Cuñados bajo el mismo techo.

Daniela va a vivir a casa de su hermana mayor pese a no soportar a su cuñado, Enrique. Allí hace lo que le da la gana hasta que Enrique toma cartas en el asunto. Eso hará que ella cambie su actitud.

Desde que Daniela está en casa la vida se le hace a Enrique insoportable. Siempre le pareció una hija de puta con aires de grandeza. Había pasado lo de siempre; se cansó del noviete de turno (o el noviete de turno se cansó de ella) y tuvo que irse con las maletas a otra parte. Con la diferencia de que esta vez no tenía trabajo y no podía apañarse un pisito de alquiler, por lo que acabó acudiendo a su hermana Marisa y ocupando la habitación de invitados. Y allí se había puesto a campar como si fuera su casa. Comportándose como siempre; como una niñata. Dejando que se lo hagan todo sin colaborar en ninguna tarea de la casa. Entrando y saliendo a deshoras. Llevando a tipos a casa encontrados en sepadios que garito. Y a Enrique se le acababa la paciencia.

A Daniela tampoco le gustaba Enrique. Siempre le había parecido un pringao. Un patán. No entendía como su hermana había acabado casándose con él, y menos aún entendía cómo parecía seguir enamorada. Lo veía tan aburrido. Tan calzonazos. Tan incapaz de llevar el mando de nada. Tan callado. Era todo lo contrario a lo que ella había considerado siempre un hombre de mayúsculas. Intentaba que no se le notara demasiado, por su hermana Marisa, pero a veces no podía dejar de traslucir su disconformidad a través de algún comentario irónico hacia él u otro tipo de desdén que, sobre todo, aludían a su hombría.

Aquella noche de jueves, Daniela, como iba siendo frecuente, salió. Cuatro copas después había conocido a un hombre bien parecido, y a la quinta él ya se había tomado la licencia de deslizar la mano por debajo de su falda. Tras un par de gemidos ahogados en la música y el gin tonic, Daniela le invitó a ir a acabar la noche en casa. Y así llegaron. Borrachos. Excitados. Escandalosos. Desnudándose de camino al cuarto y dejando un reguero de ropa por el pasillo.   Haciendo gritar los muelles de la cama y golpeando la pared con el cabecero. Corriéndose a voces. Insaciables hasta muy entrada la madrugada, que cayeron extasiados.

Al mediodía siguiente, cuando Daniela se despertó, el tipo ya no estaba. En algún momento de la mañana había cogido su ropa y se había ido dejando una escueta nota en la mesilla de noche. “Ha sido todo un placer, putita”, ponía. Para colmo, había resultado no ser de fiar, pues del mismo sitio en el que había aparecido la nota habían  desaparecido su ipod y algo de dinero que había soltado allí la noche anterior. Se vistió maldiciéndose y fue a la cocina, de donde salía un apetitoso olor a comida. Su hermana  era probablemente la mejor cocinera de la ciudad. Seguramente una buena sopa casera le aliviaría esa resaca. Pero al entrar en la cocina, su hermana, en lugar de con una sopa le recibió con los brazos en jarras.

  • Daniela, esto no puede seguir así. – Daniela gruñó.

  • Me duele la cabeza y estoy hecha polvo, Marisa, por favor, dejemos esta conversación para otro día. – Lo que menos le apetecía es que su hermana mayor le diera la chapa.

  • No, Daniela, ya la hemos pospuesto bastante. Y además, Enrique me ha pedido que hable contigo.

Enrique. Ese calzonazos.

  • Pues no sé quién le ha dado vela en este entierro a Enrique.

  • No olvides que esta es su casa. Digo yo que algo tendrá que decir. Daniela, que tú creas que mi marido es un pusilánime no quiere decir que lo sea. Te aseguro que no lo es. Y que sabe decir basta cuando tiene que decir basta. Y anoche colmaste su paciencia y me dijo que, o hablaba yo contigo, o lo haría él.

  • Pues que venga él a hablar conmigo, si tan machito es.

  • No, Daniela. Le dije que sería yo quien hablaría contigo porque yo también estoy muy de acuerdo con lo que él tiene que decirte. Y créeme, es mejor que sea yo quien te lo diga.

  • Está bien. Adelante. Dame esa charla que ya me sé. Que si qué estoy haciendo con mi vida. Que si no puedo salir todas las noches. Que si me tengo que buscar a un buen hombre. Bla, bla, bla.

  • Estás equivocada, Daniela. Esta vez, la charla no va de eso. Esta vez lo que te tengo que decir es que me  importa un pimiento lo que hagas con tu vida y que te folles a un tío cada noche. Pero que si eso es lo que quieres, coge las maletas y vete de nuestra casa.

  • ¿Me estás echando, Marisa? ¿Mi propia hermana me está echando de su casa?

  • No.  No te estoy echando. Puedes quedarte aquí cuanto tiempo quieras si cumples las normas que Enrique ha decidido. Y yo le apoyo.

  • ¿Y se puede saber cuáles son esas normas?

  • No te traerás ningún  tío a casa, buscarás trabajo, y colaborarás en las tareas. Normas más que razonables. ¡Ah! Y la puerta de la casa se cerrará todos los días a las 12. El día que a esa hora no hayas llegado, no podrás entrar a dormir.

  • ¿Qué? ¿Me vais a poner toque de queda?

  • Lo siento, Daniela. Tú te lo has buscado.

Enrique. Qué coño se había creído. Poniéndole normas y enviando a su mujercita porque no tenía los suficientes cojones de ser él mismo quien hablara con ella. Le iba a oír.

Se tomó una pastilla para aplacar su resaca y se dispuso a ir a ver a Enrique. Éste trabajaba como asesor de seguros en un edificio de oficinas. Entró allí altiva, taconeando fuertemente y colándose en el despacho sin que la secretaria pudiera evitarlo. Allí estaba su cuñado, reunido con un señor bajito y gordo.

  • Pero tú qué coño te has creído. – increpó tras entrar atropelladamente.

Tanto Enrique como su cliente miraban estupefactos, sorprendidos por la repentina aparición de Daniela, a quien le seguía algo apurada la secretaria.

  • Señorita, no puede entrar ahí sin…… Perdone señor Collado. Entró de repente sin avisar.

  • Está bien, Pilar. Es mi cuñada. Retírese. – se dirigió Enrique a la secretaria, aún estupefacto.

  • Qué coño te has creído. – Repitió Daniela, que parecía no tener ningún pudor a montar un escándalo.

  • Enrique, yo mejor me voy y vuelvo otro día – dijo el cliente algo turbado.

  • Gracias, Pablo, será mejor. Siento mucho esto. Te llamo mañana – Le agradeció Enrique, que ya se había dado cuenta de que su cuñada no esperaría pacientemente a que terminara la reunión.

