Cursa a pèl

Una aventura en pelotas con mis dos amigas en Premià de Mar

Estaba tranquilamente echado en la toalla, disfrutando de los primeros rayos de sol, cuando me empezó a sonar el móvil. Durante unos segundos, dudé si cogerlo. A lo largo de las últimas semanas había recibido numerosas llamadas basura y, por lo tanto, tenía todos los números de qué volvieran a molestarme con sus insufribles ofertas. Además, estaba demasiado cómodo y realmente me daba mucha pereza tener que moverme ni que fuera unos centímetros para abrir la mochila y descolgar el teléfono. Por suerte para mí, al cabo de medio minuto que se me hizo eterno dejó de sonar. Mejor , pensé, volviendo a cerrar los ojos para continuar disfrutando de la brisa marina.

Sin embargo, a los pocos segundos, volvieron a insistir. ¡Joder, qué pesados!

Pese a mi desgana, me incorporé dispuesto a contestar. Al abrir el bolsillo donde se encontraba, vi que no era una llamada basura como temía, sino que era Judith.

  • ¿Hola? ¿Albert? – preguntó cuando descolgué.

  • Hola Judith. Perdón, antes no he llegado al teléfono. – mentí.

  • Tranquilo, no pasa nada. ¿Cómo estás?

  • Bien, aquí, relajándome en la playa. ¿Y tú?

  • Pues trabajando, ¡dónde quieres que este! – se rio. – ¡Qué suerte que tenéis algunos!

  • ¡Eh, eh, tranquila, que solo hace dos días que estoy de vacaciones!

  • Ya lo sé tonto. Nos lo comentaste en la última cena. ¿Te acuerdas?

  • Es verdad – respondí.

A Judith le gustaba en demasía chinchar a la gente. De hecho, ella misma lo reconocía y siempre nos decía que de nuestro grupo de amigos ella era la más tocapelotas. La verdad es que tenía razón, pero en general sus bromas eran divertidas y todos tarde o temprano acabábamos riendo.

  • Y bien, ¿por qué me llamas? – le pregunté.

Con la pandilla solíamos hablar a diario por el Whatsapp. Sin embargo, las llamadas eran más escasas y las hacíamos por temas importantes.

  • ¿Haces algo hoy por la noche? – me interrogó sin responder a mi pregunta.

  • No. ¿Por qué?

  • Porque quiero hacerte una proposición indecente. – contestó al tiempo que empezaba a reírse.

Su risa se me contagió y no pude sino reírme con ella.

  • Venga vaquera, dispara. – le animé.

  • ¿Sabes que hacen hoy en Premià de Mar?

  • No tengo ni idea. ¿Puedes parar de hacer preguntas y empezar a explicarme de qué va todo esto?

  • La cursa a pèl.

  • ¿La cursa a pèl? – pregunté. – ¿Y eso qué es?

  • Pues básicamente es una carrera donde todo el mundo va en pelotas.

  • ¡¿Cómo?! – exclamé sorprendido.

  • Lo que oyes. ¿Te animas?

  • Para el carro. ¿Me estás proponiendo de ir contigo a esa cursa en pelotas?

  • Sí y no. – respondió.

  • ¿Sí o no?

  • Que sí que te lo estoy proponiendo como es obvio, pero no para ir solos tú y yo. Creo que puede ser una actividad divertida y había pensado que podríamos ir todo el grupo juntos. ¿Cómo lo ves?

Esa era Judith en estado puro: única, alocada e impetuosa.

  • No sé, no creo que la gente se anime. Ya sabes cómo son…

  • Por eso te he llamado a ti primero. Si tú te animas, tenemos más puntos de que los otros también vengan.

  • No sé Judith, me lo tendría que pensar. Ahora mismo me da un poco de pereza.

  • ¡Va, por favor Albert! – me suplicó.

  • Pero Judith…

  • Porfa, porfa, porfa – me cortó.

Su insistencia hizo que empezara a planteármelo. La verdad es que podía ser divertido y también, seamos sinceros, muy morboso. Cuando íbamos a la playa todos juntos, las chicas no tenían ningún pudor en hacer topless, cosa que todos los chicos agradecíamos. Sin embargo, nunca nos habíamos visto completamente en pelotas. Mientras yo cavilaba en los pros y los contras, ella esperaba expectante y en silencio al otro lado de la línea.

  • Albert, ¿sigues allí? – preguntó al cabo de unos segundos.

  • Sí, sí. – le respondí. – Me lo estoy pensando.

  • ¿No te da morbo vernos todos en pelotas?

  • ¡Judith! – exclamé.

  • Sabes que es verdad. – me contestó. – A mí me da morbo veros a ti, a Pau, a Jordi y a David correr en pelotas, y estoy segura de que a ti te pasa lo mismo con Anna, con Ruth, con María y conmigo.

  • Madre mía como estamos…

Ella volvió a reírse.

  • ¿Crees que se van a animar o no? – me preguntó.

  • No lo tengo claro. Anna y Pau están de viaje, por lo tanto, quedan descartados. Jordi está en medio de una mudanza, así que me imagino que estará cansado y nos dirá que no. Así pues, solo quedan David, Ruth y María.

  • No sabía que Anna y Pau estuvieran de viaje. ¿A dónde han ido?

  • Se han ido a Roma. Pero volvamos al tema que nos ocupa y se sincera ¿Tú crees que David, Ruth y María se animarán a desnudarse delante de todo el mundo?

-  Mmmm… Ruth yo creo que sí; David tengo mis dudas; y María tengo claro que no.

  • Yo pienso lo mismo.

  • Pues bien, ¿qué hacemos? ¿Te animas o no? – volvió a insistir.

Dudé unos instantes. Por un lado, me daba cierto reparo desnudarme delante de todo el mundo. Pero, por el otro, me moría de ganas de ver a mis amigas de toda la vida en pelotas.

  • Venga, de acuerdo, me apunto. Aunque estoy seguro de que luego me voy a arrepentir.

  • ¡Sí! ¡Vamos! – exclamó animada. – Ya verás como nos lo pasaremos genial.

  • Yo no lo tengo tan claro…

  • ¡Que sí, que sí! ¡Venga, tú habla con David y llama por si acaso a Jordi, y yo se lo comentaré a Ruth y María!

  • De acuerdo.

  • Perfecto. Te llamo a la una y terminamos de cerrarlo todo.

  • Vale. Hasta luego.

  • Hasta luego y gracias Albert. ¡No te vas a arrepentir!

Cuando colgué, supe al instante que mi tranquilo día de sol y playa se había ido al garete. Me levanté, me acerqué a la orilla y, con mis pies en remojo, empecé a andar. Estábamos en junio y la playa estaba llena de gente que disfrutaba del mar. Mientras esquivaba niños corriendo, parejas paseando y jugadores de palas, iba pensando en la proposición de Judith. Estaba seguro de que Jordi me diría que no y que David pondría cualquier excusa para no venir. Hacía un año que había roto con Ruth y desde entonces intentaba evitar cualquier actividad donde ella pudiera estar presente. Si mis cálculos no me fallaban, eso significaba que solo estaríamos Judith, Ruth y yo, ya que María, conociéndola bien, se negaría en rotundo nada más oírlo. No sé si a Judith le haría mucha gracia que solamente fuéramos los tres, con los que lo más probable es que todo quedara en nada.

Al volver a la toalla, cogí el móvil y llamé a Jordi y a David. Jordi, obviamente, me dijo que no. Estaba cansado y lo que menos le apetecía era correr en pelotas por la calle durante la noche. David dudó unos instantes, pero al pensar que se podía encontrar con Ruth corriendo en bolas a su lado se le fueron todas las ganas. Me animó a que participara y me dijo que ya se lo contaría cuando nos volviéramos a ver.

Inquieto por el devenir de los hechos, recogí mi toalla y mi mochila, y me dirigí a mi apartamento. Una vez allí, para quitarme la sal marina, me di una ducha rápida. Mientras el agua fluía por mi piel, no pude evitar fantasear en la noche: yo corriendo en medio de una multitud de cuerpos desnudos, con Judith y Ruth trotando a mi lado. Mi imaginación tuvo un efecto inmediato en mi entrepierna, que al instante se puso dura como un garrote. Bajé mi mano, me la agarré con fuerza y me empecé a masturbar. Imaginarme a mis amigas de la infancia en pelotas, aquellas con quienes había compartido tantos momentos, tenía un morbo especial, como quien sabe que está pisando tierra prohibida. Realmente, pese a que las dos son guapas y simpáticas, nunca me había planteado tener nada con ellas. Sin embargo, ahora que se me presentaba la oportunidad de verlas desnudas, una larva de nervios y excitación estaba creciendo en mi interior.

