio del suelo en mi raja de inmediato. Estiré de las cadenas de mis pezones, y comencé a pellizcarme el clítoris, mientras arrastraba mi raja por el piso. Miré a la cámara, sin atisbo de vergüenza sintiéndome muy puta, muy deseada. Podía ver el bulto en el pantalón de Héctor, que aún no me había follado.
- No mires mi polla, zorra. Te quedan 40 segundos para correrte y mearte, o no la catarás. – Me silbó entre dientes. Sabía que el orgasmo estaba cerca, porque notaba el calor, el ardor dentro, pero ya llevaba unos cuantos, y éste se hacía de rogar. Se me cruzó una idea por la mente, fugaz, suponía una zorrería más, un deseo oculto y lascivo, y antes de ser capaz de valorar si debía o no decirlo, me escuché a mi misma pidiéndoselo.
- Pégame, Héctor. Por favor. Hazlo. – Gemí. Necesitaba sentirme humillada de nuevo, sentir esa sensación controlada de indefensión, de sumisión. – Por favor... – Supliqué.
Agaché la mirada para estirarme el clítoris con fuerza, y meter tres dedos de la otra mano en mi coño, y al levantar la cara Héctor me la cruzó de un sopapo. Mi clítoris estrujado por mí misma, los dedos en mi interior, el ardor en mi mejilla, el frío en mi raja, la humillación de haber pedido todo eso, saber que lo estaba grabando todo, que lo conocía hacía menos de una hora... Empecé a sentir espasmos, y un calor inmenso me inundó. El orín comenzó a fluir, primero a pequeños borbotones, luego en un chorro poderoso, y finalmente resbalando entre mis manos y mis muslos, al tiempo que varios orgasmos se encadenaban, asolándome de un modo devastador, y haciéndome casi perder el conocimiento. Jamás me había sentido tan plena, tan completa. Entré como en trance, a punto del desmayo. Héctor se puso tras de mí, me colocó de rodillas, y noté como se bajaba la cremallera. Metió una mano entre mis piernas, y me sobó bien el coño, como había estado haciendo. Cogió parte de mi flujo, y lo llevó a mi ano. Metió un dedo, y después dos. Enseguida supe lo que venía.
- Me toca, putita. Voy a abrirte ese culo de zorra que tienes. – Me gusta el sexo anal, aunque apenas lo he practicado, así que me resistí un poco con las pocas fuerzas que me quedaban. – Si estás tensa va a ser peor… – Me susurró. – Además, lo estás deseando. Eso sí, como no tengo un miembro enorme, no te lo voy a dilatar más. Me gusta que sea estrecho. Para eso está ese agujero en las putas como tú. – Aquello aún hizo que me intentara revolver otro poco, pero lo cierto es que estaba destrozada, y la verdad… quería que lo hiciera. – Relájate, no te va a doler. Al contrario, va a ser el colofón de tu fiesta, ya lo verás. – Aunque en realidad le creía, mi cuerpo se negaba a aceptarlo, y seguía algo tensa. Noté como su polla intentaba penetrar en mi esfínter. Él decía que no era enorme, pero al glande le costaba entrar lo suyo. Dio un pequeño empujón, dejando caer su cuerpo sobre mí, y unos centímetros de polla entraron en mí. Se quedó quieto, supongo que esperando a que mi ano se acostumbrara a su miembro. En un instante sentí q se salía, me relajé y entonces dio un enorme empujón y la noté toda dentro. Mi boca se abrió, y un grito ahogado salió de ella. – Tranquila, pequeña. Ya pasó. Ya pasó… – El ano me ardía. Las lágrimas amenazaban con brotar y correr por mis mejillas. Me detuve un segundo a mirarme, a ver qué estaba haciendo, cómo había llegado a ofrecerme a un desconocido así… Y me sentí muy puta. Sin darme cuenta, estaba sonriendo. El ardor se fue desvaneciendo, a medida que mi esfínter se acostumbraba a su invasor. Héctor se retiró un poco, y comenzó a darme pequeños vaivenes. Sin previo aviso, me soltó un azote, y comenzó a nalguearme. Me agachó la cabeza, y la volví a notar sobre el ahora frío charco de pis de Andrea. Aquello volvió a encenderme, así que antes de darme cuenta tenía otra vez una mano machacándome el clítoris. Héctor me nalgueaba, me taladraba con su polla, los espasmos frutos de la mezcla de dolor y placer me estaban matando. – Vaya un culo estupendo que