Tan pronto como su secretaria y su cliente hubieron salido, Enrique cerró la puerta tras ellos y se giró hacia su cuñada.

  • Qué coño te has creído. – Daniela seguía en sus trece.

Enrique, sin mediar palabra, se acercó a ella y le propinó una sonora bofetada. Daniela se quedó turbada. Era la reacción que menos se esperaba. Se llevó la mano a la mejilla, que empezaba a calentarse del bofetón, y miró estupefacta a su cuñado.

  • Qué te has creído , Daniela. La niñata se cree que puede entrar en mi oficina y montar un numerito. No, Daniela, no. ¿Se puede saber a qué has venido?.

  • Solo quería… es que he estado hablando con Marisa… es que las reglas… - la seguridad con la que Daniela había entrado en el despacho se iba evaporando a la vez que el ardor en su mejilla iba creciendo.

  • Querías comprobar si acaso el “calzonazos de tu cuñado” era capaz de mantener en tu cara lo  que te ha dicho tu hermana. ¿No es así?

  • Bueno… no es eso – era eso, claro – solo es que…. esas reglas… son… son… ¡QUE CREO QUE ESTO SOLO LO HACES POR DARME POR CULO!

Enrique se acercó, despacio, y le cogió firmemente de todo el pelo haciéndole levantar la cara y arquear la espalda. Y tirando fuerte, pero sin brusquedad, la condujo hacia la mesa dónde la  hizo doblarse y recostar su pecho, mientras que con la otra mano le subía la falda y le bajaba las bragas.

  • No, Daniela. ESO no es darte por culo. ESTO es darte por culo.

Y  diciendo esto escupió en su mano y le restregó la saliva a Daniela por el ano.

  • ¿Qué vas a hacer, Enrique? No, por favor.

Daniela oía el sonido del cinturón de Enrique desabrocharse, y el de la cremallera bajándose, y a continuación sintió cómo el glande de su cuñado se apoyaba en la raja de su culo y buscaba su esfínter, lo que hizo  que Daniela se sacudiera e intentara zafarse.

  • Quieta, cuñadita. – dijo propinándole un azote a la vez que aumentaba la presión y la sujetaba más fuerte  sobre la mesa  – te voy a abrir ese culito de zorra te guste o no, así que lo mejor para ti es que te quedes quietecita.

La polla de Enrique empezó a presionar con firmeza y, despacio, se abrió paso entre sus glúteos, provocándole un dolor que aumentaba conforme Enrique iba entrando más en ella.

  • Aggghhh. Enrique, por favor, para.

  • Shhhh. A callar. Esto te lo has buscado. Estoy ya harto de que me trates como a un Don nadie.

  • No lo volveré a hacer, te lo prometo. Pero para.

Enrique, haciendo caso omiso siguió empujando hasta que tuvo a Daniela completamente ensartada y sus huevos se aplastaron contra su coño. A continuación comenzó a moverse en su culo de con un continuo metesaca que acrecentó aún más el dolor.

  • Vamos a repasar las normas que te ha dado Marisa a ver si te has enterado bien. Me importa un pijo que cojas las maletas y te vayas con todos tus aires de grandeza a otra parte, pero si vas a estar en MI casa, tendrás que respetar MIS normas.

Mientras decía eso, embestía con fuerza.

  • La primera; se ha acabado eso de follar en mi casa. Para follar, te vas a la calle.

Daniela ya había dejado de intentar zafarse y hacía posible por relajar los músculos para que su esfínter se acostumbrara a la polla de Enrique, que la penetraba hasta el fondo una y otra vez.

  • La segunda; si quieres vivir en mi casa, tendrás que colaborar con las tareas.

Era una sensación extraña. Por un lado un dolor que la partía en dos, y por otro esa humillante sensación de sentir invadidas sus entrañas.

  • La tercera; no quiero vagos bajo mi techo. Tendrás que ponerte a buscar un trabajo.

Y luego los testículos, dándole rítmicos golpecitos en el coño, que ajeno al dolor, empezaba a licuarse sin que Daniela supiera exactamente por qué.

  • Y la cuarta; si quieres dormir en casa, tendrás que llegar antes de las doce.

Enrique, ya cercano al éxtasis, aumentó el ritmo y la fuerza de los envites, haciendo que el culo de  Daniela se tragara todo el largo y grueso de su polla una y otra vez.

  • ¿Las has entendido todas, o quieres que te las repita?

Y dicho esto, culminó en un gemido, derramando en el intestino de Daniela una buena carga de  leche. Aflojó entonces la presión y, aún con su polla insertada en el culo de su cuñada, le soltó el pelo. Daniela no se movió. A estas alturas ya se había cedido completamente a Enrique, y esperara a que él terminara con ella y la dejara ir. Se mezclaba en ella el sordo dolor que provenía de su culo ultrajado y la necesidad que su coño empezaba a tener de ser atendido  y satisfecho. Él se dobló hacia ella, recostándose sobre su espalda, y acercó la cara a su oído.

  • ¿Las has entendido todas, o quieres que te las repita? – repitió al oído de Daniela, esta vez en un susurro.

  • Sí, las he entendido.

Se incorporó entonces y, sujetando con la mano su polla por la base, la sacó despacio del culo de su cuñada, observando cómo el elástico agujero se volvía a cerrar lentamente  una vez vacío, no sin antes dejar escapar un hilo de esperma.

  • Bien. En ese caso, ya te puedes ir.

Daniela, ya libre, se incorporó despacio evitando mirar a Enrique a la cara. Una vez éste la había liberado sacando la polla de su culo, le había quedado a la vez una sensación de alivio y otra de vacío. Esta doble sensación, tan contradictoria, le hacía sentirse extraña. Miró las braguitas, bajadas a mitad de los muslos y las asió metiendo los dedos por las gomas laterales para subírselas.

  • No, cuñadita. Las braguitas no. Las braguitas se quedan aquí, en mi cajón, para que sirvan de recordatorio de quién manda en mi casa. Dámelas.

Sin saber muy bien por qué, mansamente, Daniela deslizó las braguitas por sus piernas, las recogió de sus tobillos y se las extendió a Enrique, que las metió en el primer cajón de su escritorio. Luego se bajó la falda, colocándosela correctamente y remetiéndose la  camisa. Todo en silencio.

  • ¿Y ahora tienes algo más que discutir?

  • No. -  no había más que decir. No sabía qué más podía decir.

  • Vete, entonces. Que estoy trabajando.