Aunque la corrida fue abundante, no pudo bajar mi grado de excitación que, a medida que se acercaba la una, no hacía más que crecer. Después de secarme, decidí salir desnudo del baño. Si por la noche tenía que estar en pelotas por la calle, no tenía mucho sentido que me vistiera para andar por mi propia casa. Me dirigí al salón, me senté en el sofá y miré el reloj. Las 12:10. ¡Aún quedaban 50 minutos para la llamada de Judith! Abrí la tele y empecé a hacer zapping, vagando sin rumbo de un canal a otro. No sé si fue por los nervios o la excitación, pero los minutos hasta la una se me hicieron eternos. A las 12:59 ya estaba mirando al móvil, expectante ante la inminente llamada. ¡Gracias a Dios Judith no me defraudó! A las 13:01 sonó el teléfono y apareció su nombre en la pantalla. Descolgué al instante.

  • ¿Si?

  • Albert. ¿Cómo ha ido la ronda de llamadas?

  • Pues como me imaginaba. Jordi me ha dicho que va muy cansado y ya sabes que David no lleva muy bien la ruptura con Ruth. Cuando ha oído su nombre, me ha dado excusas para no venir. ¿Y tú? ¿Has tenido suerte?

  • Nuestros pronósticos eran acertados. Ruth se anima. María, por el contrario, al instante de oír mi propuesta, ha puesto el grito en el cielo.

  • ¿Por lo tanto, me imagino que si únicamente somos tres querréis dejarlo para otro año, no? – le pregunté un tanto decepcionado.

  • ¡¿Cómo?! – exclamó Judith – ¡Y una mierda! ¡Esta noche nos plantamos los tres en Premià de Mar a correr la “Cursa a pèl” como yo me llamo Judith!

  • Pero no podréis ver a los chicos del grupo en pelotas…

Realmente, era tonto. ¿Si yo quería ir, por qué les estaba dando argumentos para anularlo?

  • ¡Qué más da! ¡Además, te vamos a ver a ti! – se rio. – ¡Siéntete afortunado! ¡Así podrás disfrutar de toda nuestra atención!

No sé si este último comentario iba con segundas, pero no pasó inadvertido a mi entrepierna que, pese a haber acabado abundantemente una hora atrás, empezó a despertarse nuevamente.

  • ¿Qué se te ha comido la lengua el gato? – preguntó divertida al ver que me había quedado en silencio.

  • No, no. Estaba pensando en cómo quedamos…

  • ¡Sí, seguro! – volvió a reírse.

  • ¡Que sí, que sí! ¡Te lo juro! – mentí.

  • Vale, vale bribón. ¿Pues cómo quedamos?

  • ¿A qué hora es?

  • A las 2:30 de la noche.

  • ¡Cojones! ¡Qué tarde! – se me escapó.

  • Hombre, no hace falta que quedemos tan tarde. Podemos ir antes y tomarnos unas birras, vivir el ambientillo… ¿Cómo lo ves?

  • De acuerdo. Os paso a buscar sobre las 22:00. ¿Va bien?

  • Perfecto. Llamo a Ruth y le digo que venga a mi casa. Así nos recoges a las dos en el mismo sitio.

  • Vale. Hasta luego.

  • Hasta luego. ¡Y ponte guapo! – exclamó para seguidamente colgar.

¿Ponte guapo? pensé. ¡Qué cabrona que era! ¿Cómo me iba a poner guapo si íbamos a ir en pelotas? Dejé el móvil y me dirigí de vuelta al baño. Allí, delante del espejo, examiné mi cuerpo. Para tener treinta años no estaba mal. Aunque poco a poco iba cultivando una incipiente barriga, los años de deporte habían permitido que me conservara en bastante buena forma. Miré unos centímetros más abajo. Mi polla, pese a no ser descomunal, tiene unas buenas dimensiones. Si bien no soy un folleti como algunos de mis amigos, nunca ninguna chica se ha quejado de mi sexo. Comprobé que empezaba a tener una maraña de pelo y decidí recortarme el vello púbico. Nunca he sido de depilarme completamente, pero sí que me gusta llevarlo bien arreglado. La polla parece más grande y todo queda más ordenado y limpio.

Después de unos pequeños arreglos, solo quedaba esperar a que llegara la noche. Comí una ensalada y me eché a dar una siesta para acumular fuerzas. Íbamos a estar despiertos hasta tarde y no quería que me entrara el sueño antes de tiempo.

Me desperté sobre las seis y pasé las horas que quedaban vagando por la casa sin un propósito claro. A las 21:00 me puse una camisa veraniega y unos pantalones cortos, cogí el coche y me dirigí al piso de Judith, donde ella y Ruth me esperaban.

Cuando llegué, aparqué en un área de carga y descarga, caminé hasta el piso y llamé al interfono.

  • ¿Si? – preguntó la voz de Judith a los pocos segundos.

  • Soy yo.

  • Perfecto. Ahora bajamos.

Al cabo de tres minutos, se abrió la luz de la escalera y se oyó el sonido de la puerta al cerrarse. Momentos después aparecieron Ruth y Judith con dos pequeñas bolsas colgadas de la espalda.

  • ¿Y eso?

  • Para la playa.

  • ¿Qué playa?

  • Ay, es verdad, que no te lo he contado. La cursa termina en la playa donde todos se dan un chapuzón.

  • Joder, ya me lo podías haber dicho.

  • Lo siento – se disculpó Judith. – Pero tranquilo que ya compartiremos la toalla.

Luego nos miró a Ruth y a mí.

  • Bueno ¿estáis a punto para vivir una experiencia única?

  • Por supuesto – respondió Ruth sonriendo.

La observé de los pies a la cabeza. Llevaba el cabello recogido en un moño y vestía un fresco vestido veraniego estampado con rayas de distintos colores. Como siempre, iba perfumada con su fragancia preferida de un olor dulzón, pero para nada empalagoso. Desde que había salido por el portal, me había llegado su dulce aroma, un aroma inconfundible que mi olfato atribuía al instante a Ruth.

  • ¿Y tú, Albert? ¿Estás preparado? – insistió Judith volviéndome a la realidad.

  • Sí, sí. A ver cómo va todo.

  • Seguro que irá genial, no te preocupes.

Esta vez examiné a Judith. Vestía una camiseta deportiva y unos anchos pantalones cortos que disimulaban sus curvas. Como era habitual, llevaba su larga cabellera morena atada en una fina cola que colgaba por su espalda.

  • ¿Qué os parece si primero nos vamos a tomar unas cervezas? – preguntó Ruth. – Yo como mínimo las voy a necesitar para que me ayuden a animarme.

  • Sinceramente, creo que yo también. – añadí.

Los tres nos miramos y reímos. No fue, pero, una risa normal, sino que había un matiz de nervios y excitación a partes iguales.

A continuación, subimos al coche y nos dirigimos a Premià de Mar. Nada más llegar a la población, nos dimos cuenta de que estaban de fiesta mayor. Las calles, abarrotadas de gente de todas las edades que deambulaba alegre de un lado a otro, estaban decoradas con banderolas de colores y luces, y el ambiente festivo se respiraba en el aire. Aunque lo intentamos, nos fue completamente imposible aparcar en el centro, así que nos tuvimos más remedio que dirigirnos a un barrio un poco apartado donde nos fue más fácil estacionar.

Después de unos minutos andando, llegamos al núcleo histórico. Las terrazas de los bares estaban llenas de jóvenes bebiendo y divirtiéndose, y de los distintos locales no paraba de entrar y salir gente con cervezas y botellas en las manos. Al fin, tras buscar por algunas de los callejones adyacentes, conseguimos localizar una mesa vacía donde nos pudimos sentar. Cuando por fin vino el camarero, que iba de un lado al otro como un pollo sin cabeza, le pedimos unas cervezas y algo ligero para picar. Estábamos esperando que nos sirviera, cuando Judith me preguntó:

  • ¿Estás bien Albert? Te noto más callado de lo normal.

  • Hombre, la verdad es que estoy un poco nervioso. Nunca me he desnudado delante de tanta gente.