tienes, zorra. – Me dijo. Yo de vez en cuando abría la boca y sentía el sabor salado del orín. Me giré, y vi a Héctor prácticamente vestido enculándome, mientras yo estaba completamente desnuda, aunque aún conservaba las medias y los zapatos. Estaba sucia, pegajosa, con mis pechos, mis nalgas e incluso un poco mi cara enrojecida, mi sexo hinchado del exceso… Me repasé un poco y me sentí inmensamente guarra, y de nuevo inexplicablemente dichosa. – Me voy a ir, pequeña. Voy a rellenarte como a un pavo, para terminar mi obra. – No paraba de hablar, mientras seguía dándome importantes enculadas. Sin previo aviso la sacó, me dio un estirón en el pelo y me la metió en la boca. Tenía un regusto a mí q no me importó lo más mínimo. Cogió mi nuca y la metió hasta el final. Noté su glande en las paredes de mi garganta, y allí fue el primer chorro. Al mismo tiempo, él estiraba de la cadena con la mano libre, y yo, que no estaba para finuras, comencé a darme palmadas en el clítoris, en busca del orgasmo definitivo. Chorros de semen seguían inundando mi boca, mientras yo me golpeaba cada vez con más violencia. El sabor del semen, saber que la polla venía de mi culo, mis golpes, mi estado, el lugar dónde estábamos… Mi cuerpo estalló, literalmente. Soy incapaz de decir si fueron uno o mil. Me resulta imposible. Solo recuerdo que convulsioné y que volví a mi estado de semi-trance, mientras Héctor me sujetaba la cabeza y terminaba de follarme la boca. Poco a poco, la sacó reluciente, y lentamente fue dejándome caer en el suelo.
Su sabor me inundaba, el calor me relajaba, me adormecía, mis ojos se cerraban, mi mente se nublaba... Sólo recuerdo que unos brazos fuertes me agarraban, me alzaban y me metían de nuevo en casa. En ese momento me sentí protegida, llena, cerré del todo los ojos y recordé cómo en apenas una hora mi vida había dado un nuevo giro... para bien...
Héctor, aproximadamente una hora antes...
La miré unos segundos, y le sonreí. No hay nada que pueda hablar mejor de ti que una sonrisa. Era hermosa. Muy alta, de curvas pronunciadas, en su blusa se podían intuir unos pechos de buen tamaño. Su cara era muy expresiva, con una nariz con mucha personalidad. Y unos ojos... llenos de deseo y curiosidad. Ya sabía quién era.
- Y tú debes ser Carmen. – Le dije. Al principio su expresión fue de sorpresa, pero se desvaneció enseguida. Miró al suelo, hacia el charco de orín, y cuando me habló su mirada había cambiado. Me pareció que estaba un tanto obnubilada, creí ver que el vello se le erizaba, y la boca se le quedaba entreabierta. Me podía equivocar... pero esa hembra estaba excitada.
- ¿Y este pipí? – Me preguntó indecisa.
- De una perrita mala que tengo. – Le dije maliciosamente. Pude notar el escalofrío. Volvió a mirar al suelo mientras disimulaba, bastante mal por cierto, su excitación.
- ¿Y dónde está ahora tu perrita? – Continuó con el juego. Debía saberlo perfectamente, porque casi se habrían cruzado. Pensé unos segundos la respuesta. Si estaba allí solo podía ser por dos motivos. Uno: me había descubierto e iba a chantajearme, denunciarme o algo por el estilo. O dos: tenía curiosidad, fantasías, deseos o cualquier otra cosa similar y quería saber o incluso probar. Por su apariencia, bastante sobria, con una falda lisa y recta sobre las rodillas, y una blusa blanca, podría parecer la primera. Pero su actitud... estaba casi seguro que era la segunda.
- Ha salido a pasear, y después ha de hacerme un recado. – Le respondí tras unos diez segundos de enigmático silencio. Me miró y le sonreí. – La estoy enseñando, poco a poco. – Continué. – Será una buena perrita. – Afirmé. Noté como sus pupilas se dilataban, su vello volvía a erizarse, y no pudo evitar mirar el charco de pipí con lascivia. – Carmen, he de limpiar esto. – La miré sin esconder ni un ápice el deseo que me provocaba verla así. Estoy seguro de que ella lo notó. Lo había sentido desde el primer momento. – ¿Me ayudas? – Le dije con una más que evidente segunda intención.
