Culos desechables

De esos que se usan una vez y a la basura.

Los pocos dientes que a Germán le quedaban cayeron al suelo, el golpe de David llevaba la fuerza y la certeza suficientes para arrancarlos de tajo. Amigos desde la infancia, cómplices de aventuras y rebeldías adolescentes y, en un par de ocasiones, hasta compañeros de cama, peleaban como si en sus puños habitara un rencor milenario que clamaba por violencia, un rencor que en realidad se trataba de un hambre y una necesidad disfrazadas de un odio inexistente que luchaba por no lucir como ese profundo aprecio que sentían el uno por el otro, ese cariño sincero que les servía como apoyo en tiempos difíciles, pero que no les daría el empleo, que no les alcanzaría para acallar el rugir de sus tripas, y mucho menos para colorear un poco la palidez de los rostros de sus esposas e hijos.

Los dos estaban exhaustos y sus facciones se confundían entre la incansable sangre que escurría de sus heridas. Habiendo sido otras las circunstancias, habiendo estado a solas en ese rincón secreto al que desde niños acudían a llorar uno las penas y a consolarlas el otro, ni siquiera se hubieran atrevido a pensar en una lucha, pero aquellos tiempos se habían ido, aquellos días en los que la mayor preocupación era decidir que juguete pedirían en Navidad, aquellas tardes de banquetes abundantes sentados a una mesa con candelabros de plata al centro eran ya simples memorias, recuerdos tan vagos y confusos que se perdían entre su cada vez mayor miseria haciéndolos dudar de que alguna vez fueron reales, de que alguna vez tuvieron más que trozos de pan duro para el desayuno y que hubieron también comidas y cenas. No se encontraban en medio de un juego infantil para decidir quién es el más fuerte, ni tampoco estaban los tiempos como para sentir compasión y culpa, ganas de correr por un botiquín para auxiliarse entre sí y después beber una cerveza para ahogar los problemas y que las cosas sigan como antes. No, las cosas no eran así, y a menos de que regresar a casa sin unas cuantas monedas para comprar leche les resultara atractivo, tenían que olvidarse de esa amistad que en ese momento de nada les servía y esforzarse por no ser el primero en tocar el suelo.

A juzgar por el rumbo que el duelo había tomado, era David el más consciente de aquellos puntos, y así lo demostró: luego de ese bestial porrazo que dejara chimuelo a su mejor amigo, acertó uno más que obligó a Germán a apoyarse en un poste eléctrico, y después otro que terminó por acabarlo, otro que, además del duro y mal pagado empleo, le ganó el odio genuino de quien antes fuera algo más que su hermano. Conteniendo las lágrimas y aguantando las ganas de levantar al derrotado, el vencedor de la contienda caminó detrás del hombre que iniciara todo, rezando porque a fin de cuentas éste no cambiara de opinión y lo mandara de regreso a casa, sin amigo y sin dinero.

Y mientras los dos individuos se alejaban de aquel tendido en la banqueta, Omar no podía borrar esa expresión mezcla de rabia, indignación y alivio. Desde el anonimato de su oficina, escondido detrás de la ventana, había presenciado todo: a los dos amigos pidiéndole una oportunidad a ese tercero que ideó la riña y el inicio, desarrollo y final de ésta. No era la primera vez que veía algo así, sucesos como ese ocurrían a toda hora y en todo lugar de la ciudad y del país desde hacía un par de años, desde que la economía había ido en picada dando comienzo a una disputa por sobrevivir en la que estaban de más los sentimentalismos y los lazos de sangre o afecto. En cada una de las ocasiones que, por sus ojos o la boca de otros, se enteraba de las cosas que algunas personas se atrevían a hacer al verse acorraladas por la pobreza y el hambre, en su interior nacía un impulso por cambiar el destino de su patria, unos deseos heroicos que con la misma rapidez y efusividad que nacían se le esfumaban al pensar en su propio futuro, en lo poco que él, persona insignificante, podría lograr. Al igual que en esas otras veces, al observar como aquellos dos seres destrozaban en segundos y con unos cuantos golpes años y años de grata convivencia e inolvidables experiencias, cerró los puños y se mordió los labios, pero terminó por voltear la cara, agradecido por no encontrarse en la misma situación, sintiéndose afortunado por contar con un empleo que, mal que bien, le permitía a él y a su familia irla pasando. "Uno tiene que velar por su gente", se repetía para convencerse de qué hacía bien en no intervenir, en no alzar la voz ante las injusticias cometidas por aquellos que todavía conservaban algo de poder en el decadente y sórdido ambiente que gobernaba la nación.