  • Normal, yo también estoy nerviosa. – añadió Ruth.

  • Nerviosa y excitada – respondió al instante Judith – Eso es lo que me has dicho en el piso.

  • ¡Serás guarra! – exclamó Ruth dándole un golpe amistoso con el codo.

  • No te alteres. Si te soy sincera, tengo que confesar que yo también estoy excitada y estoy segura de que Albert también. ¿O no? – me preguntó mirándome a los ojos.

  • Mujer, porque te voy a mentir. – respondí y los tres empezamos a reír.

Media hora más tarde, con la segunda ronda de cervezas en la mesa, ya estábamos más desinhibidos.

  • Realmente, creía que al final no vendríamos. – confesé.

  • ¿Y eso? – preguntó Judith.

  • Pues porque pensaba que al ser solo nosotros tres os echarías atrás.

  • ¿Por qué tendríamos que echarnos atrás? – preguntó esta vez Ruth.

  • Porque Judith me ha dicho que quería ver a los chicos del grupo en bolas y únicamente me vais a ver a mí.

  • ¿Y qué? – ser rio Judith ante mi ocurrencia. – Más vale uno que ninguno.

  • Por supuesto – añadió Ruth guiñándome un ojo.

  • ¡Tú sí que te vas a poner las botas con estas dos bellezas! – continuó Judith jocosa pasando el brazo por la espalda de Ruth y acercándola a su lado.

  • ¿Bellezas? – le pregunté para picarlas.

  • ¡¿Cómo?! – exclamó Judith. – Ya verás cuando estas dos te saluden – continuó dejando a Ruth y cogiéndose los pechos con las manos.

Los tres volvimos a reír. Las cervezas estaban haciendo su efecto y poco a poco estábamos más sueltos y relajados.

A la 1:30 de la noche, después de habernos bebido cuatro cervezas cada uno, nos levantamos y, tras pedir otra cerveza por el camino, nos encaminamos lentamente al coche. Saltaba a la vista que los tres estábamos bajo los efectos del alcohol. No parábamos de reírnos por chorradas y Ruth, menos acostumbrada a beber, decía que el suelo se movía de un lado a otro. Con ciertos trabajos, llegamos al automóvil a la 1:52. Quedaban menos de 40 minutos para que empezara la carrera y aún teníamos que desnudarnos y volver al centro.

  • Bueno, creo que ha llegado el momento que tanto temíamos. – dije después de abrir el coche.

  • ¿Que tanto temíamos o que tanto deseábamos? – comentó Judith mirándome pícaramente a los ojos.

  • Las dos cosas – respondí.

Y es que realmente lo temía y lo deseaba a la vez. Por un lado, me daba mucho corte desnudarme delante de ellas. ¿Qué iban a pensar de mi cuerpo… de mi polla? Por el otro, me moría de ganas de verlas desnudas. Si soy sincero conmigo mismo, tengo que reconocer que las dos están buenas. Además, durante las horas transcurridas en el bar, nos habíamos chinchado y provocado con numerosos comentarios. Posiblemente, la cosa no pasaría de allí. Sin embargo, en mi interior, había una chispa de esperanza de que la noche acabara con algo más.

Ante aquella nueva situación para todos, no sabía quién sería el valiente o la valiente que daría el primer paso. ¿Me desnudaba yo o esperaba a que fueran ellas?

Enseguida me di cuenta de que allí el único cobarde era yo. Delante de mi incredulidad, las chicas actuaron con total normalidad. Dejaron las latas de cerveza que se estaban bebiendo en el techo del coche y abrieron las puertas laterales, las que daban a la acera. Seguidamente, mientras hablaban entre ellas, empezaron a desnudarse como si fuera lo más normal del mundo.

La primera fue Judith. Sin previo aviso, se quitó con total naturalidad la camiseta y dejó a la vista sus sujetadores, de un rosa chillón. A continuación, se llevó las manos a los laterales de los pantalones y se los bajó de golpe, sin dudar, dejando a la vista sus redondas posaderas. “O no llevaba bragas o se las había quitado juntamente con el pantalón” pensé.

A su lado, Ruth no se quedó atrás. Cogió la parte inferior de su vestido, y se lo quitó por la cabeza, quedándose en bragas. A diferencia de Judith, no llevaba sujetador. Esto no me extraño tanto. Ruth había reiterado en numerosas ocasiones que no solía usarlo.

Pese a que no podía apartar mis ojos de ellas, no pude ver ni el sexo de Judith ni los senos de Ruth. Las dos estaban encaradas al coche y no parecía que se fueran a dar la vuelta.

Mientras está última empezaba a bajarse las bragas de espaldas a mí, Judith se giró levemente y empezó a bajarse las tiras del sujetador. Pese a que su sexo aún permanecía oculto debido a la escasa luz de las farolas, su manera de actuar me estaba empezando a excitar. Se movía de manera sensual, dejando entrever solo lo que ella quería.

A su lado, Ruth estaba terminando de sacarse las bragas por los pies. Permanecía de espaldas, sujetándose al coche mientras levantaba primero una pierna y luego la otra. Su culo, iluminado por la farola más cercana, se antojaba muy apetecible. Pese a que no estaba muy morena, se intuía claramente la marca del bañador, de un color más claro.

Una vez completamente desnuda, se giró levemente y me sonrió vergonzosa. Con su nueva postura, podía ver el perfil de su pecho, parcialmente cubierto por su brazo.

  • ¡Menudo cuerpo! – exclamó Judith contemplando a Ruth al tiempo que se emitía un silbido.

  • ¿Y tú, que no te quitas el sujetador? – le preguntó ésta.

  • Ahora, ahora.

Judith cogió la cerveza, hizo un largo trago y, llevándose los dedos al cierre de la espalda, se lo desabrochó, dejando sus pechos libres de cualquier atadura.

  • ¿Nos vamos? – preguntó a continuación Judith como si yo no estuviera allí.

  • Venga – respondió Ruth.

Todavía dándome la espalda, se cogieron de la mano y, “vestidas” solo con sus zapatillas deportivas, empezaron a andar por la acera en la dirección contraria a la que yo me encontraba. Sus nalgas se movían de un lado al otro con cada paso, ahora bajo la luz de las farolas, ahora en la penumbra de la noche.

  • ¡Eh, eh! – grité – ¡No me podéis dejar aquí!

Las dos se pararon y, riéndose, lentamente se dieron la vuelta. Se encontraban parcialmente ocultas bajo la sombra de un árbol, con lo que aún no podía contemplar completamente sus cuerpos. Se miraron a los ojos y sensualmente empezaron a andar hacia mí, como si fueran modelos encima de una pasarela. Por fin, sus sinuosas formas quedaron iluminadas por la blanca luz de una farola.

Ruth era alta y esbelta. Sus pechos eran pequeños y se movían levemente de un lado al otro como apetecibles flanes de vainilla. Por debajo de su vientre liso y fino, pude observar su sexo, completamente depilado. Debido al movimiento y las sombras nocturnas, no pude contemplarlo en todo su esplendor. Sin embargo, se adivinaban dos labios carnosos y levemente abultados, quizás por la excitación del momento.

Judith, a su lado, se veía un poco más corpulenta. Sus pechos, con una leve marca del bikini, eran bastante más grandes y sus pezones, de un color rosado intenso, estaban empitonados. Sus caderas dibujaban una sinuosa curvatura y entre sus piernas una fina tira negra de vello ascendía desde su vagina.

Cuando estaban a un escaso metro de mí, se pararon y poniendo los brazos en jarras me preguntaron al unísono:

  • ¿Y bien?

  • ¡Espectaculares! – exclamé.

  • ¡No tonto! – respondió Judith. – ¡Te preguntamos si te vas a desnudar, no qué opinas de nuestros cuerpos!

  • Ah, ya, ya… - dije enrojeciendo.

Los tres nos reímos ante este comentario.

  • Pero gracias por el cumplido – añadió Judith guiñándome un ojo.

Había llegado el momento. Mis amigas estaban desnudas y solo quedaba yo con la ropa puesta. Como hizo Judith en su momento, cogí mi lata de cerveza y di un largo trago. Seguidamente, para superar los nervios y las dudas, me quité la camisa de golpe.

  • Fit, fiu – silbó de coña Ruth.

  • Que hagáis comentarios no me ayuda. – me quejé.

  • Vale, vale. Nosotras no decimos nada.