La sensación al andar era rara. Distinta. Su ano dilatado y dolorido, su coño empapado, el hilo de semen que aún no se había limpiado restregándose  entre  sus cachetes y sus muslos por el movimiento de fricción de estos al andar. Se sentía observada por la calle. Sentía que los demás advertían, quizá por una forma más torpe de andar, que  acababa de ser sodomizada. Que iba sin bragas. Que iba cachonda. Se apresuró a llegar al coche, que había aparcado a un par de manzanas. Se montó en este y se dispuso a conducir a casa. Se intentó convencer a sí misma de que necesitaba llegar a casa cuanto antes para darse una ducha y quitarse cualquier rastro de Enrique, pero se dio cuenta que la prisa por llegar a casa  se debía a la necesidad de masturbarse. Arrancó el coche, dobló la primera a la derecha, se incorporó en el carril central de la avenida. Su mente repetía las sensaciones una y otra vez. El dolor. La fricción de la polla de Enrique entrando y saliendo. El placer. La necesidad de ser tocada. En la rotonda cogió la tercera salida. Los fluidos de su sexo mezclados con el esperma de Enrique se deslizaban hacia su ano y notaba cómo la falda se estaba empezando a manchar. Un semáforo en rojo. Aprovechó esta parada para meter la mano por debajo de la falda y recoger con ella los fluidos para evitar manchar la falda  en la medida de lo posible. Estaba realmente mojada. Encharcada. Sus dedos deslizaron con facilidad, y una vez  hubieron tocado su sensible sexo, Daniela no pudo evitar empezar a frotarse. Buscó el clítoris con los dedos y lo presionó fuertemente. El coche de atrás pitó y se dio cuenta de que el semáforo se había puesto en verde. Sacó la mano de su entrepierna, empapada, oliendo a coño, y cogió la palanca de cambios para meter la marcha, dejándola pringosa. Hacía avanzar el coche llevando el volante con la izquierda, mientras la derecha volvía a meterse entre sus piernas, entrando y saliendo, dándole placer. Tenía que parar el coche. Tenía que terminar. Cogió una calle sin salida a la izquierda y paró el coche en un aparcamiento sin aparcarlo bien. Era una calle solitaria. Se levantó la falda y se empezó a tocar furiosa, metiendo y sacando los dedos, restregando toda su mano en su flujo. Se imaginaba siendo sodomizada una y otra vez por Enrique. Ultrajada. Violada. Se imaginaba siendo castigada una y otra vez. SODOMIZADA. Esa era la palabra que dibujaban sus labios cuando el vientre de Daniela explotó en un orgasmo.


Cuando Daniela se hubo ido de su despacho, Enrique resopló de alivio. Sabía que había llegado demasiado lejos. Solía saber mantener el control, pero esa zorra altiva le sacaba de quicio. No podía explicarse ahora qué le había llevado a violarla, a traspasar los límites de lo permisible. Abrió el cajón y vio allí las bragas de Daniela hechas un gurruño. Pequeñas, blancas. “El recordatorio de quién manda aquí”. Se sonrió.  Esa puta se lo merecía. Rogó silenciosamente que este episodio no fuera a  traerle problemas con su mujer. Cerró el cajón y volvió de nuevo al trabajo, con una incipiente erección.


Las cosas en casa cambiaron para bien de Marisa y Enrique. Daniela empezó a madrugar y a pasarse las mañanas buscando trabajo, mientras que por las tardes colaboraba en casa fregando los platos y haciendo algunas compras. Había dejado las salidas nocturnas y el tono despectivo hacia su cuñado. Muy por el contrario, después  de los dos o tres primeros días en los que procuró evitar hablarle o tener algún contacto con él, ahora lo trataba con respeto e incluso con una insospechada amabilidad. Enrique estaba contento, pues parecía que el episodio de la oficina no sólo no iba a trascender a su matrimonio, sino que además había mejorado la situación en su casa.

Daniela no podía  evitar sentir ahora un fuerte deseo por su cuñado. Había dejado de verlo como un calzonazos y había sustituido esa imagen por la de aquel hombre autoritario y firme. Por las noches, cuando se retiraba a dormir a su cuarto, agudizaba el oído y los oía a los dos follar y gemir, y se sorprendía de la frecuencia con la que lo hacían, así como de no haberse dado cuenta antes. Se preguntaba si con su hermana era firme en la cama o cariñoso. Se preguntaba si sodomizaría a Marisa para hacerle sentir placer, o si eso era sólo algo que Ernesto usaba como castigo. Y si así era, se preguntaba si a Marisa la había “castigado” alguna vez, o sólo ella lo “había merecido”.  Se imaginaba también su polla, que no había llegado a ver. El recuerdo de la sensación y el dolor que le producía ésta llenando su culo, entrando y saliendo, hacía que la imaginara larga, gruesa y firme. Se imaginaba metiéndosela en la boca mientras Enrique la miraba con autoridad. Pensando todo eso se masturbaba mientras los oía follar, acariciarse, lamerse, gemir. Mientras los deseaba y a la vez los envidiaba.


A mediados de ese mes, Daniela encontró un trabajo a media jornada. De recepcionista un despacho de notaría y asesoría judicial. Allí conoció a Rubén, uno de los abogados. Cada vez que entraba y salía de la asesoría, le dedicaba a ella unos minutos, contándole alguna gracieta o  echándole algún piropo. Era evidente que intentaba coincidir con ella cuando ésta terminaba su jornada laboral, para proponerle comer juntos o  tomar un café, a lo cual Daniela aceptaba con cierta frecuencia. El día que Rubén invitó a Daniela a salir a cenar, ésta le dijo que sí.

  • Rubén me ha invitado a ir el viernes a cenar.

Estaban comiendo en el salón, como acostumbraban cuando coincidían los tres.

  • Qué bien, cariño. Me alegro mucho. – dijo Marisa, que ya sabía de Rubén, y esperaba  que se decidiera de un momento a otro.

  • Enrique…

Como respuesta, Enrique alzó la mirada de su plato y miró a su cuñada, esperando a que continuara la frase.

  • … me preguntaba si el viernes podría llegar después de las 12.

  • No.

A la rotunda negativa, que a Daniela no se le ocurrió replicar, siguieron unos segundos de silencio en los que sólo se oía el ruido de la cuchara ir del plato a la boca.

  • Las puertas de esta casa se cierran a medianoche. Si vas a terminar después, te quedas en su casa a dormir, que no creo que él tenga ningún problema, y mucho menos yo. Aunque por una vez podrías comportarte como dios manda y no follarte al tío a la primera de turno.

Marisa miró a su marido con mirada reprobadora, pero no dijo nada. En el fondo le daba la razón, y deseaba que su hermana fuera despacio y en serio con este chico. Daniela se sonrojó y terminó su plato en silencio.


  • De verdad, Rubén, me tengo que ir ya.

