Cumpleaños

No celebrar mi cumpleaños ya era en casa de mi madre una norma no escrita que yo hice ley en el resto de mi vida y ya que ellos, mi familia, no hacían nada para mostrar interés en querer estar conmigo no iba a ser yo quién hiciese nada para juntarlos una vez más a todos y menos con la excusa de tener algo mío que celebrar con ninguno de ellos.

Yo siempre he sido persona de disfrutar más con los preparativos de la fiesta que con la celebración de la fiesta en sí. Eso de preparar la fiesta para los demás para mí siempre fue un motivo de ilusión y motivación en mi vida. Me gusta más preparar las fiestas de otros para otros que celebrar algo mío propio. Por eso el que él quisiera celebrar mi cumpleaños para mí ni quitaba ni ponía ilusión especial en mi día a día.

Y es que, el hecho de que mi cumpleaños coincida con las navidades, nada más terminar éstas al día siguiente, siempre fue algo más que una pequeño problema familiar, hasta convertirse en una gran tragedia porque nunca nadie, después de tanto engullir y desmadre digestivo, después de tanto tener que hacer el paripé los unos con los otros, yo con todos y todos conmigo, nadie estábamos para más fiestas pero sobretodo teatros familiares con los consabidos riesgos de encontronazos y desencuentros entre “seres queridos”.

No celebrar mi cumpleaños ya era en casa de mi madre una norma no escrita que yo hice ley en el resto de mi vida y ya que ellos, mi familia, no hacían nada para mostrar interés en querer estar conmigo no iba a ser yo quién después de pasarme todos aquellos años por aquellas fechas pensando qué zampar, comprando, cocinando, montando mesas y demás preparativos para después de hacerlo todo nadie estuviese realmente contengo y ninguno fuese sinceramente agradecido ni capaz de disfrutar ni de todo ni con nada ni con nadie, después de tanta indiferencia, no iba a ser yo como decía quien hiciese nada para juntarlos una vez más a todos y menos con la excusa de tener algo mío que celebrar con ninguno de ellos.

Porque si había algo con lo que realmente no disfrutaba ninguno era conmigo.

Verdaderamente el hecho de que yo fuese maricón en el armario, y por tanto un tema no hablado nunca en casa, ni en ningún otro lado, pero no por ello no sobreentendido, me convertía en poco menos que en un ser al que todos podían dedicar su indiferencia para lo que les interesaba pero para lo que a cada uno les convenía todos me tenían en consideración. Siempre para lo mismo. Para hacerles la vida más cómoda, ni siquiera más fácil, simplemente cómoda. Muestra de ello era el tener que hacer un montón de cosas por todos, y que ellos mismos podían hacer por ellos, pero estando yo y haciéndoselas para qué iban a hacerlas no se las hacían por sí. Ejemplo: ir a comprar las cervezas a mi hermano y tener que subirlas a casa. Un quinto piso sin ascensor.

Pero todo eso no me pesaba. Nada me importaba y nada era lo realmente importante en mi vida como para concederle a nada ni a nadie el poder de amargarme la vida. Porque ser indiferente a todos y a que nadie contase conmigo nada más que para hacer de sus criado me acostumbré con ellos. Con esos seres que componen esa sagrada institución de la cual cada uno forma parte de la suya y que todos llamamos familia.

Pero ellos, a pesar de su trato indolente e indiferente, y pese a ser realmente importantes para mí, nunca consiguieron borrar la sonrisa de mi cara ni apartar la alegría de mi vida.

Pero si hay algo que él, ese hombre, puso en mi vida era magia.

Desde que apareció en mi vida la había transformado de una manera que yo nunca concebí.

La cambió. La trasformó de una forma que nunca imaginé hasta el punto de hacerme vivir y sentir lo que nunca antes nadie me hizo sentir. Hasta convertirme en un ser y una persona totalmente diferente trasformando no sólo mi forma de hacer actuar como realmente soy y sacar de mí al que realmente soy y me gusta ser.

Y ahí estaba él.

Llevaba toda una semana ilusionado y lo veía porque le veía el brillo en sus ojos y su sonrisa picarona de chico malo que al mirarlo y no saber realmente qué pensaba me hacía bullir, sentir hormigueo, cosquillas, mariposas en la barriga. Porque si hay algo que sé seguro es que con él todo es motivo de lo mismo: sorpresa.

