Curso universitario con mamá: Halloween II

(...) Mi madre tenía las piernas completamente abiertas, con los pies mirando hacia el techo. Él empujaba cada vez con más fuerza y violencia, y ella le pedía que no cesara. Dios, no podía creerme que mi madre fuera así de guarra (...).

Llevaba una toalla (esta vez sí), que dejó encima del lavabo. Iba con sandalias, pantalón de chándal y camiseta normal. Se descalzó, y a continuación se quitó la camiseta. No llevaba sujetador, por lo que sus tetas quedaron libres. Seguidamente se bajó el pantalón, y quedó únicamente con una pequeña braguita. Todo eso lo hizo en apenas unos segundos.

Se dio la vuelta y se agachó, para amontonarlo todo junto a mi ropa sucia. Entonces vi que no eran braguitas: se trataba de un coqueto tanga blanco que realzaba sus dos bonitas nalgas.

Dejó la ropa en el suelo, y se acercó a la bañera. Yo la estaba mirando de cuando en cuando, tanto de espaldas, como dándome la vuelta y dejándome ver por delante. Había estado muy tranquilo los últimos días, pero esta situación volvía a darme mucho morbo, y por eso me mostraba ante ella con cierto disimulo.

Me miró impaciente, y entonces, se metió los pulgares por la goma del tanga, y dijo en tono amenazante:

  • O terminas, o me meto ahí contigo.

Acto seguido, sin darme tiempo a responder, se bajó el tanga y quedó al fin desnuda. Se metió en la bañera sin pedir permiso ni esperar a que se lo diera.

  • Ay hijo, es que eres muy lento –fue toda su justificación.

Me había quedado tan flipado que no reaccioné. Bueno eso, y la evidente excitación que volvía a despertar en mí. Y ella no parecía que sintiera lo mismo: no tuve la sensación de que se exhibiera, sino más bien que hacía algo que consideraba natural. De hecho me estaba dando la espalda, y se lavaba el pelo. Después cogió una esponja para exfoliar, y empezó desde abajo, subiendo por las piernas. Era una situación cotidiana, carente de todo significado erótico: una ducha rápida normal y corriente. Y sin embargo para mí estaba teniendo una carga sexual brutal. Yo tenía que acabar ya, pero era un escenario inimaginable. Mi polla por supuesto creció. Si bien no estaba empinada del todo, su tamaño era considerable, mucho mayor que en relajación.

Ella dejó la esponja, y se frotó con un gel que tenía pinta de caro. Entonces se dio la vuelta, y me vio ahí como un pasmarote, sin hacer nada, ni enjabonarme, ni aclararme, ni nada. Sólo mirándola intentando disimular.

  • ¿Aún estás ahí? ¿Sales ya o no? –dijo, no sé si incluso molesta, pero por lo menos turbada.

Y justo me vio la media erección. Su azoramiento aumentó, puso una cara rara y medio aturdida. Yo salí rápido sin decir nada, cogí la toalla y sin secarme allí, me dirigí veloz a mi cuarto.

Al poco, escuché que paraba el grifo. Ella salió, y envuelta en la toalla, se metió en su habitación y cerró la puerta. Cerró la puerta. Algo que ya nunca hacía. Sin duda, algo la había alterado.

Cogimos un taxi para ir a la casa donde habíamos quedado. Se celebraba una fiesta de disfraces. Ella iba de bruja, con un generoso escote, minifalda y medias de rejilla negras. Imposible no mirarla de reojo en el asiento de atrás. Yo muy simple, de esqueleto, con la cara pintada. Algo risible incluso. De camino no hablamos nada.

Una vez en la fiesta, saludamos a todo el mundo. Por supuesto, continuamos con la ficción de que éramos amigos del pueblo, y a nadie le extrañó que llegásemos juntos. Saludamos a todo el mundo, aunque tampoco había demasiada gente. Incluyéndonos a nosotros, estábamos unos doce. Entre ellos, Cristian. Y el cabrón llevaba un disfraz guapísimo: parecía el mismísimo Rick Grimes. Zapatos de cowboy, tejanos desgastados y sucios, camisa vieja manchada de sangre, cazadora con cuello de borreguillo, un imponente revólver, barba, maquillaje, y sombrero de sheriff. Era la sensación de la fiesta, el mejor disfraz. Como decía, el puto Rick Grimes.