- Si te parece, podemos ir a mi casa, que está más cerca. – Me dijo casi con sonrojo. Desvió la mirada de nuevo, para bajarla hacia el pipí, que rodeó para entrar en el ascensor, y dejar por fin que la puerta se cerrara. No esperó respuesta, apretó el 8 y el ascensor cerró las puertas interiores para comenzar su ascenso.
En ese preciso instante, en mi móvil sonó un mensaje. Lo saqué del bolsillo y lo miré. Era de Andrea. “Amo, me he encontrado con mi amiga Estela de camino al sex-shop. Me ha descubierto. Lo siento.” Me quedé un par de segundos pensativo, pero no contesté puesto que Andrea seguía escribiendo. “Sin embargo, ella también esconde algo parecido, me lo ha contado. Quiere acompañarme. Y Amo... creo que quiere algo más...”. Me pensé unos segundos la respuesta, mientras el ascensor llegaba al octavo piso. Carmen abrió la puerta del mismo, y le hice un gesto con la mano de que me esperara un momento. Le escribí a Andrea “Perrita, ¿te la quieres follar?”. Su respuesta no tardó nada. “Sí, Amo”. “Está bien”, le respondí, “pero tendrás que traerla contigo de vuelta a tu casa. Haz que se corra, haz que disfrute, pero haz que venga. Ese es mi deseo, perrita.” “Sus deseos son órdenes, Amo. Muchas gracias, de verdad. Le amo, Señor”. “Lo sé, putita. Ah! Y una cosa más”, continué, mientras miraba de reojo el estupendo trasero de Carmen saliendo del ascensor. “Cuando llegues has de desnudarte por completo en la puerta de tu casa, antes de llamar”. Quería probarla, ir poco a poco pidiéndole más. “Así será, Amo. Le deseo”. Perfecto. Si después se torcían las cosas ya cambiaría. Estaba tremendamente excitado, tanto por la posibilidad de follarme a Carmen, como por la entrega total de Andrea. Que además, me podía traer a una amiguita. Maravilloso.
- ¿Vienes? – No sé cuanto rato llevaba mirándome, pero parecía un tanto divertida. Le devolví la sonrisa una vez más, y asentí mientras la seguía hacia su casa.
Dudé. No sabía si empotrarla contra la puerta al entrar, y forzar la situación, o si por el contrario debía dejar que fuera ella la que diera más pasos. La verdad es que estaba cañón, y teniendo en cuenta que debía conocer lo mío con su “sobrina”, me decidí a esperar un poco. Además, algo me decía que Carmen escondía algo. Tenía un brillo en la mirada muy especial, pero también muy misterioso. Lo que estaba claro es que no me iba a ir sin averiguarlo.
Entramos a su casa. Yo la seguía en silencio, mientras admiraba su preciosa parte posterior. La blusa se transparentaba, y mostraba una espalda larga y fina. La falda a su vez marcaba, aunque de forma más tenue, el tanga que con seguridad adornaba su hermoso trasero. La seguí hasta la cocina, hasta que se giró, y me miró, entre desafiante y sugerente.
- ¿Quieres tomar algo? – Me dijo. La voz le temblaba un poco. Su mirada seguía llena de misterio, no era capaz de descubrir lo que escondía. Pero era hora de averiguarlo. Di dos pasos más, y me acerqué. Ella reculó hasta apoyarse contra la bancada. Di otro paso más sin dejar de mirarla a los ojos, con una media sonrisa en la cara. Seguí acercándome, poco a poco, lentamente, hasta que mi boca quedó a escasos dos centímetros de la suya.
- ¿Qué has venido a buscar, Carmen? – Le dije casi en un susurro. La oía respirar con dificultad, nerviosa, posiblemente excitada.
- Creo que a ti... – Dijo, como un murmullo. Su mirada iba de mis ojos a mi boca. La dejé que se acelerara un poco más, manteniendo el suspense, sin acercarme a besarla.
