Dama - Acto I Escena IV
La dama y la criada
Adela durmió placidamente después de muchos años de hacerlo inquieta. Por primera vez le importaba poco donde estuviera su marido. Hacía tiempo que dormían en habitaciones separadas y no iba a ser ese día precisamente cuando reclamara su presencia. Pensó en darse una ducha para quitarse los inquietantes olores que le acompañaban pero quería dormir precisamente acompañada de esos olores a guarra que tanto le recordaba los placeres de los que había disfrutado. Cuando cerró los ojos una plácida sonrisa le cubría aún la cara.
Lo primero que hizo al amanecer fue retornar su sonrisa a la cara rememorando los acontecimientos del día anterior. Sin salir de la cama se desperezó lánguida y se olió las manos comprobando si aún mantenía su perfume a guarra. El olor a lavanda de las sábanas había suavizado el áspero olor a sexo pero todavía le permitía evocar al momento cuando cuatro machos desconocidos le habían dejado el coño escocido y satisfecho. Llamó por el telefonillo interior pidiendo que le subieran el desayuno. No tenía ninguna prisa, a partir de ahora pensaba disfrutar de su vida plenamente. Mientras esperaba la llegada de la criada su mano se perdió en los pliegues del coño y dulcemente se masturbó.
La joven camarera entró en la habitación portando una bandeja. Era la primera vez en el poco tiempo que llevaba sirviendo en la casa que la señora pedía desayunar en la cama. Supuso que la patrona estaría enferma y entró con sigilo en su alcoba para no molestarla pero su sorpresa fue que, bien al contrario, mostraba una salud luminosa y aquella mano perdida en el coño patronal se movía con una energía lejano a cualquier síntoma de mala salud.
Paquita tenía solo quince años y había entrado a servir con los señores gracias al cura del pueblo que le había buscado esta casa tan seria donde podría, con sus ingresos, ayudar a la maltrecha economía de su casa. Era la tercera de seis hermanos, la única hembra de todos ellos y el campo de donde su padre sacaba los dineros para llenar la cazuela familiar no daba para tantas bocas. Cuando el cura les ofreció la posibilidad de colocar a la hija mayor en una casa de la capital, no lo dudaron un momento y aceptaron gustosos el sacrificio de la niña. Era una boca menos y su salario les vendría bien.
La madre fue la única que la despidió con lágrimas de pesar. Ella también aceptaba lo inevitable de la situación pero, al ser su única hija, era su apoyo en una casa donde tanta testosterona suelta le volvía un poco loca. Su marido le exigía de ella tanto en el trabajo como en la cama y parecía imposible que pudiera estar en su presencia sin que este no le echara mano al chocho. Al padre la presencia de sus hijos no le intimidaba lo más mínimo y todos ellos habían visto a la madre en más de una ocasión con la falda remangada y al padre metiendo las manazas en sus ásperas bragas.
Al principio solo fueron risas y guiños de complicidad pero de un tiempo a esta parte el mayor de sus hijos empezó a echarla unos tientos al culo que la dejaban tiritando. Ella se defendía como buenamente podía de tales tocamientos pero el jodío muchacho sabía elegir la ocasión y siempre lo hacía cuando tenía las manos ocupadas preparando la comida o fregando el suelo con lo que no tenía ocasión de zanjar el asunto con una buena bofetada.
Poco a poco su resistencia fue menor y un día descubrió algo preocupada que los tientos de su hijo le complacían tanto como los del padre y dejó de defenderse. Ello provocó que el chaval no ocupara el tiempo tan solo en tocarle el culo sino que buscó nuevas zonas para indagar. Primero fueron tímidos acercamientos a las tetas. Todo muy discreto y por encima del vestido pero cuando un día sintió la mano de su hijo meterse subrepticiamente en su escote y amasar sus grandes melones dentro del sostén, supo que estaba entrando en arenas movedizas. No era inteligente pero sí muy avezada en estos menesteres y sabía que si caes en arenas movedizas lo mejor es no moverse mucho porque en caso contrario te hundirás más rápido. La sumisión de la madre la tomó el hijo como consentimiento y también él, como el padre, aprovechaba la menor ocasión para abrirle la blusa o remangarle la falda. La madre sufría unos calores tremendos y consintió que por fin, el hijo le metiera la polla hasta el fondo ya que sabía que era el único frescor que le calmaría.