Él me dio la mano con educación pero superioridad, sabiéndose el centro de todas las miradas. Llamaba la atención de los presentes, sobre todo de las chicas. Mi madre no era ajena: en cuanto saludó a la gente, se acercó lo antes que pudo a él. Si mi disfraz esqueleto ya me parecía vergonzante al salir de casa, al estar allí me sentí ridículo, más aún cuando mi madre “huyó” de mí para no alejarse del sheriff Cristian.

En fin, qué le íbamos a hacer. A lo nuestro. A por una birra. Y cuando se acabe, otra. Así hasta no sentirme un bufoncillo con una osamenta por disfraz, y una suerte de caricatura de calavera sonriente pintada en mi cara.

Hacia la medianoche, cuando la cena de picoteo y trampantojos ya se había acabado, se inició el cubateo. En toda la noche mi madre no se había despegado de Rick. Al principio había sentido celos, pero con el paso de las horas me daba más igual. Sin embargo, un poco después se acabaron los hielos.

  • ¿Quién quiere ir a por hielo al chino? –preguntó la dueña de la casa.

Todo el mundo se hizo el longuis, nadie quería ir. Entonces se dirigió hacia mí, que era el más cercano:

  • ¿Por qué no vas tú?  Anda ves, que no te cuesta nada. Y no quiero dejar la casa sola que alguno se me mete a follar en las habitaciones –me pidió.

  • Está bien… –accedí.

Mi madre no andaba lejos, así que se acercó por primera vez en la noche, a alcahuetear.

  • ¿Qué hacéis?  ¿Vas a salir, Jorge?  ¿Dónde vas? –me acribilló. Al parecer, después de pasar de mí, ahora quería compensar.

  • Voy a por hielo al chino. Vente y así no voy solo.

No se opuso y me acompañó. Cogí dinero del bote, y bajamos. Como había bebido, se había desinhibido y parecía que se le había pasado la impresión de verme medio empalmado.

  • Bueno, ¿qué?  ¿No te gusta ninguna chica?  ¿No vas a echar la caña a ninguna? –preguntó.

Intuí que quería evitar el tema de haberme visto desnudo y excitado.

  • ¿Y tú?  No te separas del de The Walking Dead –contraataqué.

  • ¿Ese? Bah cariño, es un chulillo y creído.

  • Sí, pero hace un par de semanas, en las fiestas… -tanteé, mirando de reojo.

A ella le entró la risa floja, y acabó reconociéndolo.

  • Bueno hijo, sí, me enrollé con él. Debería habértelo dicho, pero es que me daba vergüenza. Nunca te he contado nada de ningún hombre, así que cómo iba a contarte que con un amigo tuyo…

  • No es mi amigo –le corté.

  • Bueno, en cualquier caso. No pasó de besuqueos, y no… ¡ay por dios qué vergüenza! –esto último lo dijo más para sí misma.

  • No pasa nada mamá.

  • No nos acostamos. No me puedo creer que esté hablando de esto –dijo sonriendo, la cara roja.

Se notaba que le daba vergüenza hablar de ello, pero al mismo tiempo disfrutaba de una manera extraña. Como a una niña a la que le dicen que está muy guapa, y se pone colorada pero se deleita y regocija por dentro.

  • Pues muy bien mamá, pero vamos, que puedes hacer lo que quieras –manifesté, intentando aparentar normalidad.

  • No, no, hijo, me gusta que lo sepas. Nunca te he hablado de ningún hombre, y ya va siendo hora de que lo haga.

Entramos en la tienda y cogimos un par de bolsas de hielo. A la vuelta continuamos conversando, seguramente los dos más calmados.

  • Entonces, lo que te estaba diciendo, ¿no le echas la caña a ninguna? –insistió, con una sonrisa pícara.