- Creo que te equivocas, encanto. – Le dije en voz baja, pero con rotundidad. – No soy el tipo de hombre por el que una hembra como tú se derrite o se ofrece, como lo estás haciendo ahora. – Dejé que mis palabras resonaran un poco en su cabeza, mientras me acercaba un poquito más, de manera que cuando hablara casi rozara mis labios con los suyos. – Dime qué has venido a buscar, y yo te lo daré. – Le rocé al menos tres veces los labios al decírselo, y en todas ellas Carmen hizo la intención de abrir la boca para recibirme. Me miró de nuevo a los ojos, y creo que terminó de autoafirmarse en lo que iba a hacer, porque me sonrió con franqueza, y después con malicia.
- He venido a por respuestas, y creo que tú las tienes. – Me dijo. Acercó sus labios y me besó. Sabía muy dulce, muy tierna. Nuestras lenguas se encontraron mientras con mi cuerpo yo la empotraba contra la bancada de la cocina, metiendo una pierna entre las suyas. Con sus tacones era aún más alta que yo, una mujer imponente. Y la iba a disfrutar.
Mientras la besaba la oía gemir, sobre todo cuando mi enorme apéndice penetraba y casi violaba su boca. Levanté una mano y mientras yo le lamía con rudeza el cuello, le metí dos dedos en la boca, que ella chupó con gula. Después fueron tres, y comencé a hacer movimientos burdos, abriéndosela, e intentando llegar hondo con ellos. Carmen los lamía y chupaba sin quejarse. Le gustaba que la forzara. Probé a ir un poco más allá, y la cogí del cuello con la otra mano. Ella seguía chupando, con sus dos manos apoyadas en el banco, dejándome hacer. Así que decidí seguir a ver hasta dónde me dejaba. Le abrí la blusa de un estirón, arrancando todos los botones, y me puse a lamerle del pecho al cuello, mientras la oía gemir y tiritar. Creí que se derretiría bajo m lengua. Con destreza, metí una mano por su espalda y desabroché el sujetador, que cayó al suelo. Unos pechos redondos de buen tamaño, y coronados por unos pezones enormes, me miraban desafiantes. Los pezones estaban tiesos como lanzas, señal de su excitación. Le cogí uno con dos dedos y le estiré fuerte hacia arriba. Abrió la boca, aunque no sé si para quejarse o para respirar, pero se la llené de lengua, mientras oí como gemía. ¿Se había corrido? No podía ser... o tal vez sí. Le levanté la falda con fuerza, le arranqué el tanga de un tirón y le metí la mano en el coño. Había bastante vello, aunque bien recortadito. Buffff... estaba empapada... pero allí había algo más que flujo. Eso me hizo recordar como miraba con deseo el charco de pipí del ascensor. Saqué la mano llena de flujo y de pis, y se la acerqué a la boca.
- Chupa, perra. – Le dije. – ¿Así que a la señora estirada le gusta el pipí? – La oía jadear mientras lamía mi mano con desesperación. – Voy a decirte porqué creo que estás aquí. Pero antes de que esto vaya a más, quiero que me des una palabra de seguridad. – Sabía lo que me hacía. Esa chica estaba desatada, y yo me había vuelto un cerdo redomado, así que la cosa se me podía ir de las manos... – Si me equivoco, la dirás, todo se detendrá y yo me marcharé de aquí, como si nunca hubiera estado. Pero si no... – La miré como me lamía la mano, jadeante. – Vamos, dímela.