Le gusta sorprenderme y la sorpresa me la dio llevándome a un restaurante caro, de esos a los que nunca solemos ir y una cena romántica para los dos.

¡Cosa más sosa no había vivido en mi vida! Malo era que yo no hubiese celebrado nunca mis cumpleaños con nadie o nadie los hubiese querido celebrar conmigo pero que alguien, y no cualquiera, sino que el tipo que me tenía colado hasta los huesos por él, por el sexo con él, lo celebrase de aquella manera era lo más decepcionante de mi vida.

¿Para eso tanto misterio? ¿Para eso tanto brillo en sus ojos? ¿para eso tanta sonrisa de niño malo? ¿para eso tanto...? ¡para nada!

Intenté disimular mi desilusión fingiendo la mayor sorpresa posible en mí rostro y una falsa ilusión y alegría que no sentía.

La cena fue eso: Una cena cara en un sitio caro y que para nada valía el precio que cobraron por aquellos cuatro platos mal tirados en un restaurante ñoño pero al que todos de vez en cuando nos gusta ir para fardar con amigos y conocidos de haber estado pero que nunca valen lo que cobran por la mierda que sirven. Lo mismo que no merecía la pena haberme tenido toda la semana en ascuas para aquella mierda de ¿regalo?¿sorpresa? ¿celebración? No tenía palabras para definir aquello y la única que se me ocurría era una: decepcionante. Mejor dicho, tres, pero en mayúsculas: “UNA MIERDA DECEPCIONANTE”

Llegamos ya tarde a casa caminando bajo la oscuridad y el frío de la noche de enero.

Una noche sin pena ni gloria que en ese momento, pese a ir bien abrigado, enfriaba mi cuerpo por dentro quitándome, para siempre, las ganas de volver a prestarme a celebraciones futuras de cumpleaños “en pareja”. Y aunque no se lo iba a decir en esa ocasión en el momento oportuno se lo diría.

“Ahora sí, ¡preparate para celebrar, de verdad, tu cumpleaños” dijo nada más abrir la puerta del portal y sin ni siquiera subir a casa cogimos el ascensor camino del garaje.

Abrió el coche y me dijo:

  • “Monta”

  • ¿A dónde vamos? - pregunté todo intrigado.

  • ¿Has visto el reloj?- preguntó y soltó un sonoro ¡¡¡FELICIDADES!!! para seguir diciendo: - Son las cero cero y un minuto. Hoy sí es tu cumpleaños, lo de antes era ayer, y ayer no era más que un preparativo para que te fueses mentalizando de que desde ahora y durante estas veinticuatro horas tienes algo que celebrar.

Se giró en el asiento del coche y de la parte de atrás de su asiento sacó un paquete pequeño que me dio.

  • ¿Qué es?- pregunte yo

  • Ábrelo y a ver si te gusta. - y volvió a soltar de nuevo otro: ¡¡¡FELICIDADES!!! Esta vez más bajito, con su personal sonrisa picarona y los ojos brillantes llenos de morbo.

Me guiñó un ojo y yo procedía a abrir el paquete intrigado.

  • Sí me gusta – respondí, nada efusivo en mi contestación, aunque la verdad es que el regalo no me gustaba sino que me gustaba y mucho. Pero yo soy así de poco expresivo, qué le voy a hacer.

Se trataba de un suspensorio blanco con unas finas rallas en rojo y negro en la goma que lo sujeta a la cintura. Uno de esos que tantas veces había visto en las películas porno que veía con él y que a él y a mí tanto nos ponían.

  • ¿De verdad te gusta?

  • Sí.

  • Pues póntelo ahora, ya – dijo mientras arrancaba el coche con destino a yo no sabía dónde.

Me quité el pantalón y el calzoncillo y me puse aquel suspensorio-regalo mientras él encaraba el coche hacia las afueras de la ciudad con destino evidente hacia el norte.

Tardamos un poco en llegar. Santander. Yo nunca había estado en Santander y creía que él tampoco. A la entrada de la ciudad paramos un momento el coche en el arcén y puso una dirección en el navegador del coche. Arrancó de nuevo y diez minutos más tarde estábamos en una parte antigua de la ciudad. En lo alto. Estacionados en un parking gratuito al aire libre y encaminado mis pasos tras los de él.