Rubén la besaba por el cuello y en la boca, lamiéndola, introduciendo su lengua entre sus dientes mientras que intentaba introducir la mano por debajo de su falda y con la otra tocaba sus tetas por encima de la camisa. Ella le quitaba las manos una y otra vez, pero eran como tentáculos de pulpo que se metían por todos lados.

  • No entiendo por qué tienes que estar en casa a las doce, Daniela. Ya eres mayorcita. Que le den por culo a tu cuñado.

Llevaban ya un mes saliendo y cada vez era más difícil contener la libido de Rubén cuando la dejaba en la puerta de casa. Y por alguna razón ella se sentía como una adolescente que tenía que mantener intacta su virtud. Sabía de sobra que podía irse a casa de Rubén cuando le diera la gana, que nadie se lo prohibía, que era la forma de que esa estricta norma horaria no afectara a su relación con Rubén, pero cada vez que entraba en casa antes de las doce Enrique le hacía un levísimo gesto con la cabeza, casi imperceptible, en el que le mostraba su aprobación. Y tan sólo ese gesto hacía que Daniela se excitara. Ese gesto era como decirle “buena chica” al oído. Y eso era lo que la alentaba a no dejarse meter mano, a no llegar tarde a casa, a retirar la mano de Rubén de su entrepierna pese a que ésta necesitaba ser aliviada. Lo que empezaba ya a ser fatal, pues había entrado en un estado de constante excitación que se veía potenciado por el hecho de negarle a Rubén su cuerpo, y que por esa misma razón no llegaba nunca a aliviarse, pues la masturbación diaria ya no le resultaba suficiente alivio.

  • Te lo compensaré. Te lo prometo.

  • Joder, Daniela, si es que ya no aguanto más. Y no entiendo por qué no me dejas. Que tú ya no eres virgen. Que esto lo has hecho otras veces.

Y volvía a tirar de su falda hacia arriba, y a intentar dar de sí el escote para llegar a agarrar una de sus tetas, y a meter más profunda la lengua en su boca mientras Daniela le retiraba una a una sus cien manos.

  • Rubén, por favor. Ya sabes que contigo quiero ir despacio. Y que no quiero tener problemas con mi hermana. Que mi cuñado es muy tradicional.

Y cuando decía esto sentía otra vez ese vértigo de excitación en el estómago que se producía cada vez que pensaba que no podía dejarse tocar para obedecer a su cuñado.

  • Está bien, Daniela. Pero que sepas que no lo entiendo. Que no es tu padre, joder.

Esta rendición de Rubén era la que aprovechaba Daniela para salir del coche, dándole un beso leve en los labios.

  • Te lo compensaré. Te lo prometo.

Comprobó el reloj. Las doce menos cinco. Ya iba siendo hora de hablar con Enrique.


  • Señor Collado, su cuñada está aquí.

  • Que pase.

Esta vez Daniela se había dirigido a la secretaria de Enrique había esperado pacientemente su turno. Era la segunda vez que estaba allí, y al contrario que la primera, ésta iba nerviosa. Cuando entró, Enrique estaba sentado tras su escritorio. Se le veía sorprendido con la visita. Con un gesto, invitó a Daniela a sentarse.

  • ¿Y bien?

  • Quería hablar contigo acerca de Rubén.

  • Tú dirás.

  • Ya sabes que llevo saliendo con él más de un mes.

  • Sí, ya sé.

  • Me preguntaba si ya es momento de poder… – Daniela dejó suspendido el interrogante.

  • ¿De poder qué? – Enrique no adivinaba dónde quería llegar su cuñada.

  • De poder… “entrar a casa”.

Así que era eso. Por lo visto Daniela no se resignaba a no poder llevar hombres a casa.

  • Eso ya lo hemos discutido y sabes que no. Cuando quieras follar con tu novio, hazlo en otro sitio, como hasta ahora.

  • Si es que todavía no… y quería saber si… si tú crees que ya es buen momento para… – Daniela no sabía muy bien cómo continuar.

Enrique se quedó perplejo.

  • ¿Me estás diciendo que todavía no te has follado a tu novio?

Marisa se sonrojó y negó con la cabeza.

  • ¿Y me estás pidiendo a mí permiso para follar con él?

  • Nn… no… no es eso… bueno, no exactamente… era… yo qué sé… saber tu opinión. Si crees que aún no debería…

Vaya, vaya, vaya. Su cuñadita se estaba guardando por él, y estaba dispuesta a obedecerle. Eso sí que no lo esperaba. Se levantó de su silla y rodeó la mesa, acercándose donde Daniela estaba sentada. Se la veía algo nerviosa. Sin atreverse del todo a mirarle a la cara. Le puso los dedos suavemente bajo la barbilla y le levantó la cabeza, haciendo que le mirara a la cara.

  • Si quieres mi opinión, creo que no deberías dejarte. – Enrique le hablaba dulcemente, casi en un susurro – Verás, Daniela, en el pasado te has portado bastante mal. No sólo has sido una facilona a la que se podía follar cualquiera, sino que además también te has portado mal conmigo. Creo que sería un gesto de buena voluntad por tu parte hacer por mí el esfuerzo de no dejarte tocar.

  • Pero Enrique, ya no puedo seguir conteniendo a Rubén. Ya no le vale con el beso de despedida en la puerta de casa. – le miraba ahora como una niña. Cándida.

Enrique, aun sosteniendo su barbilla con el índice, le pasó el pulgar por los labios, dibujando su contorno.

  • Mámasela. Estoy segura de que sabes hacer un montón de cosas con esa boquita. Con eso le bastará. De momento.

  • ¿Y cuándo quiera más?

  • Si no es capaz de respetarte, tendrás que dejarle.

Daniela mantuvo silencio, mirando a Enrique, sonrojada.

  • ¿Lo harás, pequeña? ¿Te portarás bien? ¿Me obedecerás?

Daniela afirmó con la cabeza.

  • Buena chica. Y ahora vete. Y no olvides que te espero en casa antes de las 12.

Una vez dicho esto, le levantó un poquito más la barbilla y le dio un levísimo beso en los labios.


Enrique abrió el primer cajón de su escritorio y rebuscó en el fondo. De allí, hechas un gurruño, sacó las braguitas blancas de Daniela y las agarró con el puño. No acababa de creerse lo que le acababa de pasar con su cuñada. Ahora repasaba la actitud que ella había tenido desde “el incidente en su despacho” y se daba cuenta de que había sido extrañamente servil y amable. Demasiado, para lo zorra altiva que solía ser. ¿Era posible que le excitara su actitud dominante y autoritaria? Todo apuntaba a que sí. No había duda de que había ido allí dispuesta a pedirle permiso y a obedecerle. Y bajo su sonrojo le había parecido adivinar un atisbo de excitación en ella al comparecer ante él tan sumisa.