Respiré hondo mientras me desabrochaba el botón del pantalón. A continuación, llevé las manos a los laterales. ¿Me lo quitaba todo de golpe como Judith o primero los pantalones y después los calzoncillos? ¡Qué más da! pensé ¡Cómo antes supere este momento, mejor! Así que, sin dudarlo ni un minuto más, me lo quité todo junto. Al instante, mi polla salto como un resorte. Pese a que no estaba erecta del todo, presentaba un buen tamaño.  Obviamente, no había restado indiferente a la imagen de mis amigas y ahora se presentaba morcillona, con las venas levemente marcadas ante sus atentas miradas.

Para evitar mirarlas a la cara, me terminé de quitar los pantalones y los calzoncillos levantando primero una pierna y luego la otra. Finalmente, sin nada más que hacer, alcé la mirada. Las dos me observaban con una sonrisa en los labios.

  • ¿Todo esto es tuyo? – preguntó Judith risueña.

  • Judith, no empecemos… - le respondí mientras las mejillas se me encendían y un leve orgullo invadía mi pecho.

  • Es broma, tonto. – me dijo guiñándome un ojo y sacando la lengua. – Venga, vayámonos que si no no llegaremos.

  • ¿Dónde puedo guardar las llaves del coche? – le pregunté.

  • ¡Es verdad! ¡Casi se nos olvidan las bolsas! Ven – me dijo pasando por mi lado, cogiéndome del brazo y dirigiéndose a la parte posterior del automóvil – las pondremos con las toallas.

La seguí sin poder evitar fijarme en el movimiento de sus nalgas. Ahora que las veía más de cerca, se intuían tersas y suaves. Cuando llegó al maletero, abrió la puerta y se echó hacia delante para coger las bolsas, que estaban colocadas a un lado. Su posición provocó que su trasero quedara aún más expuesto ante mi atenta mirada. Sus posaderas se separaron levemente y, pese a la poca luz de la calle, pude intuir su delicado ano y, unos milímetros más abajo, el inicio de su vagina.

Sin yo quererlo, tuve que apartar la mirada. En primer lugar, porque Ruth venía hacia nosotros y no quería que me pillara embobado con el culo de nuestra amiga. En segundo lugar, porque si continuaba contemplando esa maravilla de la naturaleza no podría evitar que mi polla apuntara imponente hacia el cielo.

Cuando Judith se giró, una lujuriosa sonrisa se dibujaba en sus labios. Sin ninguna duda, lo había hecho adrede para provocarme. ¡Qué cabrona! pensé.

Seguidamente, los tres guardamos la ropa en el maletero, cerramos las puertas, cogimos las cervezas y, después de cerrar el coche, nos dirigimos desnudos hacia el punto de salida.

Por el camino, mientras terminábamos de bebernos las cervezas, bromeábamos sobre nuestra situación. Realmente, esta nueva experiencia se nos presentaba excitante y divertida a partes iguales. Nos cruzamos con algunas personas que nos miraron sorprendidas, aunque la mayoría simplemente nos saludaban con la cabeza con una sonrisa en la boca. Estos últimos debían saber de qué iba el tema, ya que se dirigían al mismo sitio que nosotros. Poco a poco, también nos fuimos cruzando con otra gente que iba desnuda. Había personas de todas las edades, aunque en su mayoría era jóvenes como nosotros.

Cuando llegamos al punto de salida, nos encontramos entre una multitud de cuerpos desnudos. La mayoría eran hombres. Sin embargo, también había algunas mujeres.  ¡Había cuerpos de todas las formas, midas y colores!

  • ¡Menudo escenario! – exclamó Judith girando la cabeza y mirando alrededor.

  • Y que lo digas. – añadió Ruth. – ¡Entre tanta gente pasamos totalmente inadvertidos!

  • Hombre, yo no diría tanto. – comenté.

  • ¿Qué quieres decir? – preguntó Judith.

  • ¡Que no pasáis desapercibidas! ¡Sois de las más guapas! Hay muchos que no os quitan los ojos de encima.

Las dos se me echaron encima.

  • ¡Gracias, Albert! – exclamaron al tiempo que me abrazaban.

Enrojecí de golpe. Allí, en medio de una multitud de cuerpos desnudos, mis amigas se me aferraban como garrapatas. Sentir el contacto de su tibia piel, de sus cuerpos aferrándose a mí, provocó que mis instintos más básicos se activaran, y que mi polla, que hasta entonces había mantenido la compostura, se empezara a levantar.

  • Venga, venga… - les dije apartándolas para evitar males mayores.

Judith, que no tiene un pelo de tonta, se percató al instante de mi problema y la muy guarra dijo:

  • Sí, mejor nos apartamos que si no vamos a dar la nota.

Ella y Ruth se rieron, aunque esta vez el comentario a mí no me pareció tan gracioso.

  • Ya podéis reíros, que estoy seguro de que a vosotras ver tantas pollas tampoco os es indiferente.

  • Pues la verdad es que no – respondió chula Judith. – Menudo repertorio.

Seguidamente, acercó sus labios a la oreja de Ruth y con voz suficientemente alta para que yo lo oyera dijo:

  • Hasta visto la polla de aquel mulato. Aunque, a decir verdad, Albert no se queda atrás.

  • ¡Serás guarra! – exclamé.

Ella simplemente me hizo morritos y muecas. Estábamos enfrascados en estas tonterías, cuando empezó la marcha y la gente empezó a moverse. Al instante nos dimos cuenta de que realmente no era una carrera, sino más bien un paseo bajo la luz de las estrellas.

Judith y Ruth se adelantaron y, cogidas del brazo, empezaron a andar. Yo, unos pasos detrás de ellas, iba contemplando el ir y venir de sus nalgas, parcialmente cubiertas por las bolsas que llevaban colgadas de la espalda.

A nuestro lado, andaba otros jóvenes desnudos, chicos y chicas que, como nosotros, se habían animado a despelotarse. Pude contemplar un grupo de chicas de unos 20 años que, animadas por los efectos del alcohol, cantaban mientras avanzaban por un estrecho pasillo que dejaba la gente del pueblo y los alrededores que, vestidos, observaban divertidos la marcha.

Había algunas muchachas realmente preciosas, con pechos generosos y culos de infarto. Sin embargo, entre tanto cuerpo desnudo, pasaban parcialmente desapercibidas. De hecho, la gente miraba sin mirar, observando como pasábamos, pero sin fijar la vista de manera descarada en ninguno de nosotros.

De repente, escuchamos unos gritos unos metros más adelante. Al llegar, vimos que la gente silbaba y gritaba a un hombre que de unos cincuenta años que grababa tranquilamente con el móvil, haciendo oídos sordos a los abucheos de la multitud. Como los otros, inevitablemente pasamos delante de él. Algunas de las chicas se tapaban los pechos, aunque a la mayoría nos daba igual. Ciertamente, mi actitud me sorprendió. Si me hubieran explicado por la mañana que dejaría que me grabaran desnudo, habría dicho que estaban locos. Sin embargo, quizás por el hecho de estar rodeado de otros cuerpos como el mío, no le estaba dando la menor importancia. Judith y Ruth debían pensar lo mismo que yo, ya que pasaron por delante del hombre sin inmutarse, mostrando sus pechos al compás de sus pasos.

Ellas habían ralentizado el paso y ahora iban a mi lado. Los tres hablábamos animadamente, como si se tratara de una noche más y no estuviéramos paseando desnudos por las calles de Premià. Pese a que la situación era, obviamente, morbosa, la calentura inicial había disminuido al tiempo que los nervios iban poco a poco desapareciendo.

Al cabo de unos minutos, llegamos a una de las carreteras principales de la población. Los coches que pasaban, muchos desconocedores de la marcha nudista, pitaban al ver una marea de cuerpos desnudos que se acercaban. Nosotros, siguiendo el grupo, nos dirigimos a un paso a nivel que la superaba por debajo. Los pequeños focos que lo iluminaban alumbraban los cuerpos que lentamente fluían hacia la playa. La luz, pese a ser tenue, me permitió contemplar con más detalle los cuerpos de nuestros compañeros de viaje, antes solo iluminados por el escaso resplandor de las farolas. Unos pasos por delante había un grupo de chicas de unos 20 años que cantaban animadas. Llevaban botellas llenas de alcohol en las manos y saltaban al ritmo de sus cantos.

  • Sí que llevan marcha – comentó Ruth.