- “Huir”. – Me dijo en un susurro. Asentí con la cabeza
- Está bien. – Le sonreí. – Pero si no... vamos a encontrar tus límites, porque eso es lo que creo que has venido a buscar. Esto es lo que creo. No sé cómo coño has sabido de mi cita con Andrea, pero no has hecho nada por impedirla. Así que creo que te excita pensar lo que ha pasado. – Ella seguía lamiendo y gimiendo, mientras yo tenía mi otra mano entre sus piernas, con dos dedos en su coñito empapado y el pulgar frotándole el clítoris. – Es evidente que te gusta el pipí, has tenido que esforzarte por no echarte al suelo nada más llegar al ascensor. Y sigues devorando mi mano, que está llena del tuyo. – Seguía jadeando, y moviéndose sobre mi mano. Le mordí un pezón con dureza, y noté como mi mano se llenaba de flujo y de pis, como le temblaban las piernas, y se venía en un orgasmo estupendo. Le cogí la cara con la mano que ella lamía, le volví a meter una par de dedos, y le lamí la saliva que le caía por la comisura, para seguir susurrándole al oído. – Creo que te sientes incomprendida, y que piensas por lo que he hecho con tu sobrina que yo puedo entenderte. – Me miraba como un cordero degollado, chupando mis dedos, e intentando sonreírme al tiempo. – Creo que te gusta muy duro, creo que quieres sentirte forzada, tu cuerpo me pide mucho más, creo que quieres que te use como a una furcia, creo que quieres que te pegue, que te azote, que te manosee, que te ofrezca... – Jadeaba casi sin control. La mano que tenía entre las piernas se me llenaba de fluidos de continuo, lo que me hacía entender que no iba desencaminado. Miré por encima de su hombro y vi unos pepinos en un cesto encima del banco de la cocina. Cogí uno, lo froté con los fluidos de mi mano, y se lo llevé a la boca. – Chupa. – Le dije con frialdad. Carmen abrió la boca todo lo que pudo, pero el pepino apenas le cabía. Empujé un poco, forzando la boca, hasta que la escena fue obscena. – ¿Quieres abrir la boca del todo, zorra? – Unos centímetros más entraron, mientras oía como su respiración se aceleraba. Le sonreí, lo saqué, y lo llevé a la entrada de su cueva, completamente inundada. Me agaché y le bajé la falda, dejándola únicamente con las medias y los zapatos de tacón. Era una mujer realmente hermosa. El encaje que adornaba la silicona del final de las medias estaba empapado, y el pis y el flujo habían manchado la cara interior de la tela. Cogí el falo vegetal, y lo llevé a la entrada de su coño. – Abre un poco las piernas, y agáchate. – Le ordené. Ella lo hizo, dándome una buena visión de su coño. Tenía el vello bastante largo, así que se lo aparté hasta que tuve su entrada accesible. Metí la punta, y comencé a empujar, mientras la oía gemir y jadear, con la boca abierta y los ojos cerrados. Lo saqué y lo volví a meter, esta vez empujando más fuerte. Lo metí casi hasta el final, ya que no era muy grande, aunque sí muy grueso. Seguía soltando pequeñas cantidades de pis. Me levanté, retrocedí un par de pasos, y me sonreí al verla. Apenas la punta del pepino sobresalía de su coño, mientras ella se contoneaba para sentirlo dentro. Cogí el móvil, y me puse a hacerle fotos. Tras el primer flash ella abrió los ojos, y me miró asustada.
- ¿Qué vas a hacer con eso, Héctor? – Me dijo, mientras me miraba entre temerosa y excitada.
- Lo que me apetezca, puta. – Le contesté con desgana. – ¿O acaso no te gusta exhibirte, eh? – Se llevó una mano al pepino y comenzó a sacarlo y a meterlo, mientras evitaba mi mirada. Me acerqué, le levanté la cara y la abofeteé. – Mírame cuando te hable. – Le dije. – Hoy estás aquí para hacer lo que yo te diga. Y ahora vas a dar un pasito más. – Me acerqué a ella, le metí el pepino hasta dentro, la cogí del pelo y la obligué a seguirme. Veía como caminaba despacio, con el grueso fruto en su interior haciéndole sentir mil cosas. Llegamos al balcón de su casa. Corrí las cortinas, y le empujé la cara contra el cristal. – ¿Ves toda esa gente ahí abajo? No tienen ni idea de que aquí vive una puta. Se lo vamos a enseñar. – Mi cara era vicio puro, pero es que ella no parecía tener intención de pararme.
- Héctor, ¿qué vas a hacer? – Me dijo con miedo.