Conocía a su cuñada. La había oído a través de la pared cientos de veces con cientos de hombres distintos. Había visto su actitud con ellos. De sobra sabía que era una mujer caliente y sensual. No la veía capaz de prescindir del sexo. Y si lo había hecho, sólo podía concebirlo desde la idea de que privarse de él la excitara aún más. Y quizá era someterse lo que la excitaba. Si era así, debía estar con todas las sensaciones a flor de piel.

Abrió el puño y empezó a jugar con las braguitas entre sus dedos. Con la otra mano se desabrochó el cinturón, el botón, la cremallera, y metió la mano bajo su calzoncillo de donde sacó su  miembro con una erección descomunal. Cerró los ojos y le vino con total nitidez la imagen de Daniela aprisionada sobre su escritorio, con el culo desnudo, recibiendo los envites de su polla. Empezó  a deslizar la mano arriba y abajo de su inflado miembro, aumentando el ritmo. ¿Acaso a ella le gustó ser violada? ¿Acaso el hecho de sodomizarla la había hecho suya? Acercó las braguitas a su glande y se contrajo, derramando en ellas todo el líquido blanco de su deseo. Se la iba a follar. Claro que se la iba a follar. Pero no todavía.

El sonido del interfono le sacó de sus pensamientos:

  • Señor Collado, el señor Pablo está aquí.

  • Bien. Dígale que pase.


El reloj del coche marcaba las doce menos cuarto y Rubén conducía a Daniela de vuelta a casa. En su regazo podía verse la cabeza de Daniela, afanándose con su boca en su polla. Mientras manejaba el volante con una mano, Rubén la acariciaba por encima de esa ropa infranqueable que últimamente le daba por ponerse, compuesta la mayor de las veces por jersey de cuello alto y pantalones.

Se detuvo en un semáforo en rojo, que aprovechó para echar la cabeza hacia atrás y cerrar los ojos mientras se le escapaba un gemido. Daniela estaba moviendo la lengua sobre su glande mientras se la metía y se la sacaba de la boca, y eso le volvía loco. Unos pitidos que provenían del coche de al lado le sacaron del trance. Era un todoterreno conducido por unos niñatos, que gracias a que estaba más alto se habían percatado de la mamada que estaba recibiendo Rubén y asomados por la ventanilla le vitoreaban jaleosos. Daniela, al percatarse, se dispuso a retirarse, pero Rubén empujó su cabeza hacia abajo haciéndola tragar hasta que su nariz quedó hundida en los pelos de su ingle. Eso enfatizó las ovaciones de los espectadores del todoterreno, lo que hizo que Rubén se creciera y cogiera a Daniela del pelo y tirara de ella arriba y abajo, marcando el ritmo de la mamada. Daniela abría la boca y trataba de tragar sin rechistar. Al fin y al cabo había sido ella la que lo había empezado. Cuando salían del restaurante se había dado cuenta de lo tarde  que era, y de que no le daría tiempo a entretenerse el rato de costumbre con Rubén en la puerta de su casa si quería llegar antes de las doce, así que para evitar otra pelea, le había desabrochado los pantalones y sacado la polla, aún flácida, y había empezado a lamerla y a metérsela en la boca.

El semáforo se puso de nuevo en verde y Rubén le soltó del pelo para meter la marcha, lo que Daniela aprovechó para tomar aire. Aunque el respiro duró poco, pues una vez Rubén iba en tercera aprovechó para cogerla y hacerla tragar de nuevo presionando su cabeza cada vez más y más rápido, hasta que, sin avisar, soltó un chorro de esperma que pilló a Daniela desprevenida, haciéndola atragantarse y derramar gran parte por la comisura de los labios, aún con la polla de Rubén metida en la boca.

  • Ya sabes que no me gusta que te corras en mi boca. Y menos sin avisar. – Daniela tenía las mejillas llenas de esperma, y buscaba en el bolso un pañuelo para limpiarse.

Rubén no contestó. Hubiera sido una tontería mentirle diciéndole que no lo había hecho a posta. Una vez se  hubo limpiado la cara, Daniela sacó otro pañuelo, y con él limpió la ingle de Rubén, aún con algún resto de esperma. Con cuidado, metió después el pene ya flácido de Rubén en el calzoncillo y le abrochó los botones del pantalón. La noche era tranquila y el paseo en coche agradable. Ninguno de los dos dijo nada hasta que Rubén paró el coche en la puerta de la casa de Daniela. Las doce menos siete.

  • Esto no puede seguir así, Daniela. Llevamos ya más de cuatro meses saliendo, y yo también necesito tocarte a ti.

  • Tienes razón. Esto no puede seguir así.


En la tele daban las noticias, y los tres comían en silencio. Decían algo del desempleo, y luego salían unos cuantos jóvenes siendo entrevistados.

  • Lo he dejado con Rubén.

Nadie dijo nada. Sólo se oyó el suspiro de Marisa. Enrique sonrió de forma casi imperceptible.


  • Pasa Daniela, ¿te acuerdas de Pablo?

Cuando Daniela entró al despacho de Enrique, éste estaba despidiendo al mismo señor bajito y gordo al que atendía su cuñado la primera vez que ella irrumpió furiosa en su despacho.

  • Sí, claro, ¿cómo está usted? – le tendió la mano.

  • Bien, bien. Veo que hoy no estás tan enfadada como la última vez.

Daniela se sonrojó y emitió una disculpa, la cual Pablo aceptó con un, no pasa nada, mujer. A continuación Enrique despidió a Pablo con una palmadita en el hombro y un apretón de manos y quedó en llamarlo la semana que viene para nosequé de un seguro.

Cuando Enrique cerró la puerta tras irse Pablo, se volvió hacia Daniela y la miró de arriba abajo.

Había sido toda una sorpresa que Marisa le hubiera dicho al mediodía que Pablo le esperaba por la tarde en el despacho, aunque no había sabido decirle por qué. Tras recibir el recado, había comido nerviosa, preguntándose qué sería lo que su cuñado querría. Había fregado los platos con prisa y, con la misma prisa, se había pegado una ducha y se había cambiado un par de veces de ropa antes de decidir qué ponerse. Optó por una falda discreta a medio muslo y una camisa ceñida abotonada por delante, también discreta. Pese a dudar un par de veces, a última hora decidió no llevar sujetador. Iba excitada, y le gustaba sentir cómo la tela de la camisa le rozaba delicadamente los pezones. Cuando Daniela entró en el edificio donde trabajaba Enrique aún era primera hora de la tarde, pero su cuñado no la haría pasar al despacho hasta una hora y media después.