  • Ya ves. Se nota que tienen ganas de fiesta – apunté.

  • ¡Menudos cuerpos! – exclamó Judith. – Quien tuviera veinte años…

  • ¡No seas tonta! – le dije – Vosotras no tenéis nada que envidiarles.

  • No seas mentiroso Albert – contestó al instante - Mira que piel más tersa. ¡Y menudos culos! No podrás negar que están muy bien hechos.

Judith tenía razón. No podía negarse que tenían unos culos más que apetecibles: redondo, firmes y que se movían de un lado al otro a cada nuevo salto de las respectivas propietarias.

Cuando superamos el túnel, vimos que por fin habíamos llegado a la playa. Mientras la gente se iba desperdigando a lo largo de la orilla, algunos gritaban animados y empezaban a saltar y a correr hacia el agua.  En pocos minutos, la arena estaba llena de cuerpos desnudos que se preparaban para un baño nocturno. Judith, Ruth y yo buscamos un sitio vacío entre la multitud, y allí dejamos nuestras pertenencias. A ambos lados, teníamos a personas desnudas que, después de quitarse zapatos, zapatillas y sandalias, se dirigían hacia el mar. De hecho, el grupo de chicas jóvenes que andaban unos pasos por delante de nosotros, bebían animadas a nuestra derecha. Una de ella, para desatarse las zapatillas deportivas, se inclinó sin doblar las rodillas y nos mostró una exquisita estampa de su culo y su sexo desde detrás. Pese a la penumbra que reinaba en la playa, solo levemente iluminada por las farolas de la calle principal, situada a unos cincuenta metros, pude adivinar la forma de sus labios vaginales e intuir el círculo de su ano.

Estaba ensimismado con tal visión, cuando noté una colleja por detrás.

  • ¡Venga mirón! ¡Vámonos al agua! – exclamó Judith.

Sin pensarlo, me giré y la cogí firmemente de la cintura.

  • ¡¿Qué haces?! – gritó al tiempo que la levantaba “en ristre” y me dirigía a la orilla.

Al ver mis intenciones, empezó a protestar mientras movía los brazos para intentar zafarse de mí.

  • ¡No, no! ¡No seas malo!

Cuando el agua salada cubrió mis rodillas, cogí impulso y la lancé hacia delante. A los pocos segundos, se oyó un chof y Judith desapareció debajo la oscura superficie. Momentos después, como un leviatán enfurecido que emerge de las profundidades, volvió aparecer a escasos metros de mí.

  • ¡Serás capullo! ¡Te vas a enterar!

Salí corriendo a la velocidad de la luz y me dirigí a Ruth que, desde la orilla, nos observaba mientras se reía de nuestros juegos.

  • ¡Ven aquí cobarde! ¡No te protejas con Ruth!

  • ¡Eh, eh! ¡A mí no me metáis!

  • ¿Cómo qué no? – dije – O todos o nadie.

Al instante, como había hecho un minuto antes con Judith, la cogí de la cintura y la levanté.

  • No, por favor, Albert, que seguro que el agua está helada.

Su voz temblorosa y quebradiza me hizo dudar por unos segundos. Sin embargo, en esos momentos de incertidumbre, llegó Judith, quién, colocándose a nuestras espaldas, nos empezó a empujar hacia el agua. El peso de Ruth provocó que no pudiera resistir mucho y que poco a poco Judith logrará su propósito.

En el momento en que el agua llegó a la altura de mis muslos, sin quererlo di un traspié y me precipité hacia delante, con lo que tanto Ruth como yo acabamos totalmente dentro del mar.

  • Estaréis contentos, ¿no? – protestó Ruth completamente mojada.

Judith no dijo nada. Simplemente, se dedicó a salpicarnos mientras se reía.

Realmente, creía que el agua estaría más fría. Es verdad que no estaba caliente, pero tampoco tan gélida como yo esperaba. La temperatura ambiente era perfecta y ahora que tenía todo el cuerpo mojado podía decir que se estaba bien.

Judith, pesada como era, continuaba salpicándonos, así que decidí no quedarme atrás. Con la ayuda de mi fuerza, empecé a echarle grandes cantidades de agua encima. Ella, con pequeños gritos y cubriéndose con los brazos, intentó protegerse. Sin embargo, sus esfuerzos fueron inútiles. Lentamente, sin dejarle un segundo de tregua, me fui acercando, con lo que cada vez estaba más indefensa. Cuando me encontraba a menos de un metro, me lancé encima de ella y los dos acabamos debajo de la superficie.

Al salir a respirar, noté un cuerpo que se pegaba a mi espalda. Era Ruth que, después de las protestas iniciales, se unía a nuestros juegos. Fue en ese momento, al notar su cálida piel y sus pechos pegados en mi espalda, que volví a la realidad y recordé que, pese a la aparente normalidad de la situación, los tres estábamos completamente desnudos.

Judith, sin darme tiempo a reaccionar, se acercó por delante y también me abrazó, al tiempo que gritaba:

  • ¡Sándwich de Albert!

Mientras las dos chicas se reían, yo empezaba a ponerme rojo como un tomate. Sin poderlo evitar, mi polla empezó a crecer, con lo que, tan rápido como pude, me zafé de sus garras.

  • Creo que a Albert no le gustan nuestros abrazos – comentó Judith –. Estoy segura de que preferiría a una de esas chicas de veinte años…

  • No es eso. ¡Claro que me gustan!

  • ¿Y por qué nos evitas? – continuó Judith con una sonrisa en la boca.

  • Lo sabes muy bien – respondí mirándola a los ojos.

  • Albertito, Albertito… No seas tonto. Ni a Ruth ni a mí nos va a molestar si se te empalma.

  • ¡Sí, claro! – protesté - ¡Cómo a vosotras no se os nota!

  • ¡Ahhhh! ¡Se siente! ¡Haber nacido mujer! – me dijo guiñándome un ojo y sacando la lengua.

  • Albert, de verdad que no pasa nada. – intentó tranquilizarme Ruth. – ¿Te crees que a nosotras no nos afecta esta situación?

  • Habla por ti, guapa – intervino Judith.

  • No me creo que no estés caliente – continuó Ruth – Mira como tienes los pezones.

Sin poderlo evitar, mi mirada se fue directa a los pechos de Judith y, concretamente, a sus pezones. Estaban totalmente erectos y apuntaban orgullosos hacia nosotros.

  • Es del frío. – se defendió Judith.

  • ¡Y una mierda! – exclamó Ruth – ¡Los tienes tan duros que, si no vigilamos, nos vas a sacar un ojo!

Ante este comentario, empecé a reírme a carcajadas, al tiempo que Judith se abalanzaba sobre Ruth y las dos se sumergían en el agua. A continuación, empezaron a hacerse aguadillas, sin que hubiera una clara vencedora. En un momento de forcejeos, Ruth me llamó.

  • ¡Albert, ayúdame! Si estoy así, es por protegerte.

Tenía razón. Mientras Judith se reía de mí, Ruth había intentado tranquilizarme y sacar hierro al asunto. Así que me sumergí y nadé hacia ellas. Cuando llegué a su altura, cogí a Judith de los hombros y la hundí.

  • ¡Seréis cabrones! – protestó al volver a la superficie - ¡Dos contra uno! ¡Eso no vale!

Nos enzarzamos en una lucha sin cuartel, Ruth y yo contra Judith. Pese a estar sola, aguantaba como una jabata. Las ahogadillas y forcejeos inevitablemente llevaron a toqueteos involuntarios. Sin que fuera mi intención, más de una vez les toqué levemente los pechos y las nalgas. Ellas, pero, tampoco se quedaron atrás. En numerosas ocasiones, noté sus manos en mi culo y en una me rozaron la polla, que, sin yo quererlo, se empezó a poner morcillona.

Al cabo de unos minutos, exhaustos, llegamos a una tregua.

  • Estoy reventada – dijo Judith resoplando por el esfuerzo.

  • Y yo – contesté.

  • ¿Tú cómo vas a estar cansado si erais dos contra uno? Además, no me podrás negar que te has puesto las botas tocándonos.

  • ¡¿Cómo?! – exclamé indignado.

  • Lo que oyes. En alguna ocasión he notado tus manos en mis pechos y en mi culo.

  • ¡Ha sido sin querer! – me defendí – Además, vosotras no os habéis quedado atrás. Yo también he notado roces en el culo y en la polla.