Iba como paso y medio por delante de mí. Como seguro de saber lo que quería encontrar pero sin saber a ciencia cierta dónde se podía hallar lo que buscaba.

  • ¿dónde vamos? - pregunté ignorante.

  • ¡Tú… a ordeñar pollas en tu primer glory hole de tu vida! Y yo, a ver cómo lo haces delante mío. - me dijo con voz de mando al vez que sonrisa picarona y los ojos cargados brillantes por el morbo. -¿te parece un buen regalo? ¡Pues pórtate bien! -

Ni contesté. Un calor interno ascendió por todo mi cuerpo y el rubor debió de reflejarse en mi cara. Menos mal que era de noche y en una calle poco iluminada porque de lo contrario se hubiese dado cuenta de mi vergüenza porque yo nunca había estado en uno de esos. Cierto que había visitado alguna que otra vez la sauna de mi ciudad cuando en ésta existía sauna y eso no me asustaba pero comer por un agujero rabo de desconocido. De un desconocido del que no sabes ni sabrás nunca nada me asustaba y me excitaba. Me asustaba no ser capaz de estar a la altura de las expectativas mil veces habladas y creadas con mi hombre. No ser capaz de hacerlo. No ya de mamar un rabo. Rabos he mamado unos cuantos en mi vida y con mi macho me he hecho experto en tragármelos enteros hasta la garganta. Pero en esa situación y en esas circunstancias el no ser capaz de poder ordeñarlo hasta el final me asustaba aunque en el fondo, en honor a la verdad, me parecía interesante. Me creaba inseguridad y morbo. Hacer eso que no había hecho nunca en mi vida y que el hecho de hacerlo, socialmente, se prejuzga como malo. Prohibido. Tabú. Y desde ahí, en cierta medida, yo mismo me estaba prejuzgando aunque el hecho de hacerlo por primera vez en mi vida y sobretodo, delante de él, lo convertía en algo aún en más morboso y excitante.

No sé qué porque realmente no recuerdo qué ocurrió entre que entramos, nos desnudamos, nos atamos la toalla a la cintura, nos pusimos las chanclas y tras guardar toda la ropa en las taquillas nos encaminamos a aquel cuarto.

Un cuarto oscuro y con apenas luz. Con un agujero de buen tamaño ante el que, una vez cerró la puerta, me arrodilló y me arrodillé simplemente con mi suspensorio puesto y a la la espera de esa polla a la que poder trabajar.

No tardó en aparecer un pedazo zépelin de carne y piel color caucásico surcado de venas que lo hacían aún más atractivo a la vista. Por la forma, por el tamaño y por la manera de entrar cayendo pesadamente como si alguien lo hubiese lanzado pensando especialmente en mí.

No lo pensé. Actué. Pensar en una situación así sólo sirve para perder la ocasión y aquel cimbel morcillón no podía retirarse como se había presentado. Requería un trato a la medida y la medida era más que considerable con lo que el trato a dispensar había de ser de particular consideración.

Mi chico miraba desde la distancia sentado en la colchoneta y yo comencé suavemente mi trabajo introduciendo el glande en mi boca. Cerrando los labios. Jugando con mi lengua sobre esa sensible parte de aquel rabo de macho que se me ofrecía. Cerré los ojos para centrarme más aún en la labor. Aspiré el aroma. Comencé a degustar su sabor. Continué humedeciéndolo y ensalivándolo bien para así, sin separar mi boca, aumentar las sensaciones de ella en aquella polla que poco a poco comenzaba a engordar y crecer en mi boca.

Me centré en mi trabajo con los ojos cerrados. Concentrado en la labor. Centrado en el rabo.

El aún suave vaivén de mi cabeza hacía que el tamaño tanto en largura como en anchura aumentase hasta alcanzar su máximo esplendor y en ese momento engullí hasta el fondo y comencé a aumentar el ritmo de la mamada y con ello la dureza de aquella polla alojada en mi boca.