  • Quiero que salgas con él – dijo Enrique, haciendo un gesto con la cabeza que apuntaba a la puerta por donde su cliente acababa de salir.

  • ¿Qué? ¿Estás loco?

Daniela visualizó en su mente a ese señor bajito y gordo que rondaría los cuarenta y bastantes, con una calva incipiente y una forma de vestir bastante cateta.

  • No, Enrique. No puedo… Ni hablar.

Enrique fue tras la mesa de su escritorio sin dejar de mirar fijamente a Daniela, y abriendo el primer cajón, sacó de este unas braguitas blancas y las puso encima de la mesa, a la vista de Daniela.

  • ¿Te acuerdas de esto, Daniela?

El estómago de Daniela dio un vuelco de excitación y sus mejillas se llenaron de rubor.

  • Sí.

Enrique volvió a darle vuelta al escritorio y a acercarse a Daniela. Le puso la mano en el reverso de la rodilla, y la deslizó suavemente muslo arriba, metiéndola por debajo de la falda, hasta su culo. Sintió cómo ella se estremecía. Empezó a acariciar su glúteo, metiéndole la braguita por la raja de su culo, despacio, estudiando su reacción. Ella respiraba profundamente.

  • Y dime, Daniela, ¿era la primera vez que alguien te sodomizaba?

Sus dedos se metían ahora bajo su braguita, recorriendo la raja de su culo, deteniéndose en el ano.

  • Sí. – su voz era casi un susurro.

  • ¿Y te dolió?

Deslizó un dedo en el interior de su ano y lo introdujo despacio, sintiendo cómo su esfínter lo abrazaba.

  • Sí.

Daniela había cerrado los ojos y echado la cabeza hacia atrás y se dejaba llevar por la sensación de placer. Enrique empezó a desabrochar con la otra mano uno a uno los botones de su camisa, y sus tetas firmes salieron imponentes. Estaba preciosa. Un caramelito que se podía comer cuando él lo decidiera. Le metió sin delicadeza un segundo dedo en el culo, y luego un tercero, sintiendo cómo se contraía.

  • ¿Y ahora? ¿te duele?

  • Agg… sí.

Mantuvo la presión unos segundos y sacó la mano. Se puso delante de ella y le abrió un poco más la camisa para contemplarla bien. Su piel era tersa y tenía la lozanía de la juventud. Sus tetas lucían firmes e ingrávedas, coronadas por unos preciosos pezones empitonados. La cogió de la muñeca y la hizo girar, acoplándose a su espalda y empezó a olerle el cuello, a pasarle los labios por la oreja.

  • ¿Sabes, cuñadita? Había pensado en follarte.

La sintió estremecer. Le llevó su mano, que todavía tenida agarrada por la muñeca, a su paquete, para hacerla partícipe de su erección. Ella sintió la dureza y agarró, pero Enrique le apretó la muñeca para que soltara, pues aún no le correspondía tener su polla, sino sólo posar su mano encima.

  • Shhh, tranquila.

Desde atrás, con la  otra mano, empezó a acariciarle el pecho, pellizcando muy suave los pezones, masajeando en círculos con delicadeza.

  • Había pensado en follarte, pero he cambiado de opinión.

Daniela gimió. Ernesto apartó la mano de ella de su paquete y le soltó la muñeca, y con esa mano libre le levantó la falda hasta la cintura, mientras que con la otra seguía acariciando sus tetas.

  • Ahora quiero que te folle él.

Deslizó la mano desde su vientre hasta su coño por el interior de la braguita, y lo descubrió encharcado. La apretó contra él, al sentir su humedad, amasándole con la otra mano el pecho. Ella volvió a gemir, y echó su cabeza hacia atrás, apoyándola en su pecho, y echando el peso sobre él, que se acoplaba perfectamente a su espalda.

  • Pablo, mi cliente, es mecánico. Y el pobre no tiene mucho éxito con las mujeres, así que suele irse de putas.

Empezó a juguetear con los dedos en su coño. Daniela se volvió a estremecer de placer. Estaba totalmente entregada a él.

  • ¿Sabes por qué quiero que te folle, preciosa?

Seguía recorriéndola, suavemente, con caricias delicadas. La miraba estremecerse y pensaba en lo hermosa que era.

  • Nnnno – le salió como un gruñido, de tan cedida que estaba al placer de la caricia.

  • Porque me excita que ese pobre patán ponga sus ásperas manos en tu precioso cuerpecito y te babee. Pero sobre todo, porque me excita que seas buena y me obedezcas. ¿Me obedecerás, pequeña?

  • Sí. Haré todo lo que quieras. – a estas alturas, esa era la única respuesta que ella podía pensar en darle.

Enrique sacó entonces la mano de su coño y, cogiéndola por la cintura, la separó de él y, suavemente, la giró 180 grados hasta ponerla mirando hacia él.

  • Buena chica. Quiero que te pongas guapa para él. Una de esas falditas que a ti te gustan, un escote bonito, lo que quieras, lo dejo a tu elección.

Mientras le decía esto, Enrique le colocaba bien las braguitas y le bajaba la falda. Y después, uno a uno, le abrochaba despacio los botones de su camisa, volviendo a componer su vestidura.

  • Y quiero que seas generosa con él. Déjale jugar con esas magníficas tetas, y meter la mano en tu coñito caliente. Dale lo que quiera. Chúpasela, si te lo pide. Vamos a hacer a Pablito el hombre más feliz del mundo. Hasta las doce, que estarás de vuelta en casa. ¿Entendido?

Daniela afirmó con la cabeza.


Había sido la cena más aburrida de su vida. Se notaba que ese tipo no estaba acostumbrado a tratar con mujeres, y se había pasado toda la noche hablándole de carburadores y de motores de arranque. Le contó también que Ernesto llevaba años llevándole los seguros, y le dijo lo contento que estaba de que hubiera accedido a salir a cenar con él. Daniela sonreía exageradamente cada comentario suyo, tratando de ser amable.

Hacían una pareja extraña. Irregular. Él se había esmerado en arreglarse para la ocasión, se le notaba, pero eso no mejorado su aspecto. Olía a perfume rancio y se había puesto una chaqueta de paño encima de un jersey viejo con coderas. Se había peinado el pelo hacia el lado de una forma ridícula tratando de ocultar su calva. Ella, sin embargo, lucía hermosa con su falda y su camiseta de tirantes.

Cuando salieron del restaurante aún no eran ni las 11. Él propuso ir a tomar una copa a su apartamento, pero al decirle Daniela que antes de las doce tenía que estar en casa, él propuso llevarle a un descampado que había por ahí cerca, con la excusa de que allí se veían muy bien las estrellas. Una vez allí, él puso la mano en su rodilla.