"Uno tiene que pensar en los suyos", volvió a decirse y, tratando de olvidarse del asunto, se sentó tras su escritorio con la intención de continuar con sus deberes laborales, propósito que se vio interrumpido por el sonar del teléfono. Se trataba de su jefe, don Arturo, uno de los pocos empresarios que se vio beneficiado con las malas decisiones del gobierno y la pasividad del pueblo. Lo llamaba para que le explicara unos puntos del informe que no le habían quedado claros. Con voz autoritaria y déspota, le ordenó que se olvidara de todo lo que estuviera haciendo y se presentara en su oficina en ese mismo instante, y Omar, como el perro fiel en el que se había convertido luego de que tras haber perdido todo a causa del colapso del mercado de valores, y gracias a un amigo en común con su patrón, consiguiera ese puesto más o menos respetable y bien remunerado, obedeció de inmediato y antes de que su casi amo colgara la bocina, ya estaba parado frente a él, dispuesto a aclararle las dudas.

¿Qué puntos son los que no entiende, don Arturo? – Inquirió Omar, ignorando la verdadera razón por la que su jefe lo había llamado, seguro de que la etapa de acosos e insinuaciones había quedado atrás.

Pues… hay dos cosas en las que tengo duda. – Respondió su patrón en un tono que dejaba entrever algo más que un interés laboral por su empleado, provocando que éste sacara de su memoria aquellas caricias forzadas y aquellos besos robados que instantáneamente lo pusieron a temblar, ante la posibilidad de que todo o más se volviera a dar.

¿Cuáles… cuáles son esas dos cosas? – Preguntó el asalariado al punto del llanto.

¿Por qué quieres llorar, Omarcito? ¿Por qué, si ni siquiera te he dicho mis dudas? – Lo cuestionó cínicamente don Arturo, gozando con el sufrimiento que su subordinado empezaba a sentir nada más de imaginar lo que se avecinaba – Ven acá, déjame secar esas lágrimas. Acércate para que me contestes al oído mis interrogantes – le pidió caminando hacia él –. No tengas miedo muchacho, ¿qué de malo podría hacerte este viejo inútil e inofensivo? Ven. Ven con papá. Ya verás como no te arrepientes. – Aseguró abrazándolo por las nalgas y presionando contra él su abultada entrepierna.

Omar rozaba los cuarenta, pero se mantenía muy bien conservado y cada músculo de su cuerpo continuaba en su lugar, a pesar del mal tiempo y de que hacía ya unos meses no se ejercitaba ni en sueños. Su rostro infantil, de finos trazos bordeados por una delgada y bien cuidada barba, contrastaban a la perfección con ese físico recio, de anchos brazos, potentes piernas, torso levantado y trasero prominente, todo coronado por una abundante y sedosa cabellera entrecana que era la cereza de ese delicioso pastel mezcla de madurez y juventud que atraía miradas al por mayor de mujeres y hombres por igual. Don Arturo se había encaprichado con ese macho desde que lo vio entrar a su empresa. Decidió contratarlo, más que por ser recomendado de un viejo conocido con el que no había cruzado palabra en un largo tiempo, por la seguridad de que ese sería el primer paso para tenerlo frente a él: arrodillado o en cuatro. Ya habían sido dos las veces que lo había intentado sin conseguir más que un besillo inocente o un casto manoseo. Eran dos las ocasiones en que ese bello ejemplar masculino se había negado a complacerlo, pero ya no más, ya no más complacencias ni misericordias. Esa misma tarde sería suyo o dejaría de llamarse Arturo José López y López.

Omar lo sabía, estaba consciente de que su suerte no le alcanzaría para salvarse por tercera vez de las garras de su patrón, y era por eso que lloraba. Era por eso que temblaba y en silencio le rogaba a Dios por un milagro. Pero ése hacía mucho que no volteaba para aquellos rumbos, hacía mucho que se había olvidado de él y de la mayoría de sus compatriotas, esos que en lugar de dar limosna tomaban una moneda del canasto. No había nadie ahí para ayudarlo y sí alguien para, con su consentimiento no pronunciado, violarlo.

La primera duda – mencionó don Arturo empujando la cabeza de su empleado hacia abajo –, es qué tan bien has de mamar una verga ansiosa de atención, una verga dura de la emoción de tener tan cerca tu linda boquita de puto. ¿Crees que puedas responderme? – Requirió deslizando sus pantalones y sus calzoncillos, dejando su erecto y baboso miembro al aire.