  • Mamá…

  • Bueno, te lo digo para tu conocimiento: hay una que está loquita por ti.

Aquello no me lo esperaba, y al principio no supe si era verdad o era amor de madre, que piensa que todas están enamoradas de mí.

  • ¿Ah sí?  ¿Quién?

  • Pues se llama Aurora. Es amiga de la que organiza.

  • ¿Y de qué va disfrazada?

  • Va de vampiresa con otras dos –respondió.

  • Mamá, fijo que te parece. Esas tienen novio además.

  • Te aseguro que no. Me lo han dicho las amigas y después ella misma. Que si te conocía me ha dicho.

Al parecer era verdad. Y la chica no estaba nada mal. Igual se nos daba bien la noche y todo (recordé el viejo dicho, “ muy mal se nos tiene que dar la noche para no acabar haciéndonos una paja ”).

No obstante, una vez de vuelta en la fiesta, mi madre repitió procedimiento. Se pegó al sheriff Cristian, y conforme pasaban los cubatas, llegué a ver que se cogían con disimulo de la mano. Definitivamente, mi madre quería ligárselo.

Pues a lo nuestro. A por Aurora, qué coño. Al acercarme, me sonrió; empezamos a hablar y no tardó en agarrarme constantemente del brazo. Había contacto físico, buena señal. Se terminó la bebida y fuimos a los bares, en goteo de grupos de dos o tres personas. Yo por supuesto bajé con Aurora. En el primer pub le invité a una cerveza, y en el segundo ya nos comimos la boca. Pero ni rastro de mi madre y Cristian. Me da igual, pensé.

Era ya muy tarde cuando no quedaba casi nadie del grupo. Yo creía que iríamos a casa de Aurora y remataríamos la faena. Pero hete aquí que me dejó con las ganas:

  • Hoy no –me dijo con una media sonrisa y una mirada de maldad, me dio un beso, y se fue.

Vaya, me dejaba a mitad para asegurarse de quedar otro día. En fin, estas cosas pasan. De modo que volví caliente a casa (en todos los sentidos, caliente por el alcohol, y caliente la bragueta). No vi a mi madre en toda noche, pero a esas alturas ya no me acordaba.

Entré en el piso, y en cuanto abrí la puerta, unos ruidos me alertaron. Ya en el pasillo escuché unos gemidos inconfundibles: alguien estaba follando. Demonios. Mi madre estaba follando. Y no se cortaban: tenían la puerta abierta de par en par.

Por suerte no me habían oído llegar. Joder qué situación tan incómoda… Tenía que pasar hasta mi habitación, enfrente de la suya, con lo cual corría el peligro de que me vieran, algo que en absoluto quería. Me descalcé y en completo silencio, me escabullí hasta el interior de mi cuarto.

Por supuesto, el que se la estaba follando era Cristian: en el suelo del pasillo descansaba su sombrero de cowboy y otros restos del disfraz. Ella no paraba de gemir, y él también tenía la respiración acelerada y gritaba. Para mi sorpresa, la situación no me estaba desagradando. Qué coño, me estaba excitando. No sé si eran los ron-cola que me había bebido, el calentón a medias con el que me habían dejado, o qué, pero el caso es que tenía la polla tiesa. Y sólo por escuchar, sin haber visto nada. De modo que sin pensarlo mucho, me desnudé, y me acaricié la tensa piel de mi rabo.

Comencé a moverla arriba y abajo, envolviendo la polla con mi mano mientras aguzaba el oído. El polvo no decaía, debían de haber empezado hacía poco. Incluso estaban repitiendo. No quise pensar en lo que estaba haciendo: masturbándome desnudo en mi cuarto mientras oigo a mi madre follar con un muchacho de mi edad en la habitación de enfrente. Me sentí como culpable, pero al fin y al cabo era ella la que estaba fornicando. Y encima, con la puerta abierta. Joder, ¿con la puerta abierta? Quería verlo. Solamente los había escuchado, ahora quería verlos. Después de todo, el mal ya estaba hecho, ¿no? Ya me estaba pajeando mientras los oía. Nada podía cambiar por verlos un poquito…