- Yo no. Lo vas a hacer tú solita. Me separé, cogí un sillón del comedor, y lo puse de cara al balcón. – Vas a abrir el balcón, te vas a poner contra la barandilla, y te vas a masturbar para mí. – La miré con deseo, mientras notaba mi polla de nuevo a reventar. – Lo vas a hacer gustándote, sintiéndote muy puta, sin importarte si alguien puede verte o no. Hazlo, putita. – Me miraba, y la notaba jadear. Durante unos pocos segundos creí que no lo haría, pero… me equivocaba. Abrió la puerta, salió de espaldas sin perderme la vista, y se apoyó contra la barandilla. Por suerte para ella había unas toallas tendidas, lo que al menos limitaba la visión desde la calle, aunque no la de los posibles vecinos. Se llevó una mano al cohombro y comenzó a sacarlo y a meterlo, mientras los gemidos cada vez más parecían gritos. Con la otra mano alternaba un pezón y otro, pellizcándose y estirándose con una fuerza inusitada, casi salvaje. No había duda de que le gustaba bien duro. En menos de dos minutos comenzó a lanzar pequeños gritos, y por la mano y por el pepino comenzó a chorrear un poco de pis. Seguía gritando, mientras se penetraba. Por los gritos, diría que había tenido varios orgasmos encadenados. La miré con deseo, mientras veía como su cuerpo cedía y se dejaba caer en el suelo hasta sentarse sobre su propio orín. Yo estaba excitadísimo, tanto que no podía hacer lo que quería. Así que pensé en dar una vuelta de tuerca. – Has estado fabulosa pequeña. – La vi como sonreía. Entre otras cosas, llamar pequeña a aquel pedazo de hembra era una falacia que me resultaba divertida. – Pero ahora… quiero más. – Me miró con duda, pero no habló. – Voy a subir a casa un momento, no tardo ni dos minutos. Cojo tus llaves. – No esperé a que respondiera. Hizo la intención de moverse, pero le hice un gesto de negación con el dedo. – No, no, no… Tú te quedas ahí. Esto no ha terminado. – Cogí el móvil, le hice una foto, y me lo guardé. – Sé exactamente cómo estás. Como te hayas movido cuando vuelva, te arrepentirás. – La vi como sus pupilas se volvían a ensanchar, y como su boca se entreabría. Antes de girarme ya pude ver que se llevaba de nuevo la mano al pepino, para volver a masturbarse. – Eso sí, si quieres puedes seguir masturbándote. Te vendrá bien. – Apunté para finalizar.
Subí a casa, cogí un par de accesorios y bajé. No fueron ni tres minutos, pero lo suficiente para que bajara mi erección, que no me dejaba dar mi siguiente paso. Hice el menor ruido posible para entrar, y cuando llegué al comedor, como yo sospechaba, Carmen se masturbaba violentamente. Cogía el pepino, lo rebozaba en su orín y se lo llevaba a la boca. Se atizaba las tetas con fuerza. Estaba desbocada. Imagino la sensación de sentirse indefensa en un balcón, excitadísima, casi humillada… Debía estar a mil. Entré al comedor y me sonreí al verla. Ella también me sonrió. Dejé una pequeña bolsa en el sofá, saqué un objeto metálico y me lo guardé en el bolsillo. Me acerqué al balcón, me abrí la cremallera del pantalón, y me saqué la polla, aún morcillona.
- No te muevas. Solo quiero darte tu recompensa por ser tan maravillosamente guarra. – Le dije. – Abre la boca. – Ella lo hizo, sin dejar de masturbarse, y comencé a orinarle. Primero en sus pies, luego en su pecho, para que resbalase por el resto del cuerpo, hasta subir e intentar que le fuera casi todo fue a su boca. De vez en cuando tragaba, aunque la mayoría le rebosaba y se le extendía por el cuerpo. Cuando terminé me acerqué a ella, la escuché como jadeaba, y como su cuerpo se tensaba una vez más, de nuevo a punto del orgasmo. Metí la mano en el bolsillo, saqué una cadenita con dos pinzas para los pezones, y se la puse. Me miraba con cierto temor, aunque no dejaba de masturbarse. Había perdido por completo la noción del espacio y del tiempo. Se había olvidado de que seguía en el balcón a la vista de algún posible vecino curioso. Estaba tan entregada que podría hacer hecho cualquier cosa con ella en ese momento. Le estiré de la cadena y sus pechos se estiraron, mientras ella tuvo que seguir el movimiento para no causarse más dolor. – Eres una perfecta zorra. – Apunté. – Pero… tu almuerzo aún no ha terminado. – Me agaché, le saqué el pepino y lo dejé en medio del charco de pipí que había en el balcón. Seguí estirando de la cadena, y la obligué a entrar a gatas en su casa, en dirección a la puerta. La abrí y salí al rellano, mientras Carmen me seguía a cuatro patas. Me detuve frente al ascensor, que aún seguía en la octava planta. Abrí la puerta de fuera, miré el charco de orín, me puse en cuclillas para acercar mi boca a su oído, y le susurré. – Ahora vas a hacer lo que has deseado desde que me has visto, putita…