El sometido sujeto no emitió sonido alguno, se limitó a engullir aquel trozo de carne caliente que palpitaba frente a su rostro, resignado a que esa era la única manera de no terminar como David y Germán. Para su fortuna, el pene de su jefe, aunque bastante grueso, no tenía una longitud exagerada y pudo abarcarlo sin dificultad, sin que le provocara arcadas que hicieran incontrolable su asco y repulsión. Tratando inútilmente de pensar en algo más agradable, comenzó a pasear torpemente sus labios a lo largo y ancho del órgano y después, siguiendo las indicaciones de su prácticamente dueño, empezó a usar la lengua, a moverla con rapidez alrededor de la punta de aquel natural e inflamado instrumento de tortura. Por unos minutos el trabajo fue relativamente sencillo, pero en cuanto la excitación de su patrón rebasó el límite de la pasividad, tuvo que esforzarse para no vomitar ante las feroces embestidas que su agresor, cogiéndolo de los cabellos y aplastándolo contra su pelvis, le propinaba.

¡Sí¡ ¡Sí¡ ¡Así, Omarcito¡ – Exclamó extasiado don Arturo – No lo haces tan mal, muchacho – afirmó sintiendo un cosquilleo viajar desde su polla a cada rincón de su cuerpo –. ¡Detente¡ – Ordenó empujándolo repentinamente antes de vaciarse, cuando apenas comenzaba a agarrar bien el ritmo.

¿Qué sucede? – Preguntó Omar arrodillado y preocupado por su puesto – ¿Hice algo mal? ¿Qué no le gustó? Dígamelo, por favor. Dígamelo y le juro que lo arregló, le juro que no cometo el mismo error de nuevo. Por favor, déme otra oportunidad para demostrarle que

¡Silencio¡ – Gritó el semidesnudo hombre – No es por eso que te pedí que te detuvieras. No es que seas el gran mamador de pollas, pero, para ser la primera vez, porque supongo que es la primera, no lo haces del todo mal.

¿Entonces? – Lo cuestionó el jornalero un tanto confundido.

Si te pedí que te detuvieras – apuntó el frío empresario –, fue para que me aclares la otra duda que tenía. Que tengo, mejor dicho.

Y… – Omar permaneció unos segundos en silencio, como si tuviera miedo de preguntar cuál era esa otra duda, como si necesitara de un tiempo para asimilar de antemano la respuesta, para hacerse a la idea de que ya no sería por su boca sino por otro orificio que recibiría ese falo que orgulloso y altivo lo miraba con ese su único y ciego ojo – ¿qué cosa quiere que le aclare? – Lo interrogó finalmente.

Quiero… – apuntó don Arturo levantándolo y dándole media vuelta – comprobar… – dijo inclinándolo sobre el escritorio – si tu hermoso culito… – señaló acariciándolo – está tan apretadito como en mis sueños. – Finalizó quitándole el pantalón y el bóxer para luego lanzarse a chupar ese pequeño y estrecho agujero por el que desde aquel día que se presentara en su oficina había deseado introducirse, adentrarse hasta el fondo y depositar su esencia luego de haberlo destrozado con una buena cesión de feroces estocadas que saciaran de una vez por todas sus más bajos instintos, sus más crueles pasiones.

Omar cerró los ojos en cuanto sintió la lengua de su patrón hurgando en el rincón más íntimo de su anatomía, como si de esa manera dejaran las cosas de pasar, parara el tiempo de transcurrir y todo regresara a ser como era antes: cuando no tenía que someterse a los caprichos de un jefe tirano, cuando no tenía que escoger entre su dignidad y su hombría, y darle de comer a sus hijos. Las lágrimas que por momentos se habían ido regresaron al empezar su mente a dibujar lo que ocurriría a continuación, al anticiparse su cerebro masoquista a esa penetración que al en verdad darse dolió mucho más de lo pensado, dolió hasta el alma y no pudo más que gritar, gritar tratando de escupir toda esa mierda de sentimientos que junto con esa verga intrusa se agolpaban en sus adentros, intentando sin conseguir el no quebrarse, el no abandonarse y darle gusto a don Arturo de verlo completamente sometido y a sus merced, hecho un muñeco de trapo sin voluntad ni ambiciones, sin amor propio ni ilusiones.

A cada arremetida de ese grueso pene, Omar emitía quejidos que poco a poco, conforme los minutos corrían y la follada se hacía más veloz y violenta, se fueron apagando hasta no escucharse más, hasta que, completamente sumergido en la nada, recibió los embates sin replicar, sin inmutarse, esperando con la mirada perdida y las esperanzas acabadas que todo llegara a su fin.