  • No, si ya se nota – continuó Judith mirándome hacia la entrepierna.

Entonces bajé la mirada y vi que el agua me llegaba a medio muslo. Mi polla estaba completamente a su vista y, pese a no estar del todo empalmada, mostraba un tamaño considerable. Instintivamente, me tapé con las manos.

  • No seas tonto. Si ya te hemos visto.

  • Judith tiene razón. ¿Qué más da? No va a ser ni la primera ni la última polla que veamos empalmada.

Pese a que las dos tenían razón, me daba un poco de reparo. No dejaban de ser mis amigas de la infancia y que me vieran en ese estado me daba un poco de vergüenza. Después de meditarlo unos segundos, les hice caso y quité las manos.

  • Así está mejor – comentó Ruth con una sonrisa en la boca.

  • No sé vosotros, pero yo estoy empezando a coger frío. ¿Qué os parece si nos vamos a secarnos? Además, he llevado una sorpresa – dijo Judith.

  • ¡Que miedo me das! – exclamé y los tres nos reímos.

Segundos después, estábamos junto a nuestras pertinencias. Ruth cogió su toalla de la mochila y se envolvió. Judith, al recordar que no llevaba por su culpa, agarró su toalla y se acercó hacia mí.

  • Ven Albert. La mía es suficientemente grande para los dos.

Sin dudarlo, me arrimé a su cuerpo al tiempo que ella nos envolvía a los dos. Al instante, noté la tibieza de su piel y la blandura de sus pechos pegados contra mi torso. Inevitablemente, ella tuvo que sentir mi polla, que continuaba morcillona a la altura de sus muslos. Por una vez en la vida, pero, no hizo ningún comentario, cosa que agradecí.

  • ¿Cuál era la sorpresa? – preguntó Ruth, que ya se había secado y llevaba la toalla atada a la cintura, dejando sus senos al descubierto.

  • Coge mi mochila y mira qué hay dentro – contestó Judith sin despegarse de mí.

Ruth le hizo caso y de dentro de la bolsa sacó una botella de ratafía, un licor típico de Catalunya.

  • ¿Y esto? – preguntó con las cejas arqueadas y una media sonrisa en la boca.

  • Para qué la fiesta no decaiga – se rio Judith.

Muy a mi pesar, se separó de mí y rebuscó en el interior de la mochila, de donde sacó tres pequeños vasos de chupito envueltos en diario para qué no se rompieran. Segundo después, cogió la botella de las manos de Ruth, llenó los tres vasos y nos los repartió.

  • ¡Salud! – exclamó levantando el suyo.

  • ¡Salud! – nos unimos yo y Ruth al unísono.

Me llevé el vaso a los labios y me tragué de golpe la ratafía. Tenía un sabor dulzón, con un toque de distintas hierbas aromáticas entre las que destacaba la menta.

  • Mmmm… Está muy buena. – comenté saboreando el gusto que había dejado en mi boca.

  • La he hecho yo – se enorgulleció Judith.

  • Pues te ha quedado genial – la felicitó Ruth, que también se había bebido su chupito de golpe.

Seguidamente, ya más o menos secos, extendimos las toallas en la arena y nos sentamos cómodamente a beber. A nuestro alrededor, la fiesta continuaba. Todavía había gente bañándose en el mar, aunque la mayoría estaba repartida por la playa en pequeños grupos. Algunos cantaban, otros se reían y unos se habían atrevido a encender una hoguera y saltaban a su alrededor. Miré a nuestra derecha y vi el grupo de chicas jóvenes bebiendo y fumando sentadas, como nosotros, en sus toallas. Por el olor que empezaba a flotar en el ambiente, era evidente que estaban fumando marihuana.

  • Cómo se lo montan aquí al lado – comentó Ruth después de beber otra ronda de chupitos.

  • Ya ves – continué – La verdad es que hace mucho que no fumo y con este olor a hierba me apetecería dar alguna calada.

  • Esto tiene solución – dijo Judith levantándose y, ante nuestro asombro, dirigiéndose sin ningún tipo de vergüenza hacia las chicas.

Entre el sonido de las olas al precipitarse en la arena y el ruido de la gente, no pudimos oír muy bien de qué hablaban. Sin embargo, sí que pudimos ver como una de ellas le entregaba un porro a medio fumar y Judith, llevándose a los labios, daba una larga calada.

Poco después, con el porro aún en la mano, se levantó, despidiéndose con la otra mano de las chicas, y se dirigió hacia nosotros.

  • ¿Y eso? – pregunté.

  • ¿No decías que tenías ganas de fumar? Toma. – me contestó dándome el porro.

  • ¿Te lo han dado? – preguntó incrédula Ruth.

  • Sí. Son muy majas. Les he preguntado si querían que se lo pagara, pero como ya estaba a medias me han dicho que no hacía falta.

Mientras Ruth y Judith continuaban comentando la jugada, me llevé la boquilla a la boca y aspiré. La hierba prendió y una tenue luz anaranjada iluminó mi rostro. Al instante, noté el humo bajando por mi garganta y como me rascaba levemente el interior del cuello. Después de saborearlo, expiré, sacándolo por la boca. Sin ninguna duda, era una marihuana de buena calidad. Me giré hacia el grupo de chicas y levanté el pulgar. Una de ellas, al ver mi gesto, sonrió y me guiñó un ojo. A continuación, pasé el porro a Ruth, quién también le dio una calada. Mientras tanto, Judith había vuelto a llenar los vasos para otra ronda de ratafía.

La siguiente media hora la pasamos así. Bebiendo y terminando de fumar el porro que nos habían dado. La temperatura era excelente y cada vez nos sentíamos más desinhibidos y relajados. Judith, sentada a mi lado en la misma toalla, no paraba de decir sandeces y Ruth, delante de nosotros, no paraba de reír. No me había pasado por alto el cambio en su postura corporal. Al inicio estaba con las piernas unidas, quizás por vergüenza a exponer su sexo, pero con el paso de los minutos las había ido separando.

Después de otra ronda de ratafía, Judith, que ya tenía la hierba en la cabeza, comentó:

  • Tienes un coño muy bonito.

Ruth, lejos de avergonzarse, no cerró las piernas, sino que simplemente bajó la mirada.

  • ¿Si?

  • Sí. Te queda muy bien así depilado. ¿A qué sí, Albert?

Obviamente, fijé la mirada sin ningún disimulo en el coño de Ruth. Sus labios vaginales estaban levemente separados y se podían observar su rosado interior.

  • Sí, la verdad es que dan ganas de comérselo.

Al instante, me arrepentí de mi comentario. ¿Qué cojones había pasado por mi cabeza para decir semejante estupidez? Temía que Ruth se enfadará y que se crispara el ambiente, pero, por suerte, ella, lejos de molestarse, empezó a reír.

  • ¿De verdad? – preguntó llevándose la mano a su sexo y frotándoselo levemente por encima.

  • De verdad – afirmé al ver su reacción.

  • Creo que la ratafía y el porro están empezando a hacer mella en nuestro estado. Comenzamos a estar bastante caldeados – comentó Judith sacándonos de nuestro ensimismamiento.

Noté que la sangre fluía rápidamente hacia mi polla, así que, para salvar la situación, aparté la mirada del coño de Ruth y serví otra ronda de ratafía. Iba a ser la última. En poco más de media hora nos habíamos bebido toda la botella. Al moverme para llenar sus vasos, mi polla quedó más expuesta, con lo que de seguida se dieron cuenta de que me estaba empalmando.

  • Veo que no has sido indiferente al coño de Ruth.

  • Solo un ciego no se empalmaría– comenté.

Ruth, al oír mi halago, se inclinó hacia delante y, aprovechando mi posición más cercana, me dio un breve beso en los labios.

  • Gracias, guapo.

  • De nada – respondí volviéndome a sentar al lado de Judith.

Como podéis imaginar, el beso de Ruth, pese a que solo había sido un pico, no ayudaba nada a en mi tarea de no empalmarme.

  • Me gustaría verla a tope – comentó Judith observándola.

  • Y a mí – se sumó Ruth.

  • ¡Pues lo tenéis claro!

  • ¿Por qué? – preguntó Judith.

  • Porque no quiero a dar la nota aquí en la playa.

  • Si nadie se fija en nosotros. – continuó Ruth.

Pese a que tenían razón, no iba a dar el espectáculo.

  • Quizás más tarde – comenté para salir del paso.