Noté como mi macho se me acercaba por detrás y sus manos comenzaban a ascender por mi barriga hasta llegar a mis sensibles pezones. Estaban erizados. Muestra de lo excitante que me resultaba aquella novedosa situación inicial en aquel sitio, con aquel agujero, y ese rabo totalmente ofrecido y a mi disposición. Sus caricias en mi cuerpo junto con lo que estaba haciendo por su deseo y propia voluntad me excitaba de una forma nunca imaginada. Desde mi interior el morbo afloraba en mi sensible y excitada piel mientras mi macho, ahora desde atrás me acariciaba suavemente el pecho, los pezones y de vez en cuando movía sus manos por mi espalda hasta subir por mi cabeza y enredar sus dedos en mi pelo mientras yo seguía a lo mío, centrado en mi labor de trabajarme con la boca aquel badajo anónimo. Babeaba mientras mi macho lo veía todo y no sólo lo permitía, lo consentía y lo disfrutaba mientras yo disfrutaba de dar placer a ese rabo buscando sacar todo provecho de él aumentado el ritmo y jugando con la presión de mis labios, la humedad de mi boca y la profundidad de mi garganta.

Ahí estaba yo, arrodillado, mamando y más que mamando. Tragando con un único objetivo en mente: el placer de todos y mi disfrutar de ser capaz, como fui en el momento en que sentí aumentar el rigor del rabo de acelerar aún más el ritmo de mi mamada y abriendo un momento la boca dejar, en un movimiento rápido, que cayese toda la saliva al suelo para que mi boca se llenase de otra cosa que no fuesen babas.

Introduje hasta el fondo de mi garganta aquel pollón y cuando sentí el comienzo de su palpitar lo retiré hasta dejarlo en la entrada de mi boca. Aprisionado con mis labios y aumentado la presión para acelerar y elevar el clímax y con ello el placer sobre esa pollón anónimo y el placer de ese generoso macho desconocido del que nunca sabría y que comenzaba a derramarse con bravura en mi boca en trallazos largos de lefa espesa que fueron chocando contra las paredes interiores de mi boca, en el cielo del paladar y el primero incluso contra mi campanilla. Trallazos que regaban todo el interior de mi cavidad bucal y que resbalaban por ellas hasta llenar mi boca. En una corrida caliente, larga, húmeda, espesa, llena de aroma y sabor que una vez llenó mi boca escupí lejos de mí rápidamente para nuevamente amorrarme a aquel rabo y que continuase eyaculando dentro de mí.

Cuando terminó de orgasmar nuevamente escupí lejos de mí ese regalo para dedicarle una limpieza final, a conciencia. Suavemente. Aún más a conciencia y más lento y suave que la limpieza inicial que le hice para que mi macho viese cada pase de mi lengua por todas las partes e ir así de forma húmeda, lenta, suave y delicada, con pasadas largas a lo largo del tronco y lametones en el glande, ir poco a poco despediendo aquel rabo con toda la dedicación que un pollón como aquel merecía sin que esa polla, ni mi macho, se perdiesen ni un sólo detalle.

Dejé caer la cabeza hacia adelante y los hombros hacia abajo. Puse mis manos sobre el suelo y esbocé un “lo siento”, yo sólo quería ordeñarlo como mi macho me había dicho que hiciese. Y ordeñarlo para nosotros era mamar hasta llevar al punto del orgasmo y hacer que alguien se corriese fuera. Lo habíamos hablado una y mil veces y… sentía haber roto el pacto. Quebrantado la orden por no haber sido capaz de controlarme en la situación, no haber podido separarme de aquel rabo en el último momento pero quería que descargase y quería todo su placer en mi boca y por morbo y excitación me dejé llevar y no pude evitar sino sino todo lo contrario, conscientemente, permití y le facilité que lo hiciese hasta el final dentro de mi boca. Porque lo deseaba. Aquel deseo en aquel momento fue mayor que que mis fuerzas, mi sensatez o mi cordura. Algo en mí fue superior a mí porque la realidad había superado todas nuestras fantasías e inhibido todos mis miedos y vergüenzas resultando mucho más morbosa y mucho más excitante que lo mil veces hablado e imaginado. Porque de hecho. Nunca imaginé estar en un sitio así. En un lugar como ese y en una situación como esa y encima disfrutarlo.

Mi macho me miraba con cara de incrédulo.

  • “lo siento” - volví a decir – “sólo quería sorprenderte. Demostrarte de lo que soy capaz de hacer y que ni yo creía”

Mi macho me miraba con cara incrédulo, los ojos morbosos y la polla tiesa apuntando al frente.

  • Vamos – dijo

  • ¿ A dónde? - pregunté.

  • ¿Después de esto?… ¡a continuar la fiesta en otra parte!