Entre el padre y el hijo mayor la tenían todo el día con las patas abiertas recibiendo unos trallazos en el coño que hacía que su vida se hubiera convertido en un largo y placentero orgasmo. Parecía una coneja en celo. Lo malo fue que los demás hermanos terminaron dándose cuenta de la situación y, poco a poco, todos ellos se fueron uniendo al festín. La mayoría de las noches, cuando cumplía con su marido, dejaba a éste plácidamente durmiendo en la cama matrimonial, y se acercaba al cuarto donde todos los hijos dormían para comprobar si necesitaban algo. Siempre necesitaban algo y entrar en el cuarto y tenerla completamente desnuda era todo uno. Luego entre los cinco hermanos la satisfacían de mil maneras y posiciones. El pequeño, que apenas tenía los huevos desarrollados, también participaba pero con una ignorancia total sobre lo que se esperaba de él. Su ignorancia le llevó un día a equivocar la grieta y su pequeña polla perforó el culo de su madre. Ésta le sorprendió que la penetración le diera un morbo especial al placer de aquel día. Siempre le había gustado sentir un dedo en el ano mientras le follaban pero la pollita de su hijo le abrió un abanico de posibilidades que no se esperaba. A partir de entonces pudo satisfacer a dos hijos a la vez y todos se peleaban por ser el elegido para follar su estrecho culo.
Le apenó que su única hija marchara a la capital pero con ella delante hubiera sido más difícil alcanzar esas cotas de placer que los varones de la casa le daban noche tras noche.
Antes de partir, previno a Paquita sobre el peligro de los hombres con el sexo y la dispuso para tener los cinco sentidos despiertos para no dejarse engañar. Sabía que Paquita era un poco boba pero precisamente por eso le previno contra posibles malvados que se quisieran aprovechar de su inocencia.
Paquita entró en la casa y pronto descubrió que tales peligros no existían. El señor era muy serio y formal y apenas paraba en casa. El único hijo del matrimonio era tan serio como el padre y parecía poco despierto siempre dedicado a jugar con maquinitas electrónicas pese a sus diecisiete años. Paquita estaba convencida que el niño ni se percataba de su existencia. El mayordomo era muy viejo y no parecía peligroso. De la señora y el resto de las criadas no se preocupó porque eran mujeres y contra el sexo débil no le habían prevenido.
Pese a su ignorancia, cuando depositó la bandeja sobre la cama, le llegaron unos olores que emanaban del cuerpo de la patrona que le excitaron bastante. Hoy no olía a esos perfumes caros que estaban sobre el tocador. Su olor le recordaba más bien al que desprendía la cama de sus padres en esos días que había habido jaleo por la noche. Siempre le había extrañado que los señores durmieran en habitaciones separadas, ¿los ricos no follaban como los pobres? pero indudablemente el olor de la señora esa mañana era de sexo, ¿con quién había follado la patrona? Le dio alegría. Quería a la patrona porque le trataba con cariño y educación y le apenaba esa cara de tristeza que siempre tenía.
— Hola, Paquita —saludó con voz alegre—, ¿ha dormido bien?
Paquita sonrió afirmando con la cabeza timídamente.
— Pues yo no se puede hacer idea.
Era la primera vez que la señora entraba en ese grado de confianza como para contarle su estado. Se alegró por ello y así se lo dijo.
Adela con el regusto amargo de la masturbación inacabada por la llegada de la criada, la miró divertida. Su cuerpo de mujer en esa cara de niña seguro que le daba tantas satisfacciones como las que había recibido ella la última noche. Sintió que la miraba de forma diferente. Vio ante sí una mujer apetecible para el sexo y eso le extrañó. Era la primera que veía en una criada algo más que un uniforme. Su mirada vagó indolente por su cuerpo. No había duda de que aquella niña ocultaba un cuerpo muy apetecible pero la seriedad del uniforme lo ocultaba. La blusa cerrada hasta el último botón disimulaba por completo el tamaño de su pecho y Adela se sintió en la necesidad de ver como sería aquella niña desnuda.