Carmen, unos minutos más tarde…
Cuando abrí los ojos Héctor me lavaba la cara con una esponja, mientras el agua de la bañera cubría una parte de mi cuerpo. El agua estaba caliente, y la sensación era reconfortante. El aroma a sales y la suavidad del agua mezclada con aceites, me hacían sentir bien. Héctor tiró con delicadeza de mí, y me incorporó. Mojó un poco más la esponja, y con suavidad me frotó los pezones, enrojecidos por el maltrato. De nuevo el vello se me erizó, y no pude más que entreabrir la boca. Héctor me miró y se sonrió. Me había entregado por completo a aquel hombre, había confiado en mi instinto, que me decía que era de fiar… y parecía que no me había equivocado. Podía hacer hecho conmigo lo que le hubiera ido en gana. Y sin embargo… Me había dado la mejor sesión de sexo de toda mi vida. Bajó la mano entre mis piernas, y frotó con suavidad mi hinchadísimo clítoris. El tacto de la esponja también contribuyó a mi excitación.
- Relájate, pequeña, o acabarás explotando. – Me sonreí. Después de haberlo tenido obligándome a lamer un charco de orín, con su zapato en mi mejilla, ahora me cuidaba y me mimaba. – Además, – Añadió. – esto no ha terminado aún. Tú quieres follarte a tu sobrina. – Las pupilas se me ensancharon, e instintivamente cerré las piernas sobre la mano de Héctor. – Es una tontería que lo niegues, ambos sabemos que es así. – Me miraba con una seguridad pasmosa, así que no tuve más remedio que admitirlo asintiendo ligeramente con la cabeza. – Eso me gusta más. – Héctor había soltado la esponja, e introducía un par de dedos en mi coño. Lo notaba hurgar, palpar, curiosear, hasta que encontró el punto que buscaba. No pude menos que abrir la boca, y soltar un gemido. – Muy bien, putita. Ahora vamos a decorarte como merece la ocasión. – Me miró, mientras su dedo jugaba con mi punto G haciéndome ver de nuevo las estrellas. – Voy a hacer que te corras una última vez mientras me escuchas. Tu sobrina viene acompañada de otra niña, Estela, a la que evidentemente también me quiero follar. Quiero follar con las tres. Y tú me vas a ayudar. Dime que lo vas a hacer. – Notaba como el calor me inundaba una vez más, y que mi orgasmo se acercaba.
- Sí, Héctor. Te ayudaré. – Dije entre gemidos. Cuando creí que me provocaría el orgasmo sacó la mano, dejándome un poco a medias. Me sonrió, me enjuagó, y de la mano me guió a sentarme en el borde de la bañera. Se sentó entre mis piernas, y acercó su boca a mi abultado coñito. Comenzó a darme besos en la parte interior de las piernas, mientras acariciaba el exterior con sus manos. Ávidas, fueron subiendo, hasta buscar mis pechos, que sobó con calma, pero con destreza. Notaba su aliento cerca de mi clítoris, y la espera empezaba a calentarme sobre manera. La punta de su lengua rozó mi botoncito, lo que hizo que viera las estrellas. Se olvidó momentáneamente de él, y comenzó a lamer toda la parte exterior de ms labios vaginales, aumentando mi temperatura pero cuidando de no provocarme todavía el orgasmo. Sus dedos habían aprisionado mis pezones, que estaban durísimos, a punto de reventar. A continuación comenzó a pasar su lengua desde mi ano, a mi clítoris. Tenía un apéndice enorme, que me provocaba mil sensaciones. Era gruesa y áspera, y además la movía con maestría. Se dedicó un segundo a mi ano, con la punta de la lengua, hasta que me penetró lo que pudo con ella. Bajó una mano, introdujo un dedo en mi esfínter, y la lengua se desplazó a mi clítoris. Un segundo dedo entró en mi coño, que a estas alturas ya estaba inundado. De nuevo buscó mi puntito, hasta que lo encontró. Su boca buscó mi hinchado clítoris hasta que lo encontró y lo mordisqueó, sin dejar de frotar mi punto G. Aquello fue demasiado para mí. No aguanté más y mi cuerpo comenzó a convulsionare de nuevo sobre la boca de mi amante. Un calor abrasador, mezclado con espasmos de placer memorables, me inundaron y me dejaron una vez más al borde del colapso. Increíble. Había perdido la cuenta de los orgasmos. Lo miré, con cara de felicidad, al tiempo que se levantaba y recogía el flujo de su cara para llevárselo a la boca. – Joder, que bueno eres, cabrón. – Se sonrió, acercó una mano al agua de la bañera y me salpicó la cara. Solté una carcajada, mientras me levantaba ayudada por él.