  • ¿Nos lo juras? – preguntó rápida Judith.

Dudé unos instantes.

  • Os lo juro.

  • ¡Vamos! – exclamó Judith chocando la mano con Ruth.

  • Venga, venga – continué para cambiar de tema -. Ya no tenemos bebida y son las 3:40. ¿Qué queréis hacer?

  • No sé – dijo Ruth – Volvemos al coche a vestirnos y allí lo hablamos.

  • De acuerdo – continuó Judith – Volvemos al coche, pero esto de vestirnos ya lo veremos.

Los tres nos reímos. Realmente, Judith no tenía remedio. A continuación, recogimos nuestras cosas, nos calzamos y emprendimos el trayecto de vuelta. No éramos los únicos que se iban. La playa poco a poco se había ido vaciando y tan solo se veían grupos muy reducidos que continuaban con la fiesta.

Ahora andábamos desnudos por las calles sin estar en medio de una multitud de cuerpos en pelotas. Pese a que aún veíamos algunas personas desnudas, que nos saludaban con la cabeza, la mayoría de gente que nos cruzábamos iba vestida. Sin embargo, no teníamos vergüenza. Una pequeña parte se debía a qué ya llevábamos horas desnudos, aunque la mayor parte era por nuestro estado de ebriedad. Notaba los efectos del alcohol tanto en mi manera de andar como en la de mis compañeras, a quiénes a veces les fallaba un pie o iban dando tumbos. También se hacía evidente en nuestros comentarios, bastante jocosos y salidos de tono.

Cuando faltaba poco para llegar al coche, las personas con las que nos cruzábamos fueron disminuyendo. Estaba claro que habíamos dejado atrás el centro del pueblo y que habíamos entrado en un barrio más periférico. Quizás por este motivo, Judith empezó a andar más provocativamente, contorneando las caderas de un lado a otro.

  • ¿Qué haces? – le pregunté.

  • Provocaros. ¿No lo veis?

  • ¿Por qué? – le preguntó Ruth.

  • Porque estoy un poco celosa.

  • ¿De quién? – continuó Ruth.

  • De los dos. Hemos alabado tu cuerpo y la polla de Albert, pero no me habéis dicho nada del mío.

  • ¡Serás tonta! – comentó Ruth acercándosele – ¡Pero si estás para mojar pan! ¡Mira que tetas!

Acto seguido, le agarró los pechos y los elevó, con lo que los dos quedaron apuntando lascivamente hacia mí. Judith, lejos de quejarse, sonrió.

  • ¿Y tú, Albert, qué piensas?

  • Lo mismo. Tienes un cuerpo de escándalo.

  • ¿Para mí no te vas a empalmar como has hecho antes con Ruth? – me preguntó con picardía.

Si quería jugar, jugaríamos. Me cogí la polla con la mano y me la empecé a acariciar mientras las observaba. Entretanto, Judith giró la cabeza y, sin previo aviso, besó a Ruth, quién le respondió abriendo la boca y entregándose completamente al beso. Estaba embobado con el espectáculo, masturbándome impunemente en medio de la calle, cuando a lo lejos vi que se acercaba un coche. ¡Mierda! pensé. Ellas también se dieron cuenta y al instante, como si hubieran recibido una descarga eléctrica, se separaron. Los tres nos miramos y empezamos a reír, para salir acto seguido corriendo hacia el coche, que se encontraba dos calles más allá.

Al llegar al automóvil, abrimos las puertas y entramos desnudos como estábamos.

  • Por poco – comentó Judith que se había sentado de copiloto.

  • Ya ves – continuó Ruth – Casi nos pillan con las manos en la masa.

  • Porque he visto los faros acercándose, que si no… - dije.

  • ¿Qué hacemos ahora? – preguntó Ruth – ¿Nos vestimos?

  • ¿Por qué? – respondió al instante Judith – Estamos dentro del coche y entre nosotros ya nos lo hemos visto todo.

  • Yo voy bastante bebido y así no voy a ser capaz de volver casa – comenté.

  • ¿Pues qué hacemos? – continuó Ruth – No podemos quedarnos desnudos dentro del coche hasta que salga el sol y nos baje la borrachera. ¡Estamos en medio de un barrio!

  • Creo que por aquí cerca hay un lugar más tranquilo donde podremos descansar ¿Te ves capaz de llegar hasta allí? – me preguntó Judith.

  • Si no es muy lejos, lo puedo intentar – comenté.

  • Pues venga.

Mientras Judith cogía el móvil y abría Google Maps para guiarme, encendí el motor y arranqué. Mis reflejos no eran óptimos, pero aún podía controlar más o menos la situación. Siguiendo las indicaciones de Judith, pasamos al lado de un colegio y empezamos a subir por una carretera estrecha y no muy cuidada. Las calles estaban completamente vacías y solo había unas pocas farolas que iluminaran el asfalto. Al cabo de unos cinco minutos, llegamos a una torre eléctrica. Allí la carretera se ensanchaba un poco para después dar paso a un camino de tierra. Alrededor únicamente había bosque y la casa más cercana quedaba a unos 500 metros.

  • Creo que aquí podrás aparcar y podremos estar más tranquilos sin que nadie nos moleste. – comentó Judith.

Paré el motor y, al instante, Judith y Ruth bajaron del coche. Cuando también salí al exterior, vi que las dos estaban apoyadas en una barandilla metálica desde donde observaban, a lo lejos, las luces de Premià. Desde mi posición, también contemplé el panorama. Sin embargo, no me fijé en el paisaje nocturno, sino en los dos suculentos culos que tenía ante mí. El de Ruth era más pequeño y firme que el de Judith, que era un poco más redondo, pero igual o más suculento.

En ese instante, Judith se giró y empezó a reírse.

  • ¡Menudo mirón!

  • Mujer, ese inevitable no fijarse en éstas dos preciosidades.

  • ¿Te gusta? – preguntó al tiempo que se llevaba las manos a las nalgas y se las separaba, dejándome ver su ano y, un poco más abajo, el inicio de su vagina.

  • ¡¿Cómo no me va a gustar?! – exclamé.

La luz de la farola más cercana, de una tonalidad anaranjada, iluminaba sus curvas.

  • ¿Y el mío te gusta? – se sumó Ruth imitando a nuestra amiga.

Para demostrarles que me encantaban, me llevé la mano a la polla y empecé a masturbarme. Segundos más tarde, ya la tenía completamente dura.

  • ¿No queríais verla empalmada? Pues aquí la tenéis – les dije acercándome y mostrándoles orgulloso mi falo.

Las dos clavaron su mirada en mi polla. Ruth se mordió el labio y Judith se llevó instintivamente una mano al coño.

  • Me vas a decir ahora que no estás caliente – le dije a Judith.

  • Pues no – contestó chula.

  • ¡Y una mierda! Eso no se lo cree nadie – continué.

  • Compruébalo – me reto.

Me acerqué y, sin dudarlo, llevé mi mano derecha directa a su coño. Noté sus abultados labios, que estaban separados, y como emanaba un cálido y espeso flujo de su interior.

  • ¡Qué mentirosa que eres! – dije sin separar mi mano de su sexo.

Al ver que ella no protestaba, introduje mi dedo corazón en su cálido interior y lo empecé a mover rítmicamente. Mientras Judith comenzaba a gemir, Ruth se acercó por mi izquierda y, sin preguntar, me agarró la polla.

  • Mmmm… Sí que la tienes dura. – comentó mientras empezaba a masturbarme.

Me incliné hacia delante y empecé a besar el cuello a Judith, quién cada vez gemía más fuerte. Ruth se movió y se puso a mi espalda. Desde esa posición, con sus pechos pegados en mi dorso, continuó masturbándome cada vez más rápido.

En un instante en qué separé mis labios del delicado cuello de Judith, ésta se abalanzó a comerme la boca. Yo aproveché que ésta estaba totalmente entregada para penetrarla con otro dedo. Éstos, cada vez entraban y salían con más rapidez de su empapado sexo, no dejando ni un segundo de tregua a su propietaria. Ruth, a mis espaldas, había empezado a comerme la oreja, mientras también intensificaba el ritmo de mi masturbación. Si seguía así, no iba a tardar mucho en correrme.

Sin previo aviso, Judith empezó a temblar, los ojos se le quedaron blancos y las piernas le flaquearon. De su boca, se escapó un fuerte gemido de placer y de su sexo empezaron a emanar un chorro tras otro de un líquido caliente y transparente que salpicó mis piernas y las de Ruth.