Entreabrí la puerta, mirando por el pequeño hueco que había hasta el marco. Al principio apenas pude distinguir nada; pero en cuanto mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, alcancé a reconocer las formas de sus cuerpos: él estaba arriba, y su culo se movía rítmicamente; mi madre se encontraba abajo, acogiéndole con las piernas abiertas. Yo seguí masturbándome. Nunca habría imaginado que aquello me excitaría de esa manera; y aunque yo siempre supe que mi madre era atractiva, jamás pensé en verla follar. Aceleré mi paja. No podían verme por la pequeña rendija que había, y tampoco me oían, así que no estaba nervioso.

Mi madre tenía las piernas completamente abiertas, con los pies mirando hacia el techo. Él empujaba cada vez con más fuerza y violencia, y ella le pedía que no cesara. Dios, no podía creerme que mi madre fuera así de guarra. Quería que el joven se la follase y no dudaba en pedírselo.

  • ¡No pares...! ¡No pares cabrón!

Aquella frase casi hace que me corriera en el acto, pero me contuve. El chulo de mierda de Cristian estaba haciendo gozar de lo lindo a mi madre, y yo estaba descubriendo su faceta de zorra. Y no me desagradaba; al contrario, me parecía de puta madre (nunca mejor dicho) que fuera así de guarrona.

Abrí un poco más. Me cabía la cabeza por el hueco. Ahora ella cerraba las piernas aferrando el cuerpo del chico, atrayéndolo para sí. Los muelles de la cama hacían un ruido que a buen seguro no pasaba desapercibido a los vecinos. Y los jadeos me estaban poniendo a mil.

  • ¡Qué putilla eres…! ¡Joder cómo me pones! –exclamaba Cristian mientras embestía a mi madre.

  • Tú… ¡Tú sí que me pones niñato! –replicaba mi madre entre suspiros.

Sentía un extraño morbo y placer al escuchar eso… El sucio lenguaje me ponía todavía más. Sin ser consciente, acompasé el movimiento de mi brazo al pajearme al de ellos dos. ¿Dónde me iba a correr? Miré alrededor en mi cuarto, pero obviamente no vi nada por la negrura reinante. Bah, daba igual.

Abrí del todo. Me di cuenta de que no me podían ver, ya que mi habitación estaba más oscura. Era un morbo añadido: ver cómo follaban, y masturbarme sin ser visto a pesar de estar a unos pocos metros, ocultado simplemente por la oscuridad.

Qué gran noche. Ahora estaba contento de no haber culminado con Aurora. Esto era mucho mejor. El polvo con ella podía esperar.

  • ¡Uf! ¡Uf! ¡Cómo me pones Merche! –resoplaba Cristian.

Y a mí. Cómo me ponía a mí. Las reticencias que había tenido al verla desnuda al poco de llegar al piso, estaban más que olvidadas. Tuve que refrenar un arrebato de ir a la cama junto a ellos.

  • Cristian… mi vida… ¡me voy a correr! –profirió de repente mi madre.

No me hizo mucha gracia que se dirigiera a él como “mi vida”; pero al margen de eso, y teniendo en cuenta las circunstancias del momento, ser testigo del orgasmo de mi madre prometía ser algo espectacular.

  • Espera… ¡espera! Esta vez quiero verte la cara –contestó él entre acometidas.

¿“ Esta vez ”? Eso significaba que, en efecto, estaban repitiendo. No me equivocaba. Pero aquel pensamiento acerca de que era su segundo polvo, me distrajo de lo importante: quiero verte la cara.

Entonces sucedió. A palpote, mi madre encendió la lamparilla de la mesita. Y se hizo la luz. Y en consecuencia, mi escondite se difuminó. Aunque el brillo que desprendía la bombilla era bastante tenue, era más que suficiente para ver la habitación de enfrente: es decir, la mía.

Justo entonces, le vi la cara. De Cristian sólo podía ver la espalda y el culo en constante movimiento, pero a mi madre le vi perfectamente el rostro contorsionado en un rictus de placer. Y sin poder evitarlo, nuestras miradas se cruzaron.