Cuentos no eróticos: Caperucita

No se llamaba Caperucita, pero supo lo que es conocer al lobo...

"La muchacha se supo perdida. Gritaba Caperucita mientras la devoraba el lobo. Bajo la falda del vestido estallaron los dormidos sueños que en la noche la mantenían viva. Pobre Caperucita..."

Ismael Serrano

(Caperucita)

Caperucita no vive en el bosque, señores amantes de la vieja literatura. Caperucita tampoco vive en Nueva York, señora Martín-Gaite. Caperucita vivía en mi barrio y no se llamaba Caperucita. Damas, caballeros, ante todos ustedes, la historia de Estíbaliz. La Caperucita de mi calle.

No era más que una niña, con dulce sonrisa, con mirada inocente, con once años cumplidos, cuando conoció al lobo feroz. Aquella noche de verano era oscura, como lo son todas las noches en las que empiezan las tragedias que cambian, y truncan, y joden vidas. Esa noche Caperucita despertó al sentir una zarpa hurgar bajo su camisón. Desconocía el motivo de las caricias, de la brutalidad de los movimientos, del ansia de aquellos dedos calientes y uñas afiladas que palpaban el cuerpo prohibido de su inocencia. Su cuerpo diminuto se llenó del terror más puro e infantil. En la penumbra de la habitación, vio destellar dos ojos brillantes y una sonrisa picada. Cuando quiso gritar, una garra taponaba su boca, callando los chillidos, silenciando su vocecilla agónica.

Y braguitas rotas al instante. Y lágrimas y miedo y dolor, mientras Estíbaliz apagaba en la zarpa del lobo una triste letanía:

  • Papá, papá. ¡Qué dedos tan grandes tienes!

Y a la mañana siguiente, un borrón de sangre seca manchaba su camisón. Sangre dolorosamente sincera. Y a la mañana siguiente, los pajarillos que sobrevolaban el piso donde vivía Caperucita, se posaron en la repisa de su ventana, para oír cómo su voz aniñada entonaba una triste y bella cantinela, que llenaba las esquinas de mi calle:

  • Quiero volar, lejos de aquí escapar. Dime, mi bien, ¿Quién me llorará, si me dan alas y echo a volar? Quiero dormir, no quiero despertar. Quiero ser la lluvia al otro lado del cristal… quizás alguien me espere en la oscuridad.

Pero como el lobo feroz es un lobo, es decir, un carnívoro irredento, desoyó lo escuchado y siguió alimentándose día sí y día también de las carnes tiernas de Estíbaliz, la Caperucita de mi calle. Y ella no volaba, no escapaba, y cada noche le tocaba despertar. Caperucita crecía y con ella su miedo, sus lágrimas... su dolor. Hasta que un día, sacando valor de no se sabe dónde (quizá de sus mejillas surcadas por regueros de lágrimas, quizá de los moretones de sus piernas...), se atrevió a contárselo a su madre.

Cuenta la historia, las malas lenguas, que a veces son las más certeras, que una gota de agua salada titiló en el ojo morado de su madre, y que resbaló por su cara, abriendo un sendero entre el maquillaje, mostrando un hilo de piel cruzado por las cicatrices de las garras del lobo. Sin embargo, su madre no removió cielo y tierra, ni llamó a los leñadores para que acabaran con el lobo, ni... nada. Simplemente suspiró, miró apenada a su hija y continuó cocinando la cena del lobo. Y todo siguió igual, y también esa noche el lobo devoró a Caperucita.

  • Quiero volar, lejos de aquí escapar. Dime, mi bien, ¿Quién me llorará, si me dan alas y echo a volar? Quiero dormir, no quiero despertar. Quiero ser la lluvia al otro lado del cristal… quizás alguien me espere en la oscuridad.- repetía cada mañana.

Sin embargo, un día en que el sol brilló y tuvo valor para colarse entre las rendijas de la persiana de su habitación, a Caperucita le contaron algo. Un leñador, de los de uniforme azul y porra negra, había sorprendido al lobo feroz atacando las ovejas del pastor. El lobo, furioso, se revolvió contra el leñador, que sacó su arma y abatió al carnívoro. Sonrisas de colores flotaron en el silencio de su cuarto. Ya no más lobos, ya no más carnes mordidas. Caperucita tenía dieciséis años, moretones en las piernas, y nacía de nuevo con una sonrisa en los labios.

Tan contenta estaba que corrió a contárselo a su abuelita, que vivía en la otra punta de la ciudad, atravesando el bosque de edificios, los barrios devorados por la hormigonera y Caperucita, sin lobo que la engañase, supo coger el camino más corto y seguro para llegar a casa de su abuelita.

Y mientras el metro cruzaba el subterráneo de la ciudad, una mirada, una sonrisa, unas mejillas enrojecidas de timidez iluminadas por los tubos fluorescentes del transporte... Allí, Caperucita conoció a otro joven y atractivo leñador, que se enamoró de su sonrisa. Mientras el metro se colaba por los túneles oscuros, y el muchacho se acercaba a Estíbaliz, ella recordaba su cantinela: "Quizás alguien me espere en la oscuridad".

Tres años después, Caperucita se casaba de blanco y radiante, con su único amor, el joven y atractivo leñador, mientras su madre, dama de honor, la miraba con una sonrisa que llenaba la Iglesia, y una cara limpia de cardenales.

Aquí podría acabar el cuento, si no fuera por que, al decir "Sí, quiero", y al dar el párroco su bendición, en los ojos del leñador, destelló un brillo carnívoro, un reflejo de la mirada del lobo feroz.

Esa noche, noche de bodas, bajo el amparo de una enrojecida y menguante luna de miel, cuando Caperucita ya se creía libre, un zarpazo le hizo recordar aquellas uñas afiladas que rebuscaban bajo su camisón. Gotas de sangre salpicaron la cama matrimonial. Ahora otro lobo la devora cada noche, clava sus dientes en sus piernas, y retrocede Caperucita a los tiempos de niña, y susurra, cuando el lobo (ya no es leñador) duerme:

  • Quiero volar, lejos de aquí escapar. Dime, mi bien, ¿Quién me llorará, si me dan alas y echo a volar? Quiero dormir, no quiero despertar. Quiero ser la lluvia al otro lado del cristal… quizás alguien me espere en la oscuridad.

Hoy Estíbaliz alumbra una sonrisa mientras mece una cuna, y los mismos moretones que veía en su madre decoran cruelmente sus ojos. En la cuna descansa una niña, quizá una futura oveja para otro lobo feroz. Caperucita la arrulla contra el pecho y murmulla a sus pequeños oídos:

  • Quiero volar, lejos de aquí escapar. Dime, mi bien, ¿Quién me llorará, si me dan alas y echo a volar? Quiero dormir, no quiero despertar. Quiero ser la lluvia al otro lado del cristal… quizás alguien me espere en la oscuridad… Quizás alguien te espere en la oscuridad