¡Ah¡ ¡Que rico culo tienes, muchacho¡ – Gemía don Arturo – ¡Cómo me aprieta¡ ¡Cómo me aprieta¡ No puedo contenerme más – advirtió en medio de suspiros, sintiendo como su virilidad crecía y se ensanchaba más de lo habitual, producto del enorme placer que le significaba el ver cumplidos sus caprichos, el tener a su empleado así como lo tenía –. Te voy a llenar de leche, ¡maldito maricón sin huevos¡ – Amenazó acelerando más sus movimientos – Te voy a bañar los intestinos y

El enloquecido empresario no pudo terminar esa frase. Cumpliendo sus amenazas, explotó en un intensísimo orgasmo que inundo a Omar con abundantes chorros de semen que se deslizaron por sus muslos hasta llegar al suelo, justo donde yacían los restos de su humanidad, lo poco que viviendo en aquellas condiciones, los trozos que en medio de aquel clima de represión y miseria y antes de los recientes y humillantes sucesos, aún le restaban. Aferrándose a la cintura del atractivo pero débil asalariado, don Arturo descargó todo ese deseo acumulado a lo largo de noches y más noches durmiendo al lado de una esposa que se negaba a tener sexo, aburrida de la cotidianidad y enfadada de ser la única dentro de su círculo de amigas con automóvil propio y del año. Y habiendo saciado su sed de poder y carne, habiéndole ese delicioso trasero exprimido hasta la última gota de esperma en sus arrugados y peludos testículos, se salió de él y se preparó para desecharlo.

Ya te puedes ir. Agarra tus cosas y lárgate para tu casa. – Le ordenó arrojándole un par de billetes a los pies, como si se tratara de la más despreciable de las putas.

Nos vemos mañana. – Comentó Omar poniéndose dificultosamente de pie, fingiendo una calma y una indiferencia que estaba lejos de sentir, y tomando el dinero, más por miedo a que de no hacerlo tuviera más problemas que por otra razón.

No entiendes, ¿verdad? – Lo interrogó don Arturo subiéndose los pantalones y guardando su verga ya flácida – No te estoy diciendo que te vayas y vuelvas mañana, te estoy diciendo que estás despedido. Sal de mi oficina y no vuelvas a aparecerte por aquí, ¡no quiero verte más, puto de mierda¡ No estás tan bueno cómo había creído, no vale la pena conservarte. – Aseveró dándole la espalda y atándose la corbata.

Tal vez, siendo las circunstancias diferentes, lo más lógico habría sido suplicar por el empleo o sentir unas ganas inmensas de asesinar a tan despreciable persona aprovechando que estaba descuidado. Omar había cedido a sus deseos por temor a formar parte del gran número de desempleados que se batían en duelos fraternales por un simple trabajo, por unas cuantas monedas con las cuales alimentar el eterno vacío en sus estómagos. Había aceptado la humillación de ser penetrado habiéndose sentido alguna vez tan hombre, y aún así lo despedían, aún así se deshacían de él como si fuera un animal o un objeto, algo que no era del todo mentira, punto que posiblemente era el que más lo lastimaba pues en el fondo así se sentía: sin valor alguno, una basura. Quizá, de no haber perdido día con día su dignidad, su voluntad, esa decisión para decir que no cuando así se desea, habría salido con la frente en alto y una idea ya en mente para conseguir otro trabajo, o a la mejor habría tomado el abrecartas y habría apuñalado a su jefe una y otra vez hasta verlo reducido a nada, pero no, ya no le sobraba el más mínimo ánimo, ya no tenía intención de hacer o decir nada. ¿Para qué? ¿Para qué, si todo iba a seguir igual?

Cubriendo su maltrecho trasero y a paso lento, abandonó el lugar y se dirigió a casa, a refugiarse en el regazo de su esposa y las sonrisas de sus niños, lo único bueno que le quedaba. En cuanto atravesó la puerta de aquel modesto pero acogedor hogar, se desplomó a los pies de su mujer y comenzó a llorar desconsoladamente sin saber por cuál de todas sus penas lo hacía. Ella lo abrazó y le acarició las mejillas hasta conseguir tranquilizarlo, y luego, después de darles el beso de las buenas noches a sus niños, ambos se acostaron en el viejo y percudido colchón. Se quedaron dormidos sin decir una palabra, esperando que su amor todo lo curara, rezando para que el silencio no alimentara el dolor y terminara por tragárselos. Sólo se les olvidó una cosa: ¿de qué sirve orar, cuando se ha perdido la fe?