— Este uniforme es muy serio para ti —dijo en tono cauto. No quería que la niña se asustara.
Paquita se miró en el espejo del tocador. Ciertamente, si no fuera por el pequeño delantal blanco, vestida con aquella ropa tan negra de faldas largas y blusa cerrada, parecía más bien una monja de la caridad. Sonrió sin saber que hacer.
— Se podía hacer algo —comentó la señora—, si abrimos unos cuantos botones y acortamos la falda parecería más...
No terminó la frase y Paquita se quedó sin saber a qué se parecería si su ropa quedara en el estado de desvergonzada en que la señora le estaba dejando. Y es que Adela le abrió tres botones de la blusa con lo que era bien visible el comienzo de sus senos y el nacimiento del sostén. Luego se dedicó a la falda y se la fue doblando en la cintura de forma tal que su largura no ocultara sus rodillas. Sin embargo cuando la señora siguió subiendo y empezaron a aparecer los muslos, Paquita sintió una extraña comezón en la entrepierna. Ahora se veía como una pelandusca en busca de cliente. ¿No pretendería la señora que bajara de esa guisa a la zona de servicio? Al viejo mayordomo le podía dar un soponcio.
Adela se había quitado la bandeja de encima y de una patada se desprendió de las sábanas que protegían su cuerpo. Un pequeño camisón de seda no dejaba lugar para la imaginación. Sus tetas eran perfectamente visibles para la criada y su espesa mata de pelo vaginal se podía ver con meridiana claridad pese a que llevaba bragas y es que estas eran las mismas bragas trasparentes de la noche anterior y el camisón, en el letargo del sueño, se le había enrollado en la cintura. Adela descubrió satisfecha que le gustaba mostrarse desvergonzada frente a la criada. Percibió un atisbo de vergüenza en la niña y eso le animó a seguir. Se sentó en la cama y siguió levantando la falda del uniforme.
— Definitivamente este uniforme te hace horrible.
Paquita se sonrojó cuando sintió que la señora había subido tanto la falda que tenía que estar viéndole con claridad las bragas. No se anduvo la señora con más disimulos y le pidió que se desnudara. ¿Allí?, ¿delante de ella?, Paquita no sabía que hacer pero los calores de la entrepierna le animaban a seguir haciéndolo. Ella no era tortillera, de eso estaba segura y decidida se lanzó a satisfacer a la señora. De prisa se quitó el delantal blanco que quedó caído en el suelo y más despacio, por vergüenza y decoro, se fue abriendo la blusa hasta quitársela completamente y dejarla caer junto al delantal. Quedó con el torso cubierto por el sujetador e instintivamente se lo cubrió con los brazos. Adela le atrapó las manos y la hizo mostrarle las tetas.
— No seas tímida, estamos entre mujeres —le dijo divertida—. Me tengo que hacer una idea de tu cuerpo para saber que tipo de uniforme necesitas.
Paquita así lo entendió y obedeció cuando la señora le pidió que se quitara la falda. Sus infantiles y discretas bragas quedaron a la vista de la patrona a la que captó unas miradas lascivas que nada bueno auguraban. ¿Nada bueno?, ¿porqué tenía que ser malo? Desde luego la niña estaba disfrutando de unos calores terribles y eso le animaba a más.
Se desprendió de la falda sin titubear y esta vez no hizo nada por ocultar su cuerpo.
— Todo, quítatelo todo —le animó la señora.
Bien sabía Paquita que nadie se probaba vestidos sin nada debajo pero estaba dispuesta a hacer lo que la señora le pedía porque aquello le estaba gustando. Cuando la señora empezó a acariciar su coño recordó las advertencias de su madre pero rápidamente llegó a la conclusión de que madre le había prevenido contra los hombres, no con que le tocara el coño una dama.