Dama - Acto II Escena I
Una dama en acción
Fueron dos horas de extraordinario placer. Al principio fue Adela quién guió a la niña sobre los puntos que debía tocar, las posiciones que debía tomar pero al final de la sesión era la niña la que sugería nuevas posiciones y experiencias. Paquita alcanzó en brazos de su señora los primeros orgasmos de su vida y esa es una experiencia que no se olvida en toda la vida. A las dos horas de caer rendidas en la cama, era su más fiel y devota esclava. Podía hacer con ella lo que le viniera en gana.
Se despidieron con un beso apasionado comiéndose la lengua.
— Si te preguntan abajo por qué has tardado tanto —le comentó Adela—, les dices que la señora te necesitaba —añadió con una sonrisa picarona.
‘Y a partir de ahora, te voy a necesitar muchas veces más’ no pudo evitar pensar.
Mientras terminaba de ducharse decidió que ya era muy tarde para ocupar en algo la mañana. Le hubiera gustado pasarse por el bar de la noche anterior con la esperanza de volverse a encontrar con sus cuatro machos pero decidió que, si ellos pensaban lo mismo, no irían al lugar hasta las nueve de la noche como el día anterior.
Su cuerpo parecía insaciable de recibir los placeres que durante tanto tiempo su marido le había esquivado. Aquella nueva fuente de bendiciones le había hecho darse cuenta de que no todo se limitaba a la polla de su marido. Es más, no todo se limitaba a la participación de una polla. La experiencia de Paquita le había sorprendido. ¿Como sería el resto del servicio? Al único que podía eliminar desde un principio era al viejo mayordomo pero a lo mejor la otra criada y la cocinera tenían posibilidades.
Ese día se vistió atendiendo más a mostrarse excitante que elegante y una vez arreglada encaminó sus pasos hacia el sótano de la enorme mansión donde se ubicaban la cocina y las habitaciones de los empleados.
El viejo mayordomo casi sufre un síncope cuando vio aparecer a la señora, bella como una diosa, por sus dominios. Como loco buscó la chaqueta del traje de la que se había desprendido mientras murmuraba mil y una excusas. Era la primera vez que veía a la señora en sus dominios. Ella les disculpó a todos sin hacer casos a sus excusas y, tras una discreta sonrisa dirigida a su querida Paquita su atención se centró en las dos mucamas que de pie frente a los fogones esperaban sus órdenes. Ambas parecían almas gemelas, eran guapas sin llegar a ser atractivas, ambas rondarían su edad, los cuarenta, morenas con el pelo recogido en un discreto moño y uniformadas en trajes negros como los que usaba Paquita. Un chisporroteo de placer le llegó a Adela desde la entrepierna; allí había madera para hacer un buen fuego.
— Ramiro —dijo dirigiéndose al mayordomo pero sin dejar de mirar a las criadas—, hoy comeré en mis habitaciones, que Paquita me la suba.
Comer sola era un hábito en esa casa, el niño andaría en el colegio y el esposo era rara la vez que aparecía. Lo normal es que ella comiera en el inmenso y vacío comedor.
Sin decir nada más se dio media vuelta y la bella patrona salió de la habitación dejando a los criados inmersos en el silencio.
Cuando Adela llegó a su habitación se desnudó de todo salvo de las bragas y se sentó en el tocador para retocar su maquillaje. Estaba impaciente porque la niña subiera. No había pasado más de una hora desde que ambas se habían comido el coño y ya estaba anhelando repetirlo. Unos discretos toques en la puerta le avisaron de la llegada de la criada con la bandeja. Dejó esta sobre una mesa baja junto a uno de los ventanales y se volvió esperando indicaciones. Adela la esperaba sin decir nada de pie junto al tocador, brillante en su desnudez. Paquita no sabía qué se esperaba de ella pero si la señora estaba desnuda, ella también debería estarlo. Lentamente se despojó de la ropa y también ella se quedó con las bragas puestas.
— No, quítate también las bragas —le susurró Adela—, me será más fácil tocarte el coño.
Le gustaba el morbo de decir malas palabras.
Paquita se despojó de la prenda y despacio se acercó hasta ella. Adela la recibió besando con pasión su boca y una de sus manos bajó hasta su coño donde introdujo sus dedos. Gimió solo de sentir las humedades de la niña.
— Tócame tú también el coño, cariño.
Cuando cayeron sobre la alfombra cada una con la mano entrando en el coño de la otra, Adela sintió que cada vez quería ser menos una dama.