  • Me gustaría besarte.

Daniela tragó saliva e impostó una sonrisa y, acercando su cabeza hacia él y cerrando los ojos, le ofreció su boca. Pablo no dudó un segundo y, saltando sobre ella, empezó a besarla, metiéndole bruscamente la lengua y mezclando con ella su mal aliento, lo que hizo que Daniela sintiera una oleada de asco. Tiró también de su escote hacia abajo y sacó una teta que empezó a manosear fuertemente, sin delicadeza, pellizcándole los pezones con sus manos negras, agrietadas y ásperas, resultado de tantas horas trabajadas en el taller y de no aplicarles ningún tipo de cuidados.

  • Estás muy buena, nena. No me puedo creer la suerte que tengo. Cuando lo cuente nadie se lo va a creer.

Pablo había dejado su boca para prestarle atención a las tetas, que ya había sacado por completo de su escote y ahora se metía en la boca y mordía. Mientras, con una mano, subía por su muslo para conquistar su entrepierna,  sorprendentemente húmeda. Pablo sugirió entonces moverse al asiento de atrás para estar más cómodos, lo que Daniela hizo sin rechistar. Una vez allí Pablo tiró de sus piernas deslizando un poco su culo hacia abajo, dobló sus rodillas plegándolas hacia ella, y le apartó indelicadamente las braguitas hacia un lado para meter después la cabeza entre sus piernas y empezar a sorber como un animal. Daniela tenía desde arriba la visión de su calva grasienta y lo veía ansioso, restregando la barba de dos días por su sexo, como un gorrino en el comedero. Pese a lo inusitadamente excitada que estaba al saberse entregada por Enrique como una puta a ese cerdo, la fuerza con la que Pablo restregaba su áspera barba le estaba haciendo daño, así como los intentos que él hacía de encontrar su clítoris presionando con su dedo regordete más de lo necesario, hacían que se separara de la posibilidad correrse. Cuando ya se dio cuenta de que de esa manera no conseguiría tener un orgasmo, empezó a jadear y a fingirlo, lo que hizo que Pablo por fin se apartara con la mirada satisfecha del trabajo bien hecho.

  • Te toca, nena.

Y diciendo esto, se subió el jersey y la camisa, se desabrochó el cinturón y se bajó los pantalones y los calzoncillos a los tobillos.

  • Venga, nena, demuéstrame lo que te gusta mi polla.

La polla de Pablo salía morcillona por debajo de una amplia barriga llena de pelos que parecían cuidadosamente peinados hacia el centro. Era corta, pero gruesa. Con un aspecto tan rechoncho como el de su dueño. Bajo ella y sobre el asiento, descansaban unos testículos gordos y llenos de pelos. Daniela, superando su asco, decidió empezar por ahí y, poniéndose de rodillas sobre el asiento del coche, hundió su cabeza en estos haciendo que su culo quedara en pompa. Empezó a lamerlos suavemente.

  • Sí, nena. Muy bien. Cómeme los huevos.

Mientras Daniela lamía Pablo le había bajado las bragas y subido la falda y le toqueteaba el culo, con su mano áspera, palmeándoselo, soltándole un azote de vez en cuando que le provocaba a sí mismo una risita que resultaba irritante. Cuando Daniela se hubo acostumbrado al olor rancio que se desprendía de su entrepierna, decidió subir hasta su glande. Empezó a lamerlo suavemente, y una vez hubo superado su asco, se la metió en la boca y empezó a moverse arriba y abajo.

  • Oh, sí, nena, así, mámamela.

Daniela hizo constante el ritmo, succionando, y pablo empezó a jadear mientras le soltaba de vez en cuando palmadas en el culo.

  • Sí, nena…. Sigue, nena… oh, sí.

Daniela se sentía ridícula, con esa polla rechoncha en la boca recibiendo los azotes de Pablo y oyéndolo jadear como un jabato y llamarla nena. Pensó en Enrique y deseó que la viera así, humillada, y ese pensamiento le produjo otro vuelco de excitación.

  • Eso es, nena, me voy a correr. Trágatelo todo.

Al oír eso Daniela quiso retirarse para terminar con la mano, pero Pablo le presionó la cabeza hasta el fondo y, segundos después, sintió cómo su boca se llenaba de un líquido viscoso y caliente que tragó con asco para no atragantarse.

Cuando por fin levantó la cabeza, el reloj del coche marcaba las doce menos veinte. Hora de irse a casa.


  • Creo que ya va siendo hora de dejar a Daniela que traiga a quien quiera a casa. Parece que empieza a ser responsable.

Cuando Enrique dijo eso a Daniela le dio un vuelco el corazón. Sabía lo que se escondía detrás de esa supuesta generosidad. No había nada más que ver la sonrisa maliciosa que le dedicó mientras lo decía. Marisa, ajena al verdadero trasfondo de la concesión, parecía contenta de que por fin su marido y su hermana parecieran respetarse.

Cuando terminaron de comer, Daniela se puso a fregar los platos mientras la pareja tomaba el café viendo la tele en la salita. Cuando estaba terminando, Enrique llegó con las dos tazas ya vacías, para ponerlas junto a la pila de cacharros que aún le quedaban por fregar. Se acercó por detrás a Daniela y le apartó el pelo hacia un lado, despejándole  la oreja izquierda y el cuello. A Daniela se le aceleró el corazón.

  • ¿Sabes lo que me ha dicho Pablo? – le preguntó al oído.

Daniela se estremeció de placer al sentir su aliento en su oreja.

  • No.

  • Me ha dicho que se la chupas mejor que las putas del Venus. Y que tiene ganas de follarte.

Daniela no contestó. Sintió cómo el rubor le subía a las mejillas y cerró los ojos para concentrarse en la respiración de Enrique en su oreja.

  • Quiero que te lo traigas aquí esta noche y te dejes follar. Quiero saber que a mi putita se la están follando bajo mi techo.

Daniela se mordió el labio inferior y apretó los ojos. Cuando los abrió, Enrique ya no estaba a su espalda.


Cuando se han metido en el cuarto él ha empezado a besarla y la ha desnudado despacio, tocándole con suavidad. Esta noche a él se le ven ganas de hacer el amor. Ella se deja acariciar, ondea su cuerpo de mujer madura, abre la boca y recibe su lengua. Él siempre ha sabido bien cómo hacerlo. En eso se sabe afortunada.