Ese squirting fue demasiado para mí. Sin poder aguantar ni un segundo más, comencé a eyacular encima de Judith mientras Ruth continuaba bien aferrada a mi polla.

  • ¡Joder! – se me escapó entre los dientes.

Lentamente, Ruth fue disminuyendo el ritmo, al tiempo que Judith empezaba a recuperar el aliento.

  • ¡Ha sido increíble! – exclamó ésta última con el rostro totalmente enrojecido. – Hacía tiempo que no me corría así…

Su respiración continuaba agitada y sus pechos subían y bajan al compás de esta. Más abajo, su vientre y sus muslos estaban totalmente cubiertos de mi semen, que empezaba a descender lentamente.

  • Y que lo digas – comenté.

  • Sí, sí – protestó Ruth a mis espaldas – Los dos aliviados y yo sigo en ascuas.

Judith clavó sus ojos en los míos. Pese a haberse corrido hacía unos instantes, continuaba teniendo una mirada lasciva, llena de lujuria.

  • Albert antes has dicho que el coño de Ruth estaba para comérselo, ¿no?

  • Sí – le respondí entendiendo al instante hacia donde quería ir.

  • ¿Pues a qué esperas?

  • Sus deseos son órdenes para mí.

Me giré rápidamente, levanté a Ruth de la cintura y me dirigí hacia el capó del coche, donde la senté encima. Al instante, ella separó las piernas, invitándome a continuar. Me incliné hacia su sexo y empecé a pasar mi lengua por sus labios exteriores. Para hacerme de rogar, antes de centrarme en su coño, subí y chupé detenidamente sus pezones, que ya estaban completamente duros.

Poco después, volví a bajar hacia su vagina. Con el objetivo de tener un mejor acceso a su sexo, me ayudé con las manos. Las puse a ambos lados y, ejerciendo un poco de presión, su vagina se abrió como una flor dispuesta a regalarme su más preciado néctar. Pude contemplar perfectamente sus enrojecidos y expectantes labios vaginales, totalmente separados, su clítoris, que despuntaba en su parte superior, y su orificio vaginal, vulnerable y expuesto. Un poco más abajo, también pude deleitarme con la visión de su ano, que debido a la posición se encontraba ligeramente abierto. Sin dudarlo, empecé a recorrer toda su vagina con mi lengua, de arriba a abajo, de arriba a abajo. Sus flujos vaginales, cada vez más espesos, tenían un leve gusto salado que deleitó mis papilas gustativas. Con cada nueva pasada, ejercía un poco más de presión, con lo que lentamente mi lengua se iba enterrando en su interior. Cuando era evidente la penetración que le estaba ejerciendo con mi sinhueso, empecé a mover la cabeza adelante y hacia atrás, para qué así entrara y saliera, entrara y saliera, procurándole todavía más placer.

Estaba tan ensimismado en mi labor que había desconectado completamente de lo que pasaba a mi alrededor. Judith, pero, me volvió a la realidad. De repente, noté algo cálido que envolvía mi polla, que, pese a haberse corrido abundantemente minutos antes, continuaba morcillona debido a la excitante situación. Los movimientos que siguieron a la placentera sensación no daban pie a ninguna duda. Me estaba chupando la polla. Obviamente, me dejé hacer mientras continuaba centrado en Ruth, quién no paraba de gemir. Subí levemente la boca y me centré en su clítoris, succionándolo con delicadeza. Para darle a un más placer, empecé a penetrarla con dos dedos mientras mi lengua no paraba de jugar con su botón del placer.

Rápidamente, noté como mi polla volvía estar en pie de guerra. Separé un momento mi cara del sexo de Ruth y miré a Judith. Estaba colocada de cuclillas, con mi polla entrando y saliendo de su boca. Al darse cuenta de que la observaba, se la sacó un momento de la boca y, mientras me continuaba masturbando con la mano, me sonrió. Mi polla estaba completamente cubierta de saliva, igual que sus labios, que brillaban bajo la escasa luz de la farola.

  • Menuda herramienta – me dijo mientras sacaba la lengua y de forma lasciva recorría mi falo desde los huevos hasta el capullo.

  • ¡Eh! – protestó Ruth dándome un golpe con la mano – Céntrate que estaba a punto de llegar al orgasmo.

Iba a volver a abalanzarme sobre su sexo, cuando una idea me vino a la menta. ¿Por qué no? pensé.

Aparté a Judith de mi polla y la encaré al sexo de Ruth, que estaba completamente empapado y expuesto. De golpe, sin darle tiempo ni siquiera a protestar, se la ensarté hasta el fondo y empecé a bombear. Ella no se quejó. Cerró los ojos y empezó a gemir todavía con más fuerza. Para poder follármela mejor, la agarré de la cintura y la atraje hacia mí. Ruth, mientras, bajó una mano hacia su sexo y empezó a frotarse el clítoris con intensidad. Ahora, con cada nueva embestida, la penetración era total. Ella gritaba de placer, yo sudaba y resoplaba, y mis huevos golpeaban rítmicamente contra sus posaderas. A mi lado, Judith, pese a haberse corrido previamente, se masturbaba furiosamente mientras nos observaba.

Llevábamos unos dos minutos en esa posición cuando Ruth llegó al orgasmo.

  • ¡Joder! ¡Joder! ¡Joder! – gritó mientras clavaba sus uñas en mi piel.

Yo no paré, sino que continué bombeando, penetrándola sin piedad. Gracias a haberme corrido minutos antes, notaba que todavía podía aguantar unos minutos más.

  • Albert, Albert – dijo a media voz – Para por favor. El coño me escuece.

Lentamente, totalmente frustrado, fui sacando un centímetro tras otro de su cálido interior. Mi polla, completamente cubierta de flujos vaginales, quedó otra vez a la vista. Las venas palpitaban y el capullo brillaba bajó la tenue luz.

Solo habían pasado unos segundos desde que la había sacado, cuando Judith se abalanzó hacia mí y empezó a morrearme con furia. Tenía la cara pegajosa, igual que yo, y su boca tenía gusto a sexo. Se separó levemente y, acercando su rostro a mi oreja, me dijo:

  • Fóllame.

Acto seguido, se inclinó sobre el capón del coche al lado de Judith y, apuntando su culo hacia mí, se separó las nalgas con las manos, con lo que su sexo quedó a mi completa disposición. Ante semejante espectáculo de la naturaleza, no pude sino acercarme, ponerme de cuclillas y darle un lametón desde su coño hasta su ano, donde me deleité unos segundos. Seguidamente, me levanté, apunté mi capullo a su abierto sexo y se la clavé. Empecé a embestir sin piedad, aferrándola de esas enormes tetas que me volvían loco. A cada nuevo envite, sus nalgas rebotaban rítmicamente contra mis caderas. Ella, entretanto, movió su cabeza hacia Ruth y empezó a morrearla.

  • No voy a aguantar mucho más – le avisé al cabo de unos pocos minutos en qué mi polla no dejó de entrar y salir de su coño.

  • Córrete dentro. Tomo la pastilla – me animó.

Dejé manosear sus pechos y la cogí de la cintura. Ella, a su vez, levantó su pierna izquierda y la apoyó en el capón, con lo que la penetración aún fue mayor y más grata. Tras unas pocas embestidas más, empecé a eyacular mientras continuaba taladrándola, vaciando toda mi leche en su interior.

  • ¡Sí! ¡Joder! – exclamé.

  • Buf… - resopló Ruth, que todavía estaba encima del capón con las piernas abiertas.

  • ¡Menuda noche! – dijo Judith separándose de mí. - ¡Y menuda corrida! ¡Suerte que te habíamos ordeñado antes, que si no me llenas completamente de tu leche!

De su sexo, colgaban unos espesos hilos de mi semen, que poco a poco iban fluyendo hacia el exterior. Así, acabadas de follar, estaban preciosas. Judith tenía el pelo revuelto y unas diminutas gotas de sudor perlaban sus pechos, enrojecidos después de mi continuo manoseo. A su lado, Ruth respiraba el aire fresco que presagiaba la llegada de la albada. Su vagina continuaba totalmente expuesta, con los labios separados y su rosado interior a la vista.

  • ¿Querréis repetir el año que viene? – nos preguntó Judith mirándonos con una sonrisa.

  • ¡Por supuesto! – exclamamos al unísono los dos.