Nos fuimos a mi habitación de la mano. Él andaba detrás de mí, seguro que sin perder ojo de mi trasero, que yo movía sin disimulo. Cuando llegamos, abrí las puertas del armario me giré hacia él.
- ¿Qué quieres que me ponga? – Le pregunté.
- Quiero unas mallas, que te vengan muy justas, y a las que no tengas demasiado aprecio, sin ropa interior. Arriba ponte sexy, una blusa o algo así. Y por supuesto unos zapatitos de tacón. – Le miré, me giré hacia el armario y fui sacando ropa como la que me había pedido. El asintió un par de ocasiones, y me puse lo que parecía de su agrado. Una vez hecho, se levantó, sobó mis tetas sobre la blusa, desabrochó un botón, y bajó su mano hasta mi coño. Vio que mis labios se marcaban mucho, y más teniendo en cuenta lo hinchados que estaban, y se sonrió. Me dio la vuelta, y me empujó para que me doblara hacia delante sobre mi cintura. Sin esperármelo, rasgo un poco la parte trasera de las mallas, y en segundos noté su lengua lamiendo mi ano. No me lo esperaba, y un escalofrío me recorrió el cuerpo. – Mmmmm... ¿Otra vez, cabrón? ¿No tienes hartura? – Le dije melosa.
- No es lo que piensas, encanto. – Me dijo con una media sonrisa. Cogió algo de la bolsa que había bajado de casa, y noté como un objeto frío intentaba entrar en mi culo. – No te tenses. Va a entrar, los dos lo sabemos. Déjame hacer, por favor. – Intenté relajarme, y lo cierto es que el objeto no era muy grueso. Tenía pinta de ser un plug. Cuando Héctor terminó, me miró, y se sonrió ampliamente. – Dios, estás hermosa. Eres perfecta, una diosa. – Me incorporé, giré mi cara... y comprobé que una hermosa cola de zorra sobresalía de mi culo a través de las mallas rasgadas. Era cierto, estaba hermosa. – Y ahora, vamos. Tu sobrina estará llegando. Quiero que vayas a la puerta, y que la esperes dentro. Cuando oigas el ascensor, miras por la mirilla, y seguro que sabes cuál es el momento en que debes abrir la puerta. Yo te esperaré dentro, terminando de prepararlo todo. – Se acercó, me besó en los labios, primero tierno, pero después burdo, hasta que una mano fue a mi cola, que empujó haciendo que yo abriera la boca y gimiera. – Venga putita, ve.
Me acerqué a la puerta y apenas cinco minutos después Andrea y una preciosa niña pelirroja aparecieron por el ascensor. Estaba todo limpio, así que supuse que Héctor lo había recogido mientras yo dormitaba en el baño. Miré con sigilo por la mirilla... hasta que sorprendentemente Andrea comenzó a desnudarse. Noté que mi coño se empapaba, y que el plug de mi cola me enviaba de nuevo unos espasmos de placer salvajes. Metí la mano bajo las mallas para recoger toda la humedad posible, ya que si no iba a tener mojadas las mallas nada más abrir la puerta. Cuando Andrea se desnudó por completo, y se acercó a la puerta, supe que era el momento, así que la abrí y la miré de forma provocativa.
- Pasa, perrita. El Amo te espera. – Le dije muy melosa. – Hola, Estela. Bienvenida. – Le dije a su amiga. Andrea levantó la mirada al oírme y me miró entre sorprendida y excitada.
- Hola... tía Carmen. – Susurró.