Antes de recostarla en la cama juega con sus pechos grandes, los amasa, se los mete en la boca, atrapa sus pezones con sus labios. Mientras, sus manos se ciñen a sus caderas y recorren su cuerpo de mujer, que se cimbrea como guiada por el deseo. Dándole la vuelta, la guía hacia la cama, a la que ella trepa a cuatro patas avanzando hasta agarrar con sus manos los barrotes del cabecero. Él la sigue, con la mirada puesta en su trasero desnudo, al que se acerca a amasar y lamer, mordiendo los glúteos, pasando la lengua por la raja y tocando con la punta de ésta su ano. Ella empieza a gemir de forma tímida. El desplaza su lengua y su boca hacia su coño. Empieza con besos suaves, con mordisquitos leves en los labios. A ella se le eriza la piel. Él le escupe, y empieza a restregar con la lengua su saliva, que se mezcla con los flujos de ella, llevándola desde el pliego del clítoris hasta el ano, recorriendo una y otra vez a lametazos todo su coño. Ella gime más fuerte, ya de una forma audible, mueve el culo y lo restriega contra la cara de él, que bucea en ese mar de miel. Rebusca con la lengua entre los pliegues hasta encontrar ese botoncito rosado que a ella le hace enloquecer, y lo atrapa entre los labios. Ella se resiente y acentúa su gemido. Él atrapa el botón más fuerte y le da toquecitos con la punta de la lengua, lo sorbe, lo lame. Ella tiembla y las piernas le fallan, él la sostiene firmemente con sus fuertes manos asidas a sus caderas, sin dejar de aplicar la lengua en su clítoris, aumentando el ritmo conforme ella aumenta el jadeo, que ya es casi un grito. Él se está esmerando como nunca.

Se incorpora y, aún agarrándola de la cadera, acerca su ingle a ella e introduce su imponente y crecido miembro en su coño excitado. Ella exclama y mueve el culo retozona, sintiéndose llena de él. Empieza a oírse un monótono y rítmico ruido de muelles que proviene de la otra habitación. Él, movido por el estímulo sonoro que proviene del otro lado de la pared, empieza a moverse tras de ella, empujándola con ímpetu. Tanto que hace que ella tenga que sujetarse con más fuerza al cabecero de la cama, y que éste golpee contra la pared. Ella aguanta su empuje deshecha de excitación, jadeando. Ha perdido ya la cuenta de las veces que se ha corrido. Gime, mi vida, quiero que gimas para mí. La quiere escandalosa. La quiere haciendo ruido. Quiere que todo su delirio traspase a la otra habitación. Ella, jaleada por él, amplifica el gemido, y con él, su deseo.

Saca él su miembro de su coño y le abre los cachetes. Escupe desde arriba, deslizándose su saliva por entre los glúteos de ella. La restriega con los dedos alrededor del ano, mete un dedo. Ella exclama de forma placentera. Él coge su polla por la base y apoya su glande en su ano. Ella se contrae, hace un gesto de rechazo. Marisa, hoy me tienes que dejar, le dice él. Por favor. Lo dice desquiciado de deseo. Ella le responde cediendo, sacando un poco el culo, ofreciéndoselo. Entra en su intestino despacio, firme, venciendo la resistencia de su esfínter. Ella gruñe. Él le mete la mano en la etrepierna, rebuscando entre sus pliegues su clítoris. Sabe que si aprieta ese botón, ella se lo perdona todo. Cuando ella empieza de nuevo a jadear de placer, él empuja. ¡Gime, mi vida, gime para mí! Él frota y empuja. Fuerte. Más fuerte. El jadeo de ella es ya casi grito. Aguanta agarrada al cabecero de la cama entre el dolor y el placer. Los gemidos, el golpear del cabecero en la pared, se superponen al monótono traqueteo de muelles que proviene de la otra habitación. Vuelve él entonces a imaginarse que ella, al otro lado de la pared, les está escuchando.


Pablo se agita sobre ella en un constante metesaca que hace rechinar los muelles. Suda y jadea bajito, como un jabato. Nada más entrar en el cuarto la había desnudado torpemente, con brusquedad e impaciencia, y la había mirado con satisfacción. Qué buena estás, nena. Se había desnudado él también, olvidando quitarse los calcetines. Así desnudo, parecía aún más peludo, más bajito y más gordo.

Anda, nena, ponme a tono, le había dicho señalando su polla rechoncha y semiempalmada. Y Daniela se había arrodillado dispuesta a chupársela para poner a punto su erección. Él le había sujetado del pelo y había restregado su capullo por toda su cara antes de introducirlo en su boca. Ella, una vez más, había superado el asco y la había succionado hasta que él la instó a apoyar sus manos sobre la cama y poner el culo en pompa, para ir directo al grano. Él se había acercado por detrás y, poniéndose de puntillas (Daniela era más alta que él), le había metido la verga de un tacazo, para inmediatamente después, empezar a bombear. La cogía del pelo y tiraba hacia atrás, dándole azotes en el culo rítmicamente, como un hermoso corcel cabalgado por el bufón más patán de la corte. Estaba claro que ese hombre sólo sabía tratar con putas. Ahí fue cuando Daniela había empezado a ser consciente de los gemidos que provenían de la otra habitación. Apenas un momento después él le había pedido que se tumbara en la cama y abriera las piernas; ella era bastante alta y empezaba a ser cansado penetrarla de puntillas y a pequeños saltitos.

Daniela ha cerrado los ojos y ha empezado a concentrarse en los gemidos y los golpes que provienen de la otra habitación. No recuerda haberlos oído nunca con esa intensidad. El peso de Pablo, empujando sobre ella, la aprisiona, y el aliento de éste sobre su cara le desagrada, pero la fricción de su polla entrando y saliendo de su coño le ayuda a imaginarse que está siendo follada por Enrique al otro lado de la pared. Y, además, está muy excitada. De alguna forma le excita que ese patán ponga sus zarpas sobre ella, la magree y la folle mal. Le excita, supone, porque sabe que a Enrique le excita.

Pablo aumenta el ritmo hasta agitarse de forma convulsionada. Ella se concentra con los ojos cerrados en los gemidos (casi gritos) de Marisa. En el recuerdo de Enrique sodomizándola, acariciándola, dándole órdenes. En la humillación que le produce Pablo babeando su tersa piel, retorciendo sus sensibles pezones con sus manos regordetas y ásperas, penetrándola de una forma tan hosca. En la sonrisa de satisfacción de Enrique cuando ella se somete a sus caprichos. Se corre de forma silenciosa, sin ruidos ni aspavientos, justo antes de que Pablo se desplome por completo sobre ella, sudoroso y con los ojos vueltos.

  • Vaya, nena, qué bien se lo están pasando tu hermana y Enriquito. Casi también como nosotros. – dice un par de minutos después cuando se ha recuperado del esfuerzo, aún sobre ella.

Daniela, haciendo un enorme esfuerzo, le devuelve una fingida sonrisa. Aún se oyen los gemidos de su hermana